¿Puede caerte mal tu propio hijo?
Sara Tarrés
¿Puede caerte mal tu propio hijo?
Sara Tarrés
Psicóloga y divulgadora
Creando oportunidades
Emociones al descubierto
Sara Tarrés Psicóloga y divulgadora
Sara Tarrés
El papel lo aguanta todo, pero la práctica es muy diferente. Para la psicóloga Sara Tarrés, la crianza tiene asperezas que solo se aprecian una vez que se ejerce. Hasta ese momento el discurso que impera está enmascarado de expectativas e ilusiones sobre quiénes seremos como progenitores y cómo deberían de ser nuestros hijos. Ante ese caldo de cultivo, la realidad se impone y destapa un tema tabú: ¿Puede caerte mal tu propio hijo? Su respuesta es clara: “Ocurre y se da con mucha más frecuencia de la que nos creemos, pero se habla poco de ello porque tenemos miedo a expresarlo porque se nos juzga”.
Una de las claves para llegar al origen de estos sentimientos es conocerse, cuestionarse y comunicarse desde el amor para no ir en piloto automático y hacer una gestión emocional más natural, liviana y realista: “Una cosa es sentir la emoción y otra cosa es qué hacemos con esta emoción. Vamos a sentir, escuchar, mirar más allá de las palabras y conectar con nuestra esencia sin juicios ni comparaciones”, añade. Solo así se es referente.
Sara Tarrés es psicóloga especializada en Psicopatología Infantojuvenil, miembro del Grupo de Trabajo en Inteligencia Emocional del Colegio Oficial de Psicología de Catalunya desde 2018. Además de asesora y directora en sesiones de reeducación para padres, maestros y profesores. Desde 2012 divulga contenidos sobre psicología, crianza y educación en su blog ‘Mamá Psicóloga Infantil’, y es autora de los libros ‘Mi hijo me cae mal’ y ‘Mis emociones al descubierto’.
Transcripción
Y ya más recientemente, en la actualidad, este bombardeo de imágenes y de idea de madre perfecta es algo que se está volviendo casi insostenible a raíz de tener tanto acceso a información a través de internet y las redes sociales. ¿Qué nos pasa? Que la realidad, nuestra realidad, no es esa, no es la que nos muestran las imágenes ni de la publicidad ni de las redes sociales, es otra. La maternidad es cansada, es muy absorbente y eso empieza a generar frustración, frustración hacia nosotros, o nosotras, como madres, y pensamos que al niño le ocurre algo. Y empezamos ahí a entrar en unas emociones desagradables. Lo que nos ocurre es que tenemos la idea de que con nuestro hijo va a pasar lo mismo que vemos en las imágenes que hemos estado absorbiendo tanto en redes sociales como en las publicidades. Y resulta que nuestra realidad no es la misma. Ese bebé no se agarra al pecho tal y como habíamos pensado. Ese bebé no duerme por las noches plácidamente como nos habían contado. Ese bebé no come las papillas trituradas como nos ha explicado la amiga del parque. Ese niño sí tiene rabietas, y no como la amiga del parque, que te dice: «No, mi hijo no tiene rabietas».
Nuestros hijos empiezan a crecer, empiezan a contestarnos mal y nos creíamos que a nuestros hijos, porque eran nuestros hijos y los sabríamos cuidar mejor que nadie, los haríamos mejores que ningún otro padre. Nos contestan igualmente mal y nos frustramos y no acabamos de entender. Y resulta que claro, con ese ideal que teníamos formado en nuestra mente y nuestra realidad, en ese hueco, se va colando toda esa serie de emociones desagradables: la rabia, la frustración, la culpa, la vergüenza, la tristeza… Y aquí es donde se ha creado ese perfecto caldo de cultivo para que luego nuestro hijo nos caiga quizás no muy bien.
«Mi hijo nunca me va a contestar mal. Mi hijo nunca va a llegar borracho a casa». Que también. Y de esas expectativas que generamos, llega otra situación y es que no entendemos estos comportamientos, no entendemos las rabietas, no entendemos las malas contestaciones, no entendemos su baja tolerancia a la frustración. Y aquí empezamos a sentir todas estas emociones tan intensas y desagradables. A veces, los comportamientos que nos causan rechazo son parte del propio proceso evolutivo de nuestro hijo. Pero otras veces nos ocurre que tenemos que lidiar con niños que, bajo nuestro estilo educativo, poco adecuado a veces, han llegado a ser pequeños dictadores. Porque los hemos educado bajo un estilo educativo demasiado permisivo, les hemos dejado pasar todo, los hemos sobreprotegido en exceso, se lo hemos hecho todo o hemos sido extremadamente autoritarios y ellos han copiado de nuestro comportamiento, se lo han hecho suyo. Porque también nos ponen enfrente al espejo.
Y eso es muy importante para establecer buenas relaciones con los niños. Porque, fíjate, si nosotras siempre estamos enfadadas, siempre estamos en un modo irritable y reactivo, todo esto nuestros hijos lo captan, se lanza directamente a su cerebro como si fuese un bumerán. Y ese bumerán nos devuelve. Si nosotras siempre estamos muy enfadadas, lo que vamos a tener al lado van a ser niños crispados, niños de mal humor. Y así, en esta situación, en este clima de malestar, es muy difícil crear vínculos sanos, porque se instala y reina la rabia, la frustración y todo este sinfín de emociones que no nos gusta tanto sentir pero que están ahí para para alguna cosa, pero lo primero que tenemos que hacer es mirarnos también hacia adentro y ver cómo poder trabajarnos nosotros mismos como individuos.
¿Nos sentimos culpables porque hemos tenido que abandonar a nuestros hijos? Digo abandonar en la guardería. ¿Porque los hemos tenido que dejar con los abuelos? ¿Porque no hemos podido hacerle aquel cumpleaños tan magnífico que al amigo de cole le ha hecho su madre? Bueno, no sé, al igual aquí podemos empezar a trabajar también y rebajar todas estas expectativas. ¿Nos sentimos culpables por qué primero de todo? ¿Qué nos está diciendo esta culpa?
Esto es habitual, muy habitual en las familias. Y todo esto va entrando en el individuo, en esa persona que se está formando a nuestro lado. ¿Qué tenemos que hacer? Evitar todo esto. Tenemos que fijarnos en nuestros hijos, en la cara que nos ponen cuando les decimos: «¿Por qué no eres como tu hermano?», y te va a contestar: «Porque yo soy yo. ¿Por qué tengo que ser como mi hermano? Si soy un…». Pues eso, escúchale, escucha lo que te está diciendo. No solo con las palabras porque a veces lo más difícil de hacer es escuchar todo aquello que no nos están diciendo. Te están diciendo «Es que no me estás viendo. Es que no me estás reconociendo. Es que no me estás valorando». Entonces, claro, para hacer todo esto tenemos que desconectar la parte automática y mirar más allá. Mirar y escuchar más allá. Ver a esa persona. Darnos cuenta de que nuestro hijo también siente. Y que al igual siente rabia cuando le estamos diciendo esto. Y quizás decir «Veo que esto te ha hecho daño. Siento que esto te causa tristeza». Aquí empezamos a reconocer esas emociones que tiene nuestra criatura, a la vez que nos damos cuenta de que hemos sido nosotros quienes han provocado quizás esa herida.
Y a partir de aquí podemos reconducir nuestro diálogo, el nuestro interno y el diálogo que mantendremos después con ellos. Todo este proceso emocional que empieza con este estímulo y ese sentir, esa percepción del estímulo, que antes decía, si una cosa es sentir la emoción, otra cosa es qué pensamos, otra cosa es qué hacemos en esa tríada del sentir, pensar y actuar. Aquí entre el sentir y el actuar, tenemos que colocar el pensar qué voy a decir, qué es lo que el otro también está sintiendo, pensar cómo me voy a dirigir a él, pensar cómo me estoy sintiendo ante esa reacción de mi hijo.
Somos seres transaccionales, todo lo que yo hago te afecta a ti, todo lo que haces tú me afecta a mí. Entonces tenemos que ser conscientes de esto y sé que me repito, pero es que es muy importante. Es muy importante porque, si no, dejamos que el piloto automático funcione y volamos ahí donde nos quiera llevar y a veces el lugar donde nos lleva este piloto automático es muy oscuro. Son lugares donde después nos arrepentimos porque hemos dicho cosas que no queríamos decir, porque hemos hecho cosas que no queríamos hacer.
Porque nos ha molestado algo y soltamos la ironía o hablamos con ese sarcasmo, con esos tonos, ese retintín. Eso no nutre, en absoluto. No, eso hace aparecer y florecer otras cosas. Rabia, sobre todo. Y, desde la rabia, nadie florece. Entonces, hemos de buscar otra emoción desde la que comunicar. Desde el amor, desde el afecto, desde el cariño. Y buscar formas de conectar con nuestro hijo a través de la escucha activa. Qué bonito, ¿qué es la escucha activa? Yo escucho y escucho, pero ¿cómo escuchamos? Muchos padres me dicen: «Yo me paso todo el día escuchando a mi hijo». Sí, y yo les pregunto: «¿Cómo lo haces?». «Bueno, mientras voy preparando la cena o voy mirando el móvil…». No le estás prestando atención. Tenemos que mirarnos para comunicarnos. Tenemos que mirarnos a los ojos, tenemos que mirar todo el cuerpo. Porque, más allá de las palabras, comunicamos con todo nuestro ser. Por eso es tan importante escuchar con los oídos. Igual de importante es escuchar con los oídos que con los ojos. Porque vemos y observamos otras cosas que las palabras no nos están diciendo. Muchas veces decimos: «Sí, estoy muy bien», pero lo decimos con una actitud que indica todo lo contrario. Por tanto, escucha activa, atendiendo a ese niño, a esa persona que nos está hablando. Mirándole, haciendo validación de lo que está diciendo, no hace falta tener grandes discursos, simplemente con un «veo», «entiendo».
«He entendido que con esto que me has dicho estabas queriéndome decir: a, be, ce…». El repetirle un poquito, no como loros, sino con nuestras propias palabras, así se siente atendido, se siente visto, se siente reconocido el otro. Estamos dándole algo muy importante, le estamos dando tiempo. Es un regalo maravilloso, tiempo. El tiempo que prestamos al otro es amor. Si es un tiempo bien invertido, de esta calidad. Es un tiempo en el que escuchamos atentamente. Tenemos que comunicarnos, también, de forma clara y sencilla. No estamos dando una conferencia. Tenemos que ser cercanos con nuestros hijos. No vamos a crear distancia, si no, otra vez cerramos las puertas. A veces los padres me dicen: «Es que mi hijo no me cuenta nada. Y yo le pregunto todo el tiempo». Claro. «¿Qué le preguntas?». «Qué ha hecho en el cole, qué ha comido, qué ha hecho después de la extraescolar». Bueno, claro, cada día lo mismo, tu hijo está cansado de estas preguntas. «¿Qué te contesta?». «Pues bien. Vale, sí. Lo mismo que ayer». Tu hijo no te habla porque espera… Piensa que te interesa solo qué ha hecho en el cole, qué es lo que ha comido en el comedor y qué ha hecho después de la clase extraescolar. Piensa que no le interesa cómo se siente o qué dificultades tiene o qué miedo siente ante ese examen. Es que no los escuchamos en realidad.
Y para escucharlos, muchas veces, porque es que ponemos otras barreras, apaguemos por favor todas las pantallas. Esto que decimos hasta la saciedad. Porque, al final, el tiempo que tenemos, que son las cenas en la gran mayoría de familias, ¿qué hacemos? Colocamos a unos señores que entran en nuestras casas, que acaban siendo más importantes que los miembros que conformamos nuestra familia y los escuchamos a ellos mirando las noticias o mirando cualquier otro programa. Y les decimos a nuestros hijos que se callen, que queremos escuchar al de las noticias. ¿Cómo nos van a hablar? Si les decimos que no son importantes, que el importante es aquel señor y no ellos. No les damos la oportunidad. No les abrimos las puertas. Yo les digo: «Bueno, cerremos las pantallas y cenemos en familia todos juntos». A veces es difícil, hay unos silencios… No hace falta que sean todos los días de toda la semana. Podemos establecer un día a la semana para comer en familia y hablar. ¿Cómo les dices a los hijos o a la pareja? Bueno, tenemos límites, tenemos que establecer límites. Y ellos han de saber también que los padres están cansados y que hay momentos en los que necesitamos este espacio de silencio para recuperarnos porque hemos tenido un día muy cansado y que igual ese no es el mejor momento para hablar porque vamos a enfadarnos.
Entonces, bueno, tenemos que explicarles el por qué no es el momento para hablar, pero también buscar esos momentos para sí hablar, para poder comunicarnos, para conocernos, porque, si no, no nos conocemos. Y qué difícil es relacionarte con una persona que no conoces, al final, porque hay muchas barreras. Y qué fácil es con alguien con quien has empezado a crear un vínculo y te sientes bien, poderle explicar estas cosas más interiores, estos miedos, estas dificultades. Qué bonito es, al final, conocer al otro, pero no podemos conocernos si no nos comunicamos. Entonces, busquemos estos espacios una vez por semana, si no tenemos tanto tiempo. Pero dediquemos ese espacio para estar nosotros, solos, hablando, explicándonos las cosas. Es muy importante, es que es fundamental para tener lazos afectivos en la familia y generar bienestar. Si nos vamos a hablar, pero vamos a estar enfadados, mejor nos callamos. Mejor en ese momento no hablar, porque, si no, vamos a estar erosionando todo el tiempo estos vínculos y vamos a entrar otra vez en esas dinámicas familiares que son tan nocivas, donde impera el grito, los castigos, el «Cállate», «Déjame en paz»…
Claro, eso no es beneficioso para ninguno de nosotros. Establezcamos límites. Los lunes, miércoles, jueves, me lo invento, que vengo de una reunión muy pesada, voy a cenar sola o necesito un espacio para recuperarme. Cuando me haya recuperado, estamos juntos, pero necesito ese espacio de llegar a casa y despresurizarme. Porque, si llegamos a casa con toda la presión y empiezan que si: «Mi hermano me ha dicho no sé qué», las peleas, «Fíjate, no sé qué me ha dicho mi padre». Claro, ya llegas a la defensiva, lo más fácil es que te salte un grito, un bufido y todo aquello que al final te acabas por arrepentir de haber dicho y hecho. Por tanto, busquemos espacios para esta desconexión propia y espacios para conectar con el otro, hablando, comunicándonos desde el afecto.
Pues lo mismo ocurre con la familia. Desde una ayuda externa, y digo externa, no pueden ser amigos, no puede ser familia. Experta, un psicólogo, preferiblemente, y especialista en familias, porque ese es el tema que estamos tratando. Entonces, desde ahí, este profesional podrá detectar qué es lo que está ocurriendo y dónde se ha encallado ese motor que mueve nuestra familia. Y desde ahí podrá hacer el diagnóstico y el tratamiento adecuado. Cada familia tendrá sus particularidades. Ese es un primer momento. Pero hay otras situaciones que requieren pedir ayuda. Por ejemplo, pueden aparecer desavenencias con tu pareja y suelen aparecer, sobre todo, aparecen en muchas ocasiones, pero sobre todo se dan en la adolescencia. En la adolescencia es cuando aparecen las desavenencias más importantes. Si ya teníamos estilos educativos distintos durante los primeros años de crianza, cuando llega la adolescencia, que nos pone a todos en crisis, aquí se palpa más. Y son muchas las parejas que acaban rompiéndose si no han hecho un buen trabajo. Porque vemos cómo los estilos educativos de uno, quizás muy permisivo, y el otro, al igual, en el otro extremo, muy autoritario, chocan frontalmente y no hay manera de llegar a acuerdos y la pareja se rompe.
Esto es otro motivo por el que consultar antes de llegar. Antes de llegar al límite, deberíamos consultar. Antes de rompernos, tendríamos que buscar ayuda. Cuando ya vamos observando que llegamos al abismo, tenemos que buscar esta ayuda. Si vemos que hay alguna patología también en nuestra pareja, porque lo podemos ver, hay algún signo que nos pone en alerta de que hay algo en esa estructura de esa persona que no está yendo correctamente. Podemos ver que está bebiendo más de la cuenta, por ejemplo. Lo que llamamos «el síndrome del cuidador quemado». Vemos cómo el estar tanto tiempo al cuidado de estas personas, al fin y al cabo, son nuestros hijos, y dedicarnos en exclusiva acaba teniendo una repercusión en estas personas y acaba afectándoles y tiene toda una sintomatología recogida. Igual que hablamos del burnout laboral, ocurre el burnout del cuidador. Y vemos mucha irritabilidad, depresión, vemos apatía, personas que dejan de tener interés en actividades que antes les proporcionaban placer, se empiezan a aislar y empiezan a beber más de la cuenta para rebajar esos estados nerviosos, esa ansiedad, ese malestar, recurren al alcohol o a la medicación. Ahí también tenemos que buscar ayuda. Si lo vemos en nuestra pareja, pues recomendarle y ayudarle y llevarlo conjuntamente.
¿Qué otros motivos podemos consultar? Cuando estamos con niños complicados, niños que bajo ese paraguas que yo decía anteriormente, el paraguas del autoritarismo, la permisividad, la sobreprotección. Ese mar o ese triángulo de las Bermudas educativo, fíjate, porque nos perdemos, al fin y al cabo, los padres intentando educar de la mejor manera posible y con la mejor de las intenciones. Pero nos perdemos y acabamos por generar niños con unos comportamientos dictatoriales. Niños que nos piden todo sin dar nada a cambio. Se creen merecedores de todo, con muy baja empatía y que siempre nos están culpando de sus problemas porque su locus de control es totalmente externo. Ellos sí se creen merecedores de aquello que tienen, pero la culpa o los errores siempre son del otro. Antes de llegar aquí también, quizás necesitamos unas pautas familiares para que nos proporcionen mejores habilidades parentales y que no sobreprotegemos tanto. Hemos pasado de ese sistema autoritario y nos hemos ido a la sobreprotección, queriendo evitar tanto esa autoridad malentendida y rígida e inflexible que tanto daño causaba, nos hemos pasado al otro extremo, a solucionarles todo, creando niños de cristal, también frágiles, al fin y al cabo.
Pero también que se creen merecedores de todo. «¿Qué quieres? Aquí tienes». «Mamá, quiero». «Aquí tienes». Al final acabamos teniendo delante un dictador. Y ese dictador, pequeñito dictador, empieza, quizás, con una rabieta que no hemos sabido gestionar bien porque qué vergüenza que estábamos pasando en ese supermercado ante la pataleta que nos estaba formando y el lío que estaba formando, le hemos comprado la chuche que nos pedía. Y eso de forma ocasional no pasa nada. Pero si esa es la tónica habitual y el modo en el que consigue, al final, todo lo que quiere y nosotros se lo vamos dando al final nos vamos a encontrar con este niño más mayor, dictador. Pero estos niños existen y estos niños han crecido a nuestro lado a base de estas pequeñas cosas que se nos han ido de las manos, las que con toda nuestra buena intención hemos hecho y les hemos educado de esta manera. Y cuando hemos llegado allí ya ha sido demasiado tarde. Por eso digo, antes de llegar al límite, tenemos que buscar ayuda profesional. Cuando no sabemos gestionar esa rabieta, cuando vemos a ese niño, e insisto en las rabietas, que son un proceso natural, pero, insisto en las rabietas porque mal gestionadas acabamos pudiendo crear este tipo de situaciones en un futuro. Cuando no tenemos herramientas, los padres, para poder sobrellevar esa pataleta normal, tenemos que buscar ayuda. Tenemos que buscar asesoramiento. Unas herramientas básicas. Y, a partir de ahí, ir reconduciendo la situación.
Pero no todo vale. ¿Qué amigos? ¿De qué manera? Tenemos que hablar, tenemos que, vuelvo a insistir, tener ese diálogo. Tener conversaciones incómodas también es amar, poner límites es amar, poner normas es amar. No nos confundamos, tenemos que movernos en un entorno que te proteja también, no te encorsete, obviamente, pero tenemos que hablar y tenemos que poner normas y las tienes que cumplir. Y esas normas tienen unas consecuencias cuando no se cumplen. Y tenemos que observarles, tenemos que observar qué es lo que pasa. Si no observamos, no detectamos y, si detectamos algo que se nos escapa, tenemos que consultar fuera y volver, insisto, a buscar ayuda externa. El adolescente no va a querer ir, ya aviso, difícilmente van a venir de buena gana. Normalmente se van a sentar y decir: «Esto es mi madre, que está fatal». «Esto es mi padre, que se raya». «A mí no me pasa nada». Y te vas a estar una hora frente a aquel adolescente que, al igual, te dice: «Si yo estoy bien». Y no le sacas nada más. Ese es el trabajo, después, de terapeuta de «puedo hacer una buena alianza con él y buscar sus recursos para acceder», pero, de entrada, el adolescente no va a venir con ganas de nada, de hablarte de él y asumir que él tiene un problema, mucho menos.
Esta es la parte más teórica y luego hay una parte más práctica, donde hay como unos diez ejercicios por cada emoción, ejercicios y actividades en las cuales van a identificar en ellos mismos y en los demás, se les pide que hagan diferentes actividades, que recorten, que peguen, que dibujen esa emoción, que piensen, por ejemplo: «La rabia, si fuese un animal para ti, ¿cuál sería?». «La tristeza, si fuese un olor, ¿a qué olería?». Tipo eso, un poquito, también, son actividades lúdicas para que se diviertan, pero que empiecen a pensar en todo esto. Y además les pido que pidan ayuda a sus padres o pido a los padres que ayuden a sus hijos, siempre y cuando los hijos la quieran, pero que siempre estén un poquito accesibles y que los observen y que hablen sobre todo esto, porque vamos a descubrir cosas maravillosas de estos niños que tenemos enfrente. Pido también a los padres, los más atrevidos, si quieren hacerlo y los que tengan tiempo, que hagan lo mismo, que hagan los mismos ejercicios que planteo a los niños y que los hagan ellos.
Y que busquen ese momento de conversación para ponerlo en común, que hablen: «Bueno, pues para mí la rabia olería a… Y para ti, ¿a qué olería? ¿Qué animal sería?». O: «Yo me siento muy, muy, muy feliz ante tal situación. ¿Y a ti qué es lo que te ha hecho feliz?». Eso nos permite pasar tiempo de calidad. Para mí el tiempo de calidad no es aquel que compramos, no es aquel que tenemos con actividades maravillosas, grandes viajes, nos vamos a al cine a ver… Eso también está bien, pero no es eso exclusivamente. Para mí, el tiempo de calidad es aquel que pasamos con nuestros hijos escuchándolos. Haciendo las cosas cotidianas podemos tener tiempo de calidad muy bueno, siempre y cuando estemos presentes. Si no estamos presentes, no tenemos tiempo ni tenemos nada, estamos funcionando en ese archiconocido piloto automático. Entonces, para mí es muy importante, si queremos conocernos más, que hablemos de estas emociones. Qué es lo que nos hace sentir rabia, qué es lo que nos hace tener miedo, qué situaciones nos angustian, cuáles nos hacen sentir tristes. Porque a veces nuestros hijos nos ven como que solo o estamos enfadados o, por el contrario, hay madres que se esfuerzan, madres y padres, que se esfuerzan por estar siempre contentas y que se esconden si tienen un momento de dificultad y lloran. ¿Por qué? ¿Por qué es malo expresar nuestras emociones?
Nuestros hijos aprenden de nosotros y aprenden también si está bien o está mal expresar emociones. ¿Qué dificultades tenemos actualmente nosotros los adultos en esta expresión emocional, por esta privación de nuestros padres? Conectarnos con nuestra esencia, en realidad, porque nos hemos puesto este traje de adulto que parece que tengamos que estar impertérritos ante las cosas, que no nos tienen que afectar, que nuestros hijos no tienen que vernos estar tristes o llorar. ¿Por qué no? Si estas emociones son mi base, si a través de estas emociones yo me estoy construyendo y, cuando me las niego o las maquillo, aquí es donde empiezan las dificultades. Entonces, que nos permitamos conectar con nosotros, con ese niño que fuimos, con la persona que somos, porque, al fin y al cabo, somos personas sintientes. Afortunadamente, más allá de sentir, pensamos sobre esto y podemos aprender a responder ante la emoción y no tanto a reaccionar. Y aquí está la clave.