El arte nos enseña a ver
Miquel del Pozo
El arte nos enseña a ver
Miquel del Pozo
Arquitecto y divulgador de arte
Creando oportunidades
Aprender a mirar y sentir con el arte
Miquel del Pozo Arquitecto y divulgador de arte
El poder transformador del arte
Miquel del Pozo Arquitecto y divulgador de arte
Miquel del Pozo
Compagina el ejercicio profesional de la arquitectura con la divulgación y la reflexión teórica en torno al arte. Miquel del Pozo afirma: “El arte nos enseña a ver, nos permite asombrarnos, nos invita a reflexionar”. Licenciado en Arquitectura por la Universidad Politécnica de Cataluña y en Historia del Arte por la Universidad de Barcelona, sus estudios se centran en la relación del ser humano con las imágenes, con una mirada transversal que busca las relaciones entre pintura, escultura, arquitectura, cine y danza, con especial atención al diálogo que las artes visuales mantienen con la literatura.
Es el creador del proyecto #MA140 (Mirar al Arte en Twitter), que ha traspasado el espacio virtual y se ha materializado en conferencias y sesiones en el ámbito educativo y cultural. Colabora en el programa 'La Ventana' de la Cadena Ser y ha sido conferenciante en distintas instituciones culturales como el Museu Nacional d’Art de Catalunya, la Fundació Atrium Artis, CaixaForum y la Fundación Amigos del Museo del Prado. En 2019 recibió el premio 'Ciudad de Open House Madrid' al 'Mejor uso de redes sociales'.
Transcripción
Para explicarlo, para contarlo, hay una carta que, para mí, contiene la clave de esto que quiero hablar. La escribió Vincent van Gogh a su hermano Theo. Durante toda su vida, van Gogh le iba escribiendo cartas a su hermano, le iba contando lo que hacía, y también le contaba los cuadros que veía y los cuadros que él hacía. En un determinado momento, le escribe una carta donde le dice: «Los pintores comprenden la naturaleza y la aman. Y nos enseñan a ver». Este «nos enseñan a ver», van Gogh lo subraya en la carta. Recuerdo la emoción cuando leí esa carta y vi que había subrayado en holandés «nos enseñan a ver». Y, además, es interesante saber cuándo escribió van Gogh esa carta. No es el van Gogh que todos conocemos, el van Gogh artista, el van Gogh que él es pintor y está creando cuadros, sino el van Gogh anterior a su etapa de pintor, cuando él era comerciante de arte, cuando él vivía en Londres, en París, en La Haya e iba a los museos y se quedaba delante de los cuadros. Dice: «Los cuadros nos enseñan a ver». Eso le quiere transmitir a su hermano. Y en la misma carta, al inicio, le recomienda: «Encuentra bello todo lo que puedas. La mayoría de la gente no encuentra cosas suficientemente bellas». ¿Entendéis ese mensaje de van Gogh? «Maravíllate con el mundo». Esto lo hacen los pintores y, a través de las pinturas, lo podemos hacer nosotros.
Los pintores nos enseñan a ver. Con el tiempo, leyendo sobre arte, descubrí que no solo van Gogh pensaba eso. Uno de los mayores historiadores del arte del siglo XX, Ernst Gombrich, una vez, en una entrevista, le preguntaron directamente: «¿Los cuadros nos enseñan a ver?». Y él contestó convencido: «Sí. Cuando usted pasa una hora o dos en un museo, al salir, el mundo se ha transformado». ¿Cómo puede ser eso? ¿Cómo que el mundo se ha transformado? Al mundo le da igual si nosotros pasamos una hora o dos en un museo o en un centro comercial, el mundo sigue siendo el mismo. Ahora bien, lo que puede haber cambiado es nuestra mirada sobre el mundo, porque el mundo no es una cosa objetiva que nosotros podamos mirar desde fuera y decir: «El mundo es así porque lo veo desde fuera». No, siempre estamos dentro del mundo y siempre lo vemos desde nosotros, desde nuestro punto de vista; un punto de vista que es físico, el lugar en el que estamos, pero también es intelectual, nuestra visión del mundo. Y a través del arte puede cambiar, se puede transformar la forma de ver la realidad. Cómo puede suceder nos lo cuenta Marcel Proust en su novela «En busca del tiempo perdido». En un determinado momento, dice: «Solo a través del arte podemos salir de nosotros mismos, ver lo que otro ve de ese universo que no es el mismo que el nuestro,» y dice: «los paisajes del cual habrían permanecido ocultos para nosotros, como los que puede haber en la luna».
Fijaos, cómo ve otra persona el mundo, para nosotros, es algo tan desconocido como el paisaje que puede haber en la luna. Pero a través del arte, es decir, a través de la obra de arte que ha creado esa persona, yo puedo ver, puedo salir de mí mismo y situarme en su punto de vista. Ver su visión del mundo. Esto es lo que nos ofrece el arte. Nos lo dice un pintor, van Gogh, un historiador, y también un escritor. Ver a través de los ojos de los otros. Mirando una pintura, mirando una escultura, leyendo un poema, viendo una película o leyendo un libro vemos una visión del mundo, la del artista. Y confrontando nuestra visión con la suya, aprendemos. Y este es el viaje que quiero hacer con vosotros. Y, por eso, cuando queráis, os invito ya a que comencemos el diálogo.
Me dolió leer el mensaje. Pensé: «Hombre, gracias». Pero luego, reflexionando, pensé: «Pues sí. Pues así de triste es mi vida». Porque el día a día, como nos pasa a muchos, me pasa por encima. Y no me detengo a mirar una flor. Si intento pensar cuántos días de mi vida he estado diez minutos mirando una flor… pues a lo mejor es uno o dos, o ninguno. Las obligaciones, los quehaceres diarios, nos pasan por encima, y a veces nos olvidamos de esas pequeñas cosas. Y Georgia O’Keeffe, que miraba las flores de cerca y las pintaba, quería que las viéramos. Y viéndolas, yo tuve esa necesidad de acercarme, de mirarla. Me pasó lo mismo durante la pandemia. Durante la pandemia… Yo en casa tengo unas orquídeas. Y hace años que tengo las mismas orquídeas, y cada año florecen. Nunca las había mirado como durante esa época que estábamos encerrados en casa. Y cada día iba a ver cómo se abría la flor. Cada día. Y me puse a dibujarla. Y tengo un cuaderno donde en cada hoja hay un dibujo de esos días en que la flor se abría. El arte nos recuerda estas pequeñas cosas, estas pequeñas maravillas del mundo que a veces olvidamos. Y algo similar me sucedió en Nueva York delante de «La noche estrellada» de Vincent van Gogh. Es un cuadro que a mí me fascina desde siempre, desde que era estudiante. Lo vi por primera vez en los libros, en reproducciones, en conferencias…
Pero yo no lo había visto en directo. Hasta que tuve la oportunidad de viajar a Nueva York y entrar en el MoMA. Me emocioné al verlo; ver cómo había pintado cada una de las estrellas. Cuando te acercas ves que son todas distintas: en una ha puesto naranja, en la otra verde, amarillo… Todos los colores están allí. Cada una tiene una forma. Y en esa fuerza telúrica que se abre en el espacio… Esos azules… Estuve un cuarto de hora, veinte minutos mirando la pintura, disfrutando de ella. Pero cuando ya llevaba un buen rato se abrió un sentimiento en mi interior. Lo que me pedía el cuerpo, delante del cuadro, era: «Tienes que salir del museo. Tienes que coger un coche y te tienes que alejar de la ciudad. Te tienes que alejar de la luminosidad de la ciudad moderna y, si puedes, irte al desierto a mirar las estrellas». El cuadro, tras un rato mirándolo, lo que me decía es: «¿Tú has visto lo maravilloso que es el cielo?». ¿Cuántos de nosotros, por la noche, miramos el cielo? Cada noche llegamos a casa cansados, los niños, los deberes… Hay mil cosas y, al final, bueno, si tenemos un rato, miramos un poco la tele o leemos un libro y nos dormimos. Y cada noche, sobre nuestras cabezas, esa maravilla del cielo. Solo si algún día lo dicen en las telenoticias «hoy la luna tiene un color especial, más grande que nunca…», bueno, a lo mejor sales a verla. Pero ¿y si en nuestro día a día saliéramos más a menudo? Eso me lo recordaba la pintura de van Gogh. Y en sus cartas lo dice: «Salid a mirar las estrellas». Se lo cuenta a su hermano, que sale, y que las mira. Y lo que siente, dice: «Y un día saldré a pintarlas». Bueno, pues salgamos nosotros a mirarlas. Estas pequeñas cosas tan simples, mirar una flor, mirar las estrellas, y dejar que esa mirada también nos transforme es algo que a mí me transmite el arte.
Susana tenía un jardín, y en el jardín tenía un estanque, y quería bañarse un día que hacía mucho calor, y ella se va a bañar en la intimidad de su jardín. Estos dos viejos se escondieron y, cuando Susana se hubo quedado sola en el jardín, los dos viejos salieron y la coaccionaron. Le dijeron que querían acostarse con ella porque la deseaban. Y le dijeron que, si no lo hacía, la acusarían de adulterio. Ella no tenía alternativa porque ellos eran dos viejos que eran jueces. Eran dos personas respetadas en la comunidad y, por tanto, todo el mundo creería su versión de los hechos. O se acostaba con ellos, o la acusarían de adulterio. El castigo por el adulterio era la lapidación. Imaginaos su situación. Entonces ella se puso a gritar, y la suerte que tuvo Susana es que la oyeron sus criados, que aparecieron y se encontraron esa escena. Los dos viejos la acusaron. Le dijeron que la habían visto con un joven y que por eso estaba sola en el jardín, porque estaba cometiendo adulterio. Y ese testimonio lo reafirmaron ante todo el pueblo. Y a Susana la condenaron a morir lapidada. Pero cuando la llevaban al patíbulo apareció Daniel, el profeta Daniel, que, como si fuera un Perry Mason de la época, dijo: «Un momento. Hay algo que no funciona. Yo quiero interrogar a los dos viejos por separado. A estos dos viejos que están acusando a Susana de adulterio». Cogió a un viejo y le preguntó: «¿Bajo qué árbol estaba con este joven, que dices que los has visto?». Y él dijo un árbol: «Una encina». Se fue al otro. «¿Bajo qué árbol estaba?», «Un olivo». Otro árbol, un árbol distinto. De repente, algo no funcionaba en la historia. Daniel se dio cuenta de que estaban mintiendo.
Y a los que lapidaron fue a los dos viejos. Esta historia del Antiguo Testamento es una historia de salvación, una historia de intervención divina para salvar a una inocente. Susana era inocente. Ella pidió ayuda de Dios, gritó, y Dios le respondió. Mandó al profeta Daniel y ella fue salvada. Esta historia que aparece en el cristal de Lotario, por ejemplo, y en muchas obras… El cristal de Lotario es un cristal de cuarzo maravilloso donde está toda la historia narrada. Desde el momento del encuentro de los dos viejos que la coaccionan, el juicio, el falso testimonio, la llegada del profeta y, sobre todo, la parte central, la salvación. Los primeros cristianos, cuando se sepultaban, en las catacumbas en Roma, en sus sarcófagos hacían que se representara la historia de Susana. Y había una oración que pedía: «Que salven a mi alma como se salvó la de Susana». La historia de Susana es una historia de salvación. Bien, ¿cómo la ha representado el arte a lo largo de la historia? ¿Qué puntos de vista nos ha ofrecido de esta historia bíblica? Pues la verdad que muy distintos. En los que se ha fijado el arte, sobre todo el arte masculino, el arte hecho por hombres dirigido hacia hombres, en ese momento del baño, que en la Biblia en ningún momento dice que Susana se desnude y se bañe. Sale el momento de la coacción. Pero, en cambio, los pintores nos muestran a Susana, Tintoretto, por ejemplo, bañándose tranquilamente, mirándose al espejo. Y detrás de un seto que hay, fantástico, están los dos viejos espiando, mirando. Hay un viejo que asoma por la parte de atrás y mira. Y otro en primer plano agachado intentando ver todo lo que ofrece el cuadro, la visión desnuda de ella, que es lo que vemos nosotros como espectadores. Es decir, se cogió el relato bíblico como excusa para mostrar un desnudo.
Esta historia de Susana y los viejos sirvió para que un cardenal, por ejemplo, tuviera a una mujer desnuda en su colección. Pero nadie le decía que había comprado una pintura erótica. Él decía: «Yo he comprado una Susana, una historia del Antiguo Testamento, una pintura religiosa». Pero fijaos lo sensual que es esa pintura. Porque se utilizaba la historia de Susana y los viejos como un pretexto para tener una imagen erótica. Pero a Susana la están coaccionando. Ella no se está exhibiendo. Eso no es lo que cuenta la historia. A Susana, estos dos hombres están dispuestos a matarla, a hacerla lapidar, si no se acuestan con ella. Esta otra versión nos la ofrece, por ejemplo, Artemisa Gentileschi, que pinta la misma historia, Susana y los viejos, pero fijaos cómo la pinta, de una forma muy distinta: aparecen los dos viejos por detrás y se ve esa violencia de la coacción, de lo que están intentando hacer. La violencia de la imagen nos habla también de la violencia de la historia. Evidentemente, su Susana también está desnuda, porque quien le está encargando la obra está pidiendo un cuadro que sabe que ofrecerá un desnudo. Pero esa misma historia tiene muchos puntos de vista. Desde la salvación, desde la pintura erótica, pero también esta, la que nos dice la verdad: ese intento de violación, de coacción de los dos viejos hacia la mujer. Claro, tenemos tres visiones distintas sobre un mismo tema. Pero, además, cuando nosotros miramos estas tres visiones, nuestra visión puede ser distinta. También durante nuestra vida. Hay un ejemplo clarísimo: yo no sé leer sin un lápiz al lado. No sé si os pasa a vosotros, pero yo, cuando cojo un libro necesito tener un lápiz porque constantemente estoy subrayando, anotando, dialogando con la obra. Aquello que me interesa, lo marco, pongo unos asteriscos.
Pero, claro, lo que me ha llegado a sorprender, cuando de repente ahora releo un libro que leí a los veinte años y que en su momento lo subrayé. Y, de repente, encuentro una frase marcada, señalada, y digo: «Pues no me parece tan importante ahora». Pero, en cambio, descubro una frase luminosa, algo que me parece clave y que mi yo a los veinte años no la subrayó. Pasó por el texto y no la vio, no la marcó. El libro es el mismo, ha estado allí en casa, en la estantería, no se ha movido. Pero el que he cambiado soy yo. Es decir, en eso de los puntos de vista que me preguntabas, el arte nos ofrece uno, pero también el nuestro va cambiando. No es lo mismo situarse delante de una pintura a los veinte años, que a los cuarenta, o que a los ochenta. No es lo mismo leer un poema cuando estás feliz y enamorado, o cuando te acaba de dejar tu pareja. Ni es lo mismo escuchar una canción cuando te levantas por la mañana un día feliz, que vas a hacer algo que te gusta, o escuchar una canción en un momento triste. O, a lo mejor, ir a buscar esa canción para que te cambie el ánimo. Está el punto de vista de la obra, pero también está el nuestro. Y sobre todo está que todos ellos nos ofrecen distintas visiones del mundo. Porque no hay una única visión. Y por eso hay que volver a los museos, porque nosotros hemos cambiado, pero a través de lo que vemos, nuestra mirada sobre el mundo también cambia.
Y descubrir que es por su proporción. Esa cúpula maravillosa tiene un diámetro. Ese diámetro, 40 o 41 metros, es la misma altura que hay del suelo al óculo. Por tanto, en el interior del Panteón cabe una esfera perfecta. Es decir, cuando tú entras, ese casquete, que es la cúpula, tienes la sensación de que se completa hasta el suelo, donde estás tú. Por tanto, tienes la sensación de que el edificio te acoge. Es una sensación o un sentimiento muy distinto que el que te provoca, por ejemplo, en Roma, la basílica de San Pedro. Cuando entras, allí también hay una cúpula de la misma dimensión, 40 o 42 metros, pero está situada en el cielo, en lo alto. ¿Por qué? Porque es la cúpula de los cristianos, es el cielo de los cristianos. Es la promesa de lo que vendrá después de la vida. Está en lo alto. Y te despierta ese sentimiento hacia arriba, mientras que la cúpula del Panteón lo que quería transmitir era cómo todos los dioses acogían al emperador, que es el que entraba en su interior. Claro, yo no creo en el poder de los emperadores romanos, ni tampoco creo en el cielo de los cristianos, pero cuando entro en el Panteón, tengo esa sensación. El edifico me provoca esa sensación de que me acoge. Y cuando entro en la basílica de San Pedro también tengo esa sensación de que hay algo ahí arriba. Que esa luz que está entrando por la ventana es una luz mágica. Eso lo provoca la arquitectura, en este caso. El arte. Y ese sentimiento explica mucho de lo que es.
Y cómo la iglesia ha utilizado el temor de esa imagen, también, para controlar el poder, para hacernos comportar de una determinada forma con esa amenaza de castigo o salvación. El arte nos permite ver aquello que no se puede ver, lo invisible, pero también nos ayuda a ver cosas que quizá no habíamos visto. O no nos habíamos fijado. Hay una frase muy conocida de Oscar Wilde que dice: «No había niebla en Londres hasta que Whistler comenzó a pintarla». Whistler es un pintor al que le encantaba la niebla que salía de noche con un barco a recorrer el Támesis. Le gustaba la niebla, esas primeras luces… Ver esa atmósfera maravillosa. Lo recorría en el barco, volvía a su taller y se ponía a pintarla. Evidentemente, esa niebla está desde siempre. Estaba antes de Whistler. Pero sus cuadros, su mirada, de repente, nos hacen ver, nos hacen descubrir, que esa neblina, que a veces estaba provocada por la Revolución Industrial, por esos nuevos humos que invadían la ciudad, también producía una imagen estética. Y que, a lo mejor, esa gente que iba de un lado al otro del puente, yendo, volviendo del trabajo, de repente, había uno que se había detenido simplemente a mirar. A mirar esa fascinación que le ofrecía la visión: la niebla, los colores, los reflejos del agua. Era Whistler, que estaba allí, mirando. Y, a través de los cuadros, o después de mirar sus pinturas, a lo mejor, a su lado va alguien más a mirarlo. Esto también nos lo hace el arte: nos hace volver a mirar algo que no habíamos visto o que no habíamos percibido, que el artista lo ha visto, lo ha pintado, y ahí está su pintura, invitándonos a experimentar, a sentir el mundo como él lo sentía. El arte también nos puede hacer ver algo de nosotros mismos. O cuestionarnos algo de nuestra persona.
Yo creo que algo similar le sucedió al poeta Reiner Maria Rilke, que, en París, vio una escultura, un torso arcaico de Apolo, un fragmento antiguo al que le faltaba la cabeza, los brazos, parte de las piernas. Pero él se quedó allí mirando. Se sintió fuertemente interpelado por esa escultura, por ese torso. Y escribió un poema, un poema en el que habla de la maravilla, de las formas, de que el pecho centellea, de que… Dice: «No hay nada allí que no te esté mirando». Intenta transmitir todo lo que él sintió delante de esa escultura. Y al final del poema escribe: «Has de cambiar tu vida». Es decir, el poeta, ante el encuentro de un fragmento de una escultura antigua, se siente interpelado, interrogado por una forma de vivir, por una existencia que le parece que la suya no es suficiente, que hay algo más. O que la vida podría ser algo más. Y eso lo sintió delante de esa pieza. Y lo escribe en el poema. Y nosotros leemos el poema: «Has de cambiar tu vida». No sabemos a qué se refería, pero el arte puede hacer eso. Puede hacerte replantear tus propios valores, porque te ofrece otra visión distinta a la tuya. Ese es el poder transformador de la pintura y de la escultura.
Está haciendo el gesto de retirarse. Hay un niño en una esquina que le está haciendo así a un perro: «¡Levántate, que los reyes van a pasar!». Al fondo, a través de una puerta, vemos a uno de nuestros criados que su ocupación es abrirnos las puertas. Porque se ve que los reyes no pueden abrir la puerta con la mano. Siempre hay alguien delante que te va abriendo las puertas. Fijaos, ya ha abierto una puerta y está esperando para ver hacia dónde vamos a ir. Nosotros vamos a entrar en el cuadro. Nosotros somos los reyes. Tenemos la sensación de que estamos en ese momento. Y, evidentemente, nos trae mucha información de ese periodo, de ese momento histórico. Ahora, intentad imaginar lo que debía suponer para el rey, para Felipe IV y su esposa, cuando ellos se situaron allí y realmente todo lo que pasaba era para ellos y ellos eran los que estaban en el espejo. Claro, pero en el museo, todos esos rostros que nos miran, todos esos retratos son personas que ya no existen. Que murieron, que tuvieron sus vidas, sus logros, pero ya han muerto. Esta es una enseñanza que nos ofrece el arte, que nos ofrece el museo: la consciencia de nuestra finitud, de que vamos a morir. Y esto nos puede llevar a vivir más intensamente. En el Museo del Prado siempre me gusta ir a ver «Las meninas», pero siempre que lo visito, nunca me voy del museo sin ir a ver otro cuadro: «Las tres edades», de Hans Baldung. Siempre, antes de salir, me detengo unos instantes delante de esta pintura. Vemos a tres mujeres, a tres figuras: una joven, una más mayor, y la tercera ya es la muerte. La muerte lleva el reloj del tiempo en la mano. El tiempo que no deja de pasar, que constantemente está avanzando. Y ella misma avanza y se está llevando del brazo a la segunda mujer.
A la mujer mayor que ya está cercana a la muerte, pero con su otro brazo coge a la joven. Y lo que me fascina es la actitud de la joven. La joven dice: «Un momento, que me estás tirando del brazo, pero yo no quiero ir, yo soy joven. Yo me quiero quedar aquí. Yo estoy en la plenitud de la vida. Yo quiero disfrutar de este instante, de este momento». Hay una lágrima que le cae por la mejilla porque sabe que no puede evitarlo. No va a poder evitar este paso del tiempo. La muerte, mientras he estado hablando, ya ha avanzado un poco más. El tiempo constantemente avanza. Está tirando de ella. Y aunque ella intente quedarse quieta, no seguir ese curso, es inevitable. Después de ver esta pintura, salgo con ganas de vivir. Y mira que no lo parece. La pintura, de entrada, no transmite esa alegría. Pues yo salgo por la puerta del museo contento. Pensando: «Tengo que aprovechar este día. Porque este día es único. Porque este instante no se va a repetir. Mira, me voy a detener a mirar una flor que hay aquí, delante del museo. O esta noche intentaré mirar las estrellas». Es con esto con lo que salgo yo de mi encuentro con la pintura y la escultura.
Un ejemplo paradigmático de todo esto es «El jardín de las delicias» de El Bosco, un cuadro del que prácticamente no sabemos nada. Y, por tanto, es muy difícil hacer historia de ese cuadro. No sabemos cuándo lo pintó, para quién… Hay suposiciones de lo que significaba en su momento: todo son hipótesis. No hay toda esa documentación histórica. Y, sin embargo, es posiblemente uno de los cuadros más fascinantes del mundo. Uno de los cuadros donde no nos cansamos de mirar. A eso me refería con que a veces se puede perder el arte. El arte es esto que estáis viendo, esa pintura, todo lo que puede provocar. Evidentemente, toda la historia que le podamos poner a esta imagen nos va a ayudar: saber si El Bosco vio un libro manuscrito, una ilustración en el margen de… una marginalia, qué es esa figura que él representó, si se inspiró en ese pasaje u otro bíblico, qué quería representar… Cuanta más información tuviéramos, más podríamos disfrutar del cuadro. Pero el cuadro por sí solo abre un mundo. Y es ese encuentro de nuestro presente, nuestro ahora, con esa obra que, de alguna forma, abre una constelación. Y allí, en ese encuentro, es donde a mí me gusta estar. Y el arte, la historia del arte, que te ayude, que te dé información. Cuanto más sepas, mejor. Cuando estás fascinado delante de la pintura, quieres leer, quieres saber y vas a buscar. Pero que no te lo pongan antes. Entrad por la seducción de la pintura y no por las fechas, los datos y ese conocimiento histórico.
¿Por qué dibujaban eso en las paredes? Incluso se preguntan: «¿Nuestros antepasados tenían alas?». Porque hay muchos personajes pintados que llevan alas. Claro, son los ángeles que aparecen en los cuadros. Pero también está el espanto. Están las guerras, la destrucción. Lo que somos capaces de hacer los seres humanos también está en las obras de arte. Cuando de aquí a muchos siglos alguien se coloque delante del «Guernica» entenderá parte de lo que pasó en el siglo XX. La pintura, de alguna forma, tiene la esencia del ser humano. Porque ahí vamos colocando todo lo que sentimos a lo largo de los siglos, a lo largo de los años. Muchos puntos de vista distintos sobre muchos temas, porque no hay una única visión del mundo, hay distintas civilizaciones. Verlo todo en conjunto, compararlo, es lo que nos ofrece el arte. Y por eso es importante que los jóvenes y los niños desde el inicio, cuanto antes mejor. ¿Para qué? ¿Para que aprendan? No necesariamente. No hace falta que aprendan. Simplemente que los niños tengan ese contacto con el arte. Que sepan que existe una cosa que se llama «museo».
Y que en el interior hay pinturas. Y que puedes ir a ver una pintura y que una pintura te puede contar una historia y puede ser tan fascinante, tan divertida como cuando el niño va a la biblioteca y hay un cuentacuentos que le cuenta un cuento. Y, simplemente, al inicio, disfrutar de esa historia, de esa maravilla sin la necesidad de cargar ese conocimiento de la historia del arte. Todo eso ya llegará con el joven. Pero todo lo que la pintura nos cuenta a nosotros, de que nos podemos sentir identificados, de ese sentimiento que tenemos, nosotros, adolescentes, que tenemos una duda sobre nuestra sexualidad y de repente ahí en la pintura, hay una historia que dialoga con algo que nos está pasando a nosotros. O un poema que nos cuenta lo que nosotros sentimos. Por eso es importante el encuentro con el arte. Porque nos dice de dónde venimos, nos plantea a dónde podríamos ir, pero sobre todo nos hace cuestionar el presente en el que estamos y si tenemos la capacidad de cambiarlo o no.
Y pinturas realizadas por artistas. Porque nos ofrecen esa visión del otro punto de vista. Pero, además, en la historia del arte, aplicar la perspectiva de género también nos tiene que ayudar a entender por qué no hay más artistas en el pasado. Y la respuesta es simple: porque no las dejaron ser. ¿Por qué las estrellas del Renacimiento son tres hombres, Leonardo, Rafael y Miguel Ángel? Bueno, porque ninguna mujer tuvo las oportunidades que tuvieron ellos tres. Evidentemente, ellos tenían un talento excepcional, pero había otros hombres y otras mujeres que podían tener un talento similar. Pero el talento no es algo que salga de forma espontánea. El talento hay que desarrollarlo, hay que trabajarlo. A Miguel Ángel cuando era un niño lo acogieron en casa de los Médici y le dieron la oportunidad de formarse, de desarrollar ese talento que tenía. No hay ninguna mujer de la época que los Médici cogieran de esa forma y le dieran esa formación. Pero es que aparte de formarlo, a Miguel Ángel luego le hicieron grandes encargos. ¿Por qué es tan importante su obra? Hombre, porque Miguel Ángel pintó la Capilla Sixtina. Claro, pero es que la Capilla Sixtina no se la encargaron a ninguna mujer. Miguel Ángel pudo demostrar su talento porque recibió esos encargos. Entonces esa mirada de perspectiva de género a la historia nos tiene que explicar por qué las mujeres no tenían esas oportunidades.
Pero, además, la mirada de ella que nosotros podemos ver a través de sus obras, de las obras que ellas crearon, nos permiten analizar o ser críticos frente a esa otra visión masculina que ha sido mayoritaria. Antes hablábamos de cómo la mujer se ha representado como un objeto, simplemente un objeto de deseo masculino en muchas pinturas. Y, de repente, aparece la pintura de Artemisa y te muestra una Susana distinta. O el arte feminista del siglo XX que ha puesto el foco sobre esos temas y los ha denunciado. O ha iluminado, ha mostrado la maternidad de una forma distinta: desde el punto de vista de la madre. Las pinturas de Alice Neel o de Louise Bourgeois que nos hablan de lo que significa y de las dificultades de tener un niño. De tener un niño en una sociedad dominada por hombres. El arte lo muestra, lo denuncia y nos despierta a nosotros la conciencia de que tenemos el deber de cambiarlo. Por eso es importante la perspectiva de género en todos los sentidos. Además, también, esa mirada nos puede hacer cuestionar o ver otros aspectos de obras que ya conocíamos y que dábamos por consagradas. El «Apolo y Dafne» de Bernini. Es una de las esculturas más fascinantes del Barroco. Pero oculta un intento de violación. Lo que representa la historia es que Apolo está locamente enamorado de Dafne, Dafne no quiere saber nada de Apolo, ella está huyendo y él la persigue. La persigue porque quiere violarla. Ella no quiere, ella huye. Entonces, Bernini hace una escultura maravillosa. Justo en el momento en el que Apolo va a abrazarla, Dafne se convierte en un laurel. Y cuando ves la obra, todo es como poesía, es magia, es maravilloso. Yo he estado horas delante de esa pieza. Es magnífica.
Pero es un intento de violación. Cuando te vas al texto original de Ovidio no tienes duda: ves la narración, ves como ella no quiere, como ella huye. Y al final, ¿por qué se convierte en laurel? Porque ella le pide a su padre que la salve. ¿Pero sabéis qué le dice? Le dice: «Destruye este cuerpo. Destruye este cuerpo, destruye esta belleza que ha despertado el deseo de este hombre. Y como yo soy bella, tengo que huir de los hombres porque quieren violarme». Eso es lo que tiene la historia. Pero yo no me di cuenta hasta que no leí un poema de Mireia Calafell, una poeta catalana contemporánea que tiene un poema que se llama «Apolo y Dafne». Y al final del todo, dice: «¿Por qué no me dijiste, madre, que esto es violencia?». ¿Por qué no me dijiste que aquí hay violencia? Y esto hay que decirlo, no pasa nada. Hay que decir que es un rapto, que es una violación. Esas obras de arte fantásticas que nos fascinan, pero hay que contar la historia que están representando. Porque la tradición que nos ha venido, de ahí el «¿Por qué no me dijiste, madre, que esto era violación?», es la que tenemos que cambiar. Y seguro que Mireia, si tiene una niña, le dirá que eso es violencia. Y que no tiene que renunciar a su cuerpo para no ser perseguida por el deseo masculino. Por eso es importante la perspectiva de género en todos los ámbitos de la vida y también en el arte.
Abierta y observada con todo el detalle. Pluma a pluma, color a color. Esa forma. ¿Os habéis acercado a mirar el ala de un pájaro? Es extraordinaria. O el lomo de un pez cuando cambia la luz y brilla. La naturaleza es una maravilla. Ese asombro ante la realidad, muchos artistas lo tienen. Y de ahí lo que decía que el arte te puede ayudar a recuperar. Yo tengo dos niños y desde que ya empezamos a recorrer el mundo con ellos tengo la suerte de que ellos son mis guías. Son ellos los que se van sorprendiendo de todo y yo estoy aprendiendo a ver de nuevo el mundo con sus ojos. ¿Por qué hacía Durero esa ala de pájaro? Pues seguramente lo hacía porque él necesitaba ese conocimiento del mundo. Los artistas son los primeros, antes que los científicos, que estuvieron mirando, analizando, porque tenían que reproducirlo en sus cuadros. Porque a lo mejor tenía que pintar un pájaro. O, seguramente, lo hacía porque lo que tenía que pintar era un ángel. ¿Cómo se pintan las alas de un ángel? Pues mirando las alas de un pájaro, que son las únicas que existen, y luego colocándole al ángel el ala de un pájaro. Bueno, el asombro, de repente, de descubrir en un ángel, las alas de una paloma, como pasa en algunos cuadros, también es parte de la gracia de mirar un cuadro.
Era un menú. Cada día le daban esa hoja a dos, tres personas que habían perdido a sus seres queridos y había una serie de canciones para elegir durante el funeral. Yo vi la lista y pensé: «Claro, pero, en ese momento, que suene este canción o esta nos va a acompañar de una forma distinta». El arte nos puede ayudar en un momento como este. Nos puede consolar cuando se muere un ser querido, cuando nos deja la pareja, cuando tenemos un mal momento en la vida o sentimos esa zozobra, ese desasosiego. Con el paso del tiempo lo he experimentado, lo he vivido, he tenido esos encuentros con algunas obras de arte, con algunas canciones. Y vuelvo a ellas, y cuando vuelvo recupero esa paz o ese sentimiento. Esta idea de que el arte puede ayudarnos en un determinado momento de nuestras vidas, un día haciendo un estudio sobre el Renacimiento, investigando, me encontré un libro que se conserva en la Biblioteca Nacional en Francia, que contenía una ilustración que lo hacía visible, que lo explicaba. Es un libro muy especial. En su interior hay una colección de sonetos de Dante y de Petrarca. Es una selección personal que quien la encargó estaba seleccionando, de alguna forma, aquellos sonetos que eran importantes para él, que le gustaban o que, de alguna forma, en algún momento, quizá, le habían ayudado. Y para explicarlo encargó una ilustración. Y tú pasas el libro y de repente te encuentras, como si fuera la portada, una imagen de un navío. De un barco que está entrando por un río, por un valle. Hay unas ciudades al fondo, unas montañas.
Seguro que ese barco tiene un destino, ha hecho un plan para su vida, sabe hacia dónde va, está cumpliendo una misión. Pero, de repente, la cosa no sucede como él esperaba. En el cielo hay un viento que está soplando y ese viento, esa tormenta que ha aparecido de repente ha comenzado a hundir el barco. El barco, su proyecto vital, el que fuera, se está hundiendo. Y del barco sale un hombre que se agarra a un árbol. Se agarra al árbol para salvarse. Pero no es un árbol cualquiera. Es un laurel. Y el laurel es el símbolo del arte. El laurel, las coronas del laurel, se ponen a los artistas, a los poetas… Se está salvando a través del arte. De alguna forma, esta ilustración nos está diciendo para qué sirve el libro: para en un momento de zozobra, de incertidumbre, de duda, o simplemente para recordar aquello que nos gustó, iré al libro y me cogeré a aquel poema como si fuera una rama de la que pudiera agarrarme en medio de un naufragio. Porque el poema, la pintura, la escultura puede ayudarnos si nos atrevemos a mirarlo. Muchas gracias.