Confía en tus hijos para que ellos confíen en ti
Arno y André Stern
Confía en tus hijos para que ellos confíen en ti
Arno y André Stern
Investigador y escritor
Creando oportunidades
Una vida dedicada a la creatividad y la infancia
Arno y André Stern Investigador y escritor
Arno y André Stern
El pintor e investigador Arno Stern nació en 1924 y vivió una infancia marcada por la amenaza del ascenso de Hitler en Alemania, la huida, el hambre y la Segunda Guerra Mundial. Sobrevivió con sus padres en un campo de trabajo en Suiza, que sustituyó al colegio e instituto. “Antes pensaba que la guerra me impidió ir a la escuela, hoy creo que me salvó de ella”, recuerda Stern, que años después no escolarizó a sus hijos para respetar los “ritmos y rituales de la infancia”.
Arno Stern es autor de la Formulación, teoría que defiende que el ser humano comparte una “memoria orgánica” universal, que se expresa a través del “juego de pintar”, con dibujo libre y espontáneo. “Un niño nómada del desierto, ¿dibujaría lo mismo que los niños que viven en la ciudad? ¿Algo distinto o las mismas cosas, pero de una manera acorde a su cultura, propia de su modo de vida? Nadie podía responder a esta pregunta porque nadie se había hecho dicha pregunta antes. Así que viajé por el mundo visitando niños no escolarizados, en la selva o el desierto, que nunca habían pintado. Y sí, les di papel y pintura… y dibujaban lo mismo”.
Esta investigación dio paso a la creación de una disciplina denominada Semiología de la Expresión, que implica en su estudio a biólogos, antropólogos, genetistas, psicólogos, neurofisiólogos, y prehistoriadores. Y sirvió de inspiración a su hijo no escolarizado, André Stern, músico y escritor, que le entrevista en esta ocasión. Juntos desarrollan la idea de educación alternativa basada en un solo principio: “Te quiero porque eres como eres”.
Transcripción
Y mi juego favorito era conducir ese coche. Y ese coche… Una mañana en la que estaba jugando a conducir, mi madre me llamó y me dijo: “Arno Stern, ven rápido”. Y yo le dije: “No, primero debo aparcar mi coche”. Mi madre respondió: “No, déjalo ahí y ven rápido”. Yo era un niño muy obediente y confiado. Si mi madre me decía que fuera, como es natural, no había nada que discutir.
Y como es natural, los niños que coleccionaban sellos eran muy aficionados a los sellos alemanes, y yo los distribuía entre los demás. Así es como pude “comprarme”, prácticamente, una reputación entre los alumnos, entre los niños del colegio. Pero eso fue solo al principio. Luego, cuando empecé a hablar francés y me convertí en un alumno ejemplar, pasaron a respetarme por mi reputación, por mis cualidades.
Un tiempo después, la situación cambió y todo se normalizó. Y, a fin de cuentas, si no se hubiera producido la guerra, habríamos vivido una vida burguesa entre los burgueses de la ciudad. Y yo habría ido a la universidad y me habría convertido en algo. Pero eso no sucedió porque llegó la Segunda Guerra Mundial y con ella la invasión de Francia, ante la cual huimos al valle del Ródano, primero. Y después, por la amenaza de ser detenidos por las autoridades de Vichy… Vichy era la capital de lo que llamaban la Francia “libre”, no ocupada por el ejército alemán, pero al servicio de Alemania, al servicio de la Alemania nazi.
Nos avisaron de que corríamos el riesgo de ser detenidos. Detenidos y deportados. Así que huimos. Primero nos escondimos en el campo, en casa de unos campesinos en la montaña, donde vivía un comerciante de madera. Allí trabajamos, y luego, como estábamos amenazados, nos atrevimos a llegar a la frontera suiza y logramos… Logramos no ser rechazados como lo eran casi todos los que se presentaban ilegalmente en la frontera. Nosotros pudimos quedArno Sterns en Suiza. Nos detuvieron e internaron en un campo de trabajo. Allí es donde pasé mi adolescencia, es decir, los tres años de la guerra. Y cuando la guerra terminó, regresamos a Francia.
Durante nuestra estancia en el campo de trabajo, que reemplazó mis estudios, dado que yo era adolescente… Tenía 18… 17, 18, 19 años. Podría haber ido a la universidad. Seguramente lo hubiera hecho, puesto que era un buen alumno. Pero esto me lo impidió. Hoy digo que me “salvó” de hacerlo. Pero sí hice… Tuve la oportunidad de pintar. Evité la escuela de negocios y me inscribí en la escuela de arte. De ese modo obtuve un certificado, y podía… Tenía la idea de convertirme en artista, y ahora tenía documentos que demostraban que había cursado estudios de arte.
Eso fue decisivo para lo que vino después porque, cuando regresamos a Francia del campo de trabajo de Suiza, mis padres no encontraron nada de lo que habían dejado. Volvieron a empezar su vida de cero, y yo estaba con ellos. Y unos amigos de mis padres tenían un primo que dirigía un organismo que ayudaba a niños.Envió una carta para recomendarme. Quería ayudarme. Dijo que como era un joven artista, quizá podría conseguirme trabajo en un hospicio para huérfanos de la guerra.
La respuesta fue inmediata. Recibió un telegrama que decía: “Envíen al muchacho”. Fui a París, me presenté, me contrataron y me pidieron que mantuviese ocupados a los niños que habían sido reunidos en ese orfanato, ese hospicio. Habían estado escondidos durante la guerra en conventos o en casas de campesinos, y sus padres habían sido detenidos y deportados. Luego los habían reagrupado allí en espera de reintegrarlos a una vida normal.
Era algo fácil de decir, pero difícil de hacer, porque Francia había sido completamente saqueada. No había nada, prácticamente nada. Aun así, encontré viejas puntas de lápices y papel desechado. Mi idea fue hacer dibujar a los niños. Eso es lo que hice. Hice dibujar a los niños, y luego, curiosamente, aunque todo estaba racionado, los zapatos, la ropa, el pan… En fin, todo estaba racionado. Pero rápidamente se hizo pintura. Justo después de la guerra, tuvimos pintura. Compré pintura, se la di a los niños, pintaron y fue delirante. Fue un acontecimiento que no podía haber imaginado ni previsto y que me entusiasmó.
Luego el hospicio cerró porque los niños fueron siendo acogidos por familiares que habían sobrevivido a la guerra y que aceptaron llevárselos. Entonces regresé con mis padres. Mi sueño era abrir un taller para niños. Quería continuar lo que tanto me había entusiasmado en el hospicio infantil. Y en cuanto pude, abrí en París, en la ciudad, un taller para niños.
También vi cosas que me impactaron. En particular, que todos los niños dibujaban las mismas cosas. Esa fue mi primera constatación. Entonces hice un inventario. Ese fue el comienzo de mi trabajo de investigación. No fue algo planeado, sino algo que se impuso. Era el testigo de esta manifestación de estos hechos extraordinarios. Eran extraordinarios. Hay que decir que también constaté otra cosa. Y es que lo que se dibujaba en el “Closlieu”, en mi taller, era diferente de lo que se hacía en otros sitios. Esos otros sitios eran la casa, el colegio o la guardería, por ejemplo. Y lo primero que noté fue que los niños hacían en mi taller lo que no hacían en otras partes. Se debía a algo. Se debía a las condiciones en las cuales les hacía jugar.
Los niños dibujan esa casa, pero ¿acaso los niños ven dicha casa? ¿Acaso viven en una casa así? Pues no. Ningún niño vive en una casa semejante. Menos aún los niños que viven en la ciudad. Y no han visto ninguna casa así. Por tanto, es completamente erróneo decir que el niño reproduce lo que ha visto.Dicho de otra manera, algo que suena muy bien, pero que es falso, es que la expresión sería la consecuencia de la impresión. No es verdad.
Y no es propia de un don, de una aptitud, ni se ve obstaculizada por una falta de destreza, sino que es totalmente ajena a esas consideraciones. Porque no tiene nada que ver con el ámbito artístico. Podemos tener talento artístico. Podemos fingir que no sabemos dibujar porque no dibujamos como Miguel Ángel o Picasso. Pero hay que señalar que no tiene nada que ver con eso. Nunca hay que aplicar esos criterios a lo que llamo la “Formulación”. Ahí se me abrió un camino, y yo siempre buscaba respuestas a todas las preguntas que me formulaban.
Quise… Me dije lo siguiente: “Los niños que vienen a pintar al Closlieu, ¿de dónde vienen?”. Todos pertenecen a la misma sociedad. Es cierto que algunos niños venían de Suecia, de Estados Unidos, de España, de Italia, de Suiza, etcétera, pero su manera de vivir era similar. Porque ya estemos en Madrid o en París, los niños están rodeados de las mismas cosas. Así que no hay gran diferencia. Pero me dije: “No todos los niños viven así”. Y me pregunté: “¿Quién vive de otra manera? Pues los nómadas del desierto”. Ese fue mi primer interrogante.
Un niño nómada del desierto, ¿dibujaría lo mismo que los niños que vienen al Closlieu, que viven en la ciudad? ¿O algo distinto, quizá? ¿O las mismas cosas, pero de una manera acorde a su cultura, propia de su modo de vida? Nadie podía responder a esta pregunta porque nadie se había hecho dicha pregunta antes. Viajé por el mundo visitando comunidades que califiqué de “salvadas”. Las llamé “salvadas” porque, ya en aquella época, en los años 60, cuando me embarqué en estos viajes, ya entonces, muchos niños, incluso nómadas del desierto o habitantes de la sabana, estaban escolarizados.
Y les imponían una manera de dibujar, tal y como les imponían lenguas, a menudo una lengua extranjera, de hecho. Bien. Así que tuve que viajar muy lejos en busca de niños que no hubieran dibujado nunca. Y los encontré. Encontré niños nómadas en Afganistán y en Mauritania que jamás en su vida habían visto una herramienta de dibujo y que no dibujaban en la arena. Pensamos que lo hacen, pero no lo hacían.
Eran niños que no habían experimentado en absoluto el gesto de dibujar, y cuando llegué, coloqué la “mesa paleta”, la que está en el centro del Closlieu, puse papel… Había pinceles sobre la mesa y pintura en los tarros, y los niños cogieron un folio, cogieron un pincel, lo metieron en la pintura y dibujaron como si supieran hacerlo desde siempre. Eso me sorprendió. No tuve que decirles nada, ni pedirles nada ni suscitarles nada. Fue automático. Les pareció evidente.
Algunos de ellos dibujaron objetos, personajes, etcétera. Incluso vehículos, quizá porque habían visto un avión en el cielo, aun viviendo en el desierto o la sabana. Así que no se trata de saber si dibujaban casas. Sí, también dibujaban casas, pero no de manera sistemática. No fui a verlos para saber si dibujaban casas, sino sobre todo para observar sus primeros dibujos. Y esos primeros dibujos son exactamente los mismos para todos los niños, sin importar dónde vivan, en la ciudad, en el desierto, en la sabana, etcétera.
A menudo les pregunto a los visitantes, cuando hablamos sobre este trabajo: “¿Se acuerdan de su infancia?”. Y me responden: “Sí, claro. Me acuerdo un poco de lo que hacía a los cuatro años, o a los tres años y medio quizá”. “¿Y de antes?”, les pregunto. “No”. La mayoría de la gente se acuerda vagamente de lo que hacía un poco antes, es decir a los dos años y medio o tres años, pero nunca he conocido a nadie que recuerde lo que hacía antes de eso, es decir durante los primeros dos años de su vida. Eso es una tragedia, después de todo, es algo que debemos reconocer. Porque pensamos que la existencia empieza en ese momento, pero cuando observamos a un niño, estoy pensando en mi nieto, Benjamin, que ahora tiene más de dos años… Todo lo que vive a diario, todo lo que descubre, lo que hace, lo que se desarrolla en él durante esos primeros años, esos primeros meses de existencia, todo eso se pierde. No lo recordamos. Se nos escapa.
Yo digo que es como un libro al que le hubieran arrancado las primeras 30 páginas, y que leyéramos a partir de la página 31. No sabemos lo que pasó antes. Pero así es. Nuestra memoria tiene un alcance limitado. Y ese límite es de más o menos dos años. Cuando pensamos en la riqueza de la vida que vino antes, y cuando pensamos en la vida prenatal durante la cual se desarrollan todas las facultades, todos los órganos… La vida del feto es prodigiosa, pero no conservamos ningún recuerdo, y hasta del nacimiento, un acontecimiento tan importante, no recordamos nada. Pero tenemos, junto a los recuerdos, una memoria. Hace mucho que conozco a esta memoria, y la llamo “memoria orgánica”. Es distinta al acto de recordar, porque no almacena acontecimientos del día a día, hechos que podríamos describir o contar. Es otra cosa. Es algo que memoriza los acontecimientos de nuestra evolución y desarrollo. Ese es el origen de la Formulación.
La Formulación puede ser, dado el caso, lo que el niño experimentó y desea revivir, pero la particularidad de la Formulación es que es la expresión de los recuerdos grabados en la memoria orgánica. Y cuando experimentamos la Formulación, a la edad que sea, porque se puede descubrir a los 30 años, 50 años o incluso más tarde, o puede vivirse en toda su envergadura, empezando en la infancia y a lo largo de la vida, somos capaces de expresar lo que está contenido en la memoria orgánica. Es una realización. Como decía, es un libro del que hubieran arrancado las primeras páginas. La Formulación permite recuperarlas, recuperar nuestro origen, nuestros inicios.
La persona que vive la Formulación se reencuentra con su origen. Eso es irreemplazable. Es prodigioso. Y me hace feliz poder decir que creé un lugar en el que, gracias a las condiciones particulares en las que se encuentran las personas en dicho lugar, reencuentran su comienzo. ¿Y cuál es esa situación particular? Pues que en ese lugar pueden recuperar su espontaneidad. ¿Y qué es la espontaneidad? Bueno, nos educan para ser razonables. Si le decimos a alguien que no es razonable, no le estamos haciendo un cumplido, sino todo lo contrario. Y no es que en ese lugar no seamos razonables, pero en él podemos ir más allá de lo razonable. Podemos recuperar el contacto con una capacidad, una facultad que es la espontaneidad, sin la cual no seríamos seres completos. Esa es la particularidad del juego de pintar que le deseamos a cualquier persona, y que conduce a la realización.
Vivíamos de acuerdo con nuestros intereses, de acuerdo con nuestras ideas, y las compartíamos con vosotros. Escuchábamos música, pero no os decíamos: “Sentaos y escuchad música”. No. Escuchábamos música en casa y la compartíamos porque era agradable. Cuando íbamos a ver exposiciones os invitábamos a acompañArno Sterns, y nunca os decepcionaron. Nunca os obligamos a ir a una exposición de Picasso o Rembrandt o de tejidos antiguos o lo que sea. No. Confiabais en nosotros, como nosotros confiábamos en vosotros. No establecimos un programa. No hay que encerrar a los niños en un programa. Los niños son respetables y debemos alentarlos a ser ellos mismos.
No tengo una ideología que poner en práctica. Observo a mis nietos con la misma mirada de interés, con la misma curiosidad y el mismo sentimiento con los que os observaba a vosotros cuando jugabais, cuando descubríais el mundo, cuando os hacíais mayores. Eso sí, claro. Pero no os comparo. Sé que vuestros hijos son muy diferentes de lo que fuisteis vosotros. Tienen cualidades distintas a las que desarrollasteis vosotros. Pero sí, está muy bien. Es lo que da riqueza a la vida. Es lo que la hace plural y no la reduce a una idea o ideología.
Los niños que venían al Closlieu… Como he dicho, eran unos 150 entre 1950 y 1980. Y yo asistía a su éxtasis cotidiano y lo vivía en su plenitud, que es lo que me permitió descubrir todo aquello de lo que he hablado. Fue extraordinario. Los niños llegaban y entraban en un lugar en el que no se puede hacer otra cosa que lo previsto, aquello que era su función. Los niños cogían una hoja y jugaban. Así es como descubrí la Formulación, porque se producía en cada uno de ellos sin excepción, y, sin embargo, eran niños que iban al colegio, como había ido yo mismo.
Pero, por entonces, en los colegios se dibujaba poco. Ilustrábamos poemas o dibujábamos en alguna hoja que encontrábamos en el patio del colegio. Dibujar así era difícil. Y aquello no se tomaba en serio, ni siquiera se le ponía una nota. Pero esa situación ha cambiado. La situación actual ya no tiene la ingenuidad de esa época. Hoy día se ha instaurado la educación artística.
Arrastran a los niños al museo, les muestran obras de artistas, les explican dichas obras, les hacen crear parodias de obras de artistas para enriquecer al niño. Pero eso no los enriquece. La consecuencia es que el niño que llega a ese mismo lugar pensado para disfrutar, y que tantos niños experimentaron a lo largo de los años anteriores, cuando se ve ante un folio, me pregunta algo aterrador: “¿Qué tengo que hacer?”. Ningún niño hubiera hecho esa pregunta entre 1950 y 1980. Daban por sentado que podían coger un pincel y jugar, tal y como juega el nómada del desierto, el niño de la sabana o el de la selva virgen. Jugaban en cuanto tenían ocasión, no se hacían preguntas, no había nada que preguntar, nada que superar ni eliminar.
Pero el niño de hoy está sobrecargado de ideas, de teorías. Al final, como no le doy consejos, y menos aún instrucciones, ¿qué hace? Hace lo mismo que todos. Coge un pincel, me preocupo por que lo sostenga bien, que lo moje bien, que lo utilice correctamente. Dibuja un cuadrado verde, lo envuelve con un cuadrado rojo y dice: “He terminado”. Reproduce un ejercicio, algún ejercicio que llevó a cabo en el museo o en el colegio y que forma parte del programa de educación artística. Eso es deplorable. Ese niño no juega. Esto es lo que hace la primera vez, pero como está inscrito por un año, va a regresar una semana después, dos semanas después, tres semanas después…
Va a regresar regularmente al Closlieu y se va a regenerar, porque no ha perdido completamente sus facultades ni el deseo de jugar. Porque está con otros que practican el juego de pintar. Entonces, se regenera. Vuelve a ser un niño. Eso es seguro y emocionante, y, para mí, seguirlo en ese proceso es un acontecimiento que me hace muy feliz. Pero los otros, los millones de niños que están cargados con nuestras nociones y teorías… Teorías sobre armonización de color, sobre composición, etcétera… Esos niños ya no juegan. Nunca volverán a jugar. Y no significa que vayan a convertirse en artistas o aficionados al arte, no. No han ganado nada, sino que lo han perdido todo. Y eso me entristece. ¿Y por qué se han vuelto así esos niños? ¿Porque los adultos son malos? No. Porque ignoran lo que es pintar en realidad.
Por eso me esfuerzo por hablar de esto. Es por eso por lo que me esfuerzo en hacer conocer la Formulación, porque hay que salvarla. Hoy día, nos preocupamos por la desaparición de los animales, los insectos, las abejas desaparecen, las mariposas, los pájaros, las flores desaparecen a causa del maltrato en la agricultura, a causa de los pesticidas, de todos los productos nocivos. A causa del cambio climático que hemos provocado por ignorancia, por una manera equivocada de comportarnos en esta tierra. A eso hay que añadirle la desaparición de la Formulación, porque algo en el interior del ser está amenazado, y el juego de pintar lo regenera. Hay que desearles a todos los niños que puedan revivir la Formulación. Hay que empezar, lógicamente, por interrumpir este maltrato. Al igual que hoy se lucha para impedir los pesticidas, hay que luchar para impedir la educación artística. Y para mí, es una batalla en la que debo participar.
Era porque no estaban preparados para escucharlo. Pero hoy, cuando hablo de la existencia de la Formulación y de sus consecuencias, suscita un entusiasmo que alcanza proporciones que superan todo lo que podíamos prever. Y eso es alentador. Me permite confiar en el futuro. Me hace pensar que la gente está desesperada, en crisis, y lo que les aportamos no son soluciones a problemas, no es una terapia, no. Es una revelación. Es hacerles saber que pueden pensar de otra manera, que no deben ignorar una realidad que hasta ahora desconocían, que estaba escondida. Y cuando la descubren, eso suscita otra manera de ser, otra voluntad de ser, y eso es algo muy positivo.
Papá…