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“El cerebro es un cabrón”

Aarón Fernández del Olmo

“El cerebro es un cabrón”

Aarón Fernández del Olmo

Neuropsicólogo


Creando oportunidades

Aarón Fernández del Olmo

Aarón Fernández del Olmo es neuropsicólogo clínico y una de las voces más sólidas y empáticas en la divulgación científica sobre el funcionamiento del cerebro humano. Con una mirada que combina el rigor académico con una profunda sensibilidad social, Fernández del Olmo explora cómo las alteraciones neurológicas afectan no solo las funciones cognitivas, sino también la identidad, la percepción y los vínculos más íntimos. A través de ejemplos cotidianos y explicaciones accesibles, invita a reflexionar sobre los misterios del cerebro y sus paradojas, como cuando nos falla la memoria, perdemos el lenguaje o sentimos que la realidad se nos escapa.

Su libro El cerebro es un cabrón no es solo un título provocador: es una invitación a comprender que, a veces, nuestro órgano más complejo puede actuar de forma desconcertante, pero también permitir fugaces momentos de ternura y verdad. Su trabajo es un puente entre la neurociencia y la vida real, y una invitación a comprender que cuidar el cerebro también es una forma de cuidar lo humano.


Transcripción

00:14
Aarón Fernández del Olmo. Muy buenas. Os voy a plantear un ejercicio, un ejercicio que no va a ser fácil, porque, realmente, cuando intentamos pensar de una forma diferente a la que pensamos, se hace difícil. Pero imaginaos que esta mañana, una mañana de un día cualquiera, os levantáis en vuestra cama, en vuestra casa, en vuestra habitación, y os encontráis la sensación de que esa no es vuestra habitación. Una sensación como diciendo: «Ostras, es exactamente igual, ahí está mi mesilla de noche, ahí está la funda de mis gafas, ahí están todas las cosas que sé que son mías, pero tengo una sensación extraña, esta no es mi casa. Alguien ha construido una casa exactamente igual que la mía y yo me he despertado aquí». Todos imaginamos el pánico, ¿verdad? Lo primero que dices es: «Ojalá esto sea un sueño, que me pellizquen rápido y que yo me despierte», pero la sensación no se va. Te levantas, sigues mirando alrededor de ti, y sales tranquilamente por el pasillo y te encuentras con algún familiar: tu hijo, tu padre, tu hermano… Lo ves y dices: «Tengo la sensación de que es exactamente igual, pero no es él o ella», como si fuera un impostor. Obviamente eso os dejaría completamente desconcertados, porque hablo de sensación, hablo de sentir internamente que lo que estáis viendo y percibiendo realmente no es lo que debería de ser.

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Claro, luego ahí ya cada uno que haga la interpretación que crea. Y esto seguramente a todos os parecerá el típico argumento de una película distópica en la que luego al final se descubre que había unos álienes que estaban secuestrándonos o que había algún tipo de conspiración extraña para cambiar el mundo. Y, sin embargo, es algo que precisamente así lo describía un psiquiatra francés llamado Joseph Capgras en 1923, que era el síndrome del impostor o la ilusión de sosias, que, al final, se quedó con el nombre de este psiquiatra, que era el «delirio de Capgras». Lo contó en 1923 como un caso de un paciente que había empezado a experimentar que las personas familiares que él conocía habían sido cambiadas por impostores que eran exactamente iguales, pero que estaban fingiendo. Claro, esto, al final, como digo, parece el típico caso de un libro que se escribió hace cien años, en el cual se reportan situaciones peculiares, anecdóticas, que rara vez te vas a encontrar en el día a día. Es algo, como digo, poco frecuente, o al menos pensamos eso. Claro, al final, esto, cuando lo conoces, te lleva a intentar entender qué es lo que está ocurriendo detrás y cuánto a veces, que es lo que tenemos muy presente, tiene que ver el cerebro con ello. Esto mismo me lo preguntaba yo, no ahora, en el siglo XXI, en estas fechas, sino hace más de 25 años, cuando era un estudiante de bachiller, y me gustaba eso del cerebro, de las emergentes neurociencias. Ese momento en el que estaba surgiendo el conocimiento sobre cómo funcionaba el cerebro y en el cual internet no estaba a mano, no había «streaming», tú no podías elegir qué querías ver en qué momento, sino que había un programa, uno, los domingos por la noche, algunos lo recordarán seguro, de Eduard Punset, que se llamaba «Redes», de madrugada.

09:46
José Antonio. Hola, Aarón, soy José Antonio. ¿Nos podrías platicar qué es lo que le pasa a nuestro cerebro con un ictus y qué secuelas nos deja?

09:54
Aarón Fernández del Olmo. Pues muy buena pregunta, porque, al final, esto de los ictus o accidentes cerebrovasculares está a la orden del día. Realmente, el «ictus» es el término que se ha considerado como el genérico para definir una cantidad enorme de situaciones en las cuales el cerebro deja de recibir el aporte sanguíneo que tiene que recibir. Claro, esto tiene unas consecuencias importantes para el funcionamiento del cerebro, porque, al final, cuando vas conociendo cómo funciona el cerebro es una parte más del organismo que necesita un aporte sanguíneo. Y hay además una intrincada y maravillosa red de conexiones de vasos sanguíneos que van llevando la sangre a todas las partes del cerebro. Incluso tiene una forma casi poligonal y tiene el nombre de «polígono de Willis». Y digamos que está bastante bien irrigado para que, si hay un fallito en alguna zona, tal vez otra pueda intentar suplirlo. Pero, realmente, cuando hay una obstrucción en alguna parte y esa parte deja de recibir sangre, deja de recibir ese oxígeno, se produce una pequeña pérdida neuronal. Puede haber una muerte mayor o menor de neuronas que, dependiendo de la zona o dependiendo de la cantidad de tiempo que estemos sin recibir ese aporte sanguíneo, puede afectar más o menos a nuestra cognición. Claro, aquí la clave es explicar qué es cognición y la clave es explicar si todos los ictus son iguales. Porque no todos son iguales. Hay algunos que tienen que ver con una interrupción transitoria del riego sanguíneo. No se llega a romper ninguna arteria, simplemente la sangre deja de llegar. Puede ocurrir por un coágulo o algo que, de alguna forma, pueda atorar la llegada de la sangre al cerebro.

11:23

Ahí tienen mucho que ver también los factores, por ejemplo, en cuanto al tema de alimentación, en cuanto al tema de colesterol, que muchas veces se acumula en las arterias. Y luego tenemos una opción, que también es muy problemática, que es la ruptura, la hemorragia, que es cuando se rompe una arteria y la sangre se vierte directamente al cerebro. Claro, por una razón o por otra, lo que nos encontramos es que la sangre no llega de la manera que debería. Como digo, el tipo isquémico, la interrupción o el tipo hemorrágico tienen consecuencias distintas. Pero, a efectos prácticos, las zonas del cerebro que no reciben aporte van muriendo poco a poco. Neuronas van cayendo, van desapareciendo, y eso provoca que las funciones que sostienen esas áreas no se ejecuten como deberían. Al final, el cerebro tiene como virtud principal el sostener nuestro funcionamiento cognitivo, nuestra memoria, nuestro lenguaje, nuestra atención, muchos procesos que ponemos en marcha para conocer el mundo. Por eso se llaman «procesos cognitivos». Y, claro, dependiendo de la situación y de cómo se produzca ese ictus, lo que nos vamos a encontrar es que puede haber alteraciones que afecten al lenguaje, que afecten a la atención, y, por supuesto, los primeros signos que nos vamos a encontrar muchas veces van a estar vinculados con eso. A veces nos podemos encontrar personas que experimentan de repente una dificultad súbita para empezar a hablar. Empiezan a tartamudear, empiezan a no poder articular, empiezan a quedarse bloqueados en el habla, algo que es muy llamativo, porque está afectando a lo mejor ese ictus a una arteria que es la que irriga la zona izquierda del cerebro, la arteria cerebral media izquierda, que es la que irriga toda la zona que procesa el lenguaje.

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A veces lo que nos encontramos es un problema que afecta al movimiento. La persona empieza a perder fuerza en uno de los lados del cuerpo, a veces en el lado derecho, en el lado izquierdo, porque, si el ictus ocurre en el lado izquierdo, las zonas del movimiento que llevan el lado derecho del cuerpo son las izquierdas. Y, de esa manera, aparece una pequeña hemiplejia o una pérdida de fuerza o de sensibilidad. También, por supuesto, una pérdida de conciencia. Son lo que llamamos «signos de alerta», que nos encontramos normalmente cuando está ocurriendo un ictus. Claro, esto es importante porque, ya os lo he comentado, el tiempo que dure esa interrupción sanguínea, cuanto mayor sea, más alteración cognitiva vamos a tener y, por eso, la reacción rápida puede salvar mucho más tejido cerebral y mucha más función cognitiva. No en vano, al final, muchos hospitales han generado ya un «código ictus» como una señal de alarma cuando una persona que entra por urgencias tiene síntomas de un ictus. Porque se activa un código de acción muy rápida porque las primeras horas son claves para evitar que esa lesión se extienda o que ese daño que se va a producir por falta de riego sanguíneo afecte más a la cognición. Por desgracia es algo que está mucho más patente hoy en día, lo vemos, seguro que todos conocemos a alguien cercano que ha tenido alguna situación vascular, pero lo importante también es que ahora sabemos cómo detectarlo rápido y también cómo trabajar aprovechando la plasticidad del cerebro para recuperar las alteraciones que vienen después de un ictus.

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Tampoco quiero asustaros porque, obviamente, seguro que os ponéis en vuestra vida y decís: «¡Ostras, esto a mí me ha pasado! Yo a veces he notado que me faltaba un poquito la fuerza en un lado. A veces me he mareado». Dices: «¡Oh, Dios mío! ¿Estoy teniendo un ictus o no?». Obviamente hay muchas cosas que nos pasan que pueden ser parecidas a lo que puede sentir alguien con un ictus. La cuestión es que se mantenga en el tiempo y tenga las condiciones que os he comentado. Yo me he encontrado con personas que a veces se han encontrado con un pequeño mareo. Ese mareo luego ha ido acompañado de esa pérdida de fuerza y ha sido momentáneo. Algo que les ha dejado descolocados y que, obviamente, les obliga a tener que ir al centro hospitalario donde se detecta con una resonancia: «Oye, pues tú lo que has tenido es un ictus». Conozco personas que han podido tener una pequeña isquemia, muy pequeñita, que se ha mantenido en el tiempo y que ha afectado muy levemente a su articulación, por ejemplo, o a su movimiento, de forma tan sutil que hay quien lo ha podido confundir en un momento dado con la situación de que a lo mejor se haya tomado una cerveza o dos. Ese familiar que dices tú: «Uy, habla un poquito arrastrado. Este ha estado de cervezas», por ejemplo. Y, claro, cuando vas detectando que eso no es una cuestión solo de que tengas una mala articulación, sino que ves alguna dificultad de movimiento, acabas acudiendo al hospital y detectas que ha habido una isquemia. Así de sutil puede ser en algunos casos, lo cual te hace tener que estar atento a estos signos. Otras veces no. Otras veces es más dramático y te encuentras una persona que directamente cae al suelo y se desmaya, pierde la conciencia y eso provoca, en general, a toda la familia, a todo el entorno, un susto enorme, una situación de la cual luego cuesta mucho recuperarse a nivel emocional, porque has visto como alguien a quien tú quieres, a quien aprecias, se desploma.

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Y, de nuevo, otra vez, eso obliga a tener que ir al centro hospitalario y a revisar rápidamente qué ha pasado. A veces, por desgracia, los accidentes vasculares no se quedan solo en hablar de isquemias, interrupciones o hemorragias. A veces hay personas que tienen malformaciones arteriovenosas que se llaman «aneurismas». El sistema vascular que os he contado, todos estos intrincados vasos vasculares no siempre están perfectamente diseñados o a veces se van deteriorando con el tiempo y forman un pequeño aneurisma, un acúmulo, que yo lo suelo explicar como cuando pisas una manguera. Cuando pisas una manguera os dais cuenta de que se va abombando, ¿verdad? Pues a veces se provocan esos abombamientos en ciertas partes de la arteria y ese aneurisma se puede detectar previamente a que se rompa porque haya algún tipo de evento, una crisis epiléptica o alguna situación que lleve a la persona al hospital y se encuentren ese aneurisma ahí. Ese aneurisma es, en algunos casos, como una pequeña bomba de relojería que está ahí. A veces se puede intervenir, a veces no. Tengo pacientes que han sabido que tienen un aneurisma y les han dicho: «Si operamos este aneurisma, es posible que puedas perder el habla. Entonces, vamos a dejarlo estar, vamos a continuar sabiendo que eso está ahí y todo el mundo prevenido para las posibles señales de alarma que puedan ocurrir para que en el momento en que ocurran estés en el hospital el primero». Y así algunos pacientes que he tenido han encontrado ese momento en el que, al notar que estaban perdiendo el habla, han ido al hospital y han podido solucionar más rápidamente la lesión que se podría producir por el aneurisma.

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Otros, por desgracia, descubren ese aneurisma en una situación eventual, en un día cualquiera. Se desmayan y en el hospital dicen: «Tenías un aneurisma y ahora una hemorragia». Por tanto, el sistema vascular es algo que tenemos que cuidar mucho y se cuida mucho también con ciertos hábitos del día a día como son la alimentación, el estilo de vida no sedentario, todo lo que al final nos lleve a mejorar nuestro riego sanguíneo en general, y cerebral en particular, como puede ser el hacer también deporte moderado. Entonces, hay casos que yo he visto de muchas formas diferentes en las que se ha expresado la aparición de ese ictus, pero todos con un denominador común. El tiempo en el ictus es vida.

18:10
Mujer 1. Hola, Aarón. Bueno, aparte de los ictus, ¿qué otro tipo de signos o comportamientos se pueden detectar en una persona que puedan generar ese tipo de diagnósticos? Lo digo particularmente porque, en el caso mío, mi madre, al poco tiempo de jubilarse, fue diagnosticada con demencia senil y con un déficit de trastornos cognitivos muy fuerte que realmente la llevaron a ser no funcional, no autofuncional.

18:45
Aarón Fernández del Olmo. Muy buena pregunta, la verdad, porque, cuando hablamos de los ictus, hablamos generalmente en clave de daño cerebral adquirido, algo que ocurre de repente, de manera puntual y aguda. De repente estás en una situación y pum: aparece un ictus o un traumatismo, o a veces aparece una neoplasia, que es como se suele llamar a los tumores cerebrales. Es algo que aparece de golpe y cambia tu función cognitiva. Sin embargo, hay otras circunstancias, otras condiciones, que también son bastante complicadas de llevar, que son las enfermedades neurodegenerativas, en las cuales el cerebro inicia un proceso de cambios que no son normales para la edad. Es verdad que antes se utilizaba mucho el término «demencia senil» como algo que se consideraba como habitual del envejecimiento, pero hoy en día sabemos que el envejecimiento como tal no tiene por qué ser un camino de degeneración, ni mucho menos. El envejecimiento tiene cambios en el cerebro, porque hay cambios en todo el organismo, pero son algunos cambios que no implican patología. Sin embargo, sí hay una serie de condiciones, y cada vez tenemos más claro que hay varias, en las cuales se produce una cascada de cambios en el cerebro que van afectando a la cognición de manera muy diferente. Seguro que todos conocéis la enfermedad de Alzheimer, que es la más conocida, obviamente, por prevalencia, pero, como siempre suelo decir, no todas las demencias son alzhéimer. Y ahí está una de las claves. Tenemos muchos tipos de enfermedades neurodegenerativas que es importante que alguien valore a nivel neuropsicológico para detectar qué perfil es el que tenemos y cuál es esa posible incipiente enfermedad neurodegenerativa que a veces se solapa con el envejecimiento normal.

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Y esto nos obliga a ser muy cautos con los signos que vemos, porque muchos signos que nos encontramos en personas que se están haciendo mayores o en nosotros mismos, si nos exploramos, pues nos están indicando que hay cosas que cambian en nuestro comportamiento y en nuestro cerebro. Aquellos que estéis ya llegando a la cuarta década de vida, podéis sentir que a veces alguna palabra no sale y tú dices: «Dios mío, esto es un inicio de demencia». Bueno, el cerebro cambia y, cuando cambia, su conectividad cambia y no es tan fluido como cuando tienes 20 años. Eso no significa que sea el inicio de una demencia. Sin embargo, hay, por frecuencia de aparición y por cantidad de veces que ocurren en el día a día, algunos perfiles que inician con alteraciones del lenguaje y que se conocen como «afasias progresivas primarias». Es un tipo de enfermedad degenerativa que afecta principalmente al lenguaje. La persona lo que va a empezar a experimentar es que su lenguaje se va reduciendo en cuanto a calidad y en cuanto a cantidad, algo que obviamente la persona va a sufrir mucho, porque va a notar que no puede contar las ideas que tan claras tiene en su cabeza de una forma que otros la entiendan. Incluso también puede afectar a que las personas que le hablan no sepan hacerse entender porque pierdas parte de ese vocabulario. Son un tipo de enfermedades degenerativas que detectamos por alteraciones del lenguaje pero muy claras. No solo una dificultad en sacar palabras, sino cosas ya que te están hablando de que procesos del lenguaje que son fundamentales se están deteriorando. Luego seguramente hablaremos de ellos.

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Volvemos de nuevo al alzhéimer, como la prototípica enfermedad degenerativa en la que lo que estamos experimentando es una pérdida de memoria. Pero es cierto que también, cuando estemos mayores, hay pequeños fallos de memoria. La cuestión es cuántos de estos fallos se deben a una enfermedad degenerativa y cuántos se deben a que nuestro cerebro está cambiando. Vuelvo otra vez a los 40 años, y no es que tenga manía a la gente con 40 años, pero cuando vas a la cocina muchas veces te dices: «¿A qué venía?». Y tú dices: «Espérate, porque ya está empezando a darme a mí algún tipo de enfermedad degenerativa, Dios mío». En un mundo en el que estamos ahora mismo plagado de notificaciones, de pitidos, de redes sociales, de distracciones, la memoria necesita sus tiempos también para crear una huella duradera. Y a veces arrancas a hacer una cosa y te distraes y pierdes el hilo, y eso no es un inicio de una demencia. Sin embargo, cuando tenemos una persona que está iniciando una enfermedad neurodegenerativa de tipo alzhéimer, podemos encontrar, la mayoría de las veces, importantes problemas para guardar recuerdos, cierta una tendencia a repetir varias veces la misma información, porque la persona pierde el hilo y no sabe que ha contado lo que te ha contado. Así también hay muchas enfermedades degenerativas que se van a detectar por problemas en el movimiento, como tendríamos en el caso del párkinson, o tendríamos también la enfermedad de Huntington, en la cual estructuras del cerebro que tienen que ver con el movimiento provocan movimientos no deseados, ya sean temblores o descargas de movimientos que no son los adecuados.

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Es decir, hay mucha casuística, hay muchas alteraciones que pueden aparecer cuando tenemos una enfermedad degenerativa, y tal vez el gran problema que tenemos todavía a día de hoy es saber encontrar los signos antes de que empiece a expresarse a nivel cerebral clínicamente. De manera que muchas veces empieza a ocurrir como proceso que parece normal de envejecimiento, pero con una buena evaluación neuropsicológica se pueden detectar sutilmente las diferencias entre cómo recuperas una palabra o no, cómo generas un recuerdo o no, cómo te mueves o te dejas de mover. Creo que ahí está una de las claves. Son muchos signos que a veces nos pueden alarmar, pero hay que pensar que también por desgracia, o por suerte, que también hay que alegrarse muchas veces, nos hacemos mayores. Cumplimos años y nuestro cerebro cambia y se adapta bastante bien a los cambios que son sutiles y pequeñitos. Las enfermedades neurodegenerativas suelen ser cambios mucho más drásticos y mucho más complejos de adaptar. Esa sería la idea.

24:15
María. Hola, Aarón. Me llamo María. Has hablado varias veces de la neuroplasticidad. ¿Podrías decirme qué es la neuroplasticidad y cómo influye en la recuperación de pacientes con daño cerebral?

24:28
Aarón Fernández del Olmo. A veces… Hay mucha información que tenemos ahora disponible en redes y demás sobre qué es la neuroplasticidad y es el gran milagro. Es como la gran maravilla. El cerebro tiene neuroplasticidad y, en realidad, muchas veces la neuroplasticidad no es que sea una maravilla en una maravilla, es una propiedad del cerebro. El cerebro se modifica con la experiencia. Cuando yo, por ejemplo, decido apuntarme a baile de salón, yo que, además, tengo bastante mala coordinación motora, pues, cada vez que dé una clase y otra y otra, iré modificando algunas conexiones neuronales que se encargan de coordinar el movimiento, hasta el punto de que llegue un momento en el cual yo sea capaz de bailar sin pensar en dónde tengo los pies. Seguramente en los primeros días estaré pensando cómo colocar los pies para no pisar a nadie o para no tropezarme yo. Esto seguro que suena más también de cuando aprendisteis a conducir. Al principio uno está al volante y no hay nada más. No ves más allá del coche, porque estás pendiente de todo lo que te rodea. Bajas la música, mandas callar al instructor, apagas el móvil porque estás construyendo unas nuevas redes que van a sostener ese aprendizaje que aún no es automático. Lo estás haciendo controladamente, pero estás moldeando unas ciertas redes que tienen que ver con el movimiento y la coordinación motora para que alberguen ese aprendizaje. Genial. Cuando ya llevas años conduciendo, empiezas a cometer las infracciones. Tú dices: «Claro, ahora ya puedo yo hablar con el móvil porque me veo muy seguro. Ahora puedo poner música. Ahora pueden hablarme cuatro personas a la vez».

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Has automatizado ese proceso y, obviamente, ahora tienes margen para poder hacer otras cosas, que no se deben de hacer cuando se conduce, también os digo. Pero la clave de esto es que la neuroplasticidad, al final, son cambios que se producen por la experiencia pero también por la falta de experiencia. ¿Qué quiere decir esto? Si yo, por ejemplo, dejo de entrenar ciertas funciones como la memoria o como la atención o yo dejo de hacer ciertas actividades o me vuelvo más sedentario, la neuroplasticidad jugará en contra. Porque el cerebro tiene un principio bastante extendido que es esa idea del «úsalo o piérdelo»: aquello que no se utiliza, que no se entrena, tiende a deteriorarse. Y, claro, ahí tenemos un problema. La plasticidad, entonces, no es tan buena amiga nuestra como parece. Más que una maravilla o un milagro, la neuroplasticidad es una oportunidad que tenemos de construir un cerebro mejor a través de las acciones que hagamos. Pero tal vez donde vemos la neuroplasticidad como algo muchísimo más llamativo y más potente es cuando llegamos a un daño cerebral. Cuando, de repente, ha ocurrido algún evento que ha afectado al cerebro y, entonces, las previsiones que tenemos de recuperación suelen ser siempre malas porque el cerebro, cuando lo tocamos, perdemos capacidad cognitiva, hay una enorme incertidumbre sobre qué puede pasar, y ahí entra en juego la neuroplasticidad. Parece que se pone en marcha con bastante fuerza en los primeros años después de un daño cerebral para recomponer las redes e intentar sostener ese funcionamiento que se ha podido perder. Yo aquí recuerdo casos de pacientes que he tenido que durante los primeros meses y semanas tenían una serie de secuelas que luego se fueron difuminando con el tiempo. Os pongo un ejemplo.

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Una vez tuve un paciente que había tenido un ictus que había afectado a su zona derecha del cerebro, a una zona que, en principio, no tendría que ver con el lenguaje, ya que os he dicho antes que estaba en el lado izquierdo, pero nuestro amigo era zurdo. Entonces, claro, había una pequeña inversión y la parte del lenguaje de las personas zurdas, en un porcentaje alto, está en el lado derecho. Entonces, claro, cuando tuvo esa lesión, ese pequeño ictus que impidió que la sangre llegara a una zona concreta que procesa los sonidos del cerebro, el área auditiva primaria, los primeros días no oía. Era como si estuviera sordo. Cuando yo hablaba con él… Se recuperó bastante bien, salió del hospital, vino a consulta, y le decía: «Bueno, ¿cómo estás? Vamos a hacer alguna tarea». Y decía: «No te entiendo. Te veo hablar, pero no sé qué estás diciendo». Era como si un área de nuestro cerebro que se encarga de procesar el sonido, como un oído interno, llamémoslo así, pues se hubiera quedado sordo. Tiene un nombre, que es «sordera cortical», o «sordera del cerebro». Y, claro, cuando yo vi a ese hombre así, dije: «Ahora tengo que hacer una evaluación de cómo está su memoria, su atención, y no me oye. Tengo que adaptar todos los materiales». Esto era un jueves. Así que les dije: «Bueno, idos este fin de semana a casa, voy a adaptar los materiales, voy a sentarme a preparar las pruebas para una persona que no me va a oír cuando hable con él, por lo tanto, a ver cómo lo hago». Buscas tus maneras. Y dejé pasar cuatro días mientras preparaba todo.

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El ictus había sido una semana o diez días antes. Como digo, se había recuperado muy bien. Y, cuando volvió ese martes, para sorpresa mía, cuando entró por la puerta, le dije: «Buenas, bienvenido, siéntate». «Sí, claro, ahora me siento». Y fue como: «No puede ser, llevo todo el fin de semana trabajando para organizar una evaluación de una persona que no oye. ¿Por qué ahora oyes?». Claro, si él hubiera sido neurocientífico, me hubiera dicho: «Aarón, la neuroplasticidad, hijo mío». Pero, claro, lo que realmente estaba pasando ahí es que, en los primeros momentos en los que hemos tenido un daño cerebral, el cerebro está muy proclive a recuperar rápido, porque muchas áreas no están dañadas, sino que están desconectadas. Cuando hemos tenido una lesión, hay áreas que tienen pérdida neuronal, pero las vecinas que están al lado no es que estén muertas, lo que están es desconectadas. Con el tiempo, se reduce inflamación, se reconecta un poco todo y recuperas funciones que te llaman muchísimo la atención, porque parece como un milagro y no es un milagro, es la neuroplasticidad, que también hace sus intentos de recomponer con lo que te queda en el cerebro. Recuerdo otro caso también muy llamativo. Este sí fue cada vez más duro, porque tuve la situación de tener que ir a la misma habitación del hospital de esta persona, cuando estaba y acababa de tener el ictus. A veces, te acercas un poco para orientar a las familias que están en situación de incertidumbre porque no saben qué va a pasar. Yo, cuando entré por la puerta, vi a una persona que ni me entendía ni hablaba. Una persona que estaba completamente tumbada en la cama, con su familia al lado, y a la que tú le preguntabas: «Estamos aquí varias personas. ¿Cuál de todas estas personas es tu mujer?». Y le decía: «Señala». Y él levantaba la mano y hacía… No me entendía. No entendía nada de lo que le estaba diciendo.

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Cuando yo me despedí de él, me acuerdo de que le di la mano, que eso lo entendió perfectamente, y la me dio con mucha fuerza y le dije: «Vamos a intentar que te recuperes». Creo que eso sí lo entendió, porque el lenguaje no son solo palabras, también son gestos. A los dos meses, cuando le habían dado el alta, me acuerdo de que fui a trabajar con él a domicilio, porque tenía cierta parte de hemiplejia, no podía andar y no era plan de hacerle salir de su casa. Entonces, al llegar allí, me acuerdo de que llamé al porterillo. Esta persona, insisto, no comprendía y no hablaba. Y, cuando abrió la puerta, cuando sonó el porterillo: «Ene, ube». «Qué voz más rara, o qué porterillo más mal construido». Y, al llegar, estaba él en la puerta, de pie, con un andador. «Ea, amo entro». Había recuperado mucha capacidad de comprensión y las secuelas se habían quedado solo en la producción del lenguaje. Obviamente, fue una maravilla descubrir que la persona que yo iba a trabajar, que había estado tan convaleciente, había recuperado cosas. Y otras no. Otras, por desgracia, había que trabajarlas. Qué curiosa es la vida. Este paciente había perdido parte de su capacidad de lectura y de habla, y resulta que había sido maestro y que había hecho un montón de cuadernos para sus alumnos, para enseñarles a leer y a escribir. Y, a partir de ahí, utilizamos sus cuadernos para que él volviera a empezar a escribir y a leer. Eso también es neuroplasticidad. A veces abonamos el terreno antes de que nos toque. ¿Quién sabe?

32:14
Hombre 1. Hola, Aarón. A todos nos ha pasado alguna vez de ir a decir una palabra y tenerla en la punta de la lengua. ¿Hasta qué punto es normal y cuándo deberíamos empezar a preocuparnos?

32:28
Aarón Fernández del Olmo. Muy buena pregunta. No te voy a negar que es un miedo que yo también tengo ahora mismo. Lo tenemos todos muchas veces porque, cuando vamos haciéndonos mayores, el cerebro cambia. El cerebro cambia, como he comentado antes, cambia de manera que su conectividad se hace un poco diferente. Y, al final, esas vías que sacan la información con cierta soltura con 20 o 30 años, ya con 40 o 45 tienen sus fallitos. Pero son fallos normales, insisto, no hay que preocuparse. Pero sí pueden ser un poco molestos. Cuando tienes esa palabra en la punta de la lengua y tú sabes que está ahí, pero no sale. Cómo agradecemos que alguien nos diga una sílaba o que nos diga la palabra. Es como si de repente todo se conectara y dijeras tú: «Ya está completo. El círculo está completo». El problema es que a veces esa anomia, que se llama así, está ocultando la aparición de alguna enfermedad neurodegenerativa. Y aquí está la clave de lo que decía antes. El envejecimiento normal tiene un curso, unos cambios que no tienen por qué ser positivos, pero otros que sí son positivos, que siempre nos vamos al envejecimiento como una decadencia y ni mucho menos. Pero la clave de esto es que, en enfermedades neurodegenerativas, algunas empiezan con esa pérdida o esa dificultad para sacar palabras que se conectan a algo muy frecuente. Frecuente de una manera que puede afectarte mucho en el día a día a la hora de comunicarte e incluso provocar que tú te retraigas y te eches un poquito para atrás porque sepas que te vas a confundir y evites, por tanto, entablar conversaciones.

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Eso es un poco el principio de la anomia. Claro, aquí puedo contaros casos de situaciones que son cotidianas para vosotros. Por ejemplo, si nos vamos a vuestros abuelos o a vuestros padres, os acordaréis cómo, cuando iban a deciros vuestro nombre, hacían un recorrido por el árbol genealógico, ¿verdad? «Esto, Pepe, Antonio, Paco, Luis… Perfecto». Claro, obviamente, eso nos está dando muchas pistas de que el funcionamiento del lenguaje tiene una red semántica, una red de significados, en la cual muchos términos que tienen relación están juntitos. Y, cuando el cerebro tiene que sacarlos, o cuando tú tienes que sacarlos utilizando el cerebro, si queréis decirlo mejor así, lo que te encuentras es que no coge muy bien qué términos sacar. La clave es que cuando tenemos enfermedades degenerativas pueden aparecer perfiles de anomia un tanto distintos. Es lo que muchos investigadores están buscando: cuál es el tipo de anomia típica de un alzhéimer o de algún tipo de enfermedad neurodegenerativa que se pueda diferenciar de la anomia que llamamos «de acceso». No me sale la palabra, pero está ahí. ¿Bien? En este caso, hay casos de lo que sería «anomia semántica». Es un poco distinta. ¿Por qué? Porque, en este caso, cuando tú quieres decir la palabra del objeto, tampoco te sale. Pero, cuando yo te la digo, tú no la reconoces. Tú dices: «Esto de aquí son zapatos». Y te dice la persona: «Ah, se llaman “zapatos”». ¿Cuántas personas de vuestro entorno creéis que no sabrían lo que significa «zapatos»? Eso es un signo muy llamativo de que esa palabra no es que no tengas acceso a ella, sino que la has perdido. Se ha borrado.

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Yo recuerdo el caso de una persona, de un hombre, que trabajaba en un colegio y tenía unos 55 años más o menos y trabajaba en la recepción del colegio. Ahí estaba él con todos sus aparatos alrededor, las cosas típicas, ¿verdad? Grapadoras, folios, bolígrafos… Y era la persona a la que no le echamos cuenta y que, muchas veces, es vital para el funcionamiento de un instituto y de un colegio, que es el conserje. Es al que todos vamos a pedirle ayuda muchas veces. «Oye, déjame rápido una grapadora». «Oye, disculpa, ¿me puedes pasar unos folios?». «Oye, ¿me puedes pasar…?». Esta persona me contactó, llamó a la asociación en la que yo trabajaba porque estaba empezando a notar que no le salían las palabras. Claro, cuando tienes esa petición, tú dices: «Bueno, puede ser algo de envejecimiento, estamos en los 55, el cerebro cambia…». O no. «¿A qué se refiere usted con que no le salgan las palabras?». «Que se me olvidan las palabras». «¿Me puede especificar más cómo se le olvidan? Si a usted se las dicen, ¿usted sabe lo que significan?». Y ahí sí me dijo, compungido: «La verdad es que no. Me las dicen y me suenan raras». Cuando ya esa persona viene a consulta, yo ya evalúo el funcionamiento que tiene, tengo informes, y ahí hay ya una lesión en cierta zona que se ha ido instaurando como una enfermedad degenerativa, que es una de estas afasias progresivas primarias, que afecta concretamente a nuestra red semántica del lenguaje.

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Es como si los objetos se despegaran de las palabras. Y, entonces, cuando quiere recuperar cualquier palabra, no está. Y, sin embargo, la persona sí sabe lo que es el objeto, sabe utilizarlo, pero su léxico se disminuye completamente. Entonces, imaginaos a esa persona cuando está en su trabajo y le dicen: «Dame la grapadora». Y él decía: «Oh, Dios mío, ¿qué es “grapadora”?». «Dame un bolígrafo». Y decía: «Oh, Dios mío, ¿qué era “bolígrafo”?». Algunas personas de su entorno intentaban ayudarle. Los que ya conocían la patología y dificultad, le hacían gestos y le decían: «¿Me das la grapadora? ¿Me das el bolígrafo?». De alguna manera intentaban compensar, y lo hacemos todo intuitivamente muchas veces nosotros, las dificultades que tiene otra persona en la comunicación. Pero llegaba un punto en el cual la comunicación de esta persona estaba un poquito más afectada, porque esa anomia tiene una consecuencia también. Cuando voy a explicarte algo, no tengo las palabras para contártelo. Y, entonces, lo que antes era un conjunto enorme de animales que podía utilizar, ¿verdad? «Tyrannosaurus rex», por ejemplo, lagartija… Ahora se convertían en «animalito». «Este animalito…». Con un tiranosaurio no acaba de pegar. «Este animalito…». Una lagartija. Era su forma de expresarse. Se reducía completamente su capacidad de expresar muchas de las cosas que tenía en su cabeza. Ese es un tipo de anomia que sí sería muy llamativo y muy perjudicial para el día a día y que sí sería para empezar a asustarse porque hablamos de un borrado de las palabras.

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Otro ejemplo de anomia que lo cuenta muy bien el catedrático Fernando Cuetos, un catedrático de la Universidad de Oviedo, que es uno de los expertos que tenemos en lenguaje aquí en España, es la anomia fonológica. Que, en este caso, la palabra no es que esté borrada y no es que no accedas a ella, sino que se desmonta. Es posible que os haya pasado alguna vez, seguro, si habéis intentado decir, por ejemplo, palabras como «electroencefalograma» o «accidente cerebrovascular», que alguna sílaba os baile. Pero es una sílaba, no pasa nada. O que digas «murciégalo» en vez de «murciélago», cosas que pueden ser pequeños errores de cómo montamos las palabras. Pero, en algunas enfermedades degenerativas que afectan al lenguaje, cuando quieres montar la palabra, sobre todo cuando es una palabra de alta longitud o larga, esta se te desmonta cuando estás hablando y empiezas a zozobrar. «Es un electroencefalo… Electroencefali…». Obviamente, no recuperas la palabra y eso condiciona mucho tu forma de hablar, porque, cada vez que quieres decir una palabra que es un poco larga, que no está tan automatizado, que es nueva, acabas desmontando las sílabas en tu boca. Y ya la sensación que tienes es que tu cerebro te está enviando informaciones hacia tu boca que tú no quieres producir. Y eso tiene consecuencias emocionales para la persona, porque, de nuevo, lo que suele ocurrir con eso es que tú te retraes. Tú te retraes y prefieres no conversar, prefieres no hablar, porque tienes la sensación de que te vas a equivocar.

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Así que, en este caso, sí hay algunos signos de anomia que pueden ser compatibles con alguna enfermedad degenerativa y otros que no. Y ahí de nuevo, otra vez, entra la vital evaluación que puede hacer alguien desde neuropsicología para ver qué perfil de anomia tiene y si hay alguna cosa más alrededor que encaje con alguna enfermedad degenerativa o si realmente es parte del proceso típico de la edad en el cual hay pequeños fallitos en cualquier cerebro cuando llega a ciertas edades. Por eso, muchas veces, yo siempre considero que a partir de cierta edad es muy buena idea hacerse una evaluación, por lo menos, para ver cómo estamos funcionando y que tengamos en cuenta que ese funcionamiento tiene compensaciones y algunas formas de trabajarlo por si nos dificulta un poquito la vida sin llegar a ser algo patológico.

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Alejandro. Hola, Aarón, ¿qué tal? Soy Alejandro. Lo que has mencionado realmente me llega porque mi padre hace un tiempo sufrió un ictus y en lo que has dicho y en tu libro mencionas personas que han sufrido daño cerebral y que eso ha hecho que pierdan la noción y pues pierdan identificar cosas y personas, ¿no? Entonces me surge una pregunta: ¿puede una persona con daño cerebral perder la identidad y la percepción de la realidad de las cosas?

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Aarón Fernández del Olmo. Buena pregunta, Alejandro, cuando hablamos de la percepción, porque es algo que todos damos por sentado, que funciona el mundo o lo percibimos como lo percibimos. No sé si os acordáis del antiguo vestido que era de color blanco y dorado o que era de color azul y negro. ¿Os acordáis de ese vestido? Que hubo un debate que casi nos lleva las manos, ¿verdad? Porque, claro, ¿cómo va a ser el vestido de otro color diferente al que yo percibo? La percepción es algo tan interno nuestro, tan automático, que nos resulta difícil que se pueda percibir de otra manera. Y eso es una cuestión que nos encontramos muchas veces cuando tenemos un daño cerebral. Nos encontramos que se desajusta muchas veces la percepción, que no se perciben los objetos del entorno ni las caras ni otros elementos que parece completamente imposible no percibir de manera correcta. Y esto un poco nos lleva a esa idea de que a veces los sentidos puede que nos engañen. Pero esto no lo estoy diciendo yo ahora. Esto ya lo decía un filósofo llamado René Descartes en sus «Meditaciones metafísicas» allá por 1641, cuando escribió con cierto temor una preocupación que todavía muchos podríamos intentar tener, que es ¿cómo distingo yo mis sueños de la realidad? Porque, claro, cuando yo tengo un sueño, realmente lo vivo, lo experimento, tengo emociones, pero luego, cuando me despierto, sé que ese sueño no es real.

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Pero es verdad que, mientras lo estoy viviendo, muchas veces tengo toda esa cantidad de emociones, esos temores, e incluso a veces, luego durante el día, nos asaltan recuerdos. Por suerte, el funcionamiento del cerebro cuando dormimos, por decirlo de alguna forma, es diferente a cuando estamos despiertos porque está en una fase distinta de activación y, en esa fase, por suerte, todos los aspectos motores quedan un poco desactivados porque, si no, nos levantaríamos de la cama cuando nos movemos o daríamos un golpe al lado o a nuestra pareja sin querer o sabe Dios lo que podríamos hacer. También los aspectos sensitivos están desconectados. Lo que no está desconectado son las redes emocionales. Por eso precisamente cuando las situaciones, lo que soñamos, las imágenes que vemos, que muchas veces parten de zonas que tienen que ver con el procesamiento de la memoria, cuando las tenemos, cuando ocurren, despiertan emociones. Y es que se ha visto, y se entiende a día de hoy, que el sueño, aparte de ser algo fundamental y reparador, es vital para los procesos de consolidación de la memoria. Por eso mientras dormimos tenemos imágenes. Vemos imágenes, a veces distorsionadas, de lo que hemos visto el día anterior y nos encontramos con esa situación de que ocurren cosas, historias con poco contenido, sin coherencia temporal, porque hay muchos sistemas de nuestro cerebro que están desconectados cuando dormimos. Pero, al despertar, sabemos que ha sido un sueño, sabemos que eso no es real, y esa información parece que cae en el olvido, hasta que de repente algo la saca, ¿verdad? Una mañana, de repente, ves un perro y dices: «Yo he soñado con un perro». ¿Qué ha pasado? Has construido en cierto modo un pequeño recuerdo de ese sueño, pero todos los sistemas estaban desconectados y tú no has creado las carreteras para alcanzarlo.

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Esa es la diferencia entre cuando estamos despiertos y cuando estamos dormidos. Cuando estamos despiertos, tenemos una serie de entradas sensoriales, motóricas, que crean lazos con los recuerdos y nos hacen distinguirlos muy bien de aquello que no hemos vivido, de aquello que hemos soñado. Pero justo esto me recuerda al caso que os contaba al principio de esa mujer que había confundido o consideraba al menos que su marido era un impostor, que era Alicia, se llamaba Alicia. Todo empezó realmente por un sueño. Eso fue lo que más me llamó la atención en este caso. Cuando me lo narraban sus hijos, pues Alicia había tenido un sueño y se había levantado muy agitada porque había soñado que la habían secuestrado. Había soñado que, de repente, alguien la había secuestrado a ella, la habían puesto en una casa muy parecida a la suya y que habían aparecido muchas personas que eran parecidas a sus familiares, pero no eran iguales. Pero eso era un sueño. Ocurrió durante un sueño. Lo llamativo de este caso de Alicia es que, una vez se despertó, lo que se tenía que quedar en lo más profundo de nuestra memoria, tenía que quedarse ocultado debajo de la consciencia, en cierto modo, que son los sueños, se quedó ahí. El sueño traspasó esa parte de la vigilia y se quedó como un recuerdo real. Se quedó como una sensación real que ya no podía deshacer.

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Y es una de las cosas más llamativas porque, al final, parece que tiene mucho que ver también con algo de imaginación que se construye durante el sueño y que en algunos casos de enfermedades degenerativas puede convertirse en un recuerdo tan real que luego no haya manera de desmontarlo. Y, claro, esto que le pasó a Alicia provocó que todo su entorno familiar buscara soluciones para intentar desmontar esa ilusión que era claramente falsa. Yo recuerdo que muchas veces me comentaban los intentos que hacían por demostrarle que se estaba equivocando. «Oye, mira, este es mi DNI. Aquí pone que soy yo. ¿Cómo voy a tener yo el DNI de tu hija?». «Da igual, lo habréis robado». «Bueno, pero tengo aquí esta cicatriz que es exactamente igual que la de tu hija». «Te la habrán hecho». Al final, todo podía ser explicado, todo podía ser distorsionado, para dar una explicación a la sensación que tenía ella de que a su hija la habían secuestrado. Y es verdad que, aunque Alicia, como os decía, tenía cierta buena actitud y se preocupaba mucho por la gente del entorno, de vez en cuando la encontraban preguntándose: «¿Dónde estará mi hija? Yo sé que no está aquí. Debe estarlo pasando mal. Esta muchacha que viene, que se parece a mi hija, que viene con mis nietos, es muy simpática, es muy amable, pero no es mi hija. Me acompaña, me cuida, es un ángel, yo la quiero mucho, pero no es mi hija. ¿Dónde estará mi hija?». Incluso la familia se planteó la idea de hacer una videoconferencia para intentar decirle dónde estaba su hija para quitarle esa pena, lo cual tampoco era muy producente o muy útil porque, al final, alimentaría parte de ese delirio.

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Muchas de las veces lo que te encuentras es que las intuiciones que tiene la familia para intentar solucionar este problema resultan no ser del todo positivas o no ser todo lo útiles que deberían, y eso nos pasaría a todos si entramos en un campo en el que no tenemos conocimiento. Ahí está la clave de que, como neuropsicólogos, muchas veces podemos ayudarles a entender cómo deben de afrontar estas dificultades, cómo de profundo es este delirio y difícil de desmontar, hasta el punto de que esa percepción ha quedado distorsionada. Y es muy difícil que ahora se le pueda revertir de una manera correcta. Para la persona se convierte en algo, yo lo explicaba así, como nuclear. Esto es algo que no voy a desmontar. Es algo que yo siento y que yo considero que es así. Obviamente, la percepción puede estar distorsionada de muchas maneras. En el caso de Alicia, había una especie como de desconexión, y esa es la explicación que dan algunos neurocientíficos entre las conexiones que tienen que ver con las emociones y con el reconocimiento. Esto lo explico un poquito más. Cuando veis a un familiar lo reconocéis físicamente y, a su vez, eso va acompañado de una serie de emociones. A veces no nos damos ni cuenta, pero están ahí de fondo. Porque es una persona con la que tenemos una profundidad de conexión, ¿verdad? Un familiar, una pareja, una conectividad con ellos en la que conocemos casi los gestos y los reconocemos. Nos hemos acompasado a la gente que nos rodea. Los predecimos con mucha facilidad.

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Y esa gran predicción hace que, cuando alguna cosa no encaje, a veces se elabore alguna explicación alternativa. Y lo que se dice mucho desde la neurociencia, eso dice, por ejemplo, el doctor Vilayanur Ramachandran, que es un neurocientífico hindú, lo que puede estar ocurriendo aquí es que se desconecta esa parte emocional de esa parte de reconocimiento visual, de manera que tú ves a la persona, pero no sientes todo lo que tienes que sentir. Y, en un momento dado, el cerebro cuando nota alguna disonancia hace un cierre y busca una explicación, y no siempre es una explicación que yo haría con mi lógica, sino con la lógica que hace el cerebro en cómo funciona. Y lo que hace es decir: «Si esta persona no es, aunque yo la reconozca, porque no siento lo que debo de sentir, esta persona será un impostor». Ese cierre es muy difícil de deshacer. Y una de las claves la podemos ver también con un concepto que a lo mejor os suena un poquito más, que es el del miembro fantasma. No sé si os suena. Es llamativo, el miembro fantasma, ¿vale? Suena mucho a película también de los ochenta. Pero realmente lo que estamos hablando aquí es de una condición también neurológica extremadamente llamativa, sorprendente para muchos, pero que tiene también una explicación neurológica. Lo bueno del avance de la neurociencia y de la neuropsicología y del cerebro es que vemos algunas explicaciones de fenómenos que antes eran paranormales. Y sobre todo que, si tenemos una explicación coherente y correcta, tal vez podamos trabajar con ello. Y os explico.

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Nosotros tenemos al final en el cerebro una representación de nuestro esquema corporal. Y, ojo, que no venía de serie, esto se ha ido construyendo durante la infancia. Lo que pasa que es verdad que, si lo intentáis, seguro que tenéis recuerdos de los primeros cuatro años de vuestra vida. En ese momento no hay muchos recuerdos porque los sistemas cognitivos se están construyendo. No se almacena información. Pero ahí se está construyendo vuestro esquema corporal, de manera que vuestro cuerpo queda representado completamente en el cerebro. Y el cerebro ya está esperando ese esquema corporal. Considera que tenéis las extremidades que tenéis, las tiene vigiladas, las sondea y solo se fija en ellas cuando algo llama la atención. Por ejemplo, cuando se os posa un insecto en la mano derecha, de repente la mano derecha es el centro del mundo. De repente se activa. «Uy, algo se ha posado aquí». O si os digo ahora, por ejemplo, «el tobillo izquierdo», de repente decís: «Es verdad, tengo un tobillo izquierdo». Durante un rato permanece bajo tu nivel, pero está siempre representado. El problema es que es una conexión que hay entre el propio cuerpo y el cerebro. De forma que, si yo, por ejemplo, pierdo una mano, el cerebro no cambia su representación. Considera que aún tiene esa mano. Entonces, lo que hace el cerebro cuando se activa es mandar sensaciones de que esa mano está ahí. Puedes sentir el dolor de una mano que no tienes, el picor de una mano que no tienes. Y la gran pregunta es: ¿cómo te rascas tú una mano que no tienes? Eso es un ejemplo de esa distorsión de la percepción. Pero, bueno, tiene también un final positivo esta idea.

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Como os decía, si entendemos por qué ocurre, también podemos trabajar con el cerebro para que se mitigue un poco. Lo que Ramachandran encontró fue un mecanismo para intentar desengañar al cerebro; o volverlo a engañar, como queráis entenderlo. Porque lo que planteó él fue colocar un espejo delante de la mano que sí teníamos para ver reflejada como si fuera la mano que no tenemos. ¿Y qué hacía? Acariciar la mano que nosotros tenemos, y tú en el espejo estabas viendo una mano ficticia que no tenías, pero que sería realmente la mano que te faltaba. Y tu cerebro cuando decía: «Estoy viendo que me acarician la mano, me lo tendré que creer»… ¿Recordáis la frase esta de: «Si no lo veo, no lo creo»? Creo que está mal dicha. Para el cerebro es: «Si lo veo, me lo creo». Y eso es lo que le ocurre en este caso. Cuando detecta que hay una posible mano izquierda, aunque no esté, que está siendo acariciada, empieza a experimentar una sensación de relajación que le permite deshacer esa sensación de que está habiendo un picor o un dolor. Y, en el caso de Alicia, lo interesante fue el día que la conocí y conocí a su familia, porque iba flanqueada por sus dos hijos, dos de ellos, una de ellas, la hija que había dejado de reconocer, y otro , su hijo mayor, que la llevaban prácticamente agarrada de los brazos, porque Alicia había tenido una caída bastante importante por las escaleras, que había sido justo el momento en el que había dejado de reconocer a su hija.

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Lo interesante era sentarse con ella. Cuando tú le preguntabas a ella cómo estaba, siempre hacía una mirada como sospechosa y decía: «No sé si debo contarlo. No sé si debo contarlo porque podría hacer daño a mucha gente». Era su preocupación. Estaba preocupada porque lo que ella dijera pudiera afectar a las personas que le rodeaban, personas que eran muy cariñosas con ella, pero que no eran su familia. De vez en cuando, dejaba y deslizaba la idea de: «Sí, tengo una persona que me cuida mucho, que me quiere mucho, que es como un ángel, pero no es mi hija. Tengo una persona al lado que es muy cariñosa, pero creo que debe de ser hermano de mi marido, se parece mucho, pero no es él». Eran intentos de dar una explicación de lo que estaba ocurriendo en su entorno sabiendo a ciencia cierta y con seguridad que esas personas eran impostores. Igualmente interesante era hablar con ella, que era pura candidez y amor cuando lo contaba, como lo que pasó ese día cuando salí de consulta. Cuando salí de consulta con ella, que seguíamos viendo ese movimiento que no era muy correcto a nivel motórico y que también le estaba dando pistas de esa posible enfermedad degenerativa, me encontré de frente con su hija. La había visto varias veces.

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Me llamaba la atención que siempre iba vestida de negro. Era algo que me había llamado curiosamente la atención. Y, cuando salió con su hijo de la consulta, Alicia, ella se quedó. Se quedó ahí unos segundos vacilando si hablar conmigo o no. Y eso es una muestra de que quería contar algo, así que le pedí, por favor, que entrara en consulta y que me contara cómo se sentía ella. Ella empezó a relatarme que la sensación era tremendamente dura. Porque, realmente, ella, cuando abrazaba a su madre, notaba que había una sutil diferencia en cómo era ese abrazo. Faltaba alguna emoción que antes su madre ponía que ahora no la estaba poniendo; esa sutil emoción de la que no somos conscientes ahora mismo cuando nos abraza una madre, un padre, un hermano, un amigo, que está ahí acompañándolo. Solo la notamos cuando desaparece o cuando no es posible. Y, claro, eso a ella le estaba haciendo mucho daño. Estaba buscando la manera de intentar mantener la compostura de la situación, intentando no venirse abajo porque era muy duro no sentirse tan querida como una hija que era ella. En ese momento fue cuando yo me llevo una frase que yo fui incapaz de pronunciar en una clase al día siguiente con unos alumnos cuando contaba el caso, que fue la que me soltó ella. Me dijo: «Yo veo a mi madre, que, en realidad, está tranquila. Está ignorando todo lo que ha pasado. No echa mucha cuenta. Está calmada». Le digo: «Me alegro mucho de que su cerebro le permita estar tranquila». «Pero luego pienso a veces que el cerebro es un cabrón, porque realmente no me está permitiendo a mí llegar a mi madre. Y yo estoy haciendo cosas para que esto se quede como está y no peor».

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Entonces, fue cuando me acordé de que estaba vestida de negro. Yo le dije: «¿Y te vistes siempre de negro por algo?». Me dijo ella: «Es que prefiero que siga pensando que soy la impostora de siempre y no tenga que volver a empezar otra vez de cero a ganarme su confianza. Así que prefiero vestirme todos los días de negro con la misma ropa porque así me aseguro de que me reconoce como su impostora y no una nueva que ha aparecido ahora en su día a día». Son compensaciones, claro, muy duras. Y, como digo, a mí, es una cosa que todavía me sigue costando contar muchas veces porque es muy impactante para uno cuando se encuentra en estas situaciones, pero que intentamos un poco trabajar con ella explicándole cómo tenía que llevar la situación en el día a día, cómo intentar no contradecir ese delirio, cómo jugar un poquito con la mano izquierda, intentando no confrontar un delirio que iba a ser muy difícil de desmontar. Esa es la idea muchas veces que se esconde detrás de estas enfermedades degenerativas: que no solo tienes que trabajar con la persona, sino con su entorno para que entienda qué es lo que puede y lo que no puede hacer o lo que es útil y lo que no es útil.

57:39
Elena. Hola, Aarón. ¿Qué tal? Yo soy Elena. Yo quería preguntarte un poco acerca de lo que es el proceso de atención. Como has dicho antes, hoy en día estamos totalmente envueltos de estímulos que no nos permiten muchas veces poner el foco de atención en muchas tareas cotidianas a las que estamos realmente acostumbrados. ¿Puedes hablarnos un poquito acerca de ello, de este proceso de atención?

58:06
Aarón Fernández del Olmo. Sí, claro. La atención realmente es un proceso que se ha entendido muchas veces como el tener o no tener atención. Hay gente que es más atenta y gente que es menos atenta. Y sin embargo, la atención, realmente, funciona como un conjunto de procesos que están funcionando de manera bastante sincronizada, no solo para atender, sino para saber a qué atender, a qué no o incluso cómo alternar esa atención. A veces incluso la atención hace cosas de las que no somos nada conscientes. Voy a poner un ejemplo. Creo que puede ser el ejemplo que os podría encajar. Ahora mismo estáis en esta charla. ¿Vale? Me estáis observando a mí. Estáis escuchando lo que digo. Pero seguramente, más de uno y más de dos han tenido algún pensamiento que se ha llevado para decir: «¿Cuánto queda para que acabe esto? ¿Apagué el gas o no apagué el gas? ¿Hoy jugaba el Real Madrid?». Pensamientos que te llegan y se van fugazmente. Pero vuestra atención se controla, ¿verdad? Y se dirige hacia el foco en el que estamos. Pero hay como cierta pugna para que se vaya, ¿verdad? Yo siempre digo que la atención, cuando es captada por alguien, enseguida empieza a luchar por irse. Porque tenemos una tendencia habitual. Y, si no, pensad ahora la cantidad de estímulos que hay aquí que están haciendo ruido, que se están moviendo y que estáis ignorando para manteneros centrados en mí. Si os paráis a escuchar, os daréis cuenta de que hay ruidos de aires acondicionados. A lo mejor, en vuestra casa, una carretera que pasa por al lado. Una televisión puesta de fondo. Todo esto son estímulos que están continuamente ahí diciéndonos: «¡Hola! ¿Puedes atendernos?». Pero tenemos unos preciosos mecanismos de control de la atención, de atención selectiva, se llaman, para seleccionar a qué quiero atender y a qué no. Aunque es verdad que a última hora del día ya uno está más cansadito, ¿verdad?

59:56

Cuando la tarea que estamos realizando es más nueva o no está automatizada, pues pides que todo el mundo se calle, bajas la radio. La atención selectiva no es perfecta. Funciona muy bien según a qué estés atendiendo y según el estímulo que tengas delante. Entonces hay varios procesos atencionales que no nos damos ni cuenta de que están puestos en marcha para que podamos funcionar. Porque ¿os imagináis que todos los elementos del entorno fueran igual de relevantes? ¿Y todos lucharan por entrar en vuestra atención? Y de repente dijeras: «No puedo concentrarme porque todo está luchando por atraer mi atención». Bueno, eso pasa en los niños más pequeños que los mecanismos atencionales no funcionan igual y también en el daño cerebral. Lo que pasa es que es una cosa que pasa muy desapercibida también. Hay muchas personas que después de un ictus lo que se encuentran es una dificultad enorme para poner en marcha esos mecanismos de atención selectiva, de control atencional y todos los elementos que están en el entorno cobran importancia. Y ya sabéis que hay muchos elementos en el entorno, muchísimos. Ruido digital, ruido auditivo, ruido visual, ruido de todos los tipos. Y cuando todo eso entra en el sistema atencional y es procesado a la vez, te sobrecarga de tal manera que eres incapaz de mantener la atención sostenida sobre a lo mejor algo tan simple como una película. Y es una de las quejas que me encuentro en muchas personas que han tenido un daño cerebral, que es: «No consigo concentrarme tanto como lo hacía antes». No consigo mantener el hilo de una película. No consigo mantener el hilo de una conversación. Me pierdo. No nos damos cuenta de que muchas veces la clave está en cómo estructuramos el entorno. Yo recuerdo el caso de una muchacha jovencita, porque muchas veces los ictus no respetan esa máxima que se dice de que solo pasan en personas mayores. Eso no es cierto. También pasan en personas jóvenes. A veces sin un motivo aparente. Y que tenía 35 años, 34 años, más o menos, tendría. Y que tuvo un ictus… Bueno, ni siquiera podemos decir que fue un ictus.

01:58:01

Fue tan transitorio que no quedó la sensación de que fue un ictus. Simplemente fue como un momento de mareo, un momento de dificultad de articulación, una pequeña desviación del labio, muy típico de un ictus, pero que duró una fracción de segundo. Fue al hospital y ahí no había nada. Nada en neuroimagen, nada en ningún lado. Claro, tenemos muchísima confianza en la neuroimagen, pero no es perfecta. Todavía hay mucho que se puede mejorar a la hora de ver el cerebro. Lo que sí había era una sensación para ella: «Desde que me pasó esto, me saturo a la mínima. Hasta el nivel de que, cuando me despierto, necesito un rato muy muy largo, pero muy muy largo para saber quién soy y dónde estoy. En cuanto empiezo a entrar en la cocina, todos los ruidos me están saturando. Yo empiezo ya cansada, porque toda la información que hay en el entorno no la puedo quitar de en medio. La proceso, me sobrecarga. Estoy todo el día fatigada. Tengo que pararme cada media hora a descansar, incluso a dormir, porque cada vez que abro los ojos empieza el bombardeo al que todos estamos sometidos, pero para el que tenemos mecanismos para poder soportarlo. Eso es lo que le pasaba a ella. Y obviamente, cuando yo la conocí, sabía que eso era algo muy frustrante para ella y algo difícil de poner en etiqueta diagnóstica para solicitar, por ejemplo, una baja laboral. Porque al evaluarla, hablaba bien, andaba bien, atender a tareas simples atendía bien, pero la vida es de todo menos una tarea simple. Y tanta carga de estímulos la dejaba completamente fundida. Por eso, el trabajo con ella fue, por un lado, el certificar esa dificultad atencional para que su entorno se adaptara a ella y explicarle a ella que cosas que antes podía ignorar, ahora había que quitarlas de en medio. Que tener la televisión encendida de fondo como tenemos a veces, a nosotros, como sistema cognitivo que funciona bien en cerebros adultos, no nos sobrecarga tanto, pero para ella puede ser algo completamente destructivo para su atención.

01:03:58

Tener las ventanas abiertas con ruido en la calle tampoco es buena idea. Que le hablen dos personas a la vez tampoco es buena idea. Todo lo que hacemos normalmente de una manera natural, que nos parece algo obvio y fácil para alguien puede convertirse en una sobrecarga. El detectar el problema, entendiendo lo que es la atención, permite también cómo explicarle a esa persona para que pueda funcionar con esa nueva atención y vuelva a ser una persona perfectamente competente. Es algo tremendamente importante. Esto además me lleva también a un pequeño tema, que es el debate sobre el TDAH. Sabemos de la atención en daño cerebral, pero sabemos que existe el trastorno por déficit de atención, que de hecho, por desgracia, como neuropsicólogo infantil, también os digo, es el diagnóstico por elección a cualquier niño que se mueve más de la cuenta o que no atiende. No nos preguntamos si la persona que le habla es aburrida o no. Es el niño el que no atiende. Pero la cuestión de esto, cuando hablamos del TDAH, es la idea errónea que hay de que un niño con TDAH no puede atender a nada. Y en el momento en el que un niño que tiene dificultad de atención en el aula está jugando a la PlayStation cinco horas seguidas, la sensación que hay es que su atención funciona. Si no funcionara, no estaría jugando a la Play. Pero, claro, tú lo piensas fríamente y tú, estando muy cansada un viernes, un jueves por la tarde, después de toda la semana, que estás que no tienes en pie, ¿cuántas horas puedes echar en TikTok si te pones a pasar vídeos? ¿Verdad? Porque hay una diferencia entre lo que nos solicita una aplicación de vídeos cortos o un videojuego y lo que nos solicita tener una charla o alguna persona que está hablando. Y es que cuando la tarea es muy automática, la tarea es muy movida, con muchos cambios rápidos, no está requiriendo nuestro control. Más bien está controlando nuestra atención. Por eso en el caso de un niño con TDAH es muy normal y muy fácil que una tarea tan llamativa mantenga su atención en foco completamente. El problema es cuando tenemos que hacer y utilizar mecanismos de control atencional. Yo tengo que decidir a quién atiendo, a este profesor. ¿En contra de qué? ¿En detrimento de quién? De mis compañeros que, cuanto más habla este profe, más interesantes son. Y entonces mi control de atención, que es donde tengo el fallo, falla estrepitosamente y no puedo evitar orientarme a cualquier cosa que sea más interesante que este estímulo que ya se ha vuelto demasiado aburrido.

01:06:31
Alba. Hola, Aarón. Soy Alba. Últimamente hay un síndrome que está afectando a mucha gente y del que tenemos muy poca información. Se trata de la niebla mental. ¿Podrías decirnos qué es y cómo afecta en nuestra vida diaria?

01:06:46
Aarón Fernández del Olmo. Muy buena pregunta, porque tienes toda la razón. Ha estado un poco de moda, sobre todo, en los últimos años, a raíz de todo el tema de la pandemia. Pero realmente la niebla mental era algo que ya conocíamos anteriormente y que tiene un perfil cognitivo muy concreto, una forma de funcionar muy concreta, y que es bueno tenerla en cuenta, porque es algo que pasa muchas veces por debajo del radar de una evaluación. Porque, al final, en la niebla mental tú no tienes un fallo muy concreto en el lenguaje, en la atención o en la memoria, sino que realmente es una tendencia a sobrecargar. La niebla mental se entiende como una tendencia a sobrecargarte muy fácilmente cuando tienes que procesar información. Entonces, estamos todo el tiempo procesando información, solo que no siempre al mismo nivel. Cuando hacemos, insisto otra vez, tareas automáticas, cosas que tenemos muy automatizadas, la sobrecarga es mínima. Y obviamente nos supone menos problema. Si por ejemplo yo os pidiera ahora que me dijerais los meses del año en orden, de enero a diciembre, no tendrías ningún problema. ¿Tendríais algún problema en decirlo? No. ¿Lo podéis decir? Decidlo, decid los meses del año en orden.

01:07:55
Público. Enero, febrero, marzo, abril, mayo, junio, julio, agosto, septiembre, octubre, noviembre, diciembre.

01:08:02
Aarón Fernández del Olmo. Genial, os sabéis los meses del año, maravilloso. ¿Me los podéis decir del revés, pero saltando de dos en dos? Diciembre, octubre… Qué lentos vais, ¿no? Claro, esto es cruel, porque, al final, lo que estoy pidiendo es, con la misma información, que son los meses que os sabéis, que los digáis de memoria automática, o que tengáis un control absoluto para no decir el que no es, inhibáis el que os podría salir… ¡Oh, Dios mío! Eso es procesar la información y manejarla de una manera consciente y controlada. Y ahí es donde la niebla mental se expresa más claramente, porque la persona tiene muchos problemas para manejar información que no es automática, que es novedosa. Manejar información mental de la mucha que manejamos en el día a día, como, por ejemplo, cuando estamos hablando y estamos pensando lo que estamos diciendo, intentando mantener el hilo, no perdiéndonos, viendo las caras: «qué mala cara ha puesto este, cuidado con lo que he dicho…». Ese tipo de cosas están de fondo en nuestro procesamiento. Están continuamente ahí dándole un poquito de control al automatismo del lenguaje. Bueno, pues estas personas, cuando están en una conversación, se saturan muy rápido. Hay mucha información, no puedo manejarla bien, tengo que tener en cuenta todos los estímulos que me rodean, la comunicación no verbal… ¡Ay, Dios mío, si hablan dos personas a la vez! ¡Ay, Dios mío, si se interrumpen como en cualquier debate de la tele! Ahí tienes mucha dificultad para manejar información, y, por tanto, lo que haces es que te vengas abajo muy rápido. Lo que se suele pensar, sobre todo, en la función del COVID, es que la afectación que puede producir el COVID cuando llega al cerebro, que en algunos casos ha llegado, como un virus que es, es una inflamación generalizada que puede romper un poco todas las conexiones que se generan en el cerebro. Al final, tenemos todos una velocidad de procesamiento de información que es diferente de unos a otros, pero dentro de una normalidad esperable, que está basada mucho en esa sustancia blanca que tiene el cerebro, esas conexiones que hay entre núcleos del cerebro, que se pueden ver dañadas, por ejemplo, por una inflamación.

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La inflamación que tenemos, por ejemplo, con la COVID-19, o con una encefalitis herpética, por ejemplo, un herpes que haya llegado al cerebro también puede provocar una inflamación y que nos enlentezcamos. Porque, en cierto modo, esa sustancia blanca es como las autopistas del cerebro por las que fluye la información y le hemos quitado varios carriles a raíz de esa inflamación. Entonces, lo que nos encontramos es ese síndrome que también se llama «subcortical» porque afecta a estructuras que están por debajo de la corteza y que se expresa con esa sensación de neblina, de fatiga, que a la persona le provoca muchísimo desazón, mucha preocupación, porque no puede volver a las situaciones normales del día a día porque se sobrecarga muy rápidamente. Necesita que el mundo pare un poco. Ya sabemos que el mundo quiere seguir su ritmo independientemente de cómo funcionemos nosotros. Y en estos casos hay que enseñar a la persona a adaptarse a sus dificultades, y a su entorno también a que de alguna forma se adapte a ellas. Así que esa es un poco la idea de la niebla mental. Al final, tu procesamiento se enlentece y el mundo sigue yendo igual de rápido. Tú empiezas a llegar a un punto en el cual te bloqueas de tal manera que empiezas a ver las cosas sintiéndote ajeno a ellas. El mundo circula y tú dices: «No puedo seguirte». Y eso, obviamente, provoca muchísima frustración y es algo que hay que saber detectar para luego trabajarlo en cuanto a compensaciones. Claro, esto que comento de la niebla mental no solo se produce por infecciones, en este caso, víricas, como el herpes o como puede ser el COVID. Este es un ejemplo de lo que lo ha puesto ahora de moda, pero realmente lo que nos encontramos muchas veces es ese tipo de niebla mental que se produce cuando alguien tiene un traumatismo craneoencefálico. Cuando tenemos un traumatismo, un golpe en la cabeza, no siempre va a dejar unas secuelas muy claras. A veces, los traumatismos son leves. Cuando tenemos una lesión que llamaríamos «focal» en una zona concreta del cerebro y que, por tanto, puede arrastrar una función a que no funcione. Si tenemos, a lo mejor, una lesión en el lado izquierdo por un golpe, perdemos lenguaje, como ya sabéis. Si la tenemos, a lo mejor, en el lado derecho, perdemos condición espacial, puede ocurrir perfectamente.

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Pero a veces simplemente tenemos un golpe leve que hace que el cerebro se mueva y tenga un pequeño vaivén. Claro, el cerebro realmente no está anclado dentro del cráneo, está flotando en un líquido, el líquido cefalorraquídeo. Y como os he dicho, tiene muchas conexiones que unen unos centros con otros. Cuando el cerebro se mueve en ese vaivén del golpe, lo que ocurre es que esas conexiones se rompen. Es como si cogierais, por ejemplo, un bonsái y lo movierais desde el tronco y veríais que muchas de las raíces se han roto. Eso es lo que se conoce como daño axonal difuso. Todos los axones, todas las conexiones de las neuronas, que son la colita que tienen las neuronas por la que mandan información, se rompen de manera difusa, no en una zona concreta, y provocan que la velocidad procesando información sea mucho más lenta, provocan esa sobrecarga. He tenido casos de personas que, tras un traumatismo leve, no han tenido reales problemas en el lenguaje, la atención o la memoria, pero sí a la hora de procesar información. Hubo un chico de 27 años que tuvo un pequeño accidente de moto, muy leve, muy leve, fue un golpe, con suerte no llegó a mucho más, con el casco, no hubo ni siquiera una lesión como tal que dijéramos de ruptura del cráneo, y, sin embargo, después de ese golpe, de ese traumatismo leve, de ese vaivén que tuvo el cerebro, empezó a experimentar esa sensación de sobrecarga en todo lo que tenía que hacer. Se encontraba de repente muy limitado en tareas que hacía en su día a día, en videojuegos a los que jugaba en su día a día, donde él tenía muy automatizados ciertos procesos, pero había otras partes que eran necesarias, en las que había información nueva que manejar. Cuando jugaba con compañeros, en el tipo comando, en el cual tenían que darse órdenes unos a otros, se daba cuenta de que iba un puntito más lento de lo que iba anteriormente, y, sobre todo, ese puntito de lentitud iba aumentando conforme más tiempo estaba jugando o haciendo otras tareas.

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Incluso en el juego, donde había cosas automatizadas, él se lo notaba, aunque podía más o menos solventarlo, pero en las tareas del día a día, en tareas en las que tenía que manejar mucha información, hacer cálculos mentales, o tenía que tener… Incluso la generación de recuerdos se veía muy afectada por esa sobrecarga que provocaba que la información que tenía que guardar viniera muy mezclada con otra, con poca manipulación, y afectaba a su recuerdo también. De una manera, como digo, muy general, pero provocando que su funcionamiento con esa edad ya no pudiera ser el de una persona adulta, con cierta libertad para meterse en entornos muy ruidosos o muy sobrecargantes, sino que debía tener cuidado con los tiempos que dedicaba a ciertas actividades o que tuviera que tener cuidado reduciendo la presencia de estímulos que podían sobrecargarle, que es algo también muy dramático para la persona porque, al final, te impide participar en un entorno que no se va a moldear a ti ni a tu velocidad procesando información.

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Chica 1. Hola, Aarón. Comentaste que uno de los efectos secundarios son los problemas de memoria. ¿Me podrías explicar cómo funciona la memoria y cómo el cerebro incluso puede suprimir algunos recuerdos u olvidarse de estos rostros tan familiares como hijos, hermanos…?

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Aarón Fernández del Olmo. Claro que sí. Seguro que todos los que estéis aquí tenéis un “pendrive” o un disco duro, ¿verdad? Ahora mismo, a día de hoy, creo que todo el mundo tiene algún tipo de elemento informático así, ¿verdad? Y sabéis que cuando queréis grabar una foto la cogéis, la arrastráis del ordenador y la metéis en el disco duro, ¿verdad? Y cuando la sacáis la extrae exactamente igual, no hay ningún cambio. Lo llaman memoria USB. Pues nuestra memoria no es así. Pero para nada. Cuando metemos un recuerdo, lo metemos con cierta distorsión, y cuando lo sacamos, lo sacamos también un poco distorsionado. ¿En qué sentido? En el sentido de que la memoria es un conjunto de procesos en el cual nosotros vamos a codificar la información del entorno, vamos a darle forma, en base también a nuestro marco mental, a nuestras experiencias, a nuestro conocimiento, de manera que una misma situación no va a ser percibida igual por dos personas distintas. Eso ya es una pequeña distorsión. A la cual hay que añadir que cuando recuperamos la información o un recuerdo lo hacemos desde el momento en el que estamos ahora y no desde el momento en el que lo almacenamos. Por lo que podemos tener cierta propensión a pensar que información que tenemos ahora la teníamos cuando ocurrió ese suceso. El mayor ejemplo suele ponerse con el momento de la pandemia y con ese momento en el cual todos sabíais de sobra que había que comprar mascarillas en enero o en diciembre, tres meses antes todos teníais claro que había que comprar mascarillas. Habláis con gente que os dice: «Yo lo tenía muy claro, yo lo sabía, yo me acuerdo», sin embargo, mucha gente no las compró. Porque realmente ahora que tenemos la información de cómo fue la pandemia, algunos recuerdos se han distorsionado hasta el punto de decir: «Yo creo que recordaba haber dicho que había que comprar mascarillas». Y es que, al final, los recuerdos están maleados, están distorsionados por nuestras percepciones y nuestras experiencias.

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Entonces, no funciona tan nítidamente como puede ocurrir con un disco duro, hasta el punto de que puede haber mucha sugestión muchas veces, en la cual ciertos recuerdos no hayan ocurrido y puedan ser implantados de alguna manera por una cantidad de información a su alrededor que nos haga pensar que eso ha ocurrido realmente. De hecho, hay un ejemplo muy bueno con los recuerdos que es el ejemplo de los recuerdos que tienen que ver con las emociones. Como bien sabéis, lo que es emocional parece tener una huella bastante profunda y nítida en nosotros. Son lo que se llaman «recuerdos de destello». Recuerdos que quedan anclados muy fácilmente. Un ejemplo puede ser, para los que tuvierais la edad de haberlo vivido, el 11S y el ataque a las Torres Gemelas, os acordáis, ¿verdad? La mayoría de la gente, si le preguntas, sabe a ciencia cierta dónde estaba en el momento en el que se enteró de la noticia. Fue tan impactante como lo pudo ser el momento en el que se declaró el estado de alarma con la pandemia. Todos recordamos, por lo emocional que fue para nosotros, en qué punto estaba. Parece tan nítido que es imposible que esté distorsionado. Y, sin embargo, incluso siendo tan nítido emocionalmente, hay mucha gente que tiene distorsiones. Hay estudios que demuestran que muchas personas creen recordar cosas que realmente no sucedieron. Creen haber visto vídeos de cómo el primer avión se estrellaba en las Torres Gemelas desde un ángulo donde nunca ha habido un vídeo. Porque la memoria sigue construyéndose y sigue formándose para encajarse en cierto modo en nuestros recuerdos y en nuestro conocimiento. Por decirlo de alguna forma, tú no arrastras un archivo y lo metes en el disco duro, sino que realmente vas lanzando el archivo al disco duro, vuelve, lo lanzas otra vez, vuelve, en un diálogo entre redes cerebrales que intentan encajar ese recuerdo, ese evento que ha ocurrido, en tu conocimiento. Y lo van moldeando, lo van encajando, hasta el punto en el que ya forma parte de tu red de conocimiento. Pero en ese diálogo se distorsiona. Y en esa recuperación se distorsiona.

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Entonces, la memoria no es tan perfecta como debería. Aquí la clave está en cuando hay realmente problemas para almacenar información y hay eventos que no quedan almacenados como pasan las alteraciones de memoria que vemos en algunas enfermedades degenerativas, donde nos encontramos que los recuerdos no se graban. Intentas o vives una situación y esa información queda completamente fuera de tu conocimiento, hasta el punto, que eso es lo grave, que no reconozcas ni qué ha ocurrido. Porque, al final, tú lo que te encuentras con la memoria es que, cuando la almacenas, creas una serie de lazos para poder recuperar la información bien. Esa es la clave que podemos utilizar para mejorar nuestra memoria cuando intentamos estudiar. Y lo hacemos de forma intuitiva, muchos de nosotros. Me hago un esquema, lo relaciono con una canción, intento relacionarlo con una situación, con algún evento visual… Hago formas para que lo que quiero memorizar quede anclado y lo pueda recuperar. A veces, todo lo que tenemos en nuestra memoria está disponible, está ahí, pero no está accesible. En el caso de muchas enfermedades degenerativas, ya no solo es que no puedas acceder a ello, sino que tampoco está, no se graba. Pero tal vez una de las claves más interesantes de la memoria, para entenderla, sea que no se puede hablar de la memoria de una forma completamente homogénea y unitaria. Hay diferentes sistemas de memoria. Esos sistemas son importantes porque pueden ser herramientas para trabajar cuando falla alguno de los sistemas. Por ejemplo, no es lo mismo la memoria que tenemos para almacenar los sucesos que nos pasan, las fechas, los momentos, ¿verdad? Hoy sabéis que estáis aquí, teníais esta cita hoy, habéis venido, es un recuerdo vuestro de un episodio de vuestra vida. Por eso se llama memoria episódica.

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Y no es lo mismo eso que saber, por ejemplo, lo que es un cerebro. Un cerebro es un concepto, es un elemento que conocéis conceptualmente, y forma parte de la memoria conceptual o la memoria semántica. Son dos memorias completamente separables. Hay personas que pierden los conceptos, pero siguen recordando los hechos que han hecho. O al revés, personas que no recuerdan los hechos que le ocurren, pero recuerdan los conceptos. Y por debajo, escondida, hay una memoria más automática, más implícita, que es la memoria del movimiento y de las rutinas motoras, los aprendizajes motores, como el montar en bici, los procedimientos, que son aspectos que aprendemos sin darnos cuenta de cómo los aprendemos a veces o que automatizamos y luego no somos capaces de poner en palabras. Esto es importante, el saber que hay tipos de memoria, porque, a veces, hay alteraciones que son muy severas con unos tipos pero no con otros. Os cuento una historia, y además ejemplifica el típico caso de amnesia anterógrada. ¿Qué es una amnesia anterógrada? Es una persona que deja de poder guardar nuevos recuerdos. Todo lo que va ocurriendo, cuando es muy severo, no lo almacena, de manera que cuando empieza a padecer esta patología, por una lesión o cualquier otro tipo de evento, desde ese día, ningún recuerdo nuevo se vuelve a incorporar. Los días van pasando, los años van pasando y tú sigues en el día en el que tuviste la lesión. No recuerdas nada nuevo, no conoces a nadie nuevo, quedas anclado, tú envejeces, pero tu función queda ahí. ¿Cómo trabajo con alguien que no aprende nada nuevo? Es algo tremendamente difícil. Yo me acuerdo de una mujer que conocí con 72 años más o menos que tenía esta dificultad. Yo, cuando llegué a consulta, entré por la puerta, ella me estaba esperando ahí sentada, me acuerdo de que estaba impecablemente vestida, collar de perlas, una “blazer” preciosa, elegantemente peinada.

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Era regia, una persona regia. Decías: «Qué elegante es esta mujer». Bien maquillada, todo perfecto. Con su bolsito grande, su paraguas metido debajo por si llovía. Y ahí me estaba esperando. Me acerqué y le dije: «Hola, muy buenas. ¿Es usted María Luisa?». «Sí, soy María Luisa. ¿Usted es el médico? ¡Qué joven!». Y yo: «¡Gracias! Qué maravilla. Soy psicólogo, pero como si lo fuera. Voy a entrar a consulta un momento a preparar las cosas, que ha llegado usted antes de tiempo». «Ah, sí, sin problema». Me meto en la consulta, preparo las cosas, salgo para afuera. Ahí está ella, atemporal, como si no hubiera pasado el tiempo. Sentada, con su bolso, su paraguas. Me mira, la miro. «¡Hola! ¿Es usted el médico?» «Sí». «¡Es usted demasiado joven!». Digo: «Sí, sigo siendo demasiado joven». ¿Qué ha ocurrido? Esta mujer tenía una alteración en la memoria por la cual no incorporaba nuevos recuerdos. Entonces, claro, cuando estaba en consulta con ella, me encontraba con que cada cosa que yo le contaba era sorprendentemente novedosa. Siempre digo que no puedes conocer a una persona por primera vez dos veces. Pero con ella sí ocurría. Me conoció por primera vez dos veces. Obviamente, la lesión no era tan grave como para no guardar algún recuerdo. Con el tiempo, me fue conociendo, reconociendo… Pero, claro, a lo mejor yo le decía: «María Luisa, este fin de semana me he ido de viaje a un congreso en las Islas Canarias. Me he ido en avión». «Ah, qué bien, qué maravilla». Le ponía a hacer otra cosa y le decía.: «María Luisa», al minuto, «¿dónde he ido este fin de semana?». «No sé, tú sabrás». «He ido a un congreso». «Ah, pues muy bien. ¿Y cómo has ido?». «¿Cómo he ido?» Le pregunto yo a ella. Me dice: «¿En barco?». Digo: «No, he ido en avión. ¿Dónde era?». «No sé, ¿aquí en Madrid?». No había manera de que se acordara de esa información. Claro, puede parecer cómico y gracioso en consulta, pero imaginaos el entorno familiar donde no encontraba las cosas, donde le daban informaciones y María Luisa lo que hacía era reaccionar como diciendo: «A mí esto no me ha pasado, a mí no me lo habéis contado, yo no sé nada».

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Sobre todo, había un signo en ella muy llamativo que era eso que decía de la atemporalidad. Estaba tranquila. «Ah, ¿me has contado eso? No me acuerdo. Pues será. Me da igual». Era un signo muy conocido neurológico que se llama «la bella indiferencia». Era indiferentemente feliz a su dificultad. «Te acabo de decir que aquí debajo hay un dibujo de un gato». Pues lo habrá. No me importa. Estoy contenta, estoy tranquila, porque nada está pasando, nada se está guardando. Estoy en una calma que incluso a veces preocupaba. Claro, insisto, ¿cómo trabajo yo con eso? Si no puedo generar nuevos recuerdos, no puedo hacer nada. Pero os he dado una clave. Hay varios tipos de memoria. Que tú no recuerdes, por ejemplo, que, en un momento dado, yo me he ido de viaje o que tú me has contado algo, no quiere decir que tú no puedas aprender alguna cosa motórica o algún procedimiento. Ella tenía una coletilla que me repetía mucho, era muy llamativa, porque era una mujer, ya os digo, regia y con un nivel tremendamente alto cultural. Y me decía: «Aarón, hoy estoy un poquito cansada. Tengo la cabeza… Como si tuviera un casco frigio. ¿Sabes lo que es un casco frigio?». Tú decías: «Ostras, María Luisa, pues… Pues así de golpe me quiere sonar a Grecia». «Sí, es un casco que se ponían los griegos». Vale, perfecto. A los tres minutos, me decía: «Uy, Aarón, cómo tengo la cabeza… La tengo como si tuviera un casco frigio». Tú decías: «María Luisa, ya me lo has contado». «Ah, sí. Ah, pues vale. Pues será». A los cinco minutos, otra vez: «Me estoy empezando a embotar, Aarón. Tengo la cabeza como si tuviera un…» Y yo decía: «Lo va a decir, lo va a decir…». «¡Un casco frigio!» Y yo: «Ya me lo has contado». «Ah, pues será». ¿Cómo trabajo yo eso? Si ella no sabe que eso ha ocurrido.

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Y lo que ideamos, con su hijo al lado, que su hijo decía sorprendido: «No me puedo creer que esto esté pasando así». En el entorno del día a día no aislamos tanto los signos, no los encontramos tan aislados. Pasan tantas cosas alrededor que no sabes quién tiene la culpa de qué. Pero en consulta se lo muestras al familiar y dice: «Vale, ahora sé lo que le pasa, ¿qué hago yo?». Vamos a hacer un truquito, ¿vale? Tú puedes aprender procedimientos. Puedes aprender asociaciones sin darte cuenta. El primer día que volvemos a consulta, digo: «Me va a contar lo del casco frigio. María Luisa, ¿me puedes escribir ‘casco frigio’ en un papelito? Con tu letra, por favor. Póntelo aquí, donde no lo veas». Claro, en el momento en el que lo coloca, ya no se acuerda de que hay un papel ahí. No se acuerda que lo ha dejado ahí. Estoy tranquilamente trabajando con ella, y me dice: «Ay, Aarón, hoy me noto un poco embotada. Como si tuviera un casco frigio». «Ya me lo has contado». «Ah, pues será». «¿Quieres mirar a tu derecha?». «Uh, es mi letra. Ah, pues sí. Sí, te lo he podido contar». Segunda vez que repite lo mismo. «Tengo el casco frigio en la cabeza». «¿Puedes mirar a tu derecha?». «Uy, ya te lo he contado, ¿no? Vale». Tercera vez que me cuenta lo del casco frigio. «Aarón, es que tengo la cabeza como si tuviera un casco…» Y me mira. Y mira. «Ya te lo he contado, ¿no?» Cuarta vez. Quinta vez. Sexta vez. “Tengo la cabeza embotada como… La tengo embotada. La tengo embotada”. Ya está. Se acabó el casco frigio.

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El hijo estaba sorprendidísimo. Lo que hemos hecho no es trabajar con su memoria como trabajaría con una persona cuyos sistemas de memoria funcionan perfectamente. Porque no va a aprender un nuevo recuerdo, un nuevo suceso. Pero sí va a asociar algo. Esa palabra, cada vez que la diga, cada vez que la recuerde, le va a sonar ya rara. Le va a sonar a algo, a una contradicción que hemos ido construyendo a base de exponerla a ella. Y al final, su gesto ya era mirar directamente a la derecha buscando esa información que estaba conectada con la palabra. Y generando un recuerdo a través de lo automático y lo implícito. Vale. Muy bien, Aarón, has conseguido que no diga «casco frigio». Ahora hay que hacer eso con todas las palabras. ¡No! Es más fácil. Ahora hay que enseñarle que habrá un elemento en casa, que será una pizarra en la pared, donde va a escribir cada cosa que no queramos que repita o que quiera recordar. Porque cuando tenga dudas, girará la cabeza y buscará en la pizarra. Aprenderá un automatismo, que es buscarlo ahí. Lo escribiremos con ella, la enseñamos a escribirlo, de forma que cada vez que pase algo que tenga que estar guardado o que merezca la pena ser recordado, se escriba ahí para que ella, automáticamente, sepa que existe algo. Claro que pueden aprender, lo que pasa que no de la forma en la que aprendemos los demás.

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Manuela. Hola, Aarón. Me llamo Manuela. ¿El alzhéimer es hereditario? Yo me emociono.

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Aarón Fernández del Olmo. Es una grandísima pregunta. Porque, claro, evidentemente, se convierte en una sentencia para los hijos de alguien que ha tenido alzhéimer. Pero la cuestión de esto es que hay muchas variantes dentro del alzhéimer y hay muchas cosas que también podemos hacer. para que no se exprese de la manera que se expresó en nuestros padres o para que se exprese más tarde. Esto es importante. Porque claro que hay una dependencia genética, como la hay en la dislexia y en muchos trastornos. Pero la cuestión es que también hay algunos hábitos que pueden ayudar a que la expresión clínica de esa enfermedad que puede aparecer tarde mucho en ocurrir. Hay un ejemplo que podemos tenerlo en lo que se conoce como reserva cognitiva. ¿Qué es esto de la reserva cognitiva? Es un paradigma, es una hipótesis. Es algo que ya hemos estudiado mucho y que yo, de hecho, tuve la suerte de estudiar en mi tesis doctoral. La idea de que las acciones que hacemos en el día a día, las actividades que hacemos, los estudios que emprendemos, todo lo que es cognitivamente estimulante, nuestra alimentación, nuestros hábitos, el ejercicio físico, van a proveer al cerebro de una reserva que le va a permitir ser más funcional y más eficiente. ¿Qué ocurre cuando empieza una enfermedad neurodegenerativa? Que el cerebro va perdiendo capacidad para soportar las funciones. Conforme avanza la enfermedad, la neurodegeneración, van apareciendo más signos, más síntomas y más graves. La cuestión es que, si tenemos una buena reserva cognitiva, podemos conseguir que esa aparición de signos de una enfermedad que está ahí oculta tarde mucho más tiempo en aparecer. Esa es una de las claves importantes. Porque cuando estamos hablando del envejecimiento de personas mayores o de enfermedades neurodegenerativas, no nos damos cuenta de que estamos en un entorno actual que tiende al envejecimiento. Y, si las estadísticas no me fallan, porque son de mi época de la tesis doctoral, técnicamente en 2050 una de cada tres personas que nos crucemos por la calle va a tener más de 80 años. Lo cual es una enorme edad. Somos un continente y un país envejecido. Y, por tanto, eso hace que proliferen muchas de las enfermedades neurodegenerativas, solo por cuestión estadística. Lo cual nos va a llevar a una población con más tendencia a la dependencia.

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Las medidas que pongamos en marcha ahora para nuestras personas mayores, para que tengan una mayor eficiencia, una mayor actividad cognitiva, una mayor salud mental también, pueden redundar positivamente en que tengamos lo que se conoce como compresión de la morbilidad. Esto es que tú te pongas enfermo poquito antes de morirte y tengas muchos más años de vida con calidad. Porque hemos conseguido ahora tener muchos años de vida. Ahora lo que hay que conseguir es darle vida a esos años. Por tanto, aunque hay una parte genética que obviamente obliga a una revisión continua, a estar pendiente, también hay una parte que podemos intentar hacer nosotros para reducir la tendencia de aparición. Porque hay algunas enfermedades de alzhéimer, que es verdad que tienen un componente muy genético y son mucho más reproducibles en hijos, pero hay otros perfiles que no. Por tanto, ahí, la revisión y las acciones que hagamos con nuestro cerebro pueden ser clave, generando esa reserva cognitiva y ayudando un poco también a tener más calidad de vida en nuestros años. Por tanto, la respuesta no puede ser un sí rotundo ni tampoco un no rotundo, sino que siempre queda ese pequeño espacio para intentar hacer algo por que nuestro cerebro esté un poquito más sano.

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Mujer 2. Mi pregunta, de todas las que han hecho los compañeros, que han sido fantásticas, nuestra pregunta es: ¿dónde encontramos profesionales como tú? Porque trabajamos en el mundo de la discapacidad y nuestro problema es que la persona de referencia es el neurólogo. Sabemos lo que es un psicólogo, pero un neuropsicólogo, a lo mejor, deberíamos de saber dónde localizar a personas con tu experiencia para poder trabajar enfermedades neurológicas, que es nuestro día a día, e incluso con nuestros familiares. El neuropsicólogo. Para nosotros es un psicólogo infantil.

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Aarón Fernández del Olmo. Muy buena pregunta. Tiene su pequeña trampa y callejón sin salida porque es difícil intentar poner la importancia que tiene la neuropsicología como profesión sin que a lo mejor otras disciplinas puedan sentir que algo nos estamos metiendo en ellas. Pero realmente el neuropsicólogo es una herramienta o es un profesional, mejor dicho, y sirve como herramienta también para el trabajo multidisciplinar. En muchos centros, muchos servicios de neurología, ya son conscientes de la necesidad de tener a un neuropsicólogo en su equipo. Todos conocemos casos, por ejemplo, como el doctor Jesús Martínez, el neurocirujano que opera en paciente despierto, que es una eminencia a nivel internacional, que tiene neuropsicólogos en su equipo. Algo que antes en quirófano era impensable. ¿Qué hace un neuropsicólogo ahí? Investigar, como mucho, o estorbar. Qué va. Somos vitales para el trabajo en la cognición, sobre todo, en paciente despierto. Entramos un poco en un problema que es más derivado de cómo se entiende la psicología y la neuropsicología, que el hecho de que los neurólogos no sean conscientes de nuestro aporte y su utilidad. Yo conozco muchísimos neurólogos con los que he trabajado y nos compenetramos a las mil maravillas. Tenemos nuestras competencias, nuestro conocimiento y podemos hacer cosas conjuntas que son mucho más útiles que haciéndolas por separado. Ahora voy a poner un ejemplo. Pero ¿dónde están los neuropsicólogos? Bueno, yo soy uno de los muchísimos que estamos trabajando en los centros donde nos podemos ubicar, sabiendo que no hay una especialidad en España que reconozca la neuropsicología como profesión. Y creo que es una cosa muy importante porque, de hecho, me toca cercanamente, porque yo formo parte de la División de Neuropsicología del Consejo General de la Psicología, que es un órgano que está trabajando por construir esa especialidad, que está trabajando por intentar que el Ministerio dote de recursos a una nueva vía formativa que permita asegurarnos que haya personas que se formen adecuadamente en neuropsicología y presten su servicio a las personas que socialmente lo necesitan. La demanda ya está ahí y la demanda, generalmente, ayuda a crear la necesidad de que esto se cree.

01:35:12

Ahora falta que nos escuchen desde arriba para que muchos de los neuropsicólogos que estamos trabajando, yo no soy el único, soy uno más, de los muchísimos que hay, estemos donde tenemos que estar, que es donde la gente acude a recibir una atención universal y gratuita, que es en la sanidad pública. Tenemos realmente personas que, haciendo otras vías, como puede ser, por ejemplo, la residencia en psicología clínica, se especializan en neuropsicología, pero son un porcentaje pequeño dentro de lo amplia que es la psicología en general y que, por tanto, requieren y claman a gritos, que tengamos una especialidad que nos reconozca como profesionales, tanto por la precarización que tenemos a veces cuando trabajamos en según qué ámbitos, donde no se nos deja trabajar de una manera adecuada, de hacer evaluaciones con tiempo, sino que basta con poner «neuropsicólogo» en una etiqueta en la puerta y ya parece que tienes lo que te hace falta, como por el hecho de que las personas puedan recibirlo con la calidad que se necesita. Y te voy a poner el ejemplo del caso que para mí creo que es lo que justifica tanto la existencia de la neuropsicología como el trabajo multidisciplinar. Porque yo siempre, como he dicho al inicio de esta pregunta, es un tema espinoso porque mucha gente puede pensar que la neuropsicología parece que ocupa un espacio ya cubierto o que se está entrando en competencias distintas, y realmente es sumativa. La neuropsicología es una disciplina que integra el conocimiento de la neurociencia y la neurología y de la psicología. Lo integra para llegar a una cota diferente que permita ver cómo el cerebro influye en el comportamiento. Yo tuve un caso, y lo he contado muchas veces, pero a mí me sigue maravillando cuando me acuerdo de él, de un niño con nueve años que me llegaba a consulta con diagnóstico de TDAH y dislexia. Es un niño que, todos los que estéis en el entorno escolar lo sabéis, los hay a patadas. Porque el TDAH es lo más fácil de ver, niño que se distrae, y la dislexia es lo más fácil de ver, niño que no lee bien. Tenemos un mal entendimiento de lo que es la dislexia y la lectura, y a veces también de lo que es el control de movimiento y la atención.

01:37:10

Sea como sea, cuando me llega ese niño, me llega derivado por un neurólogo, que me dice: «Oye, Aarón, tú como neuropsicólogo…». Corrijo: «Oye, Aarón, todo el equipo con el que tú trabajas de neuropsicología…», porque éramos varias personas, «…y logopedas que estáis ahí, ¿podéis evaluar a este niño, que parece tener un perfil TDAH con dislexia, pero algo no cuadra?». Ese «algo no cuadra», esa intuición que tuvo ese neurólogo, que dijo: «Con mis herramientas actuales de bajo nivel», voy a llamarlas así, «no llego. Y antes de utilizar las de alto nivel…», que las tienen, «…antes de hacerlo, voy a cerciorarme de que no me estoy equivocando». Ahora veréis a qué me refiero con alto nivel. Alto nivel de invasión un poco en el niño. Yo me siento, veo al niño, lo evalúo, es un niño tremendamente nervioso, es muy movido, exageradamente movido, es algo que digo: «El perfil TDAH, yo lo tendría claro, pero este se mueve más de lo normal. Yo no sé cómo este niño llega a las 12 de la mañana sin caer rendido». Era un exceso de movimiento enorme. Yo decía: «Bueno, voy a seguirlo evaluando a ver qué me encuentro». Cuando le evalúo la lectura, yo sé que un niño con nueve años con dislexia algo va a leer aunque lea mal. Y mi niño no lee ni una sílaba. Y a mí, es algo que me deja completamente descolocado. Esto no puede ser una dislexia. La dislexia no es no leer, es leer automatizando mal y, según qué edad, tendrás unos fallos u otros. Cuando llegas a la veintena, treintena, tendrás otros distintos. No se cura de repente porque te hagas mayor o tengas 18 años en el DNI. Este niño tiene un fallo demasiado grave. Lo veo, además un signo que me llama mucho la atención, un pestañeo muy continuado cuando está con la tablet poniéndole juegos. Digo: «¿Por qué pestañea tanto?» Bueno, puedo ignorarlo, porque el TDAH y la dislexia no dicen nada de pestañeos. No dicen nada de que el niño, casualmente, tuviera una forma de andar con las rodillas un poquito juntas, que la madre me lo decía: «Oye, es que anda con las rodillas como así en equis, pero es algo normal, porque es verdad que, si os fijáis, la gente por la calle anda de formas que cualquiera dice que es un trastorno, aquí cada uno anda como quiere. Pues él anda con las rodillas juntas. No pasa nada».

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Son signos que tú vas cogiendo. Evalúas su memoria y te das cuenta de que la memoria falla solo cuando es en material visual y no verbal. ¿Y por qué? ¿Qué manía tiene este niño a las cosas visuales? Da igual, ignoradlo. Es TDAH. Es dislexia. No tiene más. Pero, realmente, si coges todo eso, te empiezas a plantear. Si tiene cosas que van por encima del TDAH y la dislexia, aunque me cumpla criterios, esto no es normal. Esto no encaja con TDAH más dislexia. Esto va al neurólogo de cabeza y se le dice: «Señor neurólogo, creo que habría que evaluar, porque algo hay». Y el neurólogo me dice: «Gracias por tu aporte. Voy a coger las herramientas de alto nivel, voy a utilizar una resonancia magnética», que yo no quiero mandar a ningún niño a resonancia, Dios me libre. Yo he estado dentro de una también, no es cómodo. «Y le voy a hacer un electroencefalograma para ver su actividad cerebral. ¿Y qué nos encontramos de repente? Pues unos puntitos negros en la zona frontal, que se conocen como heterotopia nodular, que son un defecto de la migración neuronal. Neuronas que tenían que haberse colocado en un sitio para cuando llegue el momento del desarrollo en el que se van a utilizar con más fuerza, y el frontal es la última parte que se desarrolla en la infancia, estaban ahí puestas donde no debían. ¿Y sabéis lo que estaban provocando? Que eso es lo llamativo y que no se veía tan claramente. Crisis epilépticas de bajo nivel. Ese pestañeo era una expresión clínica muy pequeñita de que algo estaba mal a nivel de activación. Al hacer el electroencefalograma encontraron una activación anómala de todo el lado derecho, que, casualmente, el lado derecho tiene que ver con la percepción visual y con la memoria visual. Vaya, cuadraba todo bastante bien. Y hay dos cosas más interesantes.

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Cuando buscas, porque no te queda otra que informarte, ves que las heterotopias frontales tienen muchísima relación con dificultades, casi la imposibilidad de aprender a leer. Todo va cuadrado perfectamente. Pero hay un problema. Cuando tú ves esto y tú te informas, sabes que las heterotopias frontales se suelen encontrar en los niños a partir de los 12, 13, 14, cuando empiezan las crisis epilépticas severas. Severas y farmacorresistentes. Esto es, te doy el fármaco y no va a funcionar. Pero lo hemos encontrado con nueve años, no con 12, no con 15. Porque cuando lo encuentras con 15, generalmente, hay que operar, hay que abrir el cerebro, y sacar eso no es buena idea, eso no le gusta a nadie. Pero, como lo encontramos antes, nuestro neurólogo, que es muy bueno y es una auténtica máquina, dice: «A este niño no le voy a dar el fármaco esperable para el TDAH. Le va a dar el fármaco esperable para una epilepsia. Y que trabajen los neuropsicólogos con él la lectura, el control de impulso, todo lo que está fallando que ese cerebrito no ha conseguido construir. ¿Qué pasa a los tres años? Pues que el niño tiene una mejora espectacular a nivel de lectura, tiene una mejora espectacular a nivel de control de impulso. No digo que se haya curado de su descontrol, sigue teniendo descontrol. No digo que lea como un niño de 12 años, lee como uno de ocho, me vale, estamos empezando. Pero, sobre todo, lo que llama la atención un montón al neurólogo es que al hacer el electroencefalograma a los 12 años ya no ve el foco epiléptico.

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Y diréis. «¿Qué ha pasado?». Pues que el cerebro, si lo entendemos, si sabemos lo que le está pasando y sabemos darle lo que necesita, sigue su curso. ¿Y su curso cuál es? Ir desarrollando ese lóbulo frontal, saltándose esas heterotopias, formando unas redes, porque ya no está el ruido de fondo de la epilepsia. Y entonces ha aprendido a vivir con esas heterotopias funcionando bastante mejor y, seguramente, sin el riesgo de una operación. Y eso, claro, no lo consigue un neuropsicólogo solo, eso lo consigue un neuropsicólogo, otra neuropsicóloga, otra más, otro neurólogo… Todo un equipo de trabajo en el que tiene que haber neuropsicólogos, por supuesto, pero que te demuestra que, al final, en sanidad la fuerza la hace el grupo de trabajo interdisciplinar, o transdisciplinar, como queráis llamarlo, más que un profesional aislado. Entonces, necesitamos que nosotros, los neuropsicólogos, estemos ahí para detectar estas cosas, que son casos muy puntuales, pero son casos en los que te llevas la sensación de que has hecho algo muy importante por un niño y por una familia. Si os acordáis del caso de Alicia, por cerrarlo un poco, la situación. Yo recuerdo que, cuando su hija me comentaba la situación, me comentaba lo de su indumentaria, me comentaba qué podía hacer, cómo podía encontrarle, yo intentaba encontrar alguna solución, algo de alivio, algo que le pudiera hacer sentir mejor, pero a veces no tienes eso, porque no tienes la certeza de lo que va a ocurrir. Eso es una de las peores cosas de las enfermedades neurodegenerativas y del daño cerebral, que es la falta de certeza de las muchas cosas que el cerebro puede hacer. Y a veces me salían ganas de decirle: «Bueno, a lo mejor, tenemos un momento de lucidez, o tenemos un momento en el que esto cambia o esto revierte, podría haber variaciones, no lo sabemos, porque, a veces, nos encontramos con personas que, dentro de un proceso degenerativo, alcanzan un momento de lucidez, te reconocen, reconocen algo, y luego vuelven a caer otra vez.

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Porque, al final, esto no es un camino lineal completamente en descenso, sino que hay fluctuaciones, en gran parte por todo lo que no entendemos del cerebro, por cómo de repente entra en un modo en el cual permite hacer algo que antes no permitía. Y esa fue la sorpresa que me llevé. Yo perdí un poco la pista de Alicia y su familia cuando ya cerré un poquito lo que había visto, hice un informe, intenté que fuera evaluada ya en neurología, teniendo en cuenta la información, la perdí de vista un poco. Pero quise preguntar: «Oye, ¿cómo ha ido todo?». Obviamente, pues hubo un inicio de deterioro más motórico, más claro, que confirmó que había algo ahí degenerativo motórico. Pero hubo una cosa que me sorprendió muchísimo y que yo me quedé como algo… no sé si decir que fue algo de justicia, pero por lo menos algo bonito, Hubo un momento en el cual, momentáneamente, Alicia volvió a reconocer a su hija. Fueron días. A mí me lo contaba su hermano como días. Pero yo lo que imaginaba era esa situación, en la que tú decías que tu madre te daba abrazos y no sentías lo que tenías que sentir porque tu madre no te consideraba tú, se había revertido un tiempo. Habías podido volver a abrazar a tu madre sabiendo tu madre que eras tú. Muchas veces no tenemos tiempo o la situación para despedirnos de algunas personas. Y, bueno, por lo menos, parece que ella tuvo ese momento, ese pequeño tiempo, para ir cerrando una despedida, un momento de reconocimiento, un momento de volver a sentir todas las emociones que, insisto, ninguno de nosotros somos conscientes de que están salpicando nuestras interacciones con las personas que queremos.

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Están ahí de fondo, están automatizadas, no las tenemos en cuenta. Solo, a veces, afloran cuando echamos de menos a alguien. No nos damos cuenta de que están también cuando alguien está con nosotros. Cuando se van esas emociones y solo queda lo que vemos fríamente, puede aparecer un delirio como este. Pero, en este caso, tuvimos la suerte, tuvo la suerte, tanto Alicia como su hija, de tener algunos abrazos otra vez, como tenían que ser, de madre a hija, y de poderse ir despidiendo un poquito más, cosa que no había podido hacer antes ella. Yo creo que eso, al final, nos habla de que el cerebro, sí, puede ser a veces un auténtico cabrón, es verdad, y a veces puede actuar de una manera que nos facilita y nos permite algo positivo, porque, al final, el cerebro no hace las cosas ni para putearnos ni para arreglarnos. Funciona a su manera, como un órgano más. Lo que debemos hacer es entenderlo para intentar dirigirle de la manera que nos resulte más útil a nosotros para adaptarnos al mundo.