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Un fin de semana de infarto

Hernán Casciari

Un fin de semana de infarto

Hernán Casciari

Escritor


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“Escribir historias o decirlas en voz alta me fascina, porque en ese corsé, en esa especie de jaula del soneto, en esa reglamentación arbitraria pero necesaria, encuentro un juguete”. Su esencia multifacética ha dado vida a nuevas formas de exploración y comunicación audiovisual. Con un agudo sentido del humor y una creatividad inagotable, el escritor Hernán Casciari no hizo otra cosa que leer y escribir desde pequeño: “Tengo la sensación permanente de que escribir me salva”. Una apertura de caminos que nos invita a seguir jugando, como a él le gusta.

La lectura y la escritura han sido sus dos grandes maestras en el “carrusel de la vida”, y la educación un pilar fundamental para llegar a la sociedad. Con perspicacia y apertura mental, Casciari ve la magia en los aspectos más simples convirtiendo realidades cotidianas en historias extraordinarias llenas de pasión y de identidad.

Es fundador de la revista Orsai, una plataforma creada junto a un grupo de colaboradores, que desafía las normas del periodismo tradicional al enfocarse en la innovación y la calidad literaria. En la actualidad, la comunidad Orsai se ha convertido en un faro para escritores y lectores que buscan historias auténticas y originales, pero sobre todo, la posibilidad de existir de otra manera.


Transcripción

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Hernán Casciari. Bueno, muchas gracias. Ya es suficiente. Me siento honrado, halagado. Veo gente muy variopinta. Y veo al mismo tiempo personas que están esperando algo. Me llamo Hernán. Soy escritor desde los… Desde que tengo uso de razón sabía que iba a escribir. No es una cosa que me ocurrió de grande. Ni siquiera a mediana edad. Ni siquiera tuve la fantasía de algún día ser escritor. Soy escritor. Creo que la primera cosa que pensé cuando tuve uso de razón tuvo que ver con mentirle a alguien, decir algo que no era. Algo que no era verdad. A mi madre, supongo, que era la que estaba más cerca. No lo sé, no tengo ese recuerdo. Sí tengo el recuerdo de la adrenalina que me causaba mentir. Mirar a los ojos a alguien y, con la mirada de la certeza, decir algo que no era verdad. Era lo que me gustaba, lo que me generaba unas hormigas en el cuerpo. Yo no sabía que eso era ser escritor. Mis padres tampoco lo sabían y, por eso, me pegaban cada vez que lo hacía, porque te dicen que mentir está mal.

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Mentir es lo peor que puedes hacer como ser humano. Decirle a otra persona, a un hermano, a un padre, a un amigo, algo que no es está penado socialmente. Sin embargo, yo, de chico, veía que la realidad, las cosas tal y como eran, me aburrían muchísimo. Me sigue pasando. Abrir un periódico, escuchar un informativo o la radio; personas explicando cómo está el mundo, cómo está el clima… a mí me aburre. Me aburre porque nos hace incapaces de sospechar que podemos mejorar como especie, por ejemplo. Prendemos la radio y lo que dicen no es bueno, es la realidad. En cambio, yo cierro los ojos… Ahora que tengo 52 años, pero también cuando tenía siete, prefiero que se imaginen al chico de siete en un pueblo de la provincia de Buenos Aires, con una realidad que no era la que tenía ganas de ver ni de escuchar, en su habitación o en el pasto del jardín, cerrando los ojos e inventando otra realidad distinta. No necesariamente mejor, pero maleable, como si fuera arcilla. Eso es la mentira.

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La mentira, cuando no tiene como objetivo engañar al otro para hacerlo peor; la mentira, cuando no tiene como objetivo hacerse uno mejor de lo que es; la mentira, cuando tiene como único objetivo el disfrute del otro, hacer emocionar, entristecer, reflexionar o reír, se llama literatura. Yo no lo sabía. Yo era un chico de seis o siete años que mentía de forma obsesiva. Algunos parientes de mi madre y de mi padre decían: «Bueno, posiblemente de grande sea un buen abogado». Y todos decían: «Vamos, Hernán, para ese lado, a la universidad de abogacía, que por lo menos tendrás dinero». «No, yo quiero escribir poesías y cuentos». «No, porque así estarías mintiendo, pero no tendrías dinero. Abogado». La sociedad te lleva mucho para ese lado. Si vas a ser un mentiroso, por lo menos ten dinero. No seas un mentiroso pobre. Y yo, sin embargo, insistí tremendamente. Con la máquina de escribir de mi padre, cuando tenía siete u ocho años, escribía y escribía mentiras. Le escribía a mi abuela que nos habíamos ido de vacaciones y le dejaba el mensaje –mi abuela vivía a la vuelta de mi casa sin cruzar la calle– por abajo de su puerta a la madrugada. Y me volvía a mi casa. Y yo sabía que ella iba a leer que nos habíamos ido de vacaciones sin avisarla.

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También ella iba a saber que eso no podía ser verdad, que no se le avisa así a una abuela de que un grupo familiar se va de vacaciones, pero me gustaba la posibilidad de que ella, durante un rato, se sintiera sola sin nosotros en casa. Después, de más grande, empecé a mentir en la escuela, en el boletín de calificaciones, en los exámenes… Yo recuerdo que nunca jamás durante toda la secundaria, es decir, de los 12 a los 18 en Argentina, hice un examen de Química, de Matemáticas o de Física. Recibía el examen, daba la vuelta a la hoja y le escribía una carta al profesor o a la profesora. Yo lo único que hice en la vida fue escribir. No hice otra cosa. En mis tiempos existía todavía el servicio militar obligatorio y yo sabía que no lo iba a hacer, que iba a escribir una carta en donde iba a convencer al ejército argentino de que no me merecía. Nunca escribí esa carta, fui un desertor, pero sabía que, si me atrapaban, porque cuando eres un desertor y te atrapan tienes que cumplir el doble de tiempo que has estado afuera, iba a escribir una carta y que iba a salvarme del servicio militar.

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Siempre supe que mi única herramienta en la vida era mentir. De grande entendí que ya no se llamaba «mentir», y empecé a decir: «Soy escritor». Y lo decía con la frente alta, incluso sin haber escrito nada. Nada bueno, quiero decir. Solamente cartas mentirosas a mi abuela y a mis maestros. Pero yo decía: «Soy escritor». Por eso, cuando los veo a cada uno de ustedes, veo la posibilidad de mentirle a alguien, de decir algo que no es. Ni siquiera esto que les estoy contando puede ser verdad o puede ser mentira. Capaz que les estoy mintiendo ahora. Quizás soy una persona que quiso ser escritor a los 35 años y les estoy diciendo que quise serlo desde los seis. ¿Qué importa? Ahí empieza a haber algo que a mí me llama mucho la atención y que un poquito más grande, a los 14 o a los 15, empecé a descubrir. ¿Qué importa? Si yo miro a los ojos a alguien y le digo algo que no le hace mal, que no me hace verme a mí mejor de lo que soy y que a esa otra persona le causa ternura, compasión, emoción, risa o reflexión; si ese mensaje, si esa cosa no es verdad, ¿qué importa? ¿No empieza a ser verdad en el momento exacto en que yo lo comparto y la otra persona lo recibe como mensaje?

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Decía un filósofo: «¿Existe el ruido del árbol que cae en el bosque cuando no hay nadie mirándolo, cuando no hay nadie escuchando?». Decía Borges: «¿Existe el gusto de la manzana sin la existencia de un paladar?». La manzana no tiene gusto si en el mundo no hubiera un paladar. No tendría gusto. Tampoco tendrían sentido la verdad o la mentira si no hubiera dos personas intentando comunicarse. Yo en la vida me he comunicado más con mentiras que con verdades. Por eso, en los aeropuertos digo que soy escritor y no digo que soy periodista. Dicen que los periodistas recurren a la verdad. Creo que los escritores nos inmiscuimos en las cosas que no son. Y hoy, en esta charla, a mí me gustaría que ustedes me hagan preguntas de verdad y que esperen de mí mentiras como respuesta. Cuando ustedes quieran.

08:55
Hombre 01. Hernán, hace tiempo usted escribió un texto que emocionó profundamente a Messi, al futbolista. ¿Podría, por favor, contarnos esa historia?

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Yo creo que ahí hay un gran ejemplo de la mentira como función literaria. Yo hacía unos seis o siete años que ya no escribía. Voy a empezar contando la historia un poquito más para atrás, porque tiene importancia, por lo menos, en mi vida personal. En 2015 yo sufrí un infarto agudo de miocardio, casi me muero, y el médico que me salvó la vida me dijo: «Vuelves a fumar un cigarro y te mueres como un sapo». Fue muy claro y muy técnico. Y yo tuve tanto susto que dejé de fumar inmediatamente. En diciembre del 2015 pasó esto. Dejé de fumar. Y yo escribía semanalmente un cuento todos los domingos. Todos los domingos escribía un cuento. Y luego del infarto, ya sin fumar, intenté escribir el cuento. Y era una porquería el cuento. Lo adjudiqué al infarto, al susto, al tiempo de recuperación. Mandé igual el cuento. Lo publicaron de todas formas, no me dijeron que era malo. Segunda semana. Otra vez escribo el cuento. Escribo como siempre lo escribo. Lo saco de la impresora, lo leo… y estaba muerto el cuento. Hay una diferencia muy clara en la literatura. Cuando un cuento está vivo es como un cachorro: tiene los ojos brillosos, está esperando jugar con alguien. Pero mis cuentos, sin fumar, estaban muertos. Eran perros que nacían muertos. Lo mirabas y era un cuento, tenía una estructura, pero no tenía gracia, no tenía esa emoción de la cosa viva. Y supe que sin fumar no podía escribir.

10:52

Así empieza esta historia. Termina con Messi, ya va a llegar, pero empieza así. Supe que no podía escribir nunca más. Recuerden que les conté al principio que es lo único que sé hacer: escribir. O, por lo menos, yo pensaba que era lo único que sabía hacer: escribir. Y me di cuenta de que había empezado a hacer las dos cosas al mismo tiempo. Entre los 12 y los 13 años, empecé a fumar y empecé a escribir. Y nunca había hecho las dos cosas por separado. Y mi cerebro no reconoció una cosa sin la otra. Entonces, cuando yo empezaba a escribir y empezaba a teclear el primer párrafo: «Había una vez, en un lejano país…», eso escribía. Y cuando ponía el punto y aparte, empezaba a tantear el tabaco. Automáticamente, sin saberlo, empezaba a tantear el tabaco. Cuando fumaba, armaba mientras leía ese primer párrafo y escribía el segundo ya con el cigarro en la boca. Y el tercer párrafo ya nacía con las volutas del humo interrumpiendo el monitor y mi mirada. Nunca supe hacerlo distinto. Y cuando no tuve ese ritual, mis ideas dejaron de aparecer como aparecían. Empezaron a aparecer ideas muertas. Tengo deformación profesional. Si ustedes me decían en esa época: «Escribe diez líneas sobre una vaca», yo lo sé escribir. No es que no pudiera escribir, sino que no podía sentir placer al escribir. Entonces, dejé de escribir. Inmediatamente, mi cerebro encontró otra herramienta para que escapara mi creatividad, y es esta que ustedes están viendo ahora y que ya lleva siete años de ejercicio: hablar en voz alta como si estuviera escribiendo.

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Ustedes verán que yo no digo «eh…, eh…, eh…» ni espero. Estoy construyendo realmente una frase literaria cuando hablo. Acabo de poner un punto y coma, no un punto. Si quiero poner un punto, lo hago ahora. Eso es un punto y aparte y sigo con otra idea. Todo esto yo lo tengo en la cabeza y ya no puedo teclearlo. Empecé a contar cuentos en la radio. Luego empecé a hacerlo en la televisión. Luego, en teatros cada vez más multitudinarios de la Argentina. Yo me siento en una mesa en Buenos Aires, en un teatro en la noche, y viene muchísima gente y yo les cuento historias. Yo creía que era escritor a los siete y a los nueve años, pero, en realidad, yo contaba historias. Utilizaba el método más tradicional para hacerlo, que era la escritura. Pero cuando la perdí, no dejé de contar historias. Nunca dejé de mentir en ningún momento. Y desde el año 2016, después de este infarto, empecé a contar historias en voz alta, pero ya nunca más a escribirlas. No sentí más en la yema de los dedos esa adrenalina maravillosa, que además empecé a echar de menos, que es la necesidad de que los dedos le digan al teclado lo que mi cerebro piensa. Dejó de ocurrir. Hasta que un día de diciembre del año 2022, exactamente siete años después de ese infarto que me impidió escribir, pasó algo rarísimo en la Argentina, algo que no estaba previsto. Primero, un mundial de fútbol en diciembre. Jamás habíamos vivido un mundial de fútbol en verano, como sí ocurre en el hemisferio norte.

14:23

En el hemisferio sur, los mundiales son en junio y en julio, y si se festeja, se festeja con pulóver, con campera, con abrigo. Y si se llora por la eliminación, se llora con campera, con abrigo y con bufanda. Pero esta vez ocurrió un mundial de fútbol en diciembre, con calor. Y no solamente ocurrió un mundial, sino que ocurrió… Iba a decir «creo», pero, en realidad, sin ninguna duda, el Mundial más maravilloso que un ser humano nacido en la Argentina pudo haber vivido alguna vez. Un mundial en donde un héroe, ya envejecido para los mundiales, que busca como última gloria aquello que no había conseguido nunca, pero a una edad improbable, consigue, finalmente, en una final épica de 4 a 3 contra un país posiblemente superior, el triunfo. Eso ocurre el 18 de diciembre del año 2022. Y en mi país, en el minuto después del último penal, ocurrió una epopeya que solamente ocurre en la India y cuando la gente sale a venerar a un dios. Nunca había ocurrido eso, cinco o seis millones de personas en paz y en la calle, si no era por un dios. Fue por un deporte, y ocurrió. Dos días después de ese día increíble, los jugadores volvieron desde Qatar a la Argentina en una madrugada en donde no había ningún argentino durmiendo. A las dos y media de la mañana todos estábamos despiertos con los ojos así, mirando cómo, en cadena nacional, no importaba si cambiabas los canales, todos los canales mostraban un avión del que se estaba abriendo una puerta y del que estaba bajando, sobre todo, este héroe.

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Los anteriores campeonatos mundiales de la Argentina habían tenido dos héroes: Mario Kempes, en 1978, había conseguido el triunfo para la Argentina con 23 años; la segunda vez, Diego Armando Maradona, en 1986, había conseguido ese mismo triunfo con 26 años. Lionel Messi tenía 35. Ningún jugador de fútbol de ningún equipo consiguió hacer campeón a su país con más de 32. Lionel Messi tenía 35. Era imposible, y lo consiguió, y de repente se abrió la puerta y empezó a bajar del avión ese chico. Y yo estaba mirando la televisión y me invadió el llanto. Empecé a llorar y no sabía por qué. Solamente sabía que no estaba llorando por algo futbolístico. Estaba ocurriéndome a mí otra cosa. Y de repente sentí, después de siete años exactos, una adrenalina en los dedos. Y no había nadie en ese momento en la madrugada para contarle en voz alta lo que yo estaba sintiendo y lo que estaba pensando, y los dedos decían: «Escríbelo. Escribe». Y me puse a escribir algo que me estaba pasando y que no sabía qué era y que, escribiéndolo, empecé a descubrir qué era. Yo pensaba: «Ese chico que está bajando hoy, 20 de diciembre del 2022, que está bajando de un avión, no está haciendo esto por primera vez». Todos los años que este chico no vivió en la Argentina los 20 de diciembre se tomó un avión para pasar Navidad con su familia en Rosario, en Argentina. Todos los 20 de diciembre, desde que yo tengo memoria, este chico hizo lo que está haciendo hoy, no es una novedad. Y yo lloraba por eso. No lo sabía. Estaba empezando a escribirlo.

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Yo escuché por primera vez la palabra «Messi» en el año 2003, en un chat de inmigrantes argentinos en Barcelona. Yo ya hacía dos años o tres que vivía en Barcelona y ya empezaba esa espantosa nostalgia del desarraigo. Ya empezaba en mí. Y en ese chat de argentinos había «tips», cosas que nos contábamos. «Si compras leche condensada y durante cuatro horas pones la leche condensada a hervir, tienes dulce de leche». Y así hablábamos. «Si vas a una panadería que hay en El Clot, hay sandwichitos de miga». Íbamos todos por ahí, todos a buscar ese sabor que habíamos perdido, ese lugar que habíamos perdido. Y otro dijo: «Hay un chico de 15 años en TV3 de Cataluña en la mañana jugando para el Barça B que es de Rosario y la rompe». En Argentina, «la rompe» significa «juega muy bien al fútbol». Y esa fue la primera vez que escuché a ese chico. Y ese chico era un chico que no hablaba. Luego de hacer goles, a los 15 años, le ponían el micrófono en la trompa y le preguntaban cosas en catalán, y él bajaba la vista. Me acuerdo como si ahora estuviera viéndolo, y decía: «Gracias, gracias », y se iba y no decía nada. Y cuando decía algo, se comía todas las eses. Y nosotros, los argentinos del chat de inmigrantes, decíamos: «Ah, es de los nuestros, es de los que tienen la valija al lado de la puerta». En esa época, los inmigrantes argentinos teníamos una especie de grieta, una dicotomía, y había dos clases de inmigrantes: los que llegaban a Madrid o a Barcelona y dejaban la maleta al lado de la puerta, es decir, con la esperanza de volver a la tierra natal; y luego estaban los que, cuando llegaban a Barajas o a El Prat, tiraban la maleta muy lejos, al fondo del ropero, y luego salían a la calle y decían: «¡Hostia, tío, hostia!», y querían integrarse rápidamente y olvidarse de quiénes eran.

La historia de Messi y su maleta. Hernán Casciari.
20:34

Nosotros éramos un grupo que teníamos la maleta muy cerca de la puerta y descubrimos que Messi también. Y cuando Messi empezó a ser el 10 del Barcelona y a ganar copas y Champions, a nosotros nos acompañó muchísimo. Por eso lloraba yo, por ese acompañamiento. No por el fútbol. No me estaba importando el fútbol ese 20 de diciembre caluroso de Argentina. Cuando lo vi bajar, dije: «Es ese mismo chico». Llegamos en el 2000. Un montón de nosotros llegamos en el 2000 a Barcelona, a Madrid, a Valencia, a Sevilla. Y nos reconocíamos por la calle porque caminábamos con el orgullo de saber de dónde veníamos y con la vergüenza de saber lo que estaba pasando. Y Messi nos ayudó porque nunca cambió el acento. Nunca. En 18 años, un chico que empezó con 13, a los veintipico y a los 30 seguía hablando como un argentino. Nunca decía «regate», siempre decía «gambeta», nunca decía «afición», siempre decía «hinchada». Siempre. Nunca equivocó un ápice su acento, y eso, a nosotros, inmigrantes en Barcelona, que ya estábamos perdiéndolo, el acento, nos daba fuerza. Porque tu acento es la última trinchera. Es lo último que te queda cuando estás en otro lugar. No importa si eres argentino y vives en Barcelona, puedes ser de Estambul y vivir en Nueva York, puedes ser chino y vivir en Taiwán. Hay algo en tu acento que es tu última trinchera, que es el beso de tu madre a la noche. Hay algo en tu acento que es más que todo y que, cuando lo pierdes, pierdes todo.

22:30

Y Messi, qué paradoja, el chico que no hablaba, nos estaba salvando la forma de hablar. Y cuando desde Buenos Aires empezaron a llegar las críticas a ese jugador, porque ganaba todo para Europa, pero nada para la selección nacional, nosotros, los inmigrantes argentinos en Barcelona, no lo podíamos creer. No podíamos creer que le dijeran «pecho frío», «pesetero», «solamente te interesa el dinero», «no te importa tu país», «no sabes cantar el himno». No lo podíamos creer. Y cuando Lionel Messi, en el año 2016, renunció a la selección argentina por todos estos imbéciles que lo criticaban, nosotros, desde Barcelona dijimos: «Ay, qué suerte que renunció, qué suerte que sacó las manos del fuego», no las de él, las nuestras también. Porque si a él, que lo hacía todo bien, lo insultaban desde Argentina, ¿qué estarían diciendo de nosotros, anónimos, nuestros hermanos, nuestros amigos? «Traidores» nos estarían diciendo a los que vivíamos afuera. Y entonces pasó una cosa increíble, y yo recordaba todo esto mientras escribía. Un día, un chico de 15 años en Facebook escribió una carta diciendo: «Lionel, por favor, no te retires, no dejes la selección argentina, seguí jugando un poco más, pero no lo hagas por ellos, por los que te insultan, hazlo por nosotros, por los chicos de 12, 13, 14, 15 años». Y esa carta escrita en el año 2016 la firmaba un chico que se llamaba en ese momento Enzo Fernández, y era un anónimo que siete años después jugó la final con Messi. Se abrazaron los dos en cada uno de los siete partidos. Y Messi contó que volvió por eso, por los chicos. Messi contó que volvió para que los chicos de su país no se pensaran que resignarse podía ser una opción en la vida.

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Y volvió. Y ganó lo que le faltaba ganar: la Copa América, y luego el Mundial. Y cerró las bocas de todos, de todos sus detractores. No, de todos no, hubo uno que incluso en la semifinal contra Holanda dijo: «Messi es un hombre vulgar», escribió en el periódico de la Argentina. Porque Messi había dicho: «Andá “p’allá”, bobo». Eso le dijo a un jugador. Y nosotros, los inmigrantes del viejo chat de argentinos de Barcelona, cuando escuchamos «Andá “p’allá”, bobo», dijimos: «Mira, se comió todas las eses, como antes. Sigue siendo el mismo». Fue maravilloso, y yo creo y estoy seguro de que el 18 de diciembre del 2022, en esa épica increíble del deporte argentino que nos conmovió tremendamente a nosotros como pueblo, que somos un pueblo muy futbolero, yo creo que no habría ocurrido nunca si Messi a los 15 años no hubiera comprado leche condensada para meterla a hervir durante cuatro horas y para tener dulce de leche a la mañana siguiente. No habría ocurrido nunca esa épica, esa fortaleza de un hombre de 35 años que sabe que ya no está en la edad de conseguir esas epopeyas, y conseguirla. No habría ocurrido nunca si el chico de 16 años, con su novia de toda la vida viviendo en Barcelona, no hubieran dejado siempre la valija al lado de la puerta.

26:00

Por eso, me parece a mí, a finales del año pasado, cuando ocurrió la final del Mundial, que muchísima gente de muchos países del mundo quería que Messi saliera campeón, no Argentina. Incluso los países que futbolísticamente más odian a Argentina, como Brasil, Chile o Inglaterra, querían que Messi saliera campeón. Escuché en Twitter a un chileno que el día antes de la final dijo: «Ojalá Messi salga campeón mañana y los argentinos no se enteren». Maravilloso. Esa es la sensación. ¿Y por qué queríamos que Messi saliera campeón? Porque nunca hubo en la cima absoluta del mundo un hombre corriente. Eso fue lo que vi el 20 de diciembre. Cuando Messi bajó la escalera del avión, yo supe que lo había hecho todo el tiempo. Desde el año 2003, él se iba todos los 20 de diciembre a pasar Navidad y Año Nuevo con su novia de toda la vida a su ciudad de toda la vida con sus amigos de siempre y con sus padres. Podría estar en un yate en Ibiza siempre, pero se iba a una ciudad que, yo les aseguro, no es la más linda, y se iba ahí a pasar Navidad y Año Nuevo. Y entonces, cuando lo vi bajar, dije: «Es lo de siempre», solamente había algo diferente. Cuando Messi bajó el 22 de diciembre del avión, llevaba una Copa del Mundo en la valija, y por eso yo lloraba.

27:38

Eso fue lo que escribí. Lo escribí de un tirón, como si fuera un vómito. Lo escribí llorando porque no estaba hablando de fútbol, sino de identidad. Lo escribí con emoción porque sabía que él había vivido todo eso. En realidad, lo sospechaba; nunca supe si Messi metió leche condensada en agua hirviendo, nunca supe si sufrió o no. Porque yo soy un mentiroso, desde los siete años miento. Y yo no sabía si a Messi le había pasado todo eso. Pero al otro día, en el programa de radio en el que semanalmente cuento un cuento viejo porque ya yo había dejado de escribir, fui al programa de radio y les dije a mis compañeros: «Escribí anoche, no lo puedo creer. Después de siete años escribí». «Léelo», me dijeron. Y entonces leí esto que les acabo de contar de punta a punta, y los del programa de radio subieron ese cuentito de nueve minutos a TikTok. Y a la mañana siguiente, Antonela, la esposa de Messi, estaba cebándole el mate a Messi en la cama en Rosario, obviamente, y ella estaba mirando TikTok. Y en un momento se detiene en un gordo que cuenta un cuento y se quedan los dos, Messi y ella, escuchando la historia de una parejita que ponía leche condensada a hervir y se pusieron a llorar. Esto lo sé porque me lo contó Messi. Se pusieron a llorar.

29:18

Dos horas después, Messi me mandó un wasap a la radio diciendo: «Es verdad lo que contaba. No sabes cómo lloramos, con Antonela, es verdad». Y entonces esa mentira, esos años de mentir y de escribir y de sentir la adrenalina en los dedos, me volvió de una forma conmovedora, porque, si la persona más importante del mundo en ese momento… Entiendan, hacía dos días que ese muchacho había ganado la Copa del Mundo, la más épica de todas las Copas del Mundo, y estaba en su casa de toda la vida tomando mate y le manda un wasap a un escritor que no conoce para decirle que había llorado con un cuento. Ahí confirmé la verdad de todas las mentiras que yo decía. La verdad es que sí, en la cima del mundo en ese momento había un hombre humilde y generoso capaz de decir «gracias» por un cuento.

30:23
Hombre 02. Hernán, has dicho que sufriste un infarto en el 2015, ¿verdad? ¿Cómo se hace viral a nivel del mundo?

30:32
Hernán Casciari. Sí, tengo esa sensación permanente de que escribir me salva. Y en ese infarto también creo que me pasó algo similar. Es difícil esperar que ustedes me crean, primero porque dije desde el principio que les voy a mentir todo el tiempo, pero segundo porque hay algo de excentricidad en lo que voy a decir. Yo desde los 28 o 30 años sabía que me iba a morir a los 45, lo sabía. En realidad, eso se llama depresión, y yo me dejaba estar. Me dejé estar en la alimentación, en la forma de vida, en el exceso del tabaco… Y, claro, cuando cumplí 42 o 43, ya se notaba que eso venía, se notaba a la noche mi forma de respirar, y no hacía nada. Solamente cerraba los ojos a la noche y decía: «Que lástima mi hija». Mi hija, que tenía nueve o diez años. «Qué lástima». Pero no podía hacer nada, estaba en un pozo muy grande, y no sabía que ese pozo, viviendo en Barcelona, era que no podía volver a la Argentina. Yo había tomado la decisión de ser un padre presente antes que ser feliz. Había tomado esa decisión. Mi hija catalana y su mamá catalana no me iban a acompañar a Buenos Aires si yo tomaba la decisión de irme. Entonces, para mí, volver al lugar donde yo tenía que estar era, al mismo tiempo, dejar de ser un padre. Era al mismo tiempo tener que decirle a mi hija, sin decírselo: «Me importa más mi lugar que vos». Y eso me duele decirlo incluso ahora. Entonces, no me iba. Y al mismo tiempo que no me iba, me destruía. Con cierta conciencia, me destruía.

32:40

Me separé de la mamá de mi hija, pero seguíamos viviendo en la misma ciudad porque yo quería estar cerca de ella. Y todo el tiempo trataba de estar, aunque fuera una semana, en Buenos Aires, en Montevideo o en Lima o en alguna otra ciudad que me pareciera que estuviera viva, porque yo sentía que donde estaba no estaba viviendo. Entonces, iba mucho a Buenos Aires. En uno de esos viajes conocí a una chica argentina. Iba a decir «me enamoré», ahora sé que sí, pero en ese momento fue como un «flash». Me pasó algo increíble con una lectora. Y yo tenía que hacer un recital de cuentos en Montevideo y, sin ningún tipo de estrategia ni de logística, le dije: «Vamos a pasar un fin de semana a Montevideo» a una chica que no conocía casi de nada. Y me dijo que sí. Éramos los dos muy hinchas del Racing en ese momento. Una de las cosas que me gustó de esta chica era que era fanática del mismo club de fútbol que yo. Y nos fuimos a Montevideo. Y un domingo 6 de diciembre del 2015, en una casa alquilada por Airbnb… Los dueños de la casa nos dejaron la llave. Los conocimos, a los dueños, una pareja montevideana un poco más grande que nosotros. Nos quedamos en esa casa y estábamos a punto de ver el Racing-Independiente, un clásico en la Argentina de fútbol, esta chica, novia flamante, y yo. Estábamos en la cama a punto de ver el partido un domingo a las cinco de la tarde y yo bajé, me acuerdo, a buscar cigarros a la mesada de la cocina, y cuando toco la mesada, ahí sentí… en el medio del pecho.

34:34

No podía respirar. Lo primero que pensé fue: «Esto es acidez», porque siempre, cuando estás al borde de la muerte, piensas que no, que no te está tocando, que es otra cosa. Pensé que era acidez. Yo sabía que la acidez estaba más abajo, pero decía: «Es acidez», y me quedé ahí. Y, además, sobre todo pensaba: «Ojalá que no sea un infarto», porque yo estaba a punto de cumplir 45, que era la edad con la que yo sabía que me iba a morir. «Ay, ojalá que no sea ahora», porque pensaba: «Pobre chica». Sobre todo pensaba en ella: «Pobre chica. Va a bajar, va a encontrar a un gordo muerto al que va a tener que repatriar, va a tener que meterlo en el Buquebus para que vaya a la Argentina, los trámites que va a tener que hacer, no sabe si tengo segundo nombre, no sabe… ¿Cómo va a hacerlo todo? Pobrecita», pensaba yo. En un momento bajó ella y me vio pálido y agarrándome y me dice: «¿Qué te pasa? ». «Acidez, acidez, acidez», le decía yo. Y pensaba también: «Además, claro, para ella esto es como una aventura de verano, es algo que está haciendo para contar después a sus amigas, y yo le estoy regalando eso, la necesidad de hacer trámites largos, llevar un muerto». «Es acidez». Y en un momento sentí que el brazo izquierdo se me durmió. Yo creo que había visto en alguna película que, cuando se te duerme el brazo izquierdo, es infarto agudo de miocardio del que te mueres. Y ahí me doy cuenta, la miro y le digo: «Es un infarto, boluda. Es un infarto». Y Julieta, la novia flamante, salió corriendo y se fue. Y yo no sabía si había ido a buscar ayuda o si… Digo: «Hace ocho días que nos conocemos, para mí, se fue». O sea, no nos habíamos encariñado tanto. Y me quedé solo con mi infarto.

La historia de Messi y su maleta. Hernán Casciari.
36:35

Y me acordé de que mi padre se había muerto de un infarto en 2008, solo, y yo no podía respirar, y pensé tanto en él porque es tremendo morirse solo. Es espantoso. No tienes últimas palabras, por ejemplo. Si dices las últimas palabras, no las escucha nadie, es lo mismo si no las hubieras dicho. Pero, sobre todo, morirse solo da una sensación espantosa de no haber hecho las cosas bien. Pero, aunque no sea verdad, mi padre se murió solo. Vino de jugar al tenis, se sentó, mi mamá fue a buscar algo al almacén y, cuando volvió, ya estaba muerto. Yo nunca había pensado en esos 20 segundos o 30 en donde él sabía que se iba yendo, porque sabes que te vas yendo, lo sabes. Por suerte, Julieta, la novia flamante, no había ido a escaparse para siempre, sino que había ido a buscar ayuda a los dueños de la casa, los anfitriones del Airbnb. Vinieron, entre los tres me subieron a un auto, al auto de los anfitriones del Airbnb. Manejaba ella, se llamaba Alejandra. Y salió con desesperación para el hospital. Yo iba en el asiento de al lado y Julieta atrás me daba la mano.

37:50

Y justo ese domingo a la tarde había salido campeón Peñarol, el equipo más grande de Uruguay, y la casa donde estábamos, el Airbnb, y el hospital, era una distancia de unos 20 minutos que estaba infectada de hinchas del Peñarol: en la calle, en la vereda, en todos lados. Era imposible, pero imposible, que el auto llegara a tiempo al hospital. Y yo lo sabía y me iba muriendo. Pero la dueña de la casa, Alejandra, vio a unos policías que estaban tratando de contener a la hinchada de fútbol, sacó la cabeza por la ventanilla y le gritó a un policía: «¡Llevamos a un infartado, hacednos una cápsula!». Una cápsula es lo que hacen a los diplomáticos, porque esta mujer, Alejandra, era diplomática y sabía la frase «hacednos una cápsula» dicha un policía. Fíjense en esto: Julieta, la novia flamante, trabajaba en una universidad hospitalaria, yo no lo sabía; Alejandra era diplomática y dijo: «Háganle una cápsula» y el policía entendió, y se puso un policía con una moto delante, otro atrás, empezaron a sonar las sirenas y el auto empezó a avanzar, los hinchas del Peñarol se iban abriendo y el auto cada vez más fuerte. Los hinchas del Peñarol se tiraban contra la pared, y yo iba pensando: «Están salvando a uno, están matando a siete». O sea, era impresionante lo que pasaba y cada vez más rápido, y yo en un momento me di cuenta de que sentía el viento por la ventanilla del coche, pero lo sentía por la piel, no por la respiración, porque no podía respirar. Era increíble.

39:23

Lo que pasa en el medio de un infarto es que la respiración se convierte en algo manual, no automático. En este momento estamos todos, ustedes, yo, los técnicos, respirando de forma automática. No estamos pensando en nuestra respiración. Lo hacemos en segundo plano. Ahora ya no, ahora estamos todos pensando en nuestra respiración, pero en general lo hacemos en segundo plano. Cuando tienes un infarto, cuando tienes una pata de elefante golpeándote el pecho, la respiración es manual. Tienes que pensarla todo el tiempo. Y duele. Tienes que hacer otra. Y cada vez que haces una, notas una especie de hilito en el pecho que se va deshilachando cada vez un poquito más, y sabes que se va a cortar. Y sabes que, cuando se corta, fundís a negro y estás muerto, lo sabes. Íbamos en el auto y yo trataba de que ese hilito no se cortara. Y trataba de que mi cabeza no pensara en cosas sensibles, porque si yo pensaba en cosas sensibles, por ejemplo, en mi hija a 12.000 kilómetros a quien alguien iba a tener que llamar por teléfono para decirle: «Tu papá se murió», si yo pensaba en eso, mi diafragma hacía…, y eso le hacía mal al hilito. Entonces, yo tenía que pensar en otra cosa y pensaba en el nombre de las calles. Había una calle que se llamaba Manzanares y yo decía: «¿Qué será Manzanares?». Había otra que se llamaba San Javier y decía: «¿Por qué le habrán puesto San Javier esa calle?». Y pensaba en etimologías de calle para no pensar en lo trágico y en lo efímero de la vida. Y gracias a eso, a no pensar, llegamos al hospital, y cuando llegamos al hospital ya me estaban esperando porque él, el marido de la chica que era diplomática, había llamado al hospital con tiempo porque tenía contactos con hospitales, otro dato, y me estaban esperando ya fuera con un respirador. Yo ya no podía respirar más. Me pusieron el respirador y ahí ya pensé: «Ah, bueno, ahora, si me tengo que morir ya no es problema mío, es mala praxis, ya es problema de ellos, ya…».

41:34

Nunca perdí la consciencia, vi cómo me abrían la muñeca para meterme un cañito. Me pusieron un «stent». Yo no sabía que los «stent» que van al corazón entran por la muñeca, entran por acá, te ponen un tubito. Y yo les decía: «No, ábreme, boludo, es más rápido, ábreme». Yo pensaba que, como era Uruguay, que es un país más chiquito, te hacían otra cosa. «Ábreme, soy argentino», le decía, y se reía el médico y me metían el «stent» por acá, y lo hacían con una maquinita. Y yo veía en la maquinita, y acá dobló, hizo así y la miró el enfermero y le hizo como diciendo: «Mira qué bien que estoy jugando». Y yo lo miraba y decía: «¡Hijo de puta, es un jueguito electrónico, tiene una vida sola y es la mía, estás jugando!». Y lo hizo todo bien y metió como una especie de resorte de mechero acá, en el medio, que me expandió una vena que estaba taponada, me imagino que de panceta y de tabaco, e hizo así. Y yo lo vi. Vi cómo se expandió mi vena, y el momento en que se expandió, mi cuerpo hizo… Y respiré con un aire que tenía guardado del 2015. Ahí lo respiré todo. El médico me mostraba Google Maps y me dijo: «Mira, tú estabas aquí, infartaste aquí, y ahora estamos aquí. Este camino se hace en 19 minutos. Tu corazón no habría aguantado 25». O sea que sin la cápsula, sin la policía, sin la novia flamante y sin el marido de Alejandra, Javier, yo me habría muerto.

43:19

Muchas veces pensamos que estamos vivos por propia voluntad, por nuestras decisiones, y no. Es por una novia que no se escapa, es por una chica que estudia diplomatura y que después es diplomática y ayuda a alguien, y es por un médico al que le gusta jugar a los jueguitos electrónicos. Es por otra cosa por la que estamos vivos. Un día después, yo estaba todo intubado en el Hospital de Clínicas de Montevideo y me suena el teléfono y es un mensaje de estos automáticos de Airbnb pidiéndome una evaluación pública de mis anfitriones. Y yo, que no podía escribir, le dicté a Julieta, mi novia flamante, una evaluación pública que se hizo tremendamente viral en todo el mundo. Una evaluación pública, y con esto termino la historia, que decía: «Excelente vivienda para enfermos del corazón porque queda muy cerca de los hospitales y los anfitriones, Javier y Alejandra, además dejarte la llave donde dicen que la van a dejar, en un momento se convierten en ángeles de la guarda que te salvan la vida y te llevan en auto como si fueras su hijo o su hermano al hospital y donan sangre, y al día siguiente te traen libros para que leas y cuidan a tu novia flamante y no te quieren cobrar la estadía. Muy recomendable».

45:07
Mujer 01. Hernán, te he escuchado hablar de tu adolescencia como un plato de canelones calentito. ¿Podrías contarnos, por favor, por qué?

45:17
Hernán Casciari. Pues sí. Y tiene que ver también con lo que les contaba al principio. Una adolescencia en donde descubro la fuerza de la mentira. Una de las cosas que hacíamos mi mejor amigo, Chiri, y yo cuando volvíamos de la escuela al mediodía era que nos juntábamos en mi casa y hacíamos bromas telefónicas a los vecinos, cuando los teléfonos eran fijos y estaban empotrados en una mesa en la casa y eran a disco. Yo no sé por qué siempre empezábamos llamando a todos los de mi pueblo que se apellidaban Gallo. Había en el listín telefónico nueve «Gallos»: «Gallo, Juan Carlos», «Gallo, Ester»… Y los llamábamos a todos al mediodía. «Hola, ¿con lo de Gallo?». «Sí». «¿Está Remigio?». «No, no vive ningún Remigio». «Ay, disculpe, me equivoqué de gallinero». Y cortábamos y nos reíamos como si fuera bueno el chiste. Pero teníamos ocho años o nueve y nos desparramábamos de la risa. Eran los primeros inicios de mentir por teléfono, que era la última tecnología que teníamos para hacerlo. Igual después en la escuela ya un poco nos fuimos enterando por otros chicos más grandes que había bromas telefónicas más elaboradas, un poco más complejas. Incluso había un chico ya en 6.º grado, más grande que nosotros, un chico que tendría 11 o 12, que en los recreos vendía números de teléfono propicios para la broma telefónica. Este chico había llamado a todo el pueblo y anotaba en una libreta a los vecinos que, en vez de cortar, te insultaban, que era lo que queríamos. Entonces, después te vendía los teléfonos de los vecinos que insultaban. Un genio. Debe ser un diputado en este momento ese chico. Un genio.

47:06

Y un día con Chiri, mi mejor amigo, que no teníamos mucho dinero, en las mañanas de la escuela juntamos los dos dineros del sándwich que nos comprábamos a las 10:30. En vez de comer, juntamos el dinero y le compramos a este chico un número de teléfono. Venía el apellido de la víctima, el número de teléfono y la palabra clave que había que decir. Y a la tarde, que estábamos en casa sin nuestros padres, llamamos. «Hola, ¿con lo de Toledo?». Ese era el apellido. «Sí». «¿Está “cornetita”?». Esa era la palabra clave, «cornetita». La contraseña para que el señor Toledo, que tenía la voz aguda y estridente, empezara a insultar como si no hubiera un mañana. «¡Hijos de puta! ¡La renegrida concha de su hermana! Los voy a agarrar, les voy a reventar el orto a patadas. ¡La concha de su hermana!». Y nosotros, Chiri y yo, nos poníamos los dos en el mismo auricular a escuchar las malas palabras que nosotros no podíamos decir ni escuchar, porque no había internet ni nada. Era nuestro internet, el viejo Toledo. Decía malas palabras todo el tiempo. Y cuando empezaba a claudicar, porque era un tipo grande, y empezaba a flaquear, decíamos: «Pero no se enoje, “cornetita”», y empezaba de nuevo, como si pusieras otra ficha en el jueguito electrónico. Era maravilloso. Fue la primera vez que escuchamos la frase «la renegrida concha de su madre».

48:27

Nosotros no sabíamos qué era «renegrida», no sabíamos que era un adjetivo. Después, ya leyendo a Borges, de más grandes, supimos que hay un alarde poético que es el adjetivo delante del sustantivo, que son «amarillos tigres», «afiladas espadas», «renegridas conchas»… Es muy borgiano «renegrida concha». Igual un poco en un momento, entre los 13 o los 14 años, nos empezamos a aburrir de «Gallos» y de «Toledos», que eran voces incorpóreas detrás del teléfono. Podíamos escuchar su enfado, pero no podíamos verle la cara. Y entonces Chiri un día inventó…, mi mejor amigo es un gran inventor de cosas, …la broma telefónica presencial, y fue como todos los inventos: de casualidad. Un día estábamos hartos de hacer bromas telefónicas, habíamos estado toda la tarde. Empezó a lloviznar y Chiri se aburrió, dejó el teléfono y empezó a ver la llovizna. Y en Mercedes, en mi casa, en la esquina de la 35 con la 32, en diagonal, estaba Alfombras Pontoni, el viejo Pontoni que vendía alfombras. Y Chiri se quedó mirando al viejo Pontoni, que se lo veía detrás de la marquesina. Chiri miraba al viejo Pontoni, la llovizna, y el viejo Pontoni miraba el horizonte. En un momento, Chiri, mi mejor amigo, me dice: «Gordo». «¿Qué?», le digo. «¿Alguna vez has visto a Pontoni vender alguna alfombra?». Y yo, que tenía 13 años viviendo ahí, digo: «No». Y era verdad, el viejo Pontoni llegaba a las nueve de la mañana, todas las mañanas abría un portón pesadísimo, entraba a su negocio, se sentaba en el mostrador y miraba el horizonte hasta las 18:00. No hacía nada. Y a las seis de la tarde salía, cerraba el portón, ponía el candado y se iba.

50:05

Y esa tarde de llovizna, eran las seis en punto y lo vimos. Salió, cerró el portón pesado, puso el candado, y ahí a Chiri se le ocurrió. Lo llamó por teléfono, al negocio. Y lo vimos, a Pontoni, abrir los ojos y decir: «¡Un llamado, una venta!», y abrió el portón y se metió para dentro. Lo perdimos de vista, pero lo escuchamos: «Alfombras Pontoni, buenas tardes», y Chiri cortó. Y lo vimos salir el doble de angustiado. Por eso es «broma telefónica presencial», veíamos las caras de las víctimas. Volvió a cerrar el portón pesadísimo y, cuando puso el candado, Chiri lo llamó de nuevo, y ahí abrió los ojos más grandes. Dijo: «Segundo llamado, venta segura», y abrió el portón y se metió para dentro. «Alfombras Pontoni, buenas tardes». Le cortó Chiri. Todo el verano lo tuvimos así, a ese hombre, todo el verano. A veces, Chiri tardaba en llegar a casa y yo le decía: «Chiri, ¡que está por cerrar Pontoni!», y venía en la bicicleta como loco. Y lo llamábamos todo el tiempo. Éramos oficinistas de la broma telefónica. Hasta una tarde, que se hicieron las seis, Pontoni cerró como siempre desde la calle, Chiri lo llama como siempre, y Pontoni, en vez de abrir y entrar, se quedó en la calle y sacó un mamotreto, como un ladrillo con una antena, desde la calle, y desde la calle nos dijo: «Alfombras Pontoni, ¡la puta que los parió!».

51:26

¡Se había comprado el inalámbrico! Y con Chiri nos asustamos, cerramos la cortina y nos metimos en casa porque no entendíamos qué era el inalámbrico. No estoy hablando del móvil de ahora. Fue una cosa que hubo en los 80, que ponías la base enchufada y sonaba al mismo tiempo que el teléfono fijo. El fijo sonaba de una forma y este sonaba de otra, pero a la vez, entonces podías atender el otro sin cable y caminar como si fueras millonario por toda tu casa. Y nosotros pensamos con Chiri: «Se acabaron las bromas telefónicas si todo el mundo se compra de estos», pero no, porque a la semana, mi mamá y mi papá vinieron con una caja que se llamaba Panasonic. Y se compraron el inalámbrico y lo instalaron en mi casa, en la cocina, con la base enchufada. Y ahí empezó una época en que Chiri y yo disfrutamos tanto, que se llamó «bromas telefónicas a dos teléfonos». Chiri se quedaba en el fijo del comedor y yo me iba con el inalámbrico a la cocina o al baño. Nos poníamos lejos para no hacernos reír entre nosotros. Y llamábamos a un número al azar. Y cuando la víctima atendía, nosotros fingíamos una conversación iniciada. Chiri hacía de mujer, yo hacía de varón, y empezábamos una conversación pornográfica. Chiri decía: «¡Ay, sí!», y yo decía: «No sabes lo que te voy a hacer». «Ay, sí, cuéntame». Y no cortaba nadie. Ningún vecino nunca cortó la comunicación. Se quedaban todos tapando el auricular y escuchando. Se han quemado guisos en mi pueblo por culpa de señoras que no cortaron nunca el teléfono. Y Chiri y yo estábamos cada vez más envalentonados. En la escuela, en vez de estudiar Química o Matemáticas, nos íbamos al fondo con los dos pupitres y escribíamos los guiones pornográficos de la tarde. Empezamos a ser escritores ahí, cuando descubrimos que teníamos oyentes cautivos.

53:19

Cuando supimos que del otro lado alguien estaba esperando nuestra conversación, empezamos a ser escritores, a mentir mucho mejor, a mentir con arte y con gracia. Habíamos tomado la cocina de mi casa, la mesa redonda, teníamos una centralita para poner «mute». Chiri tomaba clara de huevo para hacer voz femenina, yo había comprado una chapa para hacer truenos. Eran radioteatros para un solo oyente. Era maravilloso. Y además nos creímos dioses. Y yo creo que fue por eso, porque en un momento nos creímos dioses, que ahí fue donde tocamos fondo e hicimos la broma que no había que hacer. Yo creo que corría el año 1988. Principios de 1988, porque era verano. Me acuerdo porque ya teníamos los relojes digitales. ¿Se acuerdan de los Casio con calculadora? Los usábamos para cronometrar la duración de la broma telefónica. Ya era competencia entre Chiri y yo. Estábamos tan en lo más alto que era como la Champions. El juego consistía en llamar a un número al azar y, cuando te atendían, empezaba a sonar el segundero, y cada uno de nosotros tenía que mantener en la conversación a la víctima a cualquier precio. Y cuando la víctima cortaba, el otro hacia «clic» y te mostraba la marca y había que superarla. Chiri esa tarde llevaba una «performance» ideal. Había logrado una conversación telefónica con una señora al azar en donde Chiri, al principio, dijo que llamaba de la tintorería y la mujer le creyó, y tuvieron una conversación alucinante sobre el planchado en seco. Chiri paseó a esa mujer por donde quiso. En un momento le dijo: «No, señora, pues yo soy japonés». «Ay, ¿sí, nene? ¿Eres japonés? No se te nota». «Sí, soy japonés». Y le creía todo la mujer a Chiri. Fue increíble. Terminaron cantando «Nostalgias» a dúo, Chiri y la mujer. Y cuando la mujer cortó, yo paré el segundero, «clic». 17 minutos y 12 segundos.

55:13

Nunca jamás se había hecho un tiempo tan extenso y me tocaba a mí, tenía que jugar yo. Yo sabía que iba a perder, pero jugué con la dignidad de los equipos del Mundial que juegan por tercer y cuarto puesto, que tienen que jugar los sábados antes de la final. Nadie quiere ir a esos partidos, pero van ahí. Los croatas van siempre, tienen esa cosa de ir. Yo jugué con esa dignidad, con la dignidad de los croatas. Y marqué un número al azar. Y cuando una vieja dijo: «¿Hola?», Chiri hizo correr el segundero y me miraba chulo, como diciendo: «Nunca jamás vas a superar mi récord». Yo en esa época tenía una técnica, una especie de marca de la casa que usaba muy pocas veces porque era un método muy arriesgado donde te podían cortar enseguida el teléfono, y era utilizar una voz estándar, una voz masculina, atónica, pausada, para que la víctima tuviera que adivinar mi identidad. Eso daba tiempo. Yo esa noche, en la que iba a hacer la última broma telefónica de mi vida, utilicé este método. Del otro lado, una vieja dijo: «¿Quién habla?». Y yo le contesté: «Ah, ¿ya ni siquiera te acuerdas de mi voz?». Eso genera del otro lado sensación de familiaridad. Es un familiar. «Ay, no, ¿con quién quiere hablar?». Y yo le dije: «Contigo, boludona». En Argentina la palabra «boludona» se usa muy poco y no se usa con personas grandes, porque es una palabra ambigua. Tiene una cosa de amor, pero también tiene algo de falta de respeto. Muy poca gente le dice a una vieja de su entorno «boludona», y yo crucé los dedos y me quedé. Y la vieja dijo: «¡Daniel!». Así, lo dijo así. Empezó con admiración y terminó con la interrogación. «¡Daniel!». Ese tono intermedio entre la exclamación y la pregunta, ese tono se llama deseo.

57:13

Esa vieja deseaba que fuera Daniel, y a mí la entonación de ese nombre propio me dio un montón de pistas, porque la vieja dijo: «¡Daniel!». Y no podía ser un ahijado, ni un amigo, ni un pariente. Era necesariamente un hijo. Un hijo único, un hijo viviendo lejos. Y entonces me jugué, como los porteros que se tiran a una punta en el penalti, me jugué y dije: «Claro, mamá. ¿Quién va a ser?». Y del otro lado, escuché que la mujer dijo: «Dani. Danielito». Y yo lo miré a Chiri y le hice así porque de repente el tiempo empezaba a correr de mi parte. La mujer empezó a hablar. Empezó a contar cosas. Yo me di cuenta, por ejemplo, de que Daniel vivía en el sur, en la Patagonia, porque la mujer dijo: «Ay, nene, ¿y está nevando ahí?». En Argentina solamente nieva en la Patagonia. También supe que Daniel y la mamá no tenían una relación muy afectuosa en los últimos tiempos, porque la mujer dijo en un momento: «Ay, hijo, cómo hubiera querido que estuvieras en el entierro de tu padre, nene». «Bueno, mamá», decía yo, «hay heridas abiertas, la vida no es tan fácil, mamá». Chiri me miraba como diciendo: «Qué bien, qué bien». Supe que Daniel tenía una esposa. «La negra» se llamaba. Todo me lo decía ella. Y dos hijos. El más chico, Carlitos, tenía nueve años y todavía no conocía a su abuela, o sea, que hacía un montón de tiempo que Daniel y su mamá no se veían. Supe que Daniel trabajaba en Comodoro Rivadavia, que es una ciudad muy al sur de la Argentina y que trabajaba en una fábrica de televisores. Todo me lo decía ella. Yo solamente decía: «Sí, mamá», «Te extraño, mamá», «Te quiero, mamá». A los 12 minutos de charla, ya cuando estaba todo encaminado para superar el récord de Chiri, la vieja empezó a dudar. Acuérdense de que les estoy contando algo que pasó en 1988.

59:14

En esa época, en la Argentina, los teléfonos eran del Estado y funcionaban muy mal. Una conversación telefónica entre la Patagonia argentina y Buenos Aires, que son más de 1500 km, se escuchaba horrible, se escuchaba como con fritura, y, en cambio, la vieja estaba escuchando una conversación muy nítida. En un momento, dijo: «Ay, nene, pero ¿cómo es que te escucho tan cerquita, hijo?». Y ahí, yo no sé por qué, no sé de dónde me salió una maldad y le dije: «Mamá, es que estoy acá, en la terminal de ómnibus, estoy acá en el pueblo». Del otro lado, se escuchó un silencio y, al mismo tiempo, un llanto contenido. Lo miré, a Chiri, a ver si se reía y Chiri estaba así, como diciendo: «No sigas, no sigas por ahí». No se reía. Yo digo: «Chiri siempre se ríe con las cosas que cuento». Yo no caía en el tipo de cosa que estaba haciendo, que era tan terrible. Yo creo que fue la primera vez en la vida que sentí adentro del cuerpo la pulsión de la maldad que me entraba. La sentía en la cabeza, en el pito y en la panza al mismo tiempo. Fue como una santísima trinidad diabólica que se metía y no sentía compasión por esa mujer como Chiri, que sí la sentía. Yo no, yo estaba con adrenalina. Abrí los ojos como preguntándole: «¿Cuánto tiempo llevo?», y Chiri me mostró el cronómetro: 16 minutos, faltaba un poco más para ganarle. Y entonces seguí hablando. La vieja lloraba, y le digo: «No llores, viejita, no llores». Y ella me dice: «¿Habías venido ya otras veces al pueblo, hijo?». Me lo decía con la voz rota. «A veces sueño que venís de noche y que no pasas por casa». «No, mamá, no, es la primera vez que vengo en todos estos años», le digo. «Lo que pasa es que no quería tocar el timbre directamente. Por eso te estoy llamando». «¡Hijo!», me interrumpió ella. «Hijo, corta, ven, apúrate, ven».

01:01:14

Casi 17 minutos. Hacía falta algo más, decir algo más. Y cuando yo supe lo que iba a decir, mi puño izquierdo se cerró. Yo creo que la maldad ya me había invadido por completo. Creo que no era yo el que hablaba, era la maldad hablando por mí. La vieja lloraba y yo le digo: «Mamá, escúchame, mamá, ¿me preparas canelones? Estoy muerto de hambre». «Ay, claro, nene. Ahora te hago, tengo todo». «Escúchame, mamá. Yo voy a estar más o menos en 40 o 45 minutos. Tengo que hacer un trámite, pero necesito comer porque no sabes el hambre que tengo». «Ay, sí, nene, ya te hago, pero no hables más. Ven, por favor». «Chao, mamá. Un beso». «Ay, nene, estoy toda temblando. Gracias, hijo, por venir. Gracias. Chao. Ven, te espero». Y la mujer cortó. Cuando la mujer cortó, yo lo miré, a Chiri. Y Chiri tenía la vista clavada en el suelo. No me podía mirar a los ojos. Y por alguna razón, en el momento en que cortó y yo corté es como si la maldad se hubiera derretido y se hubiera ido, como un grupo de hormigas negras de mi cuerpo. Y de repente entendí lo que había hecho. Y a mí me pasó lo mismo que a Chiri. Me empecé a encoger y nos quedamos como desinflados. En los comedores de mi casa hay unos sillones y estábamos los dos, cada uno en un sillón, desinflados. Y pasaron 15 minutos y no hablábamos. Y pasó media hora y no hablábamos. Y cuando pasaron 40 minutos supimos Chiri y yo que en algún lugar del pueblo había una casa, que en esa casa había una cocina, que en esa cocina había una mesa y que en esa mesa ya empezaba a humear un plato caliente. Y nos miramos, con Chiri, teníamos 16 años y supimos que nuestra adolescencia iba a durar exactamente hasta que se enfriaran los canelones de Daniel.

La historia de Messi y su maleta. Hernán Casciari.
01:03:02

Hola, Hernán. ¿Cómo de importante es la educación para ti? ¿Fuiste un buen o un mal estudiante? ¿Y recuerdas a algún profesor relevante en tu vida?

01:03:07
Hernán Casciari. La educación creo que es el pilar fundamental para nosotros como sociedad, como civilización, como especie. La educación. Transmitir conocimiento de unos a otros, de padres a hijos, de maestros a alumnos. Yo tuve una infancia, como les contaba al principio, en donde descubrí, por suerte muy temprano, mi vocación, a qué había venido a este mundo. Lo supe de verdad muy temprano y sin ningún tipo de dudas. Y cuando eso ocurre, cuando hay tanta seguridad, no te va bien en la escuela. La escuela está ahí para atraparte en diferentes disciplinas, un abanico de disciplinas en donde tienes que ser más o menos solvente en todas para poder seguir adelante. Y yo no era solvente, de las 12, en 11. O sea, no era solvente. Nunca lo fui. No pude terminar la escuela. Nunca la terminé. Tenía la única obsesión de leer y de escribir. Por suerte, tuve la enorme y tremenda suerte de tener un amigo desde una edad muy temprana, porque, si no, se me hubiera visto muy solo. Muy solo. Yo era muy de libros, pero de verdad. Desde muy pequeño. Tenía una tía que se había mudado de un lugar muy grande a un espacio muy pequeño y toda su biblioteca juvenil la tenía que tirar o se la tenía que dejar a alguien. Y entre todos sus sobrinos me eligió a mí, que seguramente era, de todos los sobrinos, el que tenía más cara de pelotudo y dijo: «Toma, libros». Y fue interesante.

01:05:23

Esta historia me gusta mucho y tiene que ver también con la educación. Si me permiten, voy a volver a ese tema de mi tía Ingrid regalándome dos bolsas enormes de libros. Estábamos en la casa de mi abuelo Marcos, de mi abuelo materno, el día que me regaló esos libros. Yo tendría nueve años y estaba muy contento con el regalo, pero mi abuelo Marcos, que era un ser despreciable, que le pegaba a la esposa, antes les había pegado a todos sus hijos, incluso a mi mamá. Mi mamá le temía mucho. Lo temían mucho. Era un señor nazi espantoso, gordo, con cara de sapo. No se reía nunca. Y cuando se reía, se reía así. O sea, no utilizaba el músculo abductor para arriba, no, lo hacía para abajo. Y se reía por cosas raras. Veía pasar una monja y hacía… O veía una paloma muerta en la calle aplastada por miles de autos y hacía… Malo, era malo. Pero, al mismo tiempo, me amaba porque yo era el primer nieto, el primero de todos sus nietos, y había depositado en mí toda la esperanza. Y yo era un estúpido, desde chiquitito, y él se daba un poco cuenta de eso. Y a mi tía Ingrid, que era su nuera y era muy inteligente, él la odiaba porque era mujer e inteligente. La odiaba. Cuando viene la tía Ingrid con dos bolsas de libros para su único nieto, mi abuelo Marcos dijo: «Esperad. Vamos a ver si puede leer estos libros». Y agarró y tiró las dos bolsas arpilleras de libros arriba de la mesa de la cocina, como si los libros fueran pomelos. Y empezó… No era lector, mi abuelo, era un estúpido. Pero él se creía muy inteligente. Entonces, decía: «A ver este. Este no es para vos. ¿Y este? Este sí». Y así iba eligiendo, por las portadas, por su intuición autodidacta, que algunos libros podían tener fornicación o malas palabras o eran de política, y me los negaba.

01:07:25

Y los que me decía que sí eran libros espantosos, esas sagas tipo «Jules y Jim y el misterio del piano de cola», esas pelotudeces que había en los años 60 y 70, malísimas. Eso sí. Y después puso todos los libros prohibidos en una bolsa y todos los libros permitidos en la otra bolsa. Y le dijo a mi madre: «Esta bolsa la escondes y esta se la das al chico». Y mi madre, que le tenía mucho miedo, le hizo caso. Volvimos a mi pueblo y mi madre me desparramó los libros de la bolsa permitida como si fueran maíz para las gallinas en mi habitación. Y la otra bolsa se la llevó, y yo la seguí con la mirada, a mi madre, a ver dónde iba, y se iba al lavadero. Y dejó la bolsa en el lavadero. Y obviamente, a mí lo que más me interesó desde ese mismo momento fue la bolsa prohibida. Fue lo único que me interesó en la vida. Y esperé hasta el primer día que no hubo nadie en casa. Yo ya había empezado la secundaria, 12 años. Y me fui al lavadero. Me fui al lavadero clandestinamente, caminando despacio. Busqué y atrás del detergente y del desengrasante estaba la bolsa, porque mi mamá no sabía ni esconder las cosas bien. Y entonces, sin tomar la bolsa, metí una mano y saqué un libro cualquiera. No importaba qué. Era muy bueno, porque mi abuelo había puesto entre los prohibidos a Oscar Wilde, a Mark Twain, a Chesterton. Claro, no ponía a Oscar Wilde por «El príncipe feliz», lo ponía por otras cosas más políticas, y no ponía a Mark Twain por «Huckleberry Finn», lo ponía por «Un yanqui en la corte del rey Arturo» o por otros. Eran libros con hoja de Biblia. Eran obras completas. Y agarro uno cualquiera. Y yo no quería leer. Yo quería buscar las malas palabras. ¿Por qué me lo habían prohibido? Y buscaba dónde estaba la palabra «poronga», «pija», «culo», «concha», que eran las palabras que yo buscaba en el diccionario. Las mismas, que no las encontraba. «¿Dónde está?».

01:09:23

Y leía un primer párrafo y otro, y en un momento me empezaron a atrapar las historias. Y me sentaba con las piernas como los indios y empezaba a leer esperando que no llegara a nadie, porque para mí estaba mal lo que estaba haciendo. Y leí durante horas clandestinas al padre Brown de Chesterton. A Mark Twain con Tom Sawyer y Huckleberry Finn. Leí Sherlock Holmes como hoy maratonean los chicos las series. Con esa pasión leí a Sherlock Holmes, y leí a Agatha Christie y leí a Julio Verne. Y leía y leía con la suerte enorme de creer que estaba haciendo algo mal. Porque ahí tuve una enorme suerte de principiante. Enorme. Tuve un abuelo espantoso que me prohibió en la edad exacta la mejor literatura del mundo. Tuve esa suerte rarísima y extraña, porque es ahí, a los 11 o 12 años, donde lo único que haces con ganas siendo un niño viene por las puertas del «no». «No hagas esto», me decían, y yo quería hacer eso. «No hagas esto otro», y yo iba por ahí. El «no». Esa es hoy para mí una enorme enseñanza de educación. Yo tengo dos hijas. La más chiquita tiene seis años y nunca jamás le dije: «Tienes que leer». No, yo hago otra cosa con mi hija de seis años. Yo agarro un libro y lo pongo en el estante más alto, un libro de Cortázar, y digo: «Esto no se toca». Cuando veo que está jugando ahí en el suelo. O, si no, pongo otro libro, como «La isla del tesoro», y un cartel que dice «No leer» y lo dejo arriba de la mesa. O abro la caja fuerte donde están las escrituras y la plata y meto un libro y cierro la caja y pongo «6421». Digo: «Que nadie sepa este número». Y yo sé que ella un día va a pisar el palito y va a entrar como si nada en la clandestinidad.

01:11:40
Montse. Hola, Hernán, soy Montse. Sé que estás creando una universidad para estudiantes universitarios para enseñarles a narrar historias. ¿En qué consiste?

01:11:50
Hernán Casciari. Sí, estamos haciendo algo con muchas ganas y con mucha prudencia. Suponemos que en el año 2026 puede llegar a estar lista la Universidad Orsai de Narrativa, que es la primera universidad de narrativa de Latinoamérica, en el sentido en que queremos hacerla. «Orsai» es, primero que nada, una revista de literatura y de crónica narrativa, luego se convirtió en una productora de cine también. Entonces, hacemos revistas, hacemos libros, hacemos películas y hacemos series. Y descubrimos en los últimos cuatro o cinco años que se complica encontrar gente que narre de la manera adecuada. Las universidades de periodismo, de letras, de filosofía, de cine, etcétera, que son universidades que tienen que, independientemente de la especificidad, enseñar a narrar, enseñan las profesiones, pero no la narrativa. Te puedes encontrar con gente, con personas, que, después de cinco años de estudiar una de estas carreras, no sepan explicarte una historia rápidamente en tres minutos, a quienes les cueste muchísimo, por ejemplo, esto que les contaba al principio de saber dónde poner el punto y aparte en la oralidad. ¿Y cómo vas a vender esa idea si no eres capaz de contarla, de contársela al que tiene dinero, al que te la va a comprar? Estamos ante una ausencia muy grande de oratoria eficaz.

01:13:30

Entonces, pensé en una universidad en donde en los dos o tres primeros años los alumnos no nos digan si quieren ser periodistas, guionistas, escritores, periodistas deportivos o cronistas narrativos; que no nos digan nada. Dos años o tres en donde aprendan a contar lo que sea que luego vayan a hacer. En esos dos años o tres tiene que haber cosas, enseñanzas, instrucciones, consejos, «tips», pedagogías nuevas. Porque el mundo es nuevo y porque el mundo es más vertiginoso, es más veloz, y los que compran las ideas también son espectadores. Entonces, hay que aprender a vender esas ideas antes que a encuadrar la cámara como director de cine o saber mucho de fútbol como periodista deportivo. ¿Cómo narras la historia? La Universidad de Narrativa Orsai tiene tres años iniciales de narrativa pura y en los últimos dos el alumno elige lo específico. «Bueno, ahora sí, ahora que sé contar, voy a ser director de cine, voy a ser periodista, voy a ser cronista». O: «Voy a ser sociólogo, voy a ser filósofo o voy a ser maestro». O: «Voy a ser conductor de televisión». Bueno, eso es lo que estamos trabajando muy fuerte en Argentina para que en 2026 empecemos con esta universidad.

01:15:04

Hola, Hernán. Tu madre es una de las protagonistas de muchas de tus historias y también sale en algunas de tus obras. ¿Qué es tu madre para ti en tu vida?

01:14:16
Hernán Casciari. ¡Guau! Mi madre, Chichita. Es un personaje. No quiero decir que sea un personaje de mis historias. Es un personaje, punto, con el que hoy día trabajo. «Trabajo» es una forma de decir. No trabajo con ella. Hacemos teatro juntos. La subo al teatro a contar conmigo historias. Es la manera que tenemos, creo, de poder tener una conversación. Yo no voy a la casa de mi mamá los domingos a comer los espaguetis, que es lo que hacen los argentinos con sus mamás. No tengo esa rutina ni tampoco esa calidez. Pero nos juntamos en los camarines antes de salir a escena y ahí ella me cuenta que le duele la rodilla y me pregunta por cosas mías. Y mientras comemos un sushi en el camarín tenemos una relación, nos inventamos una relación entre los dos y después salimos a escena. Y es el momento más feliz que tengo con mi madre.

01:16:18

No tuve nunca una relación muy buena con ella. La tenemos ahora arriba del escenario, donde nos podemos chicanear y podemos decir: «Me pegabas cuando yo era chico». «¡Te lo merecías!», me dice ella desde el otro lado. Y nos divertimos porque yo creo que nos supimos perdonar, yo a ella y ella a mí, cosas malas que nos hicimos, porque cuando era chico tuve la enorme desgracia de nacer y darme cuenta inmediatamente de que me había tocado una madre extrovertida, que es lo peor que le puede pasar a un niño. Una señora que yo sabía desde el principio que me iba a avergonzar en todas las circunstancias sociales de mi vida. Venían chicos a casa, nenes a los que yo invitaba a tomar la leche chocolatada con vainilla, y yo veía cuando iba como invitado a casas de otros nenes que las mamás dejaban la bandeja y se retiraban silenciosas, como Dios manda. Y Chichita, no. Cuando yo invitaba a chicos, Chichita dejaba la bandeja y empezaba a contar. «Ustedes saben que el gordo hace poesías, ¿no?». Ay, yo me quería morir. Y todo el tiempo: «Muéstrales a los chicos la poesía hermosa que hiciste el otro día, Hernán». Y yo no quería saber nada de esa mujer. O en la escuela. En la escuela a veces yo me mandaba alguna cagada, hacía alguna cosa mal, y los profesores me ponían amonestaciones. Y mi vieja venía, mi madre venía a defenderme. Y yo la veía llegar en el aula y mis amigos me decían: «Ahí viene tu mamá a la sala de profesores». Y era tremendo, pero tremendo de verdad. Y además ella creía que yo era un niño prodigio y yo era un idiota de ocho años, un idiota. Y ella estaba convencida de que no, de que era un niño prodigio. Y le decía a su papá, al temible abuelo Marcos… Me llevaba a la casa de mi abuelo.

01:18:16

Mi abuelo tenía muchos hijos y todos los hijos le ofrendaban nietos a mi abuelo. «Mira, papá», le decía uno, «este sabe pelar naranjas solo». «Mira, papá, este sabe inglés». Y mi mamá también decía: «Mira, papá, Hernán es un genio». Y yo era muy estúpido. Y cuando dejé de ser un gordito de ocho años mediocre y me convertí en un adolescente, ella tuvo que cambiar la mirada. Y entonces para ella fui un genio incomprendido ya directamente. Siempre, siempre, siempre. A mí eso me metía una presión espantosa. Es tremenda esa presión. Y después ya me fui a vivir a Barcelona y seguía. Ya fui grande, ya tuve hijos yo mismo, pero me seguía avergonzando. Siempre me avergonzó. Pero yo pensaba también que atrás de la bronca y de la rabia que me daba que ella les contara a las amigas que yo era un genio o que me robara las poesías que yo escribía, las fotocopiaba… Porque yo las escondía para que no las encontrara y ella las se encontraba y las fotocopiaba, tenía una carpeta con todo lo que yo hacía. Y yo, ahora que soy grande y que ya tengo hijas, puedo decirlo de una forma un poco más sensata. Yo creo que atrás de toda esa rabia que me daba mi mamá, en algún lado de mi cabeza, yo sabía cuando era chico que en casa alguien me leía, que había alguien en el mundo que estaba confiando en mí.

01:20:00
Luis. Hola, Hernán, soy Luis. Durante tu vida has escrito cientos de cuentos, decenas de libros, has hecho películas, teatro… Y, aunque eres joven, ¿cuál sería tu legado más importante? ¿Y cómo te gustaría que te recordaran?

01:20:22
Hernán Casciari. Es verdad que tengo mucha obra en diferentes formatos. Yo creo que, en un punto, primero que nada, me gusta jugar. Cuando hablábamos al principio de la mentira, la mentira es un juego cuando no tiene daño, cuando no hace mal a nadie. Y respecto al legado, yo sé exactamente qué es lo que quiero. Siempre lo supe. Nunca supe que siempre lo había sabido. Y en este caso tiene que ver con mi padre. Y te voy a explicar por qué reproduzco permanentemente una imagen. Voy a contar primero la imagen. Una persona que me manda un «mail», por ejemplo, diciéndome que no tenía ningún vínculo, ningún tema en común con su padre o con su madre, y que, desde el momento en que empezaron a escuchar cuentos míos, empezaron a tenerlo. Una mamá que me dice por la calle que leyó un libro mío y se reía tanto a carcajadas que su hija de 15 un día buscó en la mesa de luz ese libro para ver qué decía y terminaron hablando de eso y que no tenían tanto en común. Cada vez que ocurre eso, hay algo en mí que salta de alegría. Cada vez que pasa eso, vuelvo a escuchar por primera vez a mi papá riéndose en el baño con un texto que yo había escrito en el diario de mi pueblo.

01:22:16

La primera vez que él me leyó… Perdón, la primera vez que él entendió que lo que yo escribía podía ser divertido. Mi papá y yo teníamos una relación muy deportiva. Él solamente hablaba de fútbol. Y entonces yo tuve por mandato que ser fanático de fútbol. Nunca me gustó el fútbol. Me gustaba charlar con él. Era espantoso no poder hablar con la persona que más querías en el mundo de lo que más te gustaba en la vida y tenías que hablar del Racing, nada más, y de fútbol. Yo empecé a escribir en un diario de Mercedes crónicas deportivas. Era mi manera de decirle: «Te voy a contar lo que pasa en el deporte». Y él las leía. No le parecía ni bien ni mal. Nunca hizo un gesto de «qué bien lo que estás haciendo, qué bien que estás cobrando dinero por esto». Nada. Pero mi papá admiraba muchísimo el humor, al mismo tiempo. Y entonces un día dije: «Voy a hacer otra cosa. Voy a hacer una crónica deportiva, pero con humor. Voy a poner chistes de los que él hace en lo privado». Mi forma de humor es la de mi papá. Cuando ustedes se reían en otra de las respuestas de cosas que están en mis libros, esa forma de humor es de mi papá. Yo un día la empecé a utilizar. Y un día, un viernes, saqué una crónica en el diario y dejé el diario arriba del canasto de la ropa en el baño, que era el único lugar donde mi padre leía el diario del pueblo. Y un día mi padre dijo: «¡Oh, qué ganas de cagar!», y se fue al baño. Y yo me senté al costadito del baño. Me senté. Y a los seis minutos escuché: «jajaja». Bueno, cada vez que yo recibo un mail de una mamá y una hija que me dicen que leen algo mío juntas, de un papá y un hijo que dicen que escucharon en un viaje largo durante 40 minutos cuentos míos y después se pusieron a charlar, yo lo que escucho es: «jajaja». Y ese es mi legado.

01:24:48
Mujer 04. Hola, Hernán. Bueno, primero quería agradecerte tanta autenticidad hoy y cómo nos has dejado ver tu vida, los buenos momentos y los malos, porque a mí me resulta muy inspirador y gratificante ver a una persona exitosa, pero que a la vez es una persona normal, con sus cualidades y sus miradas menos bellas. Y ahora quería hacerte una pregunta y es: sabemos que, en Argentina, en un programa de radio, preparas un cuento de lo que el público te va pidiendo. Y sé que, para hoy, para esta entrevista, has preparado algo similar. Nos gustaría que nos contaras un poco.

01:25:27
Hernán Casciari. Sí, lo hago en Argentina todos los viernes. Después del cuento este de Messi que les conté que me empezó a generar una adrenalina en la yema de los dedos, después de ese diciembre, le dije a la productora de la radio: «Hagamos una cosa, porque me gusta esta sensación de volver a escribir». Y ya, claro, estoy en muchas cosas al mismo tiempo, entonces no tengo la capacidad de organización de tener un día preparado para escribir. Yo digo: «Hagamos esto: los viernes, cuando voy a la mañana, hagamos una mesa de oyentes en donde me tiren temas, historias, fragmentos, cositas, lo que sea. Y yo me alquilo un departamento al lado de la radio todos los viernes. Y desde las diez hasta las doce me veo en la obligación personal e intransferible de escribir una historia y leerla a las 12:20 en el mismo programa. Y la prueba de vida de que la escribí en directo es que voy a hablar de las cosas que me propusieron en ese momento». Empecé a hacerlo y la diversión que me empezó a generar eso fue como una nueva juventud de escritura.

01:26:37

Yo escribía muchísimo cuando era chico. Esta es la historia que estoy contando, es esta la historia. Escribía mucho cuando era chico. Y cuando me vine a vivir a España a los 29 años dejé de escribir porque pensé que me tenía que poner a trabajar, iba a tener una hija… No era mi medio de vida la literatura en absoluto, para nada era mi medio de vida. La literatura siempre había sido algo divertido para mí, pero nunca pensé que iba a vivir de eso. Me divertía demasiado como para que fuera un medio de vida. Yo siempre había visto a mi padre volver contento del tenis y triste de la oficina. Y para mí era así. Si te dejaba dinero, volvías triste, y si volvías contento, era un «hobby». Y un día me pasó que no. Un día me empezó a pasar que lo que hacía era al mismo tiempo mi medio de vida. Y esto pasó aquí en España con internet. Empecé a escribir en internet como «hobby». Y un día me empezaron a llamar editoriales y empezó a ocurrir algo, algo que yo no sabía bien que era y no sabía si me podía sacar el pijama del todo o dejármelo para siempre. No sabía si era una racha que iba a durar un año y después tenía que volver a mis trabajos de mierda o si eso iba a continuar.

La historia de Messi y su maleta. Hernán Casciari.
01:28:00

Pero escribí, nunca dejé de escribir. Y escribía con muchas ganas. Hasta este infarto que les conté, en donde tuve que dejar de escribir. Y esto que estoy haciendo ahora, los viernes a la mañana en Buenos Aires, tiene esa misma fuerza que tenía al principio el mundo de los blogs, en donde tú escribías en 2003 un texto y había gente esperando. Mucha. En mi caso, pasaba eso. Yo escribía unas historias y por las IP de los usuarios veía cuánta gente había esperando. En la radio pasa lo mismo. Yo a las 9:00 escucho un montón de frases aleatorias y voy armando en mi cabeza algo con que luego salgo de la radio, me siento dos horas y se arma como un puzle en mi cabeza, una historia nueva que tengo que leer, además, con ciertos matices. Algunas son de terror, otras son de llorar, otras son de amor, otras son cómicas… Estoy escribiendo un libro que se llama «Cuentos contrarreloj» con todas estas historias y el libro ya está, por ejemplo, en preventa, ya lo puedes comprar. Sale el 15 de diciembre y yo ahora, en esta época, voy por la historia veintipico y en diciembre lo termino y lo publico. Esa facilidad es hija del juego, de no estar haciendo las cosas en serio, de hacerlas para jugar de verdad. Es mi única manera hoy de poder producir historias nuevas. O las digo en voz alta como estoy haciendo ahora, que estoy contándoles algo que nunca había pensado y lo estoy contando por primera vez, o tengo dos horas para hacerlo los viernes a la mañana. Son mis dos maneras de volver a ser productivo. Y me fascina, porque en ese corsé, en esa especie de jaula del soneto, en esa reglamentación arbitraria pero necesaria, encuentro un juguete.

01:30:03. Me levanto a la mañana y digo: «¿Qué día es hoy? Es viernes. Ay, ¡qué suerte!». O me levanto y digo: «¿Qué día es hoy? Es jueves. Ay, tengo función a la noche, voy a poder hablar en voz alta». Es mi juguete. Sigue siendo ese juguete del chico de siete años que se levantaba a la madrugada, escribía una carta mentirosa a su abuela, daba la vuelta a la esquina y la tiraba por abajo de la puerta del zaguán. Ese mismo juguete es el que tengo hoy.

01:30:42
Marisa. Hola, Hernán, soy Marisa. ¿Qué tal? Si tuvieras que elegir un título para esta conversación, ¿cuál sería? Y otra pregunta: si tuvieras que elegir o poner otro título para el mundo en el que vivimos, ¿cuál pondrías?

01:30:57
Hernán Casciari. Serían títulos diferentes, quiero decir, contrapuestos, porque yo tengo la sensación de que estamos viviendo una época muy vertiginosa en donde hay un montón de personas que adoran ese vértigo y otro montón de personas que se quieren bajar de ese vértigo. Y hay, en medio de todo eso, un solo carrusel. Estamos todos en el mismo lugar. Y, entonces, bajarse es complicado y acelerar todavía más es complicado. Estoy hablando de política. Aunque también estoy hablando de amor. También estoy hablando de fútbol. Pero, si nos fijamos bien, imaginemos este círculo lleno de personas que se empieza a mover y algunos dicen: «Más despacio, por favor», y otros dicen: «No, más rápido». Y se genera un debate, un problema, una grieta, una dicotomía, una polarización. Estamos viviendo en un mundo tremendamente polarizado, muchísimo más que en otras épocas del mundo, porque somos muchísimos más los que estamos conectados a la realidad, a una realidad que, a veces, nos informa y la mayoría de las veces nos desinforma. Por eso, el título para el mundo en que vivimos tiene más que ver con la verdad. Después buscamos el título, pero tiene más que ver con la verdad, con encontrar una óptica parecida para vernos, que me parece que es el gran problema que tenemos. Y, si tuviéramos que buscarle un título a esta conversación, tiene que ver muchísimo más con la mentira porque hoy hicimos un juego literario.

01:32:51

La realidad es espeluznante. Si miramos objetivamente lo que está pasando en el mundo, vemos que hay un grupo enorme de personas que está desatendiendo el grito desgarrado de otro grupo que dice: «Vamos más despacio, por favor, que nos vamos a chocar contra todas las cosas». Estoy hablando de política, de amor, del clima. No importa de qué. No estamos viendo todos la misma verdad. No estamos viéndola. Y puedo llegar a suponer incluso que no hay maldad en ningún grupo. Obviamente, en el interior pensamos que sí. «Sí, los otros son los malos. ¿Cómo no se dan cuenta?». Pero los otros también, por la razón que sea, porque les pegaron mucho de chicos, no importa por qué. También creen en la verdad, en la que creen. Y también piensan que nosotros, que somos el otro grupo, estamos equivocados. ¿Cómo vemos la verdad? ¿Cómo hacemos para un día poder ver la verdad? ¿Para asumirnos? ¿Para darnos cuenta de que este lugar en donde estamos todos, algunos pidiendo aceleración y otros pidiendo que nos detengamos un poco, es el único lugar que tenemos? ¿Cómo vemos la verdad? Yo no lo sé, no tengo la menor idea. Quizá el título que me estás pidiendo para el mundo en que vivimos sea: «Yo no sé dónde está la verdad».

01:34:31

Y ahora vamos al otro lado, a nosotros, hoy. Ustedes haciéndome preguntas, yo contándoles como puedo algunas cosas que tienen que ver con mi vida, con mi madre, con mi padre, con mi infancia, con mi educación o con mis amigos. Yo creo que nunca supieron cuánto hay de verdad y cuánto hay de mentira en lo que conté. Yo creo que en ningún momento pudieron pisar tierra firme, siempre estuvieron resbalando. ¿Esto puede ser? No, esto no puede ser. Y, sin embargo, hay algo en todo esto que no generó ninguna dicotomía. Yo los desinformé un poquito hoy. Pero ¿saben la diferencia de mi desinformación respecto a la del mundo real? Lo hice porque los quiero. Mi desinformación es hija de que podamos compartir historias que no importa si son verdad o son mentira porque son. Porque todos tenemos o tuvimos una madre. A todos alguien nos enseñó a leer y a escribir. Todos tuvimos una fantasía a los 13 años. Todos quisimos alguna vez que nuestro ídolo nos diga: «Qué lindo lo que hiciste. Yo lloré con esa carta». Todos tenemos la fantasía de que un día vamos a morir y quisiéramos que no fuera solos. Que haya alguien dándonos la mano ese día, alguien que nos diga: «Va a estar todo bien». Y nosotros vamos a saber que es mentira. Pero esa mentira es otra forma de la verdad, porque es una mentira que también nos van a estar diciendo, porque nos quieren. Entonces, el título final, que al mismo tiempo también es el final de esta conversación, es el siguiente: «Si vamos a mentir mirando a los ojos al otro, que sea únicamente porque lo queremos».