Un alegato por la paz y la cultura
Mauricio Wiesenthal
Un alegato por la paz y la cultura
Mauricio Wiesenthal
Escritor
Creando oportunidades
El derecho a disentir, el derecho a reflexionar
Mauricio Wiesenthal Escritor
Mauricio Wiesenthal
Viajero incansable, enamorado de la vida y heredero de la pluma del mítico autor austriaco Stefan Zweig. Así es el escritor Mauricio Wiesenthal, un hombre que desprende literatura por todos sus poros y que afirma sentirse, a veces, un exiliado de su tiempo. Su pensamiento y su estilo literario son herederos del gran legado cultural europeo. Desde muy joven, decidió acumular experiencias para formarse en el oficio de escribir: viajó por toda Europa, se unió a un grupo circense y se embarcó, mochila al hombro, en el legendario tren Orient Express. Su vida entera es una novela que uno puede compartir leyendo sus libros de memorias. Apasionado por la cultura, defensor a ultranza del pensamiento humanista, afirma: “La cultura es cultivo, no lo olvidemos. Si no cultivamos, vamos al desierto”.
Además de escritor, autor de ensayos y libros de viajes, Mauricio Wiesenthal ha sido profesor de Historia de la Cultura y conferenciante invitado en numerosas universidades del mundo. Entre sus obras destacan, entre muchos otros, los ensayos ‘La belle époque del Orient Express’ (1979), ‘Libro de Requiems’ (2004), ‘El esnobismo de las golondrinas’ (2007) y ‘Luz de vísperas’ (2008). Su último libro, ‘El derecho a disentir’ (2021), es un análisis crítico de nuestro tiempo y un bello alegato en favor de la herencia cultural de la vieja Europa.
Transcripción
Pero luego están las mujeres detrás, en la retaguardia, que son donde se pierden o se ganan las guerras, toda la violencia aquella que sufre, todo el sufrimiento que afectan. Entonces yo recuerdo, ya en la postguerra, todavía, que quedaba aquello de ver las mujeres cargadas con unos cubos enormes recogiendo el agua, porque no había agua corriente, estaban cortados los cauces del agua. Es decir, todas esas imágenes de cuando las luces se apagan. Luego he visto afortunadamente recuperarse esa Europa con el esfuerzo de los europeos, como vimos los españoles, recuperar esa España después de la guerra civil, con el esfuerzo de nuestros abuelos, de nuestros padres. Y eso también es una epopeya que también es bellísima lo que los hombres, las mujeres, podemos hacer para levantar la destrucción que, de vez en cuando, la locura ha traído sobre el mundo. Y creo que por eso es una imagen que tengo, que es esa imagen de resurrección, de renacimiento, como quieras llamarlo, creo que de ahí nació el optimismo que he podido tener en la vida y que mantengo a mis años. Es de eso, de haber visto que es verdad, que es real, que los pueblos, igual que desgraciadamente se apagan, que las luces se apagan, también se encienden.
Cultura es cultivo, no lo olvidemos, cultivo. Si no cultivamos, vamos al desierto. Hay que cultivar y cultivar con sabiduría, porque también se llega al desierto cuando se cultiva de mala manera. Por lo tanto, es cultivar con sabiduría, con técnica, y toda esa creatividad es lo que hemos aportado nosotros, seres humanos, estos animales de los que yo hablaba, donde en nosotros habita la subhistoria, hemos hecho también ese mundo desde el neolítico, de la cultura, de la civilización, de la construcción de herramientas, de levantar obras de arte, de crear educación para nuestros hijos, de crear una fe, como queráis llamarle, una explicación de la vida, un sentido de la vida. No se trata de querer ser más sabio que nadie, ni más listo que nadie. Se trata de implementar, de hacer algo que nos explique la vida en el tiempo, desgraciadamente corto, muy corto, que dura. Pero que tengamos una explicación de lo que hacemos, que demos un sentido a lo que hacemos.
Decía, me viene a la memoria una frase de Tolstoi, preciosa, decía: “Lo importante no es creer o dogmatizar sobre el más allá. Lo importante es que le demos a nuestra vida, a cada una de nuestras vidas, un sentido tal que la muerte no nos lo pueda arrebatar, como una flecha disparada en el aire que de repente la pierdes, pero el arquero sabe a dónde va a llegar en su trayectoria”. Eso son nuestras vidas, y cuando uno es joven es importante que volemos, pero es importante que volemos teniendo un sentido en la trayectoria de nuestra vida, una coherencia, porque si no, todo eso se pierde y la flecha va a caer de mala manera y sin sentido. Esto es lo que creo que es importante para los jóvenes. Me importan mucho porque he sido profesor, porque los tengo delante cuando doy charlas, cuando estoy en contacto con muchachos, con muchachas jóvenes y viven una época diferente de la que yo viví, yo viví aquella época que decía de reconstrucción, de renacimiento, en el fondo, de esperanza, en el fondo, de ilusión. Hoy día viven una época, incluso a veces de confusión, un mundo nuevo, pero no sabemos a dónde va ni qué mundo va a ser. Y en ese mundo es donde hay que dar sentido a nuestra vida. Entonces solamente, y lo hago con toda modestia y con toda precaución, con toda cautela, porque hay que tener mucho cuidado cuando se habla a los jóvenes, porque uno puede hacer de mal maestro y sería lo que nunca me perdonaría, porque sería una cosa miserable.
Pero algo que sí puedo decir por experiencia propia es que no se detengan en la perplejidad que da hoy día ver tantas puertas que hay. En mi época había muy pocas puertas. Entrábamos por ellas y comenzábamos a labrar y hacer camino. Y hoy día hay muchas puertas. Los jóvenes se preguntan a veces: “¿Qué hago? ¿Cuál será la puerta que me dé más fortuna?”. Unos porque piensan en la economía, otros porque piensan en lo que quieren hacer de sus ideales. Yo les digo, y vuelvo a repetirlo, con modestia, con prudencia, pero les digo: “Entrad por cualquier puerta, porque en todos los caminos se hace un destino y no hay que quedarse parado. No hay que tener ese miedo ni de cuánto voy a ganar ni cuánto voy a hacer, hay que ir al camino”. Yo suelo decir, ya que hemos hablado de viajes al comenzar esta charla, Gorka, llevándolo ya un poco de broma, cuando tenía siete años, mis padres me regalaron una bicicleta y no me vieron más. O sea, quiero decir con eso que me hice al camino y tengo, corrigiendo a mis propios poetas, corrigiendo a Machado, corrigiendo a una frase de sabiduría tan habitual en nuestra propia tradición española que es “se hace camino al andar”, yo me atrevo a corregirla ligeramente y les digo a los jóvenes que nos puedan estar viendo o escuchando: “se anda camino al hacer”. Hacer, hacer, hacer. No dedicarse todo el tiempo a estar en la perplejidad de pensar: “¿Qué hago? ¿A dónde voy? ¿Cómo será?”. No lo sabemos. Hacer. Y cuando uno va haciendo una tras otra, una tras otra, se hace el camino.
Y es el clima, el cultivo, la cultura, los seres humanos, los niños, las ciudades, el arte, va unido todo en decisiones que tomamos todos juntos, nos parezcan o no nos parezcan. Y, por lo tanto, en ese mundo fui conociendo a través de Relgis, él tenía un pequeño ‘moleskine’, una libretita donde guardaba direcciones de todos los viejos amigos que él había conocido en Europa. Él era sordo. Había nacido sordo de nacimiento, era sordo. Y esta contemplación de la humanidad, afortunadamente, me hace sentirme más humanista. Solamente un ser humano, que tiene una flaqueza, vamos a llamarla así, una dificultad, se le ocurre ser fuerte en lo que es débil, lo que es débil o lo que parece que es más flaco. Entonces, él, que era sordo, solo a un sordo se le ocurre pensar que lo que quiere ser en la vida es ser comunicador de los seres humanos. Es maravilloso. Eso fue Relgis. Amigo de Tolstoi, amigo de Gorki, amigo de Bakunin, como era pacifista, internacionalista, todos aquellos, amigo de Zweig que le prologó su primer libro, se llamaba ‘Mirón, el sordo’, porque el escultor Mirón, el de ‘El discóbolo’, el escultor griego era sordo y él lo acogió enseguida como ejemplo, un sordo para héroe suyo.
Entonces, es maravilloso que aquel hombre tenía todas aquellas direcciones de aquellas personas que son las que había ido entrevistando a lo largo de su vida. Escribió libros sobre ciudades de Europa donde hacía peregrinaciones, buscando a Romain Rolland, que creía en la época, por ejemplo, de enfrentamiento entre los imperios centrales. O sea, que veía tan absurdo que en Francia no se pudiese interpretar a Beethoven, porque se consideraba que Beethoven estaba contaminado por ser alemán, o que en Alemania no se pudiese hablar de Víctor Hugo, en vez de hablar de los hombres, de las mujeres, del espíritu de los seres humanos. Entonces él había hecho siempre esa obra.
Era un personaje curioso, un gran maestro, un viejo maestro, un maestro de los viejos tiempos. Yo lo conocí y a través de él conseguí las direcciones que ese era mi camino, ese era mi rumbo, esa era mi portulano, esa era mi rosa de los vientos, el ir encontrando esas direcciones que yo iba buscando en Europa, a veces andando, a veces en bicicleta, a veces en tren. Me movía, llegaba de un sitio a otro, recorría el Danubio a pie y me unía a una tribu, a un grupo de rumanos, gitanos rumanos, que tenían un circo y el circo, bah, yo había leído a Goethe. Es que perdemos algunas palabras sagradas en la enseñanza, en la pedagogía, la ‘paideía’. Una de las primeras palabras es que hay que iniciarse. Ninguno nacemos sabido y morimos tontos. O sea que, por lo tanto, fíjate que el camino es difícil, pero empezamos queriendo buscar un camino de iniciación, un camino de aprendizaje, el camino que, por ejemplo, en la Edad Media, ya tenían los artesanos, cuando el discípulo veía al artesano cómo trabajaba, el pintor que entraba en una escuela de pintura comenzaba imprimando las telas, comenzaba dibujando los celajes o haciendo los fondos para la pintura, y luego venía el maestro, luego venía Leonardo da Vinci y salía y pintaba sobre eso una Gioconda.
Pero primero había que haber un muchacho que había estado imprimando, preparando los cuadros, preparando los lienzos, las telas, o sea, todo eso significaba que hacía falta un camino de iniciación. Goethe escribió el ‘Wilhelm Meister’, o sea, que es la historia de un muchacho que se quiere iniciar en la vida y se une a un grupo de teatro. Y sobre eso se aprendía, porque no hay lugar que se aprenda tanto como en el teatro. Se interpretan personajes, se viven momentos de la cultura, historia, tragedias, comedias, historias de amores, historias de intrigas. El teatro es el espectáculo de la vida. Ser actor es lo más grande que hay, un actor tiene muchas cosas que enseñar al pueblo, que se reúne allí a aplaudirle, a seguirle, a seguir la obra. Entonces yo descubrí que también en el circo podía aprender muchas cosas. Había tenido un profesor que me decía siempre: “En el circo se aprende toda la física, más de la que yo os puedo enseñar”. En el circo, cuando veis al funámbulo que va sobre su alambre, el funámbulo, qué personaje tan de la obra de Nietzsche, o sea, el funámbulo que va con su barra para coger el equilibrio, para buscar el centro de gravedad, para bajarlo, ibas aprendiendo la física, el equilibrio, ibas aprendiendo el azar, el juego, la máscara, todo lo que, en la vida, todos los juegos, todos son juegos, los que te cito, el equilibrio, el azar, la máscara, el agón, la lucha, la agonística. Todo eso lo aprendías en el circo, la fuerza, todo, el juego del malabarista, los juglares, los payasos que hacen el humor.
Y en todo aquello iba descubriendo una iniciación a la vida. Una iniciación hecha a través de unos maestros del pueblo, unos maestros sencillos, pero que me explicaban cosas que luego yo iba a encontrar en la universidad y en los estudios, ya con más complejidad, más racionalizadas, más metodizadas, pero tenía las bases, pues por eso me fui haciendo a estos caminos y fui buscando, ya te digo, a veces, hacia trozos del camino en bicicleta, a veces seguía los carromatos y así fui conociendo maestros, que tú me has preguntado, que fueron para mí muchos de ellos los que quedaban como discípulos de Zweig. Luego ya conocí a Paul Morand, que como quería ser escritor, me gustaban mucho los que tenían estilo. Para mí es importante, cuando conozco a un escritor, cuando conozco a un artista, que haya en él la chispa, la llama del arte. O sea, no solamente es un expositor de relatos, de cuentos, de historias, sino que hay que saber contarlas bien, hay que saber contarlas con la emoción.
Esto lo encontré por ejemplo en Paul Morand, y Paul Morand, pues me fue presentando, me decía: “¿A quién quieres conocer en París?”. Yo era un jovencito más o menos disparatado, me ganaba la vida, unas veces cantaba, otras veces hacía fotonovelas. Ya los jóvenes no deben saber lo que eran las fotonovelas, hoy día hablan de los seriales, de cosas de estas, de televisión. Hacíamos fotonovelas donde yo me contrataba, había hecho de galán en las fotonovelas, que se hacían para unas revistas que leían, tenían su público y donde se contaban historias. Eran como pequeñas películas o pequeños relatos. Bueno, yo me ganaba la vida haciendo de todo, otro día en un café cantaba y me daban de comer con eso en el café, hice de todo lo que pude para ir aprendiendo siempre, por eso decía, son caminos, entrando en una puerta que me permitía cantar y me preguntó Paul Morand: “¿A quién quieres conocer?”. Dije: “Yo a Coco Chanel”.
Coco Chanel me parecía una mujer, era una mujer extraordinaria, interesantísima, con una personalidad única. Y entonces ahí nos reunimos. Ella tenía en la Rue Cambon, en París, cerca de la plaza Vendôme, donde está el Ritz, tenía el taller, “Mademoiselle”, tenía la M de Mademoiselle en todas las cortinas y todo, todas sus mujeres que tenía allí la llamaban “Mademoiselle”. Paul Morand, que era amigo suyo, la citó en el Ritz y ahí venía ella, hablaba de su vida, de sus cosas, las telas, los movimientos que tenía cuando hablaba. Aprendías de todo. Recuerdo que era mayo del 1968. Recuerdo que entonces en París había barricadas, había la revolución, había un ambiente de dificultad de vivir, la universidad daba unos mensajes que eran unos mensajes revolucionarios, unos mensajes violentos, a los cuales, el pueblo trabajador no se unía, porque tenía desconfianza de que ese mensaje, que venía de los intelectuales, no era un mensaje sincero, y que la gente que tenía que ganarse el pan trabajando y tenía sus hijos no podía fiarse de aquellos señores que tenían un sueldo garantizado en la universidad.
Entonces, en todo eso, vivías una ciudad que estaba en ebullición, efervescencia, y recuerdo que, en esos momentos, por todos los poros, aprendía, vivía. Agradezco a la vida que me ha ido llevando a esos sitios. Ayer me decía una lectora amiga: “Tenías mucho valor”. No creo que haya tenido mucho valor. No he sido cobarde tontamente. Me ha gustado la vida. Cuando me he enamorado, he ido a por ello y, como es lógico, me he llevado muchos palos, muchos cuernos y todo lo que queráis, pero he ido por ello y he jugado, porque si no juegas, luego te arrepientes.
Mauricio, ¿qué crees que aporta la cultura al ser humano?
No hagamos una cultura solamente de la razón. No hagamos una cultura solamente de métodos prácticos para llegar a unos fines inmediatos. Hagamos una cultura humanista, una cultura de la educación en la vida, en la enfermedad, en la alegría, en la muerte y en la resurrección, en lo que cada uno quiera. Pero una cultura con espíritu, no es una pura herramienta, es algo más. Es todo lo que decíamos, un viaje, todo un juego, no es una herramienta que se coge solamente para poner un tornillo y ya no vale luego, no, es una herramienta que vale para muchas cosas a la vez, porque es una herramienta que está en nosotros mismos, está en todos nuestros sentidos, está en toda nuestra vida. Es todo mucho más complejo, por eso es mucho más interesante. Hay más piezas en el juego, muchas más figuras, hay más cartas, hay más composiciones de juego. Se pueden hacer muchos, muchos triunfos, se pueden hacer muchas jugadas perdedoras, pero todo eso forma parte de ese mundo que llamamos la cultura. Por eso entre los maestros, vienen los dogmáticos y te dicen: “Este está superado. El otro estaba equivocado, porque es heterodoxo”. Pero oiga usted, es un maestro, ¿sabe usted todo lo que sabía? ¿Sabe usted la cantidad de cosas que yo puedo aprender ahí dentro? O sea, ¿por qué vamos a estar excluyendo, eliminando? Cualquiera que de verdad sea un científico, que nos escuche, cualquiera que de verdad esté trabajando, sabe que el Premio Nobel se lo está jugando en una exclusión. Cuando uno está pensando, y tiene un montón, un montón de conclusiones que ha ido sacando, llega un momento en que para seguir avanzando hay que excluir a algunas que no llevan a ninguna parte. Y ahí te has jugado el Premio Nobel.
El Premio Nobel era aquella tercera tan tonta que te pareció que no valía para nada. La vida es igual. Hay un día, en un momento, en una dificultad, en una encrucijada, en un laberinto, en una oscuridad, en una penumbra, en un deslumbre, que descubres que aquello que tu dijiste un día de joven “esto no me sirve”, era la pieza clave de tu jugada. Que no la pierdan los muchachos que nos escuchan, que no la pierdan sobre todo los jóvenes, que la guarden. Yo comprendo que la mochila es limitada, no se pueden llevar todas, no se pueden llevar en la memoria racional, se pueden llevar en el corazón. Yo les aseguro que la memoria del corazón es ilimitada, es la emotividad y un día, en un momento cualquiera, te soltará una sonrisa, una lágrima, algo, que es la memoria emotiva, algo ancestral que lo deben a su abuela, a sus padres, que han sacado un cofre maravilloso que tenían guardado en el corazón y que ese día se abre ante ellos. Decía Camus, otro de mis maestros, Albert Camus: “La vida es un largo rodeo para volver luego a las tres o cuatro verdades sencillas a las que nuestro corazón se abrió cuando éramos niños por primera vez”. Un día, de mayores, les deseo que lleguen a muy mayores y de repente digan: “Mira que fui tonto, que aquel momento del juego infantil, aquel día en que me quedé solo en un rincón del recreo y tuve una pequeña visión, ahí estaba todo lo que yo tenía que saber”.
¿Cómo vamos a volver a plantear un mundo de alambradas, un mundo donde cada raza tiene que vivir en un sitio y no puede moverse, donde la gente no puede mezclarse, donde la gente no puede huir, donde la gente no puede escapar, donde la gente no puede volar? Entonces, estoy contra la idea de nación, como idea política basada en fronteras, no nación de ‘nascere’, de nacer. Lo utilizaba Cicerón como idea del lugar donde uno nace. Esto me parece muy bien porque eso es noble, pero el lugar donde uno nace no es diferente, no va a marcar a un ser humano como no lo va a marcar el sexo, como no lo va a marcar la raza. A ver si los seres humanos vamos a tener ya una marca y unos sellos nada más desde el primer día que venimos al mundo. Sin embargo, sí que la parte cultural que hay del lugar donde uno nace, que es lo que se llamó siempre la patria, es lo que recibimos, nuestra lengua, nuestro idioma, nuestra gente, la dietética, los platos que comemos. Esa patria, claro que somos leales y somos afines a ella y la defendemos y la queremos y nos sentimos alegres y bien entre los nuestros, porque compartimos la patria, ahora, la nación, que nos la cambian desde un mapa político y que, de repente, hay un señor que, en una colonia, pinta unas líneas verticales y horizontales, dice: “Esto es tal país”, y los que están encerrados adentro se ven cogidos allí como si fuese un parque zoológico. ¿Qué es eso? ¿Qué significan esas ideas?
O sea, significa, sin embargo, lo que podemos compartir. Los antiguos griegos peregrinaban los jóvenes a Agraula. Agraula era una diosa que algunos identifican con la propia Atenea, diosa madre, diosa de luz. La diosa del aceite, del olivo, de la lechuza. La diosa de la filosofía, la diosa de la sabiduría. Atenea, nacida de la frente del padre de los dioses, de Zeus, de Júpiter. Entonces, algunos la interpretaban que era una de las figuras de las encarnaciones, Agraula. Otros decían que había sido una muchacha ateniense, una heroína que, en la antigüedad, había defendido a su pueblo en una guerra o así, que había conseguido salvar a los niños, al pueblo, a la familia, bueno, Agraula. Los jóvenes iban al santuario de Agraula, a las fiestas agraulias cuando habían pasado ya muchos siglos de eso y juraban fidelidad a toda tierra que produce pan, aceite y vino. ¡Qué bonita idea de la patria! Eso era lo que ellos decían. Vamos a sentirnos fieles a la cultura. Y la cultura es también lo que comemos, lo que bebemos, lo que hablamos, el idioma. Eso era una manera que me gusta mucho más que la idea política de nación que acaba siendo la guerra. No hagamos la guerra. Digamos que nosotros tenemos pan, aceite y vino, y entonces cuando venga otro y diga: “¿Qué tenéis?”. “Pan, aceite y vino y hablamos esta lengua española, donde tenemos estos hombres que la cultivaron, que la hablaron, que la sacaron de lo que hablaba el propio pueblo, que la necesitaba para crear, para construir, para dar nombre a sus cultivos, a sus herramientas, a sus estados de ánimo”. Eso es la cultura, eso es la patria.
Viajar es buscar la etimología de nuestras curiosidades. O sea, yo no iré jamás, os lo puedo asegurar, no iré jamás a un país que no me interese, que no conozca su religión, que no conozca su idioma, procuro cuanto que llego, lo primero antes de hacer el viaje, buscarme unas palabras para saber por qué llaman así a una palabra, ¿qué cultivan?, ¿qué comen? O sea, es que, si no lo sé, por qué voy allí, a llevar, ¿qué?, ¿la basura mía, se la voy a llevar a esa pobre gente que, a veces, incluso son pueblos que sobreviven con dificultad? He llegado a África, he viajado mucho por África, he trabajado en las misiones enseñando, ¿qué es lo que sé yo, enseñar a leer o a escribir? Pues enseñar a leer y escribir, a leer y escribir en Costa de Marfil, en las misiones, allí iba. He cogido epidemias, las he cogido, cuando han venido las epidemias aquí y la gente de vez en cuando los veía que se espantaban pensando que las pandemias y las epidemias es como si fuese algo superado. Pero algo superado, ¿de qué?, si los seres humanos convivimos con parásitos, con pandemias, con epidemias, producimos eso mismo, forma parte de la vida, son organismos vivos, o sea, por lo tanto, todo eso forma parte de nuestro universo, y el que no lo entienda no está viviendo la realidad.
Si cree que puede exterminar cosas que forman parte de la vida, entonces. Pero las he vivido, el cólera, la polio, la meningitis. He vivido entre enfermedades, a veces con vacunas, a veces sin vacunas. No había vacunas para la meningitis. El cólera, hervíamos todo lo que podíamos con las monjas en las misiones, llegaban los niños, los acompañábamos a su casa, a veces que estaban lejanas. Es algo que no olvido, es inolvidable. Hace unos meses, el otro día, escribiendo un libro, estaba revisando cartas mías y de repente encuentro una en un papel cuadriculado y con una letra que se parecía a la mía. A mí me llamó la atención esa letra, era una carta que me había mandado un muchacho de Costa de Marfil. El muchacho se llamaba Eduard, pero no firmaba la carta, se había olvidado. Me había escrito una carta recordando el tiempo que habíamos pasado juntos cuando yo le enseñaba clases. Cuando le enseñaba, había aprendido a leer y a escribir en francés, con mi ayuda, en tres meses, porque era un lince el muchacho. En tres meses leía y escribía.
El muchacho se acordaba, escribía con la letra que yo le había enseñado. Por eso a mí me parecía que era la mía propia. Era emotiva la carta, me daba las gracias y al final se había olvidado su nombre y ponía ‘merci’. Gracias. Si hubiese sido Wilde, hubiese tenido el genio de Wilde, le hubiese escrito una obra que se llamase ‘La importancia de llamarse Merci’, la importancia de llamarse Gracias. Me hubiese gustado que mis padres me hubiesen puesto gracias.
Entonces, Estambul es la capital de las formas que vuelan, las cúpulas, y aquello parece que está rodeado de ángeles por todos lados. Unas puestas de sol maravillosas como telón sobre aquel fondo de aquellas mezquitas maravillosas, con los minaretes, y en los minaretes la voz humana, el islam guardó eso. Nosotros, los cristianos, guardamos las campanas, campanas maravillosas, yo soy un entusiasta de las campanas. Pero cuando oigo en el islam la voz humana, hemos hablado del humanismo, el hombre que llama, el almuédano, que llama a la oración desde los minaretes. Solamente se puede oír con emoción la voz del hombre diciendo: “Alá es grande, venid a reuniros en la casa del Señor”. Esto es algo maravilloso. Es lo mismo que dice nuestra campana, pero dicho directamente por la voz del hombre, es uno de los grandes hallazgos culturales de nuestra cultura islámica, de la que participamos también los españoles y participamos en todo el Mediterráneo. Entonces, esas ideas son las que a mí me llevó el Orient Express, a darme cuenta de que era el tren que reunía todas estas lenguas, estos países, estas culturas. Entraba en aquel mundo donde estaba imbricado el mundo islámico con el mundo eslavo, el mundo germánico, latino, o sea, todo, todo eso lo iba recorriendo en el Orient Express, era una maravilla.
Yo lo conocí desde muy pequeño, lo había hecho en un vagón de tercera, porque un día leyendo a André Gide, recuerdo una frase que a mí me impresionó que dice: “No conoce el tren quien no conozca las colas de las estaciones, las cantinas llenas de gente y los trenes abarrotados en un vagón de tercera”. Y yo lo primero que hice con un amigo inolvidable, Jordi Viñas, tocaba el violín, yo tocaba la flauta y nos bajábamos en las estaciones a ver si alguien nos daba limosna para seguir el viaje con el violín y la flauta, lo hicimos en un vagón de tercera. Hicimos desde París hasta Estambul, en un viaje inolvidable. Nos íbamos bajando por las estaciones, íbamos haciendo aquel tren abarrotado donde había emigrantes de todos los lugares. O sea, cuando llegabas a los países del este, había entonces el telón de acero, y llegaban las campesinas vestidas con sus trajes tradicionales típicos, algunas llegaban con las gallinas que metían en el vagón de tercera, dormíamos tirados en el suelo. Era, bueno, éramos jóvenes y aquello era una maravilla.
Bueno, pues todo aquello fui relatándolo en este tren con los personajes que iban subiendo y bajando de aquel tren a lo largo de la historia. Por lo tanto, pues es ahí donde te encontrabas muchas veces a personajes de aquellos que eran unos músicos o actores que utilizaban el Orient Express para moverse y entre ellos, estaban también los espías, los diplomáticos y por eso era un tren que era una novela, el Orient Express que la gente conoce de Agatha Christie, el Orient Express como tren de lujo, un vagón restaurante con preciosas marqueterías, con lámparas maravillosas, con decorados y pinturas bonitos, o sea, con un servicio magnífico en las horas de comida, tú estabas sentado en el vagón restaurante y en cada mesa había una novela en marcha. Tú te dabas cuenta. Los personajes, en los atuendos, la manera de vestir, el aspecto, la mirada de una muchacha, el tipo, la personalidad de un señor que entraba por otro lado, un oficial que iba con su uniforme. Cuando entrabas en los países del este, las continuas visitas, aquellas, de la policía que iba investigando todo. Unos empleados que desmontaban hasta las lamparillas de los vagones, no hubiese dentro mensajes escritos. Era una cosa increíble. Todo ese mundo era el mundo europeo que yo conocí a lo largo de estos años y que el Orient Express lo resumía. Por eso escribí este libro ‘El Orient Express: el tren de Europa’ que luego seguía, porque cuando llegábamos a Estambul, pasábamos a Üsküdar, a la costa asiática, desde Haydarpasa a la estación de la costa asiática. Íbamos a Bagdad, íbamos a Damasco y hacíamos también todo el mundo del Cercano Oriente, que es tan maravilloso, pero yo me dediqué fundamentalmente al de Londres hasta Estambul.
Entonces pienso cuidado que Europa no piense que tenemos también en el Mediterráneo una parte fundamental para dar la explicación de lo que somos. Desde Córdoba, Sevilla, Cádiz o donde ustedes quieran, Toledo, hasta Estambul. Y ahí tenemos todo un lenguaje, todo un intercambio que hacer con el Mediterráneo, en el que es fundamental para que se conciba a Europa, porque Europa está unida este a este mar interior. Y ese mar interior es el mar de nuestras epopeyas, de nuestra ‘paideía’. Los jóvenes que nos escuchen, decíamos antes, la cultura, merece la pena recordar la cultura antigua. Buena parte de lo que somos y de todos estos conflictos que tenemos están prefigurados en el mundo de la epopeya clásica, en el mundo de las grandes, de Homero, en el mundo de ‘La Ilíada’, de ‘La Odisea’ y en el mundo de la gran tragedia griega y del mundo de la poesía griega. Todo eso nos concierne todavía de una manera directa, para entendernos.
La nostalgia la tenemos también de todos nuestros abuelos, nuestros antepasados, nuestras culturas. Sentimos nostalgia. ¿Cómo no sentir, esto que decimos, la nostalgia de nuestra historia, la añoranza de nuestra historia, la presencia de nuestra historia en lo que estamos viviendo cada día? ¿Cómo pensar que podemos hacer un mundo nuevo donde no hay pasado? Un mundo con futuro que no tiene pasado, sería un mundo absurdo. Por lo tanto, esa palabra, añoranza, nostalgia, saudade, morriña, la sentimos también y sentimos cómo nos llega desde nuestro propio pasado. Y eso está en nuestra cultura, pero eso está en los instrumentos que utilizamos para comer. Está en nuestros alimentos, como he dicho, está en el trigo, está en el vino, está en el aceite. En los sacramentos utilizan el aceite, los óleos, como sacramentos que incluso se daban como final de extrema unción a los difuntos. Es la tierra que nos acompaña. Nos hemos vuelto soberbios, es que no tiene otra palabra, y ahora, cuando he hablado de los sacramentos, o sea, estaba hablando de la tierra, humus, el humus, pues de humus viene la palabra humildad. Algunos creen que humildad proviene de un tío que es un soberbio, un pedante, un tirano, un sinvergüenza, un miserable y que, sin embargo, va de pequeñito, de tontito, de todo lo que quiera. No. Humildad es lo humano porque es lo que sale de la tierra. Cada vez que estéis hablando con alguien y veáis que es tierra y en tierra se convertirá, tened en cuenta que estáis hablando realmente con alguien que es humano.
Me gustaría que siguiésemos evolucionando en activo hacia el espíritu, hacia ver más allá, al horizonte, a mirar, a mantener la raza humana, a mantener el planeta, a mantener el futuro. Porque no hablo del futuro que me parece absurdo, de estos que quieren ser futuristas. No. Hablo desde el pasado hacia el futuro y creo que esa flecha está lanzada. Nosotros formamos parte de ese destino en que lo importante es que la vida, no la muerte, no nos quite esa meta final de ver que detrás de nosotros queda todavía algo más. Por eso me apoyo en el pasado, porque ese mundo no lo estamos creando ahora, ese mundo viene de ayer, por eso estamos aquí.
Por lo tanto, creo también entonces en los que nadan contracorriente, en los que dicen, nadando contracorriente, decía Zweig: “Todos lo creamos, lo sepamos o no, estamos siendo arrastrados por la corriente”. Cada vez que sale un profeta de estos que dice que hay que ser muy moderno, pienso en qué estará ganando el dinero el tío, o sea, hay que ser muy moderno, ¿por qué, si moderno somos todos?, a ver si es que yo puedo ser como Mozart. ¿Pero alguno cree que yo podría llegar a escribir como Homero? ¿Que yo, que vivo en una ciudad donde tengo una plaza al lado, donde los niños juegan, donde de repente pasa un autobús, donde enciende una luz eléctrica, donde se estropea el ascensor, creen que yo puedo escribir como Homero? ¿Pero qué se creen? ¿Quién les ha engañado para que les cuente que hay que ser moderno? Claro que somos modernos, somos cada uno de la época que vivimos, nos ha fastidiado. Lo que no tengo que hacer encima es querer ir con la corriente, porque entonces voy a ser arrastrado por la riada. Vivo la vida que vivo, pero de vez en cuando procuro hacer bastante ejercicio nadando contracorriente para conseguir rescatar a aquellos que se han quedado en las orillas y que me importan mucho, porque son los que no tenían que ser arrastrados por esta riada que está dando mucha especulación, diríamos, un mundo en que para algunos es muy difícil de vivir.