El poder de la palabra
Espido Freire
El poder de la palabra
Espido Freire
Escritora
Creando oportunidades
Una vida llena de palabras
Espido Freire Escritora
Espido Freire
Cree en el ser humano como un todo, aboga por un mundo sin etiquetas rígidas y no entiende la felicidad sin la naturaleza, a la que considera “belleza suprema”. Amante de las palabras, la escritora y divulgadora Espido Freire lleva más de dos décadas dedicadas a las letras. “La palabra solamente tiene sentido cuando hay alguien para recogerla y para escucharla, el conocimiento solamente cobra un peso si se comparte”, asegura.
Espido Freire debutó como narradora con ‘Irlanda’ y poco después publicó ‘Donde siempre es octubre’. Con su tercera obra, ‘Melocotones helados’, se convirtió en la ganadora más joven del prestigioso Premio Planeta. Licenciada en Filología Inglesa por la Universidad de Deusto y especializada en Edición y Publicación de Textos es autora de numerosas novelas, ensayos, varias colecciones de cuentos y libros de poemas. En su trabajo le gusta explorar las voces que no han sido escuchadas. En particular, dice, las de las mujeres, los niños y las minorías en todos los sentidos. Interesada por la condición humana, una parte significativa de su obra está dedicada a la salud mental, patente en su novela ‘De la melancolía’ o en sus ensayos ‘Primer amor’ y ‘Los malos del cuento’.
Inquieta y polifacética, Espido Freire ha sido cantante de ópera, actriz, autora teatral, presentadora o docente. “No solamente creo que se puede enseñar a escribir, sino que he pasado gran parte de mi vida dedicada a crear y a elaborar sistemas para hacer más fácil esa posibilidad”, asegura desde su dimensión como profesora de escritura creativa. Entre sus últimos trabajos se encuentran el ensayo ‘Tras los pasos de Jane Austen’ y la obra de ficción ‘Diccionario de amores y pesares de la A a la Z’. Recientemente ha publicado su primer audiolibro original, ‘Las crónicas de Villa Diodati’ - en el que desvela los grandes secretos de Mary Shelley- y acaba de lanzar el podcast semanal ‘Orgullos y prejuicios’.
Transcripción
Eso no significa, por desgracia, que los asimilara todos a la vez ni fuera capaz de aplicarlos con la misma seriedad que mis propios padres. Y a lo largo del tiempo he tenido que esforzarme precisamente para entender cuál era la importancia de ese sacrificio en el trabajo, de esa sinceridad y honestidad con una misma. Pero ahora mismo forman, creo, que tan parte de mí como lo formaron de ellos. Estudié música en mi adolescencia, en particular canto, ópera, y tuve la oportunidad, por lo tanto, desde muy pequeñita, de entrar en contacto con el mundo del escenario. Con la posibilidad de comunicarme con un público, con alguien que se encontraba más allá y que, de alguna manera, estaba esperando que yo hiciera algo. Y más adelante, después de haber acabado la carrera de Filología Inglesa y de haberme diplomado en Edición y publicación de textos, ese tipo de conocimiento ha sido básico en mi relación con el lector, en mi relación con quien ha acudido tanto a mis cursos como a las conferencias. El hecho de que hubiera siempre una idea de puesta en escena, que no tenía por qué ser falsa en ningún momento, sino que tenía que resultar interesante. Es decir, esa combinación de la honestidad con mostrar, seducir e intentar llegar a quien se encontraba al otro lado, tanto del libro como de la mesa o del escenario, para mí ha sido siempre muy importante. Y a lo largo de los años y de los libros, he intentado no perder nunca de vista cuáles eran mis primeras lecturas. Yo fui una niña de biblioteca pública y, por lo tanto, los clásicos para mí son irrenunciables.
El contextualizarlos también lo es. El transmitir ese entusiasmo por la literatura, por la historia, por la filosofía y por la historia del arte al otro también lo ha sido. Y, en particular, la defensa de lo que yo entiendo por Humanidades. Por aquello que nos ha permitido tener un Occidente, en ocasiones, brutal, pero también refinado; en ocasiones inseguro y también violento; pero en muchas otras circunstancias capaz de renacer de sus cenizas y capaz de construir lo que entendemos ahora mismo por Europa y lo que entendemos por nuestra propia civilización. Para mí, la palabra solamente tiene sentido cuando hay alguien para recogerla y para escucharla. El conocimiento solamente cobra un peso si se comparte de alguna manera. Y tengo la absoluta convicción de que las historias que no se cuentan, las que no cuente yo, o las que no contéis vosotros, se quedarán sin contar. Y eso es una pérdida incalculable para cualquier ser humano y, en general, para el colectivo de la humanidad. Valoro enormemente las voces que no han sido escuchadas hasta ahora, las historias que siempre han quedado olvidadas. En particular, las de las mujeres, las de los niños. Poco a poco también incorporo las de las minorías en todos los sentidos. Me interesa hablar del lado oscuro del ser humano, quizás porque siempre he tenido muy presente que en mí habitaba esa otra gemela oscura que, de una forma o de otra, sombreaba cuál era mi propia figura pública, la propia figura que presentaba a los demás.
Y, por otro lado, creo que no entendería la felicidad sin la naturaleza, sin el contacto con los animales, sin el contacto con lo que para mí es la belleza suprema. Esa sensación de orden o de equilibrio que podemos contemplar cuando nos alejamos de la ciudad, que ofrece otro tipo de orden y otro tipo de equilibrio, y nos perdemos en un prado en el norte, en un rinconcito junto al río, en la maravilla que tenemos incluso frente a una lluvia ligera o frente a una nevada o frente al sol tórrido. No entiendo tampoco que haya un mundo separado fijado por etiquetas. Creo que el ser humano es un todo. Creo que cada una de nosotras, cada uno de nosotros, ofrecemos las imágenes o las facetas que más nos interesan. Pero eso no significa que sean ni las únicas ni que se puedan etiquetar. Y, en general, creo que esta puede ser una presentación inicial de quién soy yo más sincera que cualquiera de los datos biográficos que os podría ofrecer. Estaré encantada de responder a cualquier pregunta que tengáis.
Lo interesante es que con todas esas herramientas, que no son nuevas. Las hemos encontrado previamente en la televisión y las hemos encontrado en muchos otros entornos, podemos construir algo que sea más duradero y que sea más interesante. Yo creo que, en mi caso, por ejemplo, el hecho de compartir algunos de los hobbies o de las aficiones que tenía y que no podían mostrarse a través de entrevistas convencionales, ha sido clave para crear un vínculo emocional con la comunidad que tengo en redes sociales. Que, por supuesto, comparten aficiones conmigo. Pero no siempre. Hay veces en que es una curiosidad. Hay veces en que existe una atracción que no sabemos muy bien cómo definir. A veces están atraídos por exactamente lo contrario, por la repulsión. «No la soporto. A ver qué ha hecho. Voy a ver de qué manera puedo criticar o puedo…». E, independientemente de la reacción, lo que se hace en las redes sociales tiene un valor por sí mismo. Y nosotras, que somos adultas, y que, por lo tanto, entendemos hasta qué punto un mensaje positivo, hasta qué punto un ejemplo determinado puede amplificarse, tenemos la suerte de que podemos generar el contenido que procesemos, o que queremos, desde esa perspectiva. Siempre, y hablo desde un oficio en el que el ego es predominante. Siempre es interesante dominar hasta qué punto lo que nosotros buscamos es atención hacia quien lo genera o hacia la materia.
Eso también ocurre en el aula. Y las redes sociales tienden a confundir ambas cosas: lo que se muestra con quien lo muestra. Entonces, dentro de la reflexión en la que podemos entrar, tanto en Twitter como en Instagram, como en Facebook, que es donde están ya los mayores. Los alumnos es complicado que entren en Facebook. O en TikTok o en cualquiera de las otras redes que se irán incorporando, dentro de la reflexión de cuál es el lenguaje que se emplea y cuál es el mecanismo de atención que se genera, siempre vamos a encontrar una forma de transmitir esa afición. Lo están haciendo muy bien los arqueólogos, por ejemplo. Lo están haciendo muy bien algunos de los historiadores del arte que conozco. Tienen la ventaja de lo visual. Cuando estamos hablando de literatura, no tanto. O bien recurrimos a cubiertas de libros o recurrimos a adaptaciones cinematográficas, teatrales o de series. Pero siempre hay una forma. Y ahí es donde entra también la creatividad que fomentan las redes sociales y que yo creo que es de lo más interesante que nos pueden ofrecer. Existe una manera de hablar de lo que nos interesa, o por lo menos de no hablar de lo que no nos interesa. Si ese espacio no lo ocupas tú o no lo ocupan tus alumnos en trabajos determinados, va a ser copado por gente que posiblemente tenga unos intereses mucho menos nobles de los que tú puedas ofrecer.
Yo no solamente creo que se puede escribir, sino que he dedicado… Se puede enseñar a escribir, sino que he pasado gran parte de mi vida dedicada a crear y a elaborar sistemas para hacer más fácil esa posibilidad. Porque todos tenemos, al menos, una historia interesante que contar en algún momento de nuestra vida. Y muchos queremos contarla. Y muchos queremos hacerlo, además, de una forma que permita publicar un libro o que permita llegar a otros. Y ahí es donde comienzan las primeras dificultades. Todo aquello que no se estudió en secundaria, todo aquello que no se… Que se despreció, porque «¿para qué me va a servir a mí la gramática y para qué me va a valer si me entiende la gente?». Todo eso se comienza a valorar en el momento en el que, en serio, tienes que hablar frente a un público o, en serio, has de presentar una obra, un programa, un trabajo, una tesis. Y eso se puede y se debe aprender. Estamos en un mundo enormemente audiovisual y eso conlleva una serie de ventajas innegables. Pero también hemos perdido, en muchas ocasiones, la capacidad de retórica. Hablamos con palabras vacías o hablamos con palabras baúl que se cargan de significado a través de lo emocional, a través del gesto, hasta el punto de que muchas veces, en redes sociales, la ironía o los dobles matices tienen que estar explicados en un segundo tuit, en un segundo mensaje o a través de emoticonos. La riqueza, por ejemplo, léxica, muchas veces ha caído en desuso a favor de una mayor expresividad. Es lo que nos ha tocado. No es ni mejor ni peor, es el signo de los tiempos que tenemos. Pero eso hace que, en muchas ocasiones, quien quiera contar una historia se encuentre sin las herramientas principales para hacerlo. Y, por lo tanto, nos encontramos con que la propia forma de narrar, en los últimos 20 o 25 años, ha cambiado de una forma notable. Y que, cada vez, hay más gente que es consciente de que su historia tiene valor y que quiere contarla, pero que no sabe cómo usar un narrador. O que no sabe cómo estructurar una trama. O que lo hace de una forma intuitiva después de haber visto muchos contenidos. También audiovisuales.
Sobre todo, de hecho, audiovisuales. Y, por lo tanto, lo que ofrece es casi una novela que es un guion y no una novela como tal. Entonces, lo que yo intento a través de la enseñanza de creación literaria es precisamente compensar todo eso. Matizar y acrecentar lo que ya traen esos alumnos. Su bagaje vital, su curiosidad, su estilo, su originalidad. Y a partir de ahí, incorporar teoría de la literatura, literatura comparada, redacción. La posibilidad de volver a contar una y otra vez la misma historia hasta que el resultado final sea el óptimo, sea el que les deje más satisfechos. Y me gusta tanto hacer eso, que intento que solamente sea… Se lleve a cabo en cursos de duración breve para nunca perder esa chispa. Para que, a lo largo de 20 o 25 horas, pueda transmitir lo mejor con el entusiasmo. Y a partir de ahí no queda más remedio que dejar a esos autores o autoras incipientes solitos. Porque es un oficio que se desarrolla en soledad, en estudio, en silencio y muchas veces también en una educación en la propia frustración. Pero sí, el aprendizaje que la mayor parte de los autores llevaron a cabo con prueba, error y en solitario, ahora se puede acelerar, y yo creo enormemente en ello.
“El conocimiento solamente cobra peso si se comparte de alguna manera”
Qué interesante que esa pregunta provenga de una psicóloga clínica. Encantada de saludarte y de hablar contigo. Yo, si de algún terreno ajeno a mi oficio he aprendido, ha sido precisamente de la psicología y también de la psiquiatría. Para mí, la novela contiene una serie… Y el relato. Es decir, la narrativa de ficción. Contiene una serie de mensajes y de enseñanzas a través de la metáfora y a través del tiempo que vamos absorbiendo de una forma casi inconsciente. Pero en el ensayo, que es un género que me apasiona y en el que he trabajado mucho, no nos andamos con esas sutilezas. Es decir, nos enseña y nos indica directamente cuál es la tesis, cuál es la antítesis y cuál es la conclusión. Entonces, en ese cuento… En ese libro de análisis de cuentos del que tú hablas, ‘Primer amor’, que después fue seguido por ‘Los malos del cuento’, fusiono ambas tendencias. Por un lado, recojo cuáles son las enseñanzas ocultas que, a través de los cuentos populares, de las leyendas y de las sagas, nos han llegado. Y, por otro lado, lo descifro de una forma lo más clara posible. ¿Por qué escojo el primer amor y por qué escojo los cuentos de hadas? Porque gran parte de nuestro imaginario colectivo respecto al amor no proviene del entorno. No proviene de las relaciones familiares, de nuestros padres… Provienen del ideario, de la imaginación que una sociedad determinada ha proyectado a través de las historias. Y muchas de esas historias son ejemplarizantes. Nos indican qué hacer y qué no, quién es premiado y quién resulta castigado.
Lo interesante de los cuentos maravillosos o de los cuentos de hadas tradicionales es que la mayor parte de ellos tienen un origen oral. Por lo tanto, son antiquísimos. Mucho más antiguos de lo que nos podemos imaginar. Tienen, literalmente, miles de años. Y se siguen contando, en algunas ocasiones, modificados o endulzados, pero casi sin cambios. Porque la sociedad no había cambiado tanto como para que las historias cambiaran. Las historias cambian muy lentamente. Por eso, una de las cosas que más nos sorprende escuchar es el tiempo que tienen los refranes, por ejemplo. Y cómo continúan clavando… Y los aforismos. Cómo continúan clavando esa psicología humana. Los cuentos son aforismos extendidos. Y lo que nos explican, a través de un estilo muy sencillo y muy simple y de unos símbolos universales, es qué está bien socialmente y qué no está aceptado socialmente. Por supuesto, habrás dominado el psicoanálisis de los cuentos de hadas. Hemos tenido a Otto Rahn, hemos tenido a Freud, hemos tenido a tantos grandes autores que han estudiado esa cuestión. Y en los cuentos de hadas nos encontramos con que las historias de amor estaban casi siempre destinadas a las mujeres y no hay amor en ellas. Lo que hay es matrimonio. Es decir, Cenicienta no se enamora del príncipe. Va al baile y da la casualidad de que el príncipe se fija en ella. Y, según las versiones más antiguas, pues no solamente se fija en ella, sino que, en fin, algo pasó esa noche. Y después él queda tan enganchado que tiene que ir recogiendo muestras de pies de chicas diferentes hasta que dé con el zapato, ¿no? Tiene que hacer ahí una labor de campo interesante. Lo mismo ocurre en el caso de Blancanieves. No hay amor por ninguna parte. No está la idea del amor romántico decimonónico que para nosotros es ahora imprescindible en cualquier historia que nos atraiga.
Entonces, lo que acabamos por hacer es proyectar nuestra idea contemporánea de las relaciones en esas historias tan antiguas. Y, muchas veces, el resultado es, diríamos, que nefasto. Porque, por un lado, tenemos el embellecimiento de las historias de princesas, de príncipes, de hadas, de duendes, de la magia, todo ese tipo de cuestiones, entrelazadas con la idea del amor romántico, que muchas veces es también enormemente tóxico. Muy particularmente para las personas más jóvenes, también para las mujeres, que identifican amor con sacrificio, amor con posesión, amor con celos, amor con entregarse hasta las últimas consecuencias e incluso inmolarse. Y repito, esto afecta por igual a ambos géneros, pero generalmente la posición de mayor sacrificio y de mayor… ¿Cómo decirlo? De una incomodidad mayor, recae principalmente en las mujeres. Y, por supuesto, carecemos casi por completo de historias de amores no normativos en las que las relaciones no sean estrictamente heterosexuales, estrictamente convenientes. Por lo tanto, nos encontramos con un problema. ¿Qué cuentos les contamos a los niños? ¿Qué cuentos transmitimos entre los adolescentes? Porque no dejamos de contar estas historias cuando los niños cumplen cinco o seis añitos. La preadolescencia, la adolescencia, nuestra propia edad adulta ahora mismo está saturada de historias que calcan, casi punto por punto, esos modelos de cuentos de hadas. Y piensen en su telenovela favorita, esa que jurarán que no ven. O aquella que vieron en su momento y que les enganchó como un placer culpable. Pero no crean, por lo tanto, que ese peso de la relación y de cómo deben ser las relaciones recae únicamente en los niños. Se forma y se constituye en los niños. Y, además, se constituye como una realidad, en el momento de la adolescencia, en la que el peso del entorno es mayor que la de la familia y, por lo tanto, comienzan también a incorporar otro tipo de formas de relación, de a prioris, de gestos, de comunicación incluso no verbal.
Hay un problema, que es que, si modificamos los cuentos de hadas, habrá todo un sector que diga que estamos siendo infieles al espíritu de esos cuentos de hadas, que estamos dulcificándolos, que estamos cargándonos literalmente la infancia. Pero lo cierto es que deben ser, de una manera o de otra, modificados o actualizados. O a lo mejor no. A lo mejor tienen que ser explicados como fueron y para lo que fueron. Y, a su vez, combinar eso con nuevas historias que puedan servirnos. Posiblemente no tengan el mismo peso, pero sí estarán más adecuadas. Pueden servirnos para los nuevos tiempos. Y, sobre todo, frente a lo que se cuenta desde los cuentos de hadas, a mí me preocupa mucho la traducción audiovisual de todo lo malo y todo lo nefasto y todo lo superficial de los cuentos de hadas. El amor convertido únicamente en atracción física, el amor reservado únicamente a los jóvenes y a los hermosos, el amor que transforma y modifica incluso el cuerpo y el aspecto de una chica convirtiendo a un patito feo en un hermoso cisne. ¿No? La idea de que por amor hay que aguantar cualquier cosa y hay que llegar al sacrificio último, incluso el de la propia vida o el de la propia autoestima, que es otra forma también de renuncia a la vida. Y en todo eso creo que tenemos un enorme margen para contar nuevas historias. Es muy difícil, muy, muy difícil, que una historia que continúa despertando ecos en el tiempo presente deje de ser contada. Por eso, observarlas es muy interesante. ¿Por qué sigue siendo Cenicienta el cuento rey? ¿Qué hay debajo? ¿Realmente continuamos vendiendo esa idea? Además, es enormemente rentable, ¿no? ¿Vendiendo esa idea de que un bonito vestido en una noche de baile nos puede conseguir el amor perfecto? Y qué poco glamuroso es hablar de entendimiento, de conocimiento, de empatía, de compatibilidad, de compañía, de cuidado. ¿Qué adolescente quiere oír hablar de eso? ¿No? Cuando está la pasión, está la aventura, está lo insalvable. Están los enemigos que se interponen en nuestra relación, están los celos, está todo aquello que crea drama y que crea una situación que solamente podrá ser solventada con el amor. Ya, pero es que no. El amor no es la solución para todo, por desgracia, y, sobre todo, determinados tipos de amor mejor tenerlos lejos.
Bueno, pues esa mujer que escribe desde su casa, literalmente desde una mesita pequeña, muchas veces en los ratos libres que le dejaba otro tipo de trabajos, logra seis de las mejores novelas de la historia de la literatura. Su obra no es muy extensa. Consta de esas seis grandes obras y luego obra menor y mucha obra de juventud. Y, por lo tanto, es fácil leerla y es fácil conocerla en cierta profundidad. Si nos vamos a Galdós costaría un poco más y costaría… De hecho, entender a Jane Austen cuesta toda una vida, ¿no? Jane, además, cuenta con una enorme ventaja. Es enormemente conocida, pero muy malinterpretada. Es decir, la mayor parte de las veces, sus adaptaciones televisivas la han convertido en una autora de conocimiento masivo. Pero la atención del lector o del espectador se ha centrado en la relación amorosa. En el romance, en la historia entre una chica que tiene que llevar a cabo una novela de aprendizaje y el premio, que es el matrimonio. Sin embargo, si rascas mínimamente, y como profesora de Lengua y Literatura lo harás, empezamos a encontrar muchas otras cosas menos contemporáneas, pero mucho más modernas. Es decir, no tenemos que olvidar que el siglo XIX le pasó por encima a Jane Austen. Por lo tanto, toda la interpretación romántica de su obra es la que durante mucho tiempo ha perdurado. De hecho, hay gente que dice: «Jane Austen, qué romántica». Y yo siempre estoy: «No, es georgiana. No, es de la regencia». No, estamos hablando de otro sistema de valores. Para ellos, el amor, tal y como lo entiende Shelley, Mary Shelley, o Byron o cualquiera de los autores de la época, era algo muy sospechoso. Era algo que despertaba enormes recelos. Y son contemporáneas, son estrictamente contemporáneos.
Entonces, lo que es interesante de Jane Austen no es tanto la relación amorosa, que también, sino la idea de la dignidad del individuo, la idea del valor que asigna a cada una de sus protagonistas y el ojo tan refinado y tan agudo que tenía para los defectos. Los personajes buenos, positivos, de Jane Austen casi no han envejecido. Pero los que no han envejecido un día son los mezquinos. Todos tenemos el cuñado insoportable que describe Jane Austen. Hasta tenemos el vecino que dices: «Dios mío, no, no. Que no me lo cruce, que no…». Y te lo cruzas. Todos tenemos el tío pesado, la metomentodo que está intentando arreglarte la vida cuando no… Todo eso lo define dentro de una comunidad humana muy pequeñita, como era en la que ella vivía en Steventon primero, y luego en Chawton y en Bath. Lo define con tal precisión que nos permite hablar de sátira, por supuesto, pero también de psicología. De psicología del individuo como pocas veces ha marcado una novela. No hay idealización. No hay globos rosas flotando en un espacio infinito. No hay estrellitas que nos calientan el corazón cuando vemos al ser humano, al chico que nos gusta. Lo que vemos, muchas veces, es un arrogante que nos trata mal. Y eso es precisamente lo que nos vincula a él. Tengo que demostrarle que no soy tan estúpida como él piensa. O lo que encontramos es un error. Un error por habernos fiado de consejos bien intencionados, pero erróneos y que han destrozado nuestra vida. O lo que encontramos es una situación de pobreza o de necesidad que va a condicionar toda nuestra vida futura. Entonces, Jane Austen admite esa lectura del romance, esa lectura centrada en las relaciones humanas, pero nos permite también un análisis del momento en el que se estaba viviendo.
Nos permite unas voces femeninas interesantísimas en las que encontramos muchas veces una visión más adecuada a nuestras necesidades, de la que luego otras autoras más contemporáneas van a ofrecer y, sobre todo, un mensaje enormemente positivo sobre el ser humano. Y se acaban esas novelas… Se acaba esas novelas con una sonrisa. Yo tengo la sensación, de todas maneras, de que la mitad de las claves que nos da Jane Austen están malinterpretadas. Y que, en la actualidad, podemos ver que es mucho más corrosiva y que es mucho más revolucionaria de lo que pensábamos hace tan siquiera unos años. Pero puede que sea nuestra mirada. Puede que sea nuestra interpretación. Puede que lo que necesitemos ver ahora en Jane Austen sea precisamente eso. Los clásicos lo son, y ya os he dicho antes que estaba enamorada de los clásicos. Lo son porque su mensaje no envejece. Se puede enmascarar. Se puede, en algunos casos, olvidar. Pero continúa siendo el que necesitamos cuando nos levantamos por la mañana y sentimos que la vida nos pasa por encima. O en lo que necesitamos escuchar frente a un consejo amoroso o frente a la pérdida de un ser querido. Los clásicos nos cuentan que el ser humano siempre ha sido como es ahora, pero siempre ha sido diferente a como ahora es. Y ese equilibrio entre cómo somos ahora y cómo eran antes está salvado por la metáfora, por el lenguaje y por la frase adecuada. Y, cuando todo eso se une, lo que tenemos es una obra de arte que va a perdurar mucho tiempo para nuestro goce. Y que incluso, aunque se traduzca o incluso aunque se tenga que adaptar, porque el lenguaje haya envejecido, continuará manteniendo íntegra… Íntegro, su mensaje. Y en Jane lo que tenemos es ingenio, diversión, compasión, un análisis feroz de la hipocresía y una visión de alguien muy inteligente que nos trata a nosotros como a lectores inteligentes. ¿Qué más se puede pedir?
“Para escribir hacen falta muchas cualidades y muchas de ellas no son innatas”
Y también, por otro lado, en alguien con enormes altibajos emocionales que ha tenido que lidiar precisamente con la pena extrema, con la alegría de una manera enorme, ¿no? Desbordada. Y me imagino que muchos de vosotros os sentiréis ahora identificados con lo que yo estoy diciendo. Porque la mayor parte de nosotros, sobre todo cuando somos niños o adolescentes, sentimos eso. Sentimos las emociones en oleadas, casi como si fuera algo imparable. El problema viene ahí cuando no incorporamos recursos suficientes como para disfrutar únicamente de lo positivo y para relativizar cuál es la parte negativa de ese carácter. Entonces, en mi caso, cuando tuve conciencia de que eso me daba problemas, coincidió con la preadolescencia y la adolescencia. Coincidió con un momento en el que estaba muy involucrada con la música. Estaba en un mundo de adultos y no sabía muy bien cómo manejarme entre esos dos mundos. No sabía cómo gestionar todo el sistema de valores adultos, muchas veces centrados en la apariencia, en la hipocresía, en la competitividad, siendo todavía una niña y con los valores que a mí me habían inculcado de niña que tenían que ver con la obediencia, con fiarme de los mayores… Es decir, ese choque para mí fue muy importante y no supe cómo solventarlo bien. Y, además, lo que hizo fue potenciar enormemente la autoexigencia. A mí me parecía que ser exigente estaba bien, principalmente porque compensaba mis accesos de vagancia. ¿No? A mí me ha costado mucho ser constante. Me ha costado mucho mantenerme sin demasiados picos en cómo trabajaba. Era la típica que lo dejaba todo para el final.
No lo hagáis. Era la típica que se prometía que para el siguiente curso todo lo llevaría, o todo lo haría, o que acabaría un trabajo. Pero no. Y claro, el problema llega en que, con todo eso, con todo el sistema de valores muy alterado, llega una gota que colma el vaso. Y esa gota tiene que ver con qué están opinando los demás sobre ti. Con opiniones negativas, con críticas feroces, a veces injustas, otras veces justificadas y con que la manera que yo tenía de procesar todo eso no era la adecuada. Y por lo tanto, el resultado fue que desarrollé un trastorno de la alimentación. En un momento, a finales de los años 80, en que no había la información que ahora existe frente a ello. Por lo tanto, yo me centré en lo visible. Me centré en el cuerpo. Me centré en mi lucha contra la imagen y en mis pensamientos enormemente negativos sobre quién era yo y sobre qué imagen me devolvía el espejo. Sin darme cuenta de que ese no era el problema principal. Que mi problema, como el de las personas que sufren trastornos de la alimentación, radica en las emociones y radica en nuestros pensamientos, en nuestro sistema de valores también. Y cuando lo dejé atrás, no sin esfuerzo, no sin yo haber cambiado, como os digo, todas esas prioridades, sin haber llegado a la conclusión de quién era yo de verdad y quién quería… En quién me quería convertir, di por cerrada esa página. Me pareció que ya había aprendido de mí todo lo que tenía que aprender, en torno a los 20 años aproximadamente. Y, además me comprometí, mientras pudiera, a ayudar a los demás. Por eso, unos años después publiqué, primero, ‘Cuando comer es un infierno’, después ‘Quería volar», después ‘La vida frente al espejo’.
Había un interés ahí. Era que lo que yo había sufrido sirviera para alguien. Ni siquiera para algo, para alguien. Que tuviera un cierto valor. Que permitiera, al menos, que alguien no pasara sin saber lo que le estaba ocurriendo, como a mí me había ocurrido. Y para eso sirvió. Yo estoy muy orgullosa, precisamente, de esos libros y de la labor que, junto con psicólogas, con psiquiatras, con asistentes sociales, con familias, con asociaciones, he realizado para dar a conocer los trastornos de la alimentación. Es lo único que puedo hacer, dar a conocerlo. El tratamiento tienen que llevarlo a cabo otros. El diagnóstico tiene que quedar en manos de otros. Pero mandar el mensaje de que muchas personas pasan por ello y que se puede salir. Y que salir es la única manera, realmente, de ser feliz y de enfrentarte al mundo de otra forma. Eso sí lo podía hacer. Y es lo que, a día de hoy, continúo, ya con una distancia muy grande de este tema, continúo haciendo. Es sorprendente y horrible comprobar que, 30 años más tarde, niñas y algunos chicos continúan cayendo en lo mismo. Y también es muy desconcertante comprobar la cantidad de mujeres de mi edad que han arrastrado ese problema, más o menos mal llevado, y que en la actualidad continúan enfermas o continúan afectadas en un mayor o menor grado. Siempre hablamos de los adolescentes y nos olvidamos de las adultas. Pero, hace unos años, la enfermedad mental volvió a asomar, en este caso en forma de depresión y en este caso para recordarme que todo aquello que no había solventado de adolescente continuaba sin haberse enmendado. Y ese perfeccionismo del que os hablé. Ese afán exigente, esa impulsividad, esa forma de ver el mundo en blanco o negro, en fracaso o triunfo, volvió a pasarme una factura muy alta.
Coincidió con la Gran Recesión. Coincidió con un momento en el que yo tuve que asumir que algunos de los planes laborales que había puesto en marcha los tenía que abandonar porque no estaban funcionando. Y en lugar de pensar que estábamos sumidos en una crisis mundial, pensé que toda la culpa era mía. Eso es algo también muy típico de quien tiene esta forma de pensar. Toda la culpa era mía. Dios mío, era un fracaso como persona. Era un fracaso como empresaria, un fracaso como… Todo. Como ser humano. Decidme en qué se puede fracasar. Yo lo era. Y hubo un día en que no me pude levantar de la cama. En que mi propio cuerpo, que suele ser el que me da esas señales, me dijo que mi cabeza había quebrado y que tenía, sí o sí, que prestar atención a ese problema. Y en este caso sí tuve terapia. Con el anterior trastorno de la alimentación fui diagnosticada tardíamente, de una manera un poco como se pudo en aquel momento por una doctora de cabecera que me ayudó muchísimo, pero no tuve un tratamiento como tal. En esta ocasión sí. Y es posiblemente una de las mejores decisiones que he tomado en mi vida. Porque no hubiera podido continuar adelante sin esa terapia y sin esa forma de afrontar, por fin, qué me ocurría. Cómo era yo. Y perdiendo también el miedo a que una terapia, un cambio de comportamiento, destrozara mi identidad. ¿Qué pasaba si yo dejaba de ser perfeccionista? ¿Me convertiría en alguien que nunca acabara sus trabajos? ¿Perdería parte de ese empuje que tengo? ¿Qué pasaba si reconocía mis fallos? ¿No sería una manera de regodearme en ellos? ¿No sería una forma de perder mi capacidad de superación? ¿Qué ocurría si decía que «no» a la gente, si ponía límites, si dejaba de estar disponible para todo el mundo? ¿No dejarían de quererme?
Entonces, esto que le estoy explicando de una forma muy sencilla y yo creo que muy básica, no dejaban de ser unos miedos enormemente profundos y muy arraigados. Y que cada uno, además, tendréis los vuestros. Y mi sorpresa fue descubrir que eso no era así. Que en el momento en el que lograba reunir fuerzas para solventar un problema o para poner un límite, había algo que volvía a encajar en su sitio. Y lo único que puedo decir es que no le deseo esa experiencia a nadie. Absolutamente a nadie. Pero que yo ahora la agradezco mucho. Porque no me hubiera… No hubiera, por ejemplo, vivido los dos últimos años de la manera en la que los he vivido sin haber pasado por esa terapia, sin haberme enfrentado a miedos, a fantasmas y a debilidades. Y que logré controlar ese pensamiento indómito que me hacía sufrir de esa forma. Conseguí que la ansiedad fuera un recuerdo. Yo me había acostumbrado a vivir con ansiedad constante. Conseguí que la depresión se esfumara antes de lo que yo pensaba. Logré que ese embudo, ese túnel, ese lugar enormemente oscuro en el que cae quien se deprime, fuera únicamente transitorio. Y además, estoy tan decidida a no volver a él, que cualquier cambio en mi vida que me aleje de esa manera de pensar o de esa manera de comportarme, es bienvenido. Y sí, hubo sacrificios por mi parte. Hubo que sacrificar la ambición desmedida que tenía y ponerle una serie de límites ya más sensatos, acordes con mi edad y con mis posibilidades. Hubo que decirle que «no» a gente y alguna se fue y otra se quedó.
¿Pero sabes? Han pasado ya varios años. Seis creo, o siete. Siete. Y no echo de menos a esa gente. No estaban aportando realmente nada o no sabían cómo hacerlo. Y la serenidad mental, la capacidad de escoger con una cierta libertad qué deseas sin estar tan condicionado por… Tan condicionada, en mi caso, por lo ajeno, la posibilidad de frenar los pensamientos asfixiantes, la idea de tener una vida, en cierta medida, flexible, pero bajo control, no rígida, pero tampoco aleatoria, a mí me ha dado una serenidad que no cambio por nada. Y si el pago a eso fue la enfermedad, pues bien pagado está. Yo, de todas maneras, recomendaría a quien me escucha que, antes de llegar a esos extremos, que son horribles. Horribles, horribles. Se pusiera manos a la obra. Que no permitiera esa espiral y que si, se encuentra en ella, que pida ayuda lo antes posible. Que tenga una cierta confianza en el proceso. Porque cuando se está muy, muy mal, da la impresión de que lo único que ocurre y lo único que va a ocurrir por siempre es eso. Pero no es cierto. Y cuando se está empezando a encontrarse una mal, la tendencia general es a quitarle importancia. Ya en verano, ya después, ya después de navidades, cuando el niño se vaya de casa, cuando acabe los estudios, cuando… No, es ahora. Solamente existe el ahora. Solamente podemos actuar sobre el momento presente. Y la única capacidad de decisión que tenemos es qué hacer con nuestra vida, con nuestros pensamientos y con nuestras emociones. Y sí. Sí se puede aspirar a una vida mucho mejor. Y esa es, creo, mi relación y mi experiencia con la enfermedad mental. Y es la que intento transmitir siempre. Sin quitarle un ápice de gravedad, porque el sufrimiento es enorme. E incomprendido. Y a veces invalidante. Mientras estás enferma pierdes la capacidad de transmitir qué estás sintiendo. Recurres a tópicos o recurres únicamente al silencio. Pero cuando eso ha quedado atrás y cuando se recupera la posibilidad de explicarlo, si es que se tiene, la posibilidad de normalizarlo y la posibilidad de hablar de ello desde otra perspectiva sin exagerar, sin convertirlo en el centro de tu vida, creo que también es importante.
La mayor parte de las veces eso no va más allá de que nos sintamos puntualmente mal o que compremos esta máscara de pestañas y no otra, o que perdamos un tiempo determinado en lloriquear por nuestra juventud perdida. Pero en muchos otros casos sí se convierte en un problema. Y esos son los casos que a mí me interesan. Me interesa el sufrimiento que genera no ser como se espera que seamos. A todos los niveles. Pero el físico es el más evidente. Y es el que claramente afecta más a las mujeres. Yo a veces hago el cálculo de tiempo que perdemos, o que invertimos, como lo quieras ver, las mujeres en tomar decisiones respecto a nuestro aspecto físico. Y que, por ejemplo, la mayor parte de los varones desconocéis por completo. Hace muy poco, en una conversación con personas inteligentes, formadas, etc., comencé a… Un poco también como show, ¿no? A decirles a los chicos cuál era el tiempo que le dedicábamos a nuestras uñas y al esmalte de uñas. A escogerlo, a las bases, a la manicura, a entender cuál era el último tipo de manicura francesa, la manicura francesa inversa, las cutículas, las marcas distintas… Es decir, todo lo que conllevaba, por ejemplo, el cuidado de una parte tan pequeñita como era las uñas. Pero es que después pasé a las pestañas. No se me ocurre otra parte visible menor en el ser humano. ¿Y cuántos cuidados específicos, cuántos tratamientos, cuántas…? O sea, ¿cuántas formas de decirnos que nuestras uñas, nuestras pestañas, nuestros muslos, nuestra nariz, nuestro cuerpo, no están bien? Pero puede estarlo si invertimos suficiente tiempo, suficiente dinero. Entonces, yo, más allá de que tomemos conciencia de eso y más allá de la crítica a la imposición, sobre todo en adolescentes y en niños, de ese tipo de modelos, no me atrevería a decir gran cosa.
Porque es cierto que, quienes hemos sido educados en ese modelo de belleza, en ese canon de belleza, vamos a experimentar también un sufrimiento determinado si de pronto nos dicen que no lo llevemos a cabo. Y nuevamente eso afecta mucho más a las mujeres. Mujeres que preferirían no aparecer en público y encerrarse en casa porque tienen el pelo mal teñido. ¿De qué sirve que yo les diga que eso no importa? O la sensación de vergüenza, o la sensación incluso de repugnancia que tiene mucha gente frente a su cuerpo porque está demasiado gordo o demasiado delgado, es demasiado viejo, demasiado flácido, demasiado lo que sea. Es decir, cuando hace falta un tratamiento, hace falta un tratamiento. Y ese tratamiento a veces se va a arreglar con una intervención física. Se va a arreglar con ejercicio. Otras veces va a tener que pasar por un trabajo de autoestima y otras veces va a tener que trabajar una terapia de otras características. Y si somos educados en una relativa madurez con nuestro cuerpo, cada cual sabrá qué puede aceptar y qué desea cambiar. Y me parece que, frente a todo eso, el respeto al cuerpo ajeno debe ser lo que prime. Y, principalmente, el cuerpo femenino, que es diseccionado, analizado, criticado, despellejado constantemente. Para mí, al haber tenido un trastorno de la alimentación de muy jovencita, te puedes imaginar hasta qué punto adquiere importancia la idea de mantener eso en un cierto equilibrio. Y la idea de envejecer, por ejemplo, me libera mucho. Porque me da la impresión de que llegará un momento, más pronto que tarde, en que la preocupación que se me ha inoculado acerca de mi propio físico deje de tener importancia. Y me voy a centrar, posiblemente, en otro tipo de cosas que, todavía ahora, me llevan más tiempo del que quisiera.
Dejemos de meternos con otros por su aspecto físico. Si no podemos decir algo bonito, algo agradable, ¿por qué hay que hablar? Eso no educa el criterio. Lo que hace precisamente es generar malestar, incomodidad, inseguridades. ¿Y a quién le interesa generar eso? La pregunta es evidente. A quien puede sacar provecho de ello. La forma más fácil de humillar a un niño, a una niña, es decirle que su rasgo más sobresaliente, las orejas, las gafas, los kilos, el acné, lo que sea, eso son ellos. Y qué lejos estamos de imaginar cómo, a veces, una palabra amable o una frase hiriente puede condicionar la vida de alguien. Hablo de niños, pero no solamente, de adultos. No sé cómo lo vivís vosotros, pero para mí las frases hirientes se quedan mucho más tiempo en mi cabeza. Cobran una importancia mucho mayor que las frases bonitas o que las frases halagadoras. Pasa el día y el resto se desdibuja. Pero en mi cabeza sigue quedando el bla, bla, bla. ¿No? ¿Y por qué, si sabemos que son falsas, o por qué si sabemos que provienen de una persona que no nos importa o que tiene intención de hacernos daño? Somos vulnerables. Y porque, de alguna manera, esa persona, de todo lo que ha dicho, ha atinado con algo que es una debilidad, que es algo que nos preocupa o que nos intriga o que nos tiene acomplejados desde que éramos niños. Entonces hay que… Creo yo, que ser más generosos con las diferencias, comenzando con las propias. Con las que nosotros mismos vivimos. Y, a partir de ahí, ser lo más felices posible con lo que nos ha tocado.
¿Qué vas a hacer después? Yo tenía ya escritas varias obras, con lo cual ese camino estaba más o menos trazado, pero no era la primera vez en la que un premio con esa visibilidad hundía la carrera de un autor. Y yo no quería un premio. Yo lo que quería era ser escritora, quería ganarme la vida siendo escritora. Si un premio relevante truncaba eso, ¿de qué había servido? Y luego había otro riesgo. Estaba el riesgo de que se me fuera la cabeza. De que yo me convirtiera en alguien engreído, vanidoso, egoísta. A lo mejor ya lo era, pero más todavía. En alguien que no tuviera la capacidad de conservar a sus amigas o a sus contactos. Alguien perdido, desconectado del mundo. Porque el año siguiente a ese premio en concreto estás absolutamente centrada en la promoción de esa obra, en viajes… Lo puedes ver de la otra manera. También me permitió visitar Latinoamérica y acudir a otros viajes y ser traducida a unos idiomas que de otra manera nunca lo hubiera encontrado. Pero entiendes, ¿no? Hay una ambivalencia importante en esa idea de éxito que, si no se explica, mucha gente no ve. Poco tiempo más tarde murió mi abuelo. Yo tuve que tomar… Llegó a ver que yo había publicado, pero mi abuela, a la que yo adoraba, no. Tenía mucha fe en ello, pero no. Entonces, para mí es inseparable aquel premio de la muerte de mi abuelo José María. Supuso también el cambio vital. Todo lo que yo había estado trabajando como aficionada hasta ese momento, ya era una profesional. No podía volver atrás. Para mí… Tengo un recuerdo mayor de logro cuando publiqué la primera novela dos años antes, por ejemplo. Eso para mí sí fue un éxito. Y, después, lo curioso es que no puedes volver a publicar por primera vez. No puedes volver a ganar un premio de esas características por primera vez.
Las emociones se van acumulando y generalmente no van a más, sino que van a menos. Entonces, la idea de éxito hacia el exterior o éxito hacia la percepción íntima, creo que es muy diferente. Y creo también que varía enormemente con nuestra edad, con nuestra madurez. Ahora, el hecho de ser muy visible, me da igual en qué, en televisión, en redes sociales, en cualquier aspecto, está considerado como una prueba de éxito. A quienes tenemos cierta edad no nos parece que sea un motivo generalmente para alegrarse. Vemos la exposición, vemos la falta de privacidad, vemos el precio que se paga por ello. Para muchos jóvenes, en cambio, está identificado el éxito con la visibilidad, con los seguidores, con la posibilidad de hacer negocios o de dedicarte a tu propio hobby. Yo creo que el éxito es un equilibrio complicado entre la satisfacción personal, que tampoco siempre es estable, entre el uso libre de tu tiempo. Para mí es muy importante la independencia. Trabajo muy mal bajo jefes. De hecho, no tengo jefes. Y no trabajo particularmente bien en equipo, aunque soy capaz de hacerlo. Es decir, mi independencia, mi tiempo es una señal de éxito. Y la sensación de estar creando una obra, buena o mala, más duradera o menos, pero que estoy construyendo algo. Eso tiene que ver con el éxito y tiene que ver con dejar un legado. Sé que es una palabra muy pretenciosa, pero el hecho, por ejemplo, de tener alumnos, ¿no? En estos cursos de los que os he hablado, del máster que dirijo y demás. Están dejando algo detrás.
Nunca me ha interesado la maternidad, pero sí que me ha interesado esa idea de perdurabilidad. Que, en mi caso, va a ser posiblemente a través de enseñanzas o de… Me preocupa también, o me interesa, lo aplico al éxito, un cierto modelo de comportamiento. No el impresionar a otros con mi comportamiento, sino el yo estar satisfecha con lo que a lo largo de ese día he llevado a cabo. Y, desde luego, tiene que ver con la estabilidad económica. Es decir, no soy tan hipócrita como para desligar la idea de éxito con la idea de vivir con una cierta comodidad. Me parece que todo el mundo tendría… Debería tener derecho a ello, olvidarse de preocupaciones económicas. Yo, cuando las he tenido, ha sido algo enormemente drenante, que ha supuesto un lastre en creatividad, en relaciones, en energía. Y creo que el tener una cierta salud mental, un cierto equilibrio económico y un cierto tiempo para disfrutar de ello, es un buen modelo de éxito.
“Los clásicos lo son porque su mensaje no envejece”
Hubo otros profesores que no. Hubo, en particular, una profesora de canto que era absolutamente lo contrario. Pero cuando se fue del conservatorio, se llevó toda esa parte. Entonces, siempre he tenido muy presente cuál fue mi mala experiencia en ese sentido, porque me consta que mucha otra gente lo ha vivido de otra manera. Y en la lectura, en el hecho de aplicar la literatura al mundo, intento que no se me olvide qué me hicieron a mí. O qué me hicieron sentir a mí. Entonces, en la… Sé que vosotros, cuando estáis en aula, tenéis una programación estricta y, sobre todo, cuando tenéis que presentar a los chicos a la EBAU ya se olvida todo, ¿no? Es decir, es programa, programa y más programa. Pero también existe, y hay que luchar, por un espacio de libertad en el aula o en las extraescolares, en la que esa creatividad, ese respeto por la voz o por la mirada diferente pueda ser aplicada. Me da la impresión, de todas maneras, de que tenemos un gran empeño en que los jóvenes actuales sean creativos, pero luego no sabemos qué hacer con esa creatividad, porque resulta muy anárquica. Y porque la mayor parte de las veces amenaza todo aquello en lo que nos han educado a nosotras, a la generación anterior, en la que la obediencia a las normas, el conocimiento incluso memorístico, las bases de una educación determinada, se ve de pronto retado. Y encontrar ese equilibrio entre el conocimiento pasado… Yo a veces lo echo de menos, ¿no? El conocimiento de lo ocurrido. Y las habilidades contemporáneas que tienen que manejar creo que es el reto al que os tenéis que enfrentar dentro de vuestro oficio. Porque otro problema que casi nadie contempla, que es la falta de medios que tenéis, la falta de tiempo, la confusión de sistemas educativos y la sobrecarga de trabajo puramente administrativo al que se ven sometidos ahora los profesores y que va en detrimento muchas veces de la formación, del conocimiento del alumno, incluso de la ilusión o de la energía con la que nos podemos dirigir a alguien en un aula.
Entonces, si queremos que los alumnos sean creativos, deberíamos dotar precisamente a los profesores de esa tranquilidad mental. Pero claro, eso supone un cambio importante en el modelo educativo, que creo que nadie está contemplando. Hay varias profesoras aquí, me corregiréis si me equivoco. Me da la impresión de que se habla del ratio de aula, que se habla de la gamificación, que se habla de la incorporación de los chavales al mundo digital. Pero pocas veces se ofrece un entorno en el que eso se pueda llevar a cabo con un mínimo de coherencia. Y ahí es donde no os queda más remedio a vosotras que ser creativas. Ahora, ¿a costa de qué? Pues muchas veces de no poder dar toda la materia, muchas veces de encontrarnos con compañeros que lo ven de otra manera, incluso con directivos que lo ven de otra manera y que rápidamente ponen freno a eso. La creatividad es sospechosa y lo es porque la capacidad que tiene de cambio es irrefrenable. Y quien se sienta mínimamente inseguro, quien mire con sospecha las nuevas generaciones, intentará siempre frenar esa creatividad. Porque no se va a manifestar únicamente en la pintura, en la música, en el arte, en la literatura. Se va a manifestar en la forma de protestar, en la manera de vestirse. «Fíjate qué pintas llevan». En la manera de amar, en la forma de expresar precisamente ese amor. En el uso del lenguaje, que tan reprobable a veces nos parece, pero que es único. Es de ellos es su etapa, es su fase. Ya incorporarán otras. Y, por lo tanto, muchas veces llega el rechazo o la imposición de un modelo más acorde al nuestro que necesariamente van a repudiar.
Para despertar esa otra creatividad asociada a valores o a formas de enseñanzas más convencionales o más cercanas a las que nosotros recibimos, ahí es donde hace falta, no solamente creatividad, sino empatía. Y hace falta esa especie de intuición inmediata que se tiene en el aula, ¿no? De con qué grupo se va a poder llevar a cabo mejor, con qué individuo se va a poder llevar a cabo mejor. Es una… Ya lo he dicho antes. A mí me parece que la tarea educativa con niños, con adolescentes, es muy ingrata, muy poco reconocida. Sigue estando mal pagada. Sigue estando, en ocasiones, al final de todo en la consideración del sistema social que tenemos, pero es que es la más importante. Educar. Transmitir el conocimiento, transmitir los valores, transmitir la experiencia, transmitir una forma de mirar al mundo, transmitirles la idea, o reforzar, si la tenían ya en casa. Ideas que nunca van a recibir en otro entorno. La escuela, los institutos, la universidad nos sirven como un elemento enormemente democratizante en cuanto a los distintos niveles de formación económicos, ideológicos… Con los que vienen los alumnos. Y, por lo tanto, esa necesidad de que queden incorporados, de que cada uno de ellos aporte desde el aula tanto como nosotros podemos enseñarles, es absolutamente básica.
No estoy diciendo nada nuevo con eso, pero me parece que es importante el reforzarlo, porque muchas veces hablamos de en qué lugar nos encontramos en el ranking mundial en cuanto a fracaso escolar o en cuanto a por qué estamos fracasando con los chavales en una medida mayor que otros años. Primero, porque estudian todos hasta una edad determinada. Después, porque es importante atender debidamente a los de altas capacidades o a los que tienen capacidades diferentes o a los que se quedan… Es decir, tenemos que homogeneizar algo que es imposible de homogeneizar, que es la mente humana. Una mente en formación, una mente capaz de ser moldeada y frente a la que tenemos una enorme responsabilidad. Y si les frenamos ahí esa parte creativa, por molesta o por irritante, o por a veces desesperante que resulte, flaco favor estamos haciendo a un futuro que ya es de ellos, que no es nuestro. Que nosotras en muchos sentidos disfrutaremos y presenciaremos, pero que van a protagonizar las generaciones que son ahora pequeñitos o jóvenes. Y, aparte de este alegato a la creatividad y a la enseñanza, os quiero dar todos los ánimos del mundo, porque me parece que os hacen falta.