Educar en la naturaleza
Katia Hueso
Educar en la naturaleza
Katia Hueso
Bióloga y escritora
Creando oportunidades
La naturaleza como protagonista de la educación
Katia Hueso Bióloga y escritora
Katia Hueso
“La naturaleza nos ofrece estímulos en la dosis justa y necesaria. Es estimulante hasta un punto, pero también sedante hasta otro. Está en nuestra longitud de onda”. En su infancia Katia Hueso disfrutó del campo, de las carreras al aire libre y de un sinfín de estímulos que revelan la pausa y la indagación que necesitamos para desarrollarnos de manera saludable.
Desde entonces ha sido esa experiencia temprana la que ha guiado su actividad y motivación profesional siendo cofundadora en 2011 de la primera escuela infantil al aire libre de España. Para la experta en educación al aire libre, hoy es más urgente que nunca aportar posibilidades de conectar con la naturaleza para todos, pero en la infancia especialmente, porque es ahí donde se construye el vínculo que dará lugar a personas comprometidas con la sociedad: “Educar en la naturaleza es permanecer en ella para fortalecer nuestra conexión emocional y por tanto también física y psíquica. No me tengo que ir al parque nacional más espectacular, ni tengo que subir ochomiles, basta con salir ahí fuera y experimentar, jugar en ella, estar en ella, sentirla”, afirma.
Katia Hueso es doctora en Biología, docente y especialista en temas de sostenibilidad, además de asesora y escritora de ‘Somos naturaleza’, ‘Educar en la naturaleza’ y ‘Jugar al aire libre’. Obras en las que invita a reverdecer la mirada desde la escuela y desde la familia para confiar en la naturaleza como escenario pedagógico. En la actualidad sigue disfrutando del medioambiente en un tranquilo pueblo de la Sierra de Guadarrama.
Transcripción
Yo soy cofundadora de la escuela Saltamontes en Collado Mediano, en Madrid, y fue la primera escuela infantil en la naturaleza moderna que se abrió en España, en el año 2011. Para nosotras era muy importante buscar referentes fuera de España. Claro, no había nada aquí, ¿no? Y los referentes para nosotras más importantes eran de Escandinavia. En Escandinavia, más o menos al 25 % de los niños está escolarizado en este tipo de centros al aire libre. Alemania también, porque tiene un porcentaje similar, y estamos hablando de que hay unos 2.000 y pico centros, o sea, que es algo tremendo. Y además, apoyados por la administración, con todo tipo de formación, apoyo económico, apoyo logístico, algo de lo que estamos todavía muy lejos aquí. Y luego el Reino Unido tiene un sistema más parecido a la educación combinada, que a mí me gusta también porque permite alcanzar a una población infantil mucho más amplia, porque alcanza a muchos niños que están escolarizados en escuelas convencionales. Yo he tenido la suerte de vivir varios años en Suecia, Noruega, Dinamarca y de poder vivir en primera persona esta relación tan intensa y profunda que tienen sin necesidad, a lo mejor, de irse a las cavernas, que es lo que podríamos pensar. «Bueno, es que, claro, para ir a vivir a la naturaleza tienes que vivir de otra manera». No, tienen un estilo de vida perfectamente ajustado a lo que vivimos en Occidente, pero en conexión con la naturaleza. ¿Esto cómo se manifiesta? Pues se manifiesta con que salen de manera regular al bosque, tienen habitualmente casas en el lago. Ahí tienen mucha costumbre de tener su casita de campo en un lago, en un archipiélago, según en qué zona estemos. Practican deportes al aire libre de todo tipo: la pesca, el esquí cuando hay nieve… Recolectan muchas bayas. Hacen recetas caseras con todo lo que recolectan, las bayas, las setas, este tipo de cosas.
Entonces es algo que es como muy cotidiano, muy cercano además, muy fácil para hacer para todo el mundo. Esta cultura unida al medioambiente, a la naturaleza, se conoce como «friluftsliv», si lo pronuncio bien. Si lo desglosamos significa «vida al aire libre», y tiene un poco ese componente de conexión con el medio natural, pero el medio natural que tengo al lado de casa. No me tengo que ir al parque nacional más espectacular, ni tengo que subir ochomiles ni nada de eso. Es simplemente la vida en conexión con lo que tengo a mi alrededor: un huertito, un alfeizar con plantitas. Todo esto lo llevan como muy en la sangre, muy en el ADN. Y además me gusta, en conexión también con la cultura escandinava, el término sueco «lagom», que significa algo así como «lo justo y necesario», que asocio mucho con la mirada que tenemos en Saltamontes. A veces nos preguntan: «Y entonces, ¿cómo se aplica esto de la pedagogía en la naturaleza? ¿Cómo hacéis cuando hay una tormenta, cuando hace frío?». Y decimos: «Bueno, aplicamos el sentido común». Y el «lagom» para mí es muy parecido al sentido común. Es algo que… En su justa medida. No nos pasamos ni en un sentido ni en otro, porque estas pedagogías a veces pecan un poquito de irse a los extremos. Con las pedagogías activas a veces nos vamos muy al extremo de la autorregulación. O, bueno, en este caso, la pedagogía en la naturaleza lo que persigue simplemente es conexión con la naturaleza. Por supuesto que hay límites. Por supuesto que hay una consciencia clara de dónde estamos, porque evidentemente estamos en un espacio abierto que no tiene paredes. Entonces, tenemos que buscar límites que nos ponemos nosotros, físicos. «No te pases de aquel árbol, porque entonces ya no te veo, no te puedo cuidar».
Límites también relacionados con las relaciones entre las personas. Por ejemplo, cuando surge algún conflicto… Puede ser un conflicto entre niños o puede ser algo que un niño esté haciendo que no corresponda o esté molestando. Ahí también se marcan límites, o sea, no por el hecho de estar en la naturaleza y hacer juego libre es libertinaje. Estamos hablando de unos límites razonables relacionados con la seguridad, con el respeto y, por supuesto, con el respeto al medio. Este es otro tema que surge muy habitualmente. Por ejemplo, al recoger flores o mirar insectos, por ejemplo, se los capturo para poderlos mirar con un botecito de estos que tienen una lupa. Bueno, pues todo eso se puede hacer siempre y cuando entre dentro de los límites de lo «lagom», que dirían los suecos, o el sentido común que diríamos nosotros. El hacerlo sin dañar, el hacerlo con cuidado, con respeto, con tranquilidad. Pero a veces te encuentras el otro extremo, que es el que le tiene una reverencia excesiva a la naturaleza y no se atreve a tocar nada. Casi no se atreve ni a pisarla, no sea que mate a una hormiga. Obviamente, en algún momento mataremos a una hormiga, porque la pisamos sin querer. Pero bueno, sentido común. Hay un equilibrio, un término medio, que permite tener experiencias significativas en la naturaleza, que permite conectar con ella, pero siempre desde el respeto, desde el afecto. Y eso construye después unas sensaciones y unas experiencias que vamos a querer cuidar y preservar en nuestra memoria.
Y, claro, si eso lo llevamos a la exageración, nos vamos de la biofilia a la biofobia, nos vamos al otro extremo. Hay veces que, al no tener contacto con la naturaleza y además imponernos un poco este miedo a las arañas, a las avispas, a este tipo de cosas, al final nos distanciamos todavía más. No solo nos alejamos en el sentido de no tener contacto con la naturaleza, sino que nos alejamos de ella porque nos parece peligrosa. Así que, bueno, creo que hay que preservar esa biofilia, esa sensación de amor por lo vivo. Y cuando tú tienes un contacto cuidado, mediado, por así decirlo, por un sistema educativo y por un proceso educativo respetuoso, vas a prolongar esa sensación de biofilia lo más posible y la vas a afianzar en la memoria y en la psique del niño en este caso. Con la topofilia pasa algo parecido. La topofilia es el apego por el lugar. «Topos», lugar. Esto lo acuñó un geógrafo norteamericano de nombre chino que no me atrevo a pronunciar aquí. Yi-Fu Tuan, creo que era. Y este hombre hablaba de la conexión personal que podemos tener con un espacio, con un territorio, con un lugar, con un paisaje también. Y cualquiera de nosotros que haya tenido raíces en un pueblo lo siente, siente esa sensación de los veranos en el pueblo, las vacaciones, tiene ese amor por el terruño, vamos a decir, que también estamos perdiendo, sobre todo con el estilo de vida urbanita. Nos alejamos de la vida rural, nos alejamos de la conexión física con un espacio tangible, con unas montañas, con unos ríos, con unas playas que ya apenas visitamos. Y esto lo que hace es uniformizar mucho nuestra percepción del territorio.
Lo vamos a convertir al final en lo que Marc Augé, un sociólogo francés, llamaba los «no lugares». Se refería a espacios muy concretos como aeropuertos, centros comerciales, sitios así que son iguales en todas las partes del mundo. Pero al final los no lugares son también esos espacios que no conocemos. Quiero decir, por ejemplo, yo no tengo ninguna afinidad emocional con un arrozal, porque yo no he crecido en un arrozal. No es un paisaje que sea un referente para mí. Lo aprecio, lo valoro, pero no tengo emociones asociadas a ese paisaje. Pero sí las tengo asociadas al paisaje donde yo vivo ahora, que es a la sierra de Guadarrama, que es donde yo crecí, donde pasé muchas horas gratas de mi infancia. Tengo una fuerte conexión emocional con ese espacio. Eso sería la topofilia. De la biofilia corremos el riesgo de irnos a la biofobia y de la topofilia a los no lugares. Tenemos que intentar evitar llegar a ese punto. La educación en la naturaleza también nos vincula con el paisaje, lógicamente, porque el acto educativo, la permanencia, tiene lugar en un espacio físico natural y, por tanto, todas estas experiencias significativas que van teniendo los niños, que van adquiriendo en el propio lugar están vinculadas a ese lugar. No están sueltas, no están digamos aparte, en un libro de texto o en un vídeo de YouTube. Están enraizadas en ese espacio.
Es un lugar que nos hace sentir bien porque está muy en nuestra longitud de onda, en las necesidades que nosotros tenemos, tanto de estímulo como de tranquilidad. Los colores, ¿no? Dicen que el verde, el azul, son colores que nos tranquilizan. Al mismo tiempo hay muchos matices, ocurren muchas cosas, hay sorpresas en la naturaleza. Te sale un pájaro, te sale un insecto, una flor. Son pequeños estímulos que son coherentes además con todo lo demás que hay ahí. La coherencia, sobre todo en la edad temprana, es muy importante, porque los niños pequeños están todavía ajustando sus sentidos y lo que les llega a través de ellos, lo que les llega a través de la vista, del oído, del olfato. Y llevar a un niño pequeño a un centro comercial es el infierno sobre la tierra, porque les llegan estímulos de todo tipo, sin ningún tipo de conexión entre ellos. La música de una tienda, el olor de la cafetería. Pero también está el olor de la pescadería que hay enfrente, el ruido, los ecos. Todo esto es sobreestimulante para cualquiera de nosotros, pero para un niño pequeño es una tormenta, la tormenta perfecta, mientras que en la naturaleza los estímulos son coherentes. Si yo veo las ramas que se agitan, siento el viento en la cara. Todo eso es coherente. Y si llueve se forma un charco. Son cosas que están relacionadas y que tienen su sentido. Yo creo que lo significativo que tiene la naturaleza hace que nos sintamos mejor y es coherente con nuestro cuerpo. Antes decíamos que somos seres vivos, que nuestra fisiología es muy similar a la fisiología de cualquier otra especie, y me estoy refiriendo incluso a especies como la mosca del vinagre, no solo a los primates. Si todo eso está en armonía, nuestras necesidades con lo que nos aporta la naturaleza, tiene toda su lógica que redunde en un mejor estado de salud, en un mejor bienestar, en un mejor estado de salud mental también.
Esos beneficios que nos da la naturaleza de estar más tranquilos, de estar serenos, son aún más necesarios precisamente por todo esto. Yo creo que es el colectivo al que debería ir, sobre todo, dirigido este enfoque, porque es a quien mejor le va a venir, quien más lo necesita. Y luego hay una cuestión también, para aquellos que tienen problemas más de índole cognitiva. Es que el juego libre en la naturaleza ayuda mucho a definirnos como persona, a decidir quiénes somos, qué es lo que nos gusta, con quién queremos estar, qué tipo de actividad nos interesa. A construir tu propia personalidad, de alguna manera. Esto vale para todos, pero es que si, además, tienes esa dificultad de… Me cuesta entender las cosas, necesito más tiempo y además no tengo oportunidad para hacer juego libre, no tengo oportunidad para estar fuera porque tengo médico, porque tengo terapia, porque tengo esto o porque tengo lo otro. Pues con razón de más hay que darles esa oportunidad de jugar en libertad en la naturaleza, porque todo eso va a ayudar a construir su personalidad, a darles autonomía, a darles resiliencia y capacidad de ser autónomos en su vida adulta después.
Yo pienso que tenemos que otorgar ese espacio y ese tiempo para que podamos realmente conectar, que podamos sentarnos debajo de un árbol y sentir que estamos debajo de un árbol, sentir el viento, ver las hojas encima de la cabeza, sentir el tronco en nuestra espalda, observar los insectos que puedan caminar por ahí cerca de nosotros. Y sentir también…. Esto va a sonar… A veces puede sonar un poco esotérico, pero tener esas epifanías que tenemos a veces en la naturaleza, ese momento de revelación de que eres parte de algo mucho más grande. Esto a veces pasa al que tenga afición por ver las estrellas, o incluso a la gente que navega, que está en el mar. Quizá lo tiene con más facilidad porque está en un ámbito muy, muy grande. Te sientes muy pequeñito. Pero esto te puede pasar en cualquier sitio. Te puede pasar en el parque de tu ciudad, te puede pasar cuidando de una planta, si tienes un animal. Hay momentos en los que eres realmente consciente con todo tu ser, no solo con la cabeza, sino con todo tu cuerpo, de que eres parte de algo mucho más grande. Y eso solo sucede cuando dejas tiempo, espacio para que suceda. Y esto no se lo estamos dando a los niños. Los niños tienen agendas tan apretadas que no llegan a tener ese momento de tranquilidad, de introspección, de verse a sí mismos en algo que es más grande y que es muy importante para ese autoconocimiento, para construcción de su personalidad, para fortalecerse ellos mismos como personas y sentir, saber quiénes son y qué es lo que quieren en esta vida.
Un niño por lo general no se va a lanzar a lo desconocido, así, sin más. Va a ser siempre ese poquito más, ese poquito más. Y eso es relativamente fácil de acompañar si tenemos la sangre fría, más o menos, de no adelantarnos a los acontecimientos, de no, como digo yo, leer el futuro. Esto que siempre decimos: «Niño, que te vas a caer» o «Cuidado». ¿Qué significa cuidado? Tenemos a un niño subido a un árbol. Le dices «cuidado» y lo único que estás consiguiendo es desconcentrarlo. Cuando estemos con niños en la naturaleza y estén haciendo alguna actividad de riesgo, lo peor que podemos hacer es desconcentrarlos. Lo que habría que hacer es estar atentos, estar bien, mirar, ver si puede surgir una situación de peligro y prevenir si realmente la situación va a ser peligrosa. Para mí la diferencia entre riesgo y peligro es muy importante aquí, porque tenemos que entender que el riesgo es beneficioso, que el riesgo nos da herramientas. El estar en una situación arriesgada hace que aprendamos, que adquiramos competencias, habilidades que pueden ser útiles para otras ocasiones. Claro, cuando ese riesgo no lo manejamos bien, se puede convertir en un peligro. Es decir, si yo me subo a un árbol y sigo subiendo, llegará un momento en el que llega una rama que no soporta mi peso. Esa rama ya entra en la categoría de peligroso. Pero mientras tanto todo lo demás es riesgo. Yo lo manejo, yo decido si la rama me soporta, si soy capaz, si tengo la destreza para seguir subiendo. Y eso mismo es lo que hará el acompañante del niño, si es de un niño pequeño. Si es un niño más mayor, a lo mejor ni falta hace. Lo que tenemos que hacer es aprender a modular lo que yo llamo el termostato del riesgo y ver hasta qué punto toleramos lo que estamos viendo en esa acción que esté haciendo el niño. Cuando digo el árbol digo también acercarnos al agua, o digo jugar con un palo o adentrarnos en el bosque. Todas estas actividades tienen su termostato del riesgo y tenemos que ser capaces de ir modulándolo.
Claro, alguien puede decir: «¿Y por qué meterse en un riesgo si lo podemos evitar?». Porque sería más fácil si lo evitamos. Pero si evitamos el riesgo estamos incurriendo en un riesgo o en un peligro mucho mayor, que es tener a personas que no van a ser capaces de hacer nada de forma autónoma porque no van a tener las destrezas ni las habilidades. Entonces, en pedagogía, en la pedagogía en la naturaleza, se suele hablar de hacer estudios de riesgo o beneficio, es decir, vamos a ver el riesgo o beneficio de una actividad, de un lugar, de una acción que haga un niño. Por ejemplo, el riesgo o beneficio de subir a un árbol. El riesgo es que se caiga. El beneficio: destrezas físicas, de trepar, agilidad, fuerza, destrezas motrices y también autonomía, satisfacción. No hay más que ver… Yo creo que si estás en un colegio y hacéis este tipo de cosas, sabrás de lo que te estoy hablando. Cuando el niño consigue por fin estar ahí, es que no se le borra la sonrisa en todo el día. Esa sensación de «lo he conseguido, he conseguido trepar a la roca, he conseguido subir al árbol, he conseguido encontrar un bicho que andaba buscando», lo que sea. Esa satisfacción. Si no nos adelantamos a ella, es maravillosa. Y ahí es donde digo yo que tenemos a veces que echar el freno, porque a veces es: «Ah, mira lo que has conseguido», antes de que el propio niño se dé cuenta y le estropeas un poco… es como desvelar la sorpresa. Ahí tenemos que hacer ese ejercicio de contención, de decir: «A ver si se da cuenta de lo que acaba de conseguir». Y cuando lo consigue es un hito tremendo en su desarrollo y luego lo va a aprovechar, lógicamente. Va a seguir subiendo a otros árboles y va a seguir haciendo otras cosas. O sea que yo invitaría a hacer un acto de confianza en el niño y en cierto modo de contención, de no adelantarnos a sus sensaciones y a sus propias conclusiones, las que saque el propio niño.
Y yo suelo apoyarme en un acrónimo. Utilizo tres aes para identificar los grandes inhibidores de la actividad física o del juego al aire libre. Uno es el miedo a los accidentes que ya hemos hablado. Es el miedo de que le va a pasar algo, se va a caer, se va a hacer daño con algo. El otro es la agenda. Otra de las aes sería la agenda que tenemos. Queremos que los niños con dos años ya hablen chino y toquen el violín y además pinten como Miguel Ángel. Hay una especie de «carrera de ratas», como se dice en inglés, que hace que todos queramos meter a los niños en extraescolares, y ya no solo por esa razón, sino por cómo está construida la sociedad, la falta de conciliación que tenemos las familias con nuestro trabajo, con el colegio. Tenemos al final que meterlos en toda clase de cosas que a veces ni siquiera responden a sus intereses, sino que responden a la cercanía de su casa, al precio y a la conveniencia para la familia. Al final, un niño al que le interesaba aprender a tocar el piano resulta que acaba haciendo tiro con arco porque le cuadra más a la familia. La agenda sería otro de los grandes inhibidores del contacto con la naturaleza.
Y ya para mí, la tercera y última, que creo que sí es más real, y sobre la que a lo mejor las autoridades deberían reflexionar un poco y actuar en consecuencia, es la otra A, que serían los automóviles, los coches, el tráfico, el tener que desplazarnos en coche a todas partes, el que el coche sea el rey, el emperador de las ciudades, de los pueblos, de todas partes. Los niños ya no tienen espacio para jugar al aire libre porque está copado por los coches. Quedan unas aceritas ridículas, más ridículas aún si vives en un pueblo, y el coche está constantemente ocupando el espacio público. Ese para mí sí es un problema grave, porque además el tráfico cada vez es más agresivo, cada vez es más veloz, las vías son más rápidas y no son esos coches de antaño, que los veías venir de lejos, sino que son más silenciosos, que para ciertas cosas está bien, pero para otras… No los percibes y ahí sí puedes tener un problema. Yo creo que como sociedad tenemos que hacer presión a nuestras autoridades municipales, regionales, las que sean, para crear más espacios verdes y azules en nuestro entorno. Verdes por bosque, prado, naturaleza, y azules en referencia al agua.
Ya un poquito más adelante, los niños buscan… El termostato del riesgo al que me refería antes ya está un poco más alto, ya buscan más aventuras, ya exploran de forma un poquito más autónoma y entramos en la etapa de la de la primera C, que sería la C de costras, las costras que nos hacemos cuando nos caemos, cuando tropezamos con una piedra, cuando empezamos a andar en bici, este tipo de cosas. Yo recuerdo mi infancia llena de costras y no era especialmente movida. Yo era bastante tranquila, pero había siempre alguna costra encima de mi cuerpo, en algún sitio, en un codo, en una rodilla, en la barbilla, no sé. Y ahora no veo niños con costras. Es curiosísimo. Hay libros que explican qué es una costra para que el niño sepa lo que es eso. Es algo bastante llamativo. Y ya un poquito más adelante entramos en la segunda C, en la siguiente etapa, que serían las cabañas, que es donde los niños, ya entrando en la preadolescencia, estaríamos hablando de ocho o diez años, doce, a lo mejor, ya se quieren separar un poquito de los adultos, ya quieren tener esa autonomía, esa distancia del adulto, esa falta de vigilancia que es tan importante para poder desarrollar tus intereses, tu autonomía. Y eso se manifiesta típicamente en las cabañas que se construyen, porque se construyen con lo que pillan: ramas, trozos de madera, lo que pillen por ahí por el campo. Hacen su cabaña, a ser posible, lo más alejada de la mirada del adulto. El adulto, por lo general, ni siquiera sabe que existe. Esa es la gracia de la cabaña auténtica y genuina. Y esa cabaña es su espacio de intimidad, su espacio de conexión consigo mismo, de entenderme, de conocerme y, si acaso, de conexión con mi mejor amigo, mi mejor amiga, como mucho un grupo muy pequeño, porque es un espacio muy íntimo y muy intenso. Ahí es donde se forjan los sueños, se forjan las ideas, los planes de futuro.
«¿Tú qué vas a ser de mayor?». Yo recuerdo que quería ser granjera, y menos mal que no lo fui, porque en esa cabaña nos dedicábamos a cuidar de pajaritos que nos encontrábamos por ahí y… indefectiblemente acababan todos muertos. No tenía mucho futuro, ni como granjera ni como veterinaria. Por eso me hice bióloga, que era más inocuo para la fauna. Y yo creo que esta es una etapa de transición hacia la adolescencia, hacia la búsqueda de uno mismo ya de otra manera, pero siempre con ese poquito más de riesgo, cada vez ese poquito más de distancia del adulto y ese poquito más de conexión con otros. Vamos distanciándonos cada vez más, pero siempre mediados por la naturaleza. La naturaleza siempre es protagonista de todas estas etapas, y por eso también la guardaremos muy cerca en nuestro corazón. Y hay quien dice, incluso hay estudios… También esta Louise Chawla, que es una psicóloga norteamericana que ha estudiado la repercusión que tienen estas experiencias en la naturaleza en la infancia temprana en el comportamiento proambiental en la edad adulta. Y hay una correlación perfecta, es decir, cuantas más experiencias significativas emocionalmente intensas… No siempre positivas, puede haber alguna negativa, una tormenta, por ejemplo, un susto que te hayas llevado, o te has mojado o te has caído. Todas estas experiencias significativas en la naturaleza, en la edad adulta, las vamos a guardar como un recuerdo muy cercano y muy bien atesorado. Lo que nos va a nacer es el deseo de cuidar esa naturaleza que nos dio tanto. Cuando pensamos en el pueblo, las correrías que hacíamos en pequeños y tal, todo eso son recuerdos que hacen que queramos preservar. Es un mecanismo natural del ser humano.
Pero es que además, si hemos tenido ocasión de hacer juego libre en la naturaleza, hemos adquirido herramientas personales, sociales, emocionales, como es la autonomía, la resiliencia, la flexibilidad, la tolerancia, el liderazgo incluso, que no solo nos van a facilitar el tener un comportamiento proambiental, sino que vamos a querer liderar a otros para que lo tengan. Esas experiencias tempranas en la naturaleza no solo nos benefician a nosotros, sino que a largo plazo van a actuar como una mancha de aceite que va a impregnar el comportamiento de otras personas que tal vez no hayan tenido esa oportunidad. Poco a poco, el enfoque de la educación en la naturaleza tiene esta idea, decir: «Bueno, a lo mejor son pocos los niños que se benefician ahora, pero a largo plazo esos niños van a actuar como líderes de opinión», como tú lo decías antes, estos líderes que van a informar y a formar a sus familias y a todo su entorno. Ya siendo adultos. imagínate esa capacidad cómo la puedes multiplicar.
En ese sentido hay miles de ideas para reverdecer. Si tenemos poco espacio, pues usar el aula como invernadero o usar los espacios comunes. Se puede plantar en el interior también. Los típicos terrarios, por ejemplo, son un poco más fáciles de mantener que un acuario, que también podría ser. Es decir, que en el sentido de meter naturaleza en el colegio es sencillo. Podemos incluso meternos también en introducir la alimentación ecológica en el comedor, hacer experimentos de laboratorio relacionados con la naturaleza. Además, yo siempre digo, por ejemplo, con esto de plantar las habitas estas que plantan los niños pequeños: ¿por qué plantan todos la misma? ¿Por qué no planta uno una haba, otro una lenteja, otro un garbanzo, otro un judión y vemos plantas distintas? Cosas así. Un hotel de insectos… Por lo que he visto no tienen demasiado éxito, éxito con los insectos, me refiero, pero porque necesitan su tiempo. Pero bueno, son cosas que se pueden hacer. Para mí, el siguiente estadio o la siguiente etapa sería reverdecer el currículum. Sería bueno meter a la naturaleza y al medioambiente en todo lo que se hace. O sea, que no sea una asignatura por separado, Ciencias Naturales, sino que esté presente en todo lo que hacemos. Podemos impartir cualquier asignatura en el patio. Además, se habla mucho de… «Sí, vamos a hacer un aula al aire libre y vamos a impartir, típico, Ciencias Naturales y Educación Física». Pero ¿por qué no impartes Lengua? ¿Qué más te da dar Lengua en un aula que darla fuera? Si es lo mismo. A lo sumo te puede hacer falta una pizarra, pero te puedes inventar la manera de no necesitar la pizarra. ¿Por qué no vas a impartir Ética, Valores, Plástica, Música al aire libre? Si se puede hacer en un aula es perfectamente trasladable.
Bueno, pues a eso me refiero con reverdecer el currículum. Puedes hacerlo también con contenidos. Te voy a poner un ejemplo muy tonto, pero en lugar de poner el típico problema de matemáticas de «sale un tren de Barcelona y otro de Madrid y van a esta velocidad, ¿dónde se cruzan?», ¿por qué no pones un problema de un león que persiga a una gacela y a qué distancia la va a alcanzar? Un ejemplo un poco tonto, pero bueno, para que se me entienda. Y ya el siguiente paso sería reverdecer la mirada y entender por qué estamos haciendo esto, qué es lo que hay detrás de querer poner un patio más verde, de querer poner ejemplos de gacelas en los problemas de Matemáticas. Y es precisamente esa conexión profunda, duradera que necesitamos con la naturaleza. Estamos a las puertas de muchas catástrofes, realmente, estamos en una crisis climática, estamos en la sexta extinción de la biodiversidad, con problemas enormes de abastecimiento de recursos. Es decir, los problemas ambientales ya no son cosa del futuro, es que están aquí, ya están aquí. Y si queremos que no se agraven, tenemos todavía margen de maniobra. En ese sentido me considero… Como decía el epidemiólogo sueco Hans Rosling… Decía que él era posibilista. Yo me considero posibilista, soy moderadamente optimista, tampoco demasiado, pero en el sentido de que creo que todavía tenemos capacidad para obrar. Y por eso la educación en la naturaleza, o el enfoque de la educación en la naturaleza, que cualquiera puede aplicar… Esto no está patentado, no tiene marca registrada. Cualquiera puede utilizar este enfoque. Tiene que ir orientado a entender que somos parte de un planeta, que solo existe este planeta y, muy importante, es el único planeta que tiene chocolate. Eso para mí por lo menos es muy importante, así que creo que es un enfoque que realmente tenemos que tomarnos en serio.
Si eso se podía en pleno siglo XIX y en esas condiciones, ¿por qué no se va a poder hacer ahora? Yo creo que es más un cambio de mentalidad y un poquito de vértigo de «no tengo el Power Point, no tengo el libro de texto, a ver cómo hago esto». Esa es quizá la parte más difícil, el entender que somos capaces, que lo podemos hacer. Y otra dificultad, que quizá sea más difícil, es ponerse de acuerdo dentro del claustro para poder ejecutar esto, para poder, por ejemplo, ir dos docentes con dos grupos y combinarse, combinar Matemáticas con Lengua, este tipo de cosas… La naturaleza se presta mucho. La naturaleza no está encajonada en disciplinas. La naturaleza es todo, es la vida real. Podemos perfectamente combinar Matemáticas y Lengua o Historia y Religión. Todas las disciplinas se pueden aprender y aportar desde la naturaleza.