No podemos vivir sin apego
Mario Guerra
No podemos vivir sin apego
Mario Guerra
Psicoterapeuta
Creando oportunidades
Hay cuatro tipos de apego, ¿cuál es el tuyo?
Mario Guerra Psicoterapeuta
Mario Guerra
Mario Guerra es un reconocido psicoterapeuta, conferencista y autor mexicano, conocido por su enfoque humanista en el bienestar emocional y las relaciones personales. A lo largo de su carrera, ha destacado por hacer accesible la psicología a todo tipo de audiencias, transformando la manera en que muchas personas comprenden y gestionan sus emociones. Uno de sus mayores logros ha sido la difusión de la teoría del apego, que explica cómo los vínculos formados en la infancia afectan nuestras relaciones adultas y nuestro bienestar emocional.
Con un estilo cercano y práctico, Guerra ha difundido los cuatro estilos de apego (seguro, ansioso, evitativo y desorganizado) y cómo estos pueden transformarse mediante el autoconocimiento, permitiendo relaciones más sanas y satisfactorias.
A través de sus conferencias, libros y presencia en plataformas como radio, YouTube y podcasts, Guerra ha ayudado a miles de personas a mejorar sus relaciones y su salud mental. Su enfoque en el desarrollo humano y su capacidad para comunicar de forma clara y empática lo han convertido en una de las voces más influyentes de la psicología en México, promoviendo siempre la idea de que es posible sanar y crecer emocionalmente.
Transcripción
Pero al apego le hacen falta relaciones públicas y para eso estoy yo aquí, en defensa del apego. Porque por ahí he oído escuchar personas que me dicen en diferentes talleres, en conferencias: Mario, ¿cómo le hago para desapegarme? ¿Cómo le hago para zafarme de estos apegos que me atormentan?
Y yo les digo, es que no podemos. Porque ¿qué es el apego? El apego nos dice que es un vínculo emocional profundo que se da, inicialmente, entre un niño o una niña pequeña y sus cuidadores principales, normalmente su padre y su madre. Es una necesidad innata que tenemos de buscar amor y protección en aquellas personas que se supone que tienen que cuidarnos, que se supone que tienen que amarnos profundamente más que a cualquier otra cosa que hay en la vida.
Entonces, tendemos a buscar esta cercanía, esta proximidad para recibir, justamente, eso: amor y cuidados. Pero, entonces, esta mala relación pública que, de pronto, tiene el apego cuando decimos que hay que quitárnoslo, yo digo: ¿Cómo nos quitamos esa necesidad básica? No sobrevivimos si no somos cuidados, si no somos amados por otras personas que nos van a ayudar a transitar por la vida en lo que aprendemos a ser independientes y autosuficientes.
Entonces, el tema con el apego no es si se tiene o no, lo tenemos. La pregunta es: ¿Cómo es mi forma de apegarme? ¿Cómo es mi estilo de apego?
Y eso es de lo que nos habla la teoría del apego. La teoría del apego nos dice hay cuatro formas que las personas tienen de aprender a apegarse a sus seres queridos, dependiendo mucho de cómo hayan sido educados y cómo hayan sido criados durante la infancia.
¿Qué es el estilo de apego? Es la forma que tiene un niño o una niña pequeña de responder a la manera que es amado y cuidado por sus padres. Si los padres dieron un apoyo consistente, si dieron un amor incondicional, si estuvieron atentos a las necesidades del niño o la niña pequeña, ese niño va a aprender que el amor no duele, que puede confiar en esas personas que lo están cuidando. Pero, sobre todo, que puede confiar en que él es una persona digna de ser amada. El problema viene cuando la forma de criar nos dio unas respuestas que son como estrategias para sobrevivir en un entorno poco menos que amable.
Y esto puede venir de varias maneras, porque el apego puede ser: apego seguro, apego ansioso, apego evitativo o apego desorganizado. Si tuviera que dar un ejemplo muy concreto y que pudiéramos comprender todos…
Imaginemos: primer día de escuela de un niño o una niña pequeña. La primera vez que va a la escuela. Si nosotros nos parásemos afuera de un ‘kinder’ o de algún colegio para estar viendo las reacciones, vamos a ver que hay niños que van llegando muy contentos, con su mochila en la mano, de la mano de mamá, de la mano de papá, van platicando, van emocionados porque es su primer día de escuela.
Llegan a la puerta, miran con curiosidad y de pronto está la maestra para recibirlos y le dice la mamá al niño: “Sí, ve con la maestra, aquí vas a estar bien”. El niño confía porque él dice: “Mi mamá nunca me ha traicionado, si me está diciendo que voy a estar bien, seguro voy a estar bien”.
Entra perfecto, se despide de mamá y la mamá le dice: “A la salida regreso a por ti”. Y ese niño o niña sabe que va a regresar a por él, no tiene ninguna duda. Por eso, se va a dedicar en ese día de escuela a aprender, a jugar, a hacer amigos… porque no va a estar todo el tiempo atento a si “irán a regresar o no irán a regresar por mí”.
Cuando regresa mamá a por él o regresa papá por él, lo recibe con un abrazo. Un abrazo emocionado que le dice: “llegaste, te quiero y vamos a casa y al día siguiente regresamos”.
Mismo escenario: apego ansioso. Vemos a un niño o niña pequeña que se abraza la pierna de su padre, de su madre y que le dice: (Niño) “No, no me dejes. No, yo no quiero estar aquí, tengo mucho miedo. (Padre) No, es que tienes que ir a la escuela. (Niño) Es que no quiero ir, no me dejes, vas a venir conmigo. (Padre) No, no voy. (Niño) Es que quiero que te quedes conmigo.
Y en ese momento, ese niño o esa niña que se agarra pies y manos a la puerta de la escuela para no entrar, el papá o la mamá le dicen: “Pero cómo no, sí vas para adentro”. La maestra lo jala hacia adentro y el niño dice: “Esto es una cosa muy tormentosa, ¿por qué me están abandonando en este lugar?” Y ese niño va a llorar, esa niña va a llorar ahí adentro, va a estar angustiado: ¿mi mamá va a regresar? Se va a agarrar a la maestra, no va a querer jugar con los niños y cuando llegue la salida y su mamá llegue, porque llegará, la va a abrazar como si fuera un milagro que hubiera llegado. Y le dirá: “Ahora sí, nunca te voy a volver a soltar”. Y al día siguiente: lo mismo, lo mismo y lo mismo.
Ese niño o esa niña ansiosa va a ser una persona que de adulto va a desarrollar una gran necesidad de reafirmación de otros. Es el adulto que dice: “Te mandé un mensaje, ¿por qué no me lo contestaste?”. (Adulto 2) “Pero, es que estaba trabajando…” (Adulto 1) “Es que no ves cómo me angustio por esto. Yo pensé que te había pasado algo, pensé que te habían matado, pensé que te habían secuestrado, pensé que ya no me querías, pensé que estabas con otra persona…”. Va a ser el adulto celoso, el adulto manipulador, el adulto que está sospechando siempre que hay algo más. El que está teniendo la certeza de que lo van a abandonar, porque no es digno de ser amado.
¿Por qué? porque le dieron una creencia inconsistente. No atendieron bien sus necesidades y, de pronto, eso hizo que no pudiera confiar, lo que privilegia con el apego ansioso a la desconfianza.
Volvemos al mismo escenario. Ahora un niño o una niña que en primer día de escuela entra al colegio, ni siquiera se voltea a ver a su mamá, no se despide, entra como si nada, la mamá dice: “Bueno, pues entró muy confiado”, uno lo ve como un niño muy seguro. Entra, no interactúa, prefiere no jugar, prefiere no interactuar con la maestra, se va a un rincón, puede parecer ese pequeño niño intelectual que está leyendo algo muy concentrado… pero siempre solo, porque ya perdió la esperanza.
¿Por qué? Porque en casa, las necesidades de ese pequeño niño no fueron escuchadas, no fueron satisfechas. Es el niño al que le dijeron: “No des la lata”, “mira, ahí está la Tablet”, “ponte a jugar”, “¿qué quieres ahora?”, “¿otra vez?” (Niño) “Es que quiero ir al baño”, (Padre) “pues ve al baño, no me molestes, ¿no ves que estoy ocupado?”
Es el niño al que le dijeron: “No, no. Nada de llorar, ¿quieres llorar? Te voy a dar motivos para llorar, para que llores con ganas”. “¿No ves que estoy muy ocupado?”. “¿Qué te falta a ver?, ¿qué te falta? Tienes casa, tienes comida, tienes juguetes, tienes amigos… ¿qué te falta?”
Bueno, ese niño no puede decir una cosa muy importante: “Me haces falta tú. Tú eres quien me hace falta. Tú eres quien no está para mí. Tú eres quien ni siquiera me mira a los ojos, porque tienes todo el tiempo los ojos en el celular y parece que lo que está ahí es más importante que yo”.
Y, entonces, ese niño aprende a no vincularse. Ya perdió la esperanza, porque para ese niño su mundo es frío y gris. Para donde volteé nadie me va a hacer caso, nadie me va a escuchar. Y es menos doloroso ser yo el que rechace que acercarme a pedir algo y ser rechazado por otro. El que ni siquiera me puedas dar tu mirada y tu atención.
Y, por último, quizá el peor de todos. Regresamos a la escena del niño pequeño entrando a la escuela. Ese niño pequeño que le dice a su padre o a su madre: “No me dejes por favor, porque me muero de angustia. No me vayas a abandonar en esta escuela.” Y el papá: “Es que tienes que entrar al colegio. Lo siento, pero tienes que entrar.” Y, de pronto, el niño le dice: “¿Sabes qué? Entonces no te quiero volver a ver nunca. Nunca en mi vida te quiero volver a ver. Si tú me dejas, te voy a odiar para el resto de mi vida.”
Ese niño que estaba suplicando amor, de pronto, lo rechaza y le dice: “Lárgate. No te quiero volver a ver jamás.” Porque es un niño que sufrió maltrato, que sufrió abuso. Es un apego desorganizado, es un apego muy confuso.
Se va a convertir en un adulto que no vas a poder predecir. En un adulto que cuando va a trabajar, de pronto, tiene reacciones agresivas, violentas, explosivas. El que dice: “¿Por qué se enojó si no le dijimos nada?” Porque ya está acostumbrado a responder así. Cuando siente que hay peligro o que hay amenaza, reacciona de inmediato con miedo y ese miedo conduce a la agresión.
Entonces, en el apego seguro lo que se fomenta es, precisamente, la confianza; en el apego ansioso es la angustia, en el apego evitativo es la desesperanza y en el apego desorganizado es el miedo. El miedo a que si yo pido algo me van a castigar. Si yo digo que necesito algo me van a castigar. y es un niño o una niña que vive con gran miedo, pero, también, con una gran necesidad de ser amado. Como todos nosotros.
Por eso al apego le hacen falta relaciones públicas. No se trata de no tenerlo, se trata de cómo lo vamos a tener, cómo lo vamos a desarrollar.
Uno, a veces, debería decir: “Papá, mamá, mejor me hubierais dejado alguna propiedad en el Caribe, no este estilo de apego que me cuesta tanto trabajo y que va a marcar mis relaciones. No solamente de pareja, va a marcar mis relaciones laborales, va a marcar mis relaciones con los amigos y va a marcar la relación conmigo mismo.”
Porque el apego se trata de cómo aprendí a esperar de los otros el amor, cuál creo que es mi lugar ante los demás y cómo pienso que son el amor y los cuidados: duelen o no duelen, confío o no confío. De eso se trata, por eso es tan fundamental en nuestra vida.
Todos nosotros desarrollamos apego, la pregunta es: ¿cuál es mi estilo?, ¿cómo lo estoy haciendo? y la gran pregunta que ya hemos respondido: ¿Se puede cambiar o esto ya es una condena?
Esa es la pregunta que todos, seguramente, se están haciendo. Porque desde aquí se ve todo y yo he podido ver en algunos de ustedes, conforme yo iba contando esto, alguna lágrima, algún suspiro, el estar asintiendo… Porque muchos de ustedes se identificaron con cosas que, seguramente, han visto con los niños en la entrada de una escuela. Pero, se identificaron con algo de lo que aquí se ha hablado. Porque esto es la experiencia humana, es la naturaleza humana. Esto es el apego, el apego vivo, más allá de la teoría, en cada uno de nosotros.
A veces, una madre muere al nacer un hijo por alguna razón y no es que ese niño no vaya a desarrollar apego… lo va a desarrollar, pero lo va a desarrollar con otras personas importantes en su vida. De hecho, es cierto que los padres son los principales fundadores del apego en nosotros, pero también lo son todas aquellas personas con las que vamos a convivir intensivamente. Pueden ser los abuelos, por ejemplo, si estamos a cuidado de ellos, a veces, pueden ser hermanos mayores, e incluso, pueden ser tíos. Todas las personas que estén a nuestro alrededor.
Pero se presupone que, principalmente, vamos a estar vinculados con la figura de nuestros padres, pero, fundamentalmente, con lo que conocemos como ‘la diada principal’ que es la relación entre la madre y el hijo o hija. Porque es la primera, es la más básica, la más elemental. Desde el vientre materno ya venimos, de alguna manera, experimentando las emociones de nuestra madre y al nacer, muy probablemente, va a ser la primera persona que nos va a recibir en sus brazos. Y de ella vamos a recibir las primeras fuentes de esta forma de apegarnos.
A veces hay personas, hay madres, que se presupone que por ser madres tendrían que amar incondicionalmente a sus hijos. Pero hay madres que no pueden hacerlo por alguna razón. ¿Qué pasa cuando eso pasa? Si esa madre que rechaza es una madre fría, distante o inexpresiva, ese niño va a desarrollar un estilo de apego evitativo. Va a decir: “Yo no tengo esperanza. Esta señora mamá no me responde. No importa lo que yo haga, no me mira, no me atiende, no me cuida, no me mima… Ni siquiera voy a pedir eso porque ya sé que no lo voy a tener.”
Por eso hablaba de la desesperanza. Es terrible escuchar, de pronto, a mamás enojadas con sus hijos, diciéndoles como si fuera una ofensa: “Eres igualito a tu padre” Y uno no sabe cómo recibirlo: “Gracias” o “¡chin!” ¿Cómo respondo a eso? O que me digan igual lo mismo: “Eres igualita a tu madre. Estás loca como tu madre.”
En ese momento me doy cuenta de que esos mensajes van a condicionar el desarrollo del estilo de apego más terrible que alguien puede tener, que es el apego desorganizado. Por eso dije que ese niño va a reaccionar, primeramente, buscando amor. Pero en cuanto sienta que no se lo dan —y nadie se lo va a poder dar— porque como lo imagina no existe, entonces va a reaccionar con violencia y con rechazo. Es el que va a rechazar antes que lo rechacen. El que va a reventar una relación que podría haber sido buena, porque tiene la certeza de que va a ser lastimado. Vive con un miedo eterno. Imagínense caminar en una casa así con una madre rechazante. Caminar en la casa y no saber si el siguiente paso que voy a dar va a ocasionar una explosión. Es como caminar por un campo minado. No sé si le va a parecer o no le va a parecer.
Uno tiene que poder predecir a las personas con las que vive, de alguna manera. Y uno entiende que, a lo mejor, un día amaneciste de malitas y no me hablas por alguna razón. Y dices: “Bueno, entiendo que ha estado estresado”, pero no al minuto siguiente.
Es decir, ¿cómo va a responder? Estoy jugando y, de pronto, me dice: “¡Ay, qué bonito que estás jugando” y, de pronto, sigo jugando y me dice: “Cállate que no me dejas concentrarme.” Entonces digo: “Bueno, ¿que está mal? El que está mal soy yo. De pronto me dicen que me ponga a dibujar y de pronto me reclaman que cuántas hojas gasto. Y que no tenemos dinero para pagar tantas hojas de papel y que debería ser más consciente de los gastos de la casa. De pronto me dicen que tengo que comer y acabarme lo del plato y cuando digo que quiero más, porque es todo muy rico, me dicen que aquí no es mesón, que me debo conformar con lo que me dan, que no debo ser goloso y que, además, mis hermanos, también, tienen que comer.” Entonces ya no sé cómo van a responder: ¿Me van a cuidar o no me van a cuidar? ¿Van a sonreír, no van a sonreír?
Y eso hace que desarrollemos un mecanismo de defensa muy extraño: ser tan impredecibles como los adultos que nos crearon.
Después puede ir cambiando. Claramente hay cosas que podemos hacer. No estamos condenados, sino todos podemos aspirar a tener un mejor estilo de apego, a relacionarnos de otra manera.
Yo siempre he dicho que es tan importante amar como saber amar. Y saber amar es saber transmitir el amor que se siente, de manera que el otro pueda entender que eso es amor. Pero también la forma de recibir el amor. Porque, por ejemplo, muchas veces, sobre todo cuando tenemos apego ansioso, estamos con la desconfianza por delante. Y vivir en un miedo constante, en un peligro constante peor que si, de verdad, existieran los fantasmas. Eso es vivir en esa angustia que ningún niño… ningún niño y ningún adulto tendrían que vivir jamás. Jamás tendríamos que vivir con miedo. El amor no asusta, el amor recibe.
Miren, el apego no es tóxico, lo que es tóxico es la forma en que algunos niños son tratados. ¿Qué es lo tóxico? Aquello que enferma, aquello que intoxica, aquello que no es propio del organismo que lo tiene pero que, al consumirlo, al adquirirlo, se enferma. Y eso es una fortuna de lo desafortunado que es porque no forma parte de nosotros.
Nuestra naturaleza es amorosa inherentemente. Nuestra naturaleza es benevolente de forma natural. Cuando algo nos intoxica o nos salen ronchas o queremos vomitar o nos enfermamos… nosotros no somos los enfermos, estamos enfermos por aquello que nos fue dado que no era sano y saludable.
Un niño pequeño no puede elegir cómo van a ser sus padres. Y aquí hay una cosa, bien importante, que tenemos que entender: nuestros padres y otras figuras significativas de nuestra vida no nos pueden enseñar cómo es el mundo, nos transmiten cómo ven ellos el mundo, nos transmiten su visión del mundo. Pero, un niño pequeño no puede hacer esta distinción todavía. Los niños pequeños dicen: “Mis padres me enseñan que el amor es así, que el amor duele, entonces eso debe ser el amor.” Pero no se pone a pensar.
A mí, me encantaría que un niño pequeño pudiera decir: “Okey, eso es lo que tú dices mamá, eso es lo que tú dices papá. Así es como tú ves las cosas pero yo no estoy de acuerdo.” Y no puede decirlo porque: “¿Cómo que no vas a estar de acuerdo si soy tu padre, si soy tu madre?” El famoso: Porque lo digo yo.
Y, entonces, en ese: “porque lo digo yo”, ya se acaba todo. Si es la ley, entonces hay que obedecer la ley. Porque parece ser que mis padres, a veces, se constituyen en jueces, jurados, fiscales y verdugos. Y yo volteo y digo: “¿Y mi abogado defensor? ¿No tengo alguien que me defienda aquí?” Pues no, porque un niño pequeño todavía no tiene esa capacidad. Pero, afortunadamente, de esos vínculos que podríamos llamar tóxicos, de esas dinámicas tóxicas que hay, podemos salir.
Cuando nos volvemos adultos empezamos a crecer y nos empezamos a cuestionar cosas. Por eso es tan importante aquí el concepto de: la ‘corregulación emocional’ que es la capacidad de regular nuestras emociones a través de experiencias con otras personas que son capaces de acogernos. a veces en un niño pequeño son: una maestra de la escuela, un compañero, la mamá de un amiguito… Pueden dar una palabra de consuelo, una palabra de aceptación, una palabra de amor que nunca ha recibido de su propio padre o de su propia madre.
Y, de pronto ese descubrimiento, esa epifanía te hace descubrir: “Me dijeron que soy listo, me dijeron que soy guapo, me dijeron que soy inteligente. Y no se parece a lo que me han dicho: que soy un tonto, que es posible que no sepa cuánto es dos más dos, ni si la ‘a’ lleva acento en árbol o no, que qué tengo en la cabeza…”
De pronto alguien me dice: muy bien, vas muy bien… y ese descubrimiento, si llega en el momento oportuno, en el momento justo, es el antídoto contra esa toxicidad. Porque es el tipo de mensajes que vamos a ir guardando y vamos a ir contrastando después con el tiempo para poder decir: “Okey, mis padres decían esto, me quedo con aquello que me hizo bien y aquello que no: lo dejo ir. Me quedo con esos otros mensajes de amigos, de maestros, de mentores, de madres de otros niños. Cuando aquella vez me dijeron que yo no tenía la culpa, que yo solamente era un niño y que yo no era responsable de las emociones de mis padres.”
Cuando me lo dicen en el momento preciso, se me abre un mundo de posibilidades, el mundo se vuelve otro y empiezo a ver que quienes me dan estas indicaciones, estos guiones internos, son personas que también escriben esos guiones basados en sus propios guiones.
Los padres son como un reflejo del yo interior. Si ustedes, ahora mismo, fueran al baño y se vieran al espejo, porque no sé, quieren echarse una peinadita o les entró una basurita en el ojo… Van al espejo y se miran en el espejo, van a ver su reflejo y está bien. Pero tendrían que entender algo: ese reflejo no es ustedes, es el reflejo que el espejo les devuelve.
Pero si van al baño y ese espejo está roto, pero bien roto, hecho mil pedazos, pero, sin embargo, ahí está en la pared todavía. Ni modo que lleguen al baño y digan: “Ya me rompí.” No, saben que el espejo es el que está roto y si les está devolviendo un reflejo distorsionado, es porque el problema es del espejo. Tú no estás roto.
Eso pasa, a veces, en estas relaciones que enferman. Son espejos rotos que nos devuelven un reflejo, no de lo que somos, sino de cómo nos ven, de cómo nos ven, porque vienen también de sus propias infancias rotas. Entonces, tenemos que reconocer que ese del espejo roto no soy yo, sino que es un reflejo que el espejo me devuelve. El reflejo puede ser muy fiel a lo que soy o puede ser tan distorsionado como en estas ferias de ‘las casas de los espejos’ donde veo más grande, más chico, más gordo, más flaco… Pero, finalmente ese no soy yo.
Y a veces, nos da risa con esos reflejos, pero a un niño no le da risa cuando le devuelve un reflejo y lo que ve es un monstruo. Ese que le dijeron que era, por haber tirado la leche, por no haber aprendido la lección como le dijeron que tenía que aprenderla. Pero siempre hay esperanza.
¿Es sano que nos pase esto? Si el estilo de apego de nuestros padres, el que nos transmitieron, es saludable, por supuesto que sí. Si mis padres fueron consistentes, amorosos, atentos, vinculados a mí, por supuesto que quiero repetir esos patrones. De hecho, los voy a repetir. Pero, pensemos en los ejemplos desafortunados que son los que se nos vienen a la cabeza, frecuentemente. A mí me gusta mucho usar el ejemplo de la ‘mamá cactus’, y es el siguiente.
Imagínense a un niño o una niña pequeña que está en una habitación donde no hay nada ni nadie. De pronto, en una mesa, hay un cactus. Ustedes conocen cómo son los cactus: tienen un brazo más largo y uno más corto y están llenos de espinas.
A ese niño pequeño le dicen: “Mira, esa es tu mamá.” El niño piensa: sí, pero no hay nadie más. Y hay una necesidad en ese niño o esa niña. ¿Cuál es la necesidad? La de apegarse, de vincularse. No va a decir: “A mí que no me traigan una mamá de verdad, no la quiero, ¿no?” Cuando vea que nadie más llega, ese niño va a decir: “Bueno, si esta es mi mamá, pues me voy a acercar a ella.” Pero hay un peligro, ustedes ya lo intuyen.
Primero, ese cactus no se va a mover para acercarse a ese niño o esa niña, ese niño o esa niña tiene que acercarse al cactus. Porque el cactus no responde, el cactus no se mueve, no mueve sus brazos para abrazar (Bendito Dios por la cuestión de las espinas). Pero, la cuestión es que ese niño no va a renunciar a esa idea, esa necesidad de vincularse y entonces se va a acercar al cactus.
El primer acercamiento lo va a lastimar y se va a alejar un poco. Pero eso no lo va a hacer renunciar a la necesidad de aceptación, de amor y de cariño. Entonces, ese niño o esa niña va a aprender una cosa: cómo acercarme al cactus y estar cerca de él de manera que me lastime lo menos posible. Pero, además, las espinas que sí se me claven y que me produzcan dolor, voy a hacer como que ese dolor no me importa tanto. Y, entonces, ese niño va a aprender a abrazar al cactus, va a aprender a dormir con el cactus, pero va a estar sintiendo dolor permanentemente. Después va a crecer y le van a decir: “Ya creciste, ve al mundo, ve al mundo a apasionarte.” ¿Qué creen que va a buscar? personas cactus. ¿Por qué? es absurdo, si el cactus lo estuvo lastimando. Sí, porque así es como aprendí que es el amor.
Recuerdan que el estilo de apego se forma en respuesta a lo que me da el otro, yo aprendí: tengo una maestría en soportar el dolor, en soportar la frialdad y hasta en vincularme con personas medio verdes. Y entonces salgo al mundo y voy a encontrarme a todo tipo de personas: voy a encontarme con personas amorosas, cariñosas y cálidas que me van a abrir los brazos y van a decir: “Ven.” Y yo voy a decir: “No.” ¿Por qué no? Si yo te quiero dar amor. No, tú no das amor: A ver, tócame. No, no, no duele, no. Esto no es amor, quién sabe lo que será, tú me quieres engañar. Esto no es amor.
Entonces voy a tender a buscar personas cactus, personas que lastimen. No porque me guste sufrir, sino porque en mi guión de relaciones, en mi mapa mental, en mi estilo de apego: el amor viene condicionado por el dolor, viene condicionado por la falta de respuesta y viene condicionado por la frialdad. Y no voy a tener otro tipo de relaciones hasta que no aprenda que eso no es el amor.
Y ese es el primer paso: el amor no tiene por qué doler. Como digo: el amor no tiene por qué asustar, pero mientras no lo aprenda, voy a seguir buscando personas cactus en mi vida. Entonces, sí. Yo creo que es afortunado cuando tenemos un estilo de apego seguro, cuando podemos confiar.
No se imaginen que una persona de apego seguro está diciendo: “Bueno, si te quieres ir, márchate. Yo no tengo ningún problema, no te voy a extrañar.” No, una persona de apego seguro sufre cuando una persona muere, sufre en una ruptura emocional, se hace muchas preguntas igual que todos nosotros. Pero, hay una diferencia, con el apego seguro: sabes que esto, esta pérdida, esta ruptura, no es lo que va a acabar contigo. Sabes que puedes, primero, apoyarte en otras personas: te puedes apoyar en la familia, te puedes apoyar en los amigos, te puedes apoyar en ti mismo, también, porque sabes que vas a salir adelante de aquello que se te ponga enfrente.
Uno de mis autores favoritos, Carlos Castañeda, decía en uno de sus libros: “La diferencia básica entre un guerrero y una persona ordinaria, es que la persona ordinaria, todo lo que le pasa, lo ve como una bendición o una maldición. Y el guerrero, todo lo que le pasa, lo ve como un desafío.”
La persona de apego seguro ve los reveses de la vida como desafíos, que están ahí para ser superados, no para aprender a vivir con ellos. Ve los cactus como una fuente de vida temporal, cuando no hay otra, pero en cuanto llega a la sociedad y llega a la comunidad, agradece al cactus aquello que le dio. Agradece a su mecanismo de supervivencia, aquello que le pudo haber dado. Por eso aprendió a beber del cactus, pero no sale a personas cactus, porque este desafío está superado, mi infancia está superada.
La infancia no es una maldición, cuando de adultos podemos reescribir los guiones de nuestra vida. Y recuerden algo: nuestro cerebro ha evolucionado, no tanto para hacernos felices, sino para sobrevivir. Cuando tiene los medios de seguridad y confianza, es cuando nuestro cerebro, nuestra mente puede pensar: bueno, ahora sí, qué voy a aprender, ahora sí, quién va a ser mi amigo… Pero cuando has vivido en un entorno de supervivencia, ya no te preocupas por la felicidad. Entonces nuestro cerebro se encuentra en modo de supervivencia y va a preferir el camino conocido: va a preferir el cactus, porque ese no me dejó morir. Ya sé que duele, pero es lo conocido. Entonces, voy a tender a repetir estos patrones, solamente, porque son los caminos conocidos los que alguna vez me funcionaron.
Este ejemplo puede ayudar. Ahorita, voy, concretamente, a qué se puede hacer en este caso. Vamos a pensar que ustedes van en una aventura por la selva, por el campo, por el bosque, es lo mismo: un lugar arbolado, donde hay ríos, donde hay montañas. Llegan a la orilla de un río, lo tienen que cruzar. Es un río muy caudaloso, muy profundo y no pueden atravesarlo por ahí porque la corriente se los lleva. Pero, de pronto, a distancia ven una balsa y dicen: “Ahí está la balsa, no es de nadie”, es más, hay un letrero que dice: “El que quiera úsela para llegar al otro lado.”
Perfecto, lo que me ayuda en ese momento a cruzar es una balsa. Llego al otro lado del río y lo que viene ahora es la montaña, y digo: “Caramba, como esta balsa me fue muy útil, la voy a cargar para trepar la montaña.” Pero ya adivinarán que ir cargando una balsa pesada de madera mientras vas trepando una montaña no es la mejor idea. Pero, no la sueltas porque esa balsa te salvó la vida en un momento dado. Sin embargo, ya no te está ayudando a trepar la montaña, ya no puedes seguir ascendiendo, tienes que soltar aquella balsa. Le puedes agradecer lo que te dio, pero la tienes que dejar en la orilla del río, porque ahora lo que te sirve son otras herramientas para trepar la montaña.
Nuestros estilos de apego, a veces, los vamos arrastrando a través de los escenarios más diversos y desafortunados cuando ya no nos funcionan. Sí, es verdad, que me funcionó hacer como que no me dolía nada para evitar que me siguieran lastimando, pero ya no me funciona. Ya no puedo llevar esa conducta al futuro, aunque sea mi mente la que me dice: “Eso es lo que tienes que hacer. Si alguien te hace enojar no le hables: ley del hielo, así se solucionan las cosas.” Es como cuando estás enojado o enojada y te preguntan: “Oye, ¿qué tienes?” Y, ¿qué suelen responder?: “Naaada.” (Hasta coro y no nos pusimos de acuerdo).
Exacto, y yo digo: por qué respondemos nada, en lugar de decir: ¿sabes qué? Sí, estoy enojado porque quedaste en llamarme y no me llamaste. Sí me siento molesto porque no cumpliste con tu palabra en aquello que me dijiste que ibas a hacer. Pero decimos nada, porque uno dice: ¿para qué le digo si nada va a cambiar?
Entonces, tendríamos que reconocer ese impulso a responder: nada y después decir: “A ver, ahí voy otra vez a decir nada, ahí voy otra vez a zapatear cuando estoy enojado sin hablar, ahí voy otra vez a azotar la puerta, ahí voy otra vez a dejarlo en visto en el teléfono para que aprenda que a mí no se me hacen estas cosas y ahí lo voy a tener en la congeladora hasta que aprenda la lección.” Por qué no es mejor decir a ver. Es la cosa más rara…
Le decía a una paciente el otro día, yo siempre insistí por mucho tiempo: ¿Por qué no hablas con tu mamá?, ¿por qué no hablas con tu mamá?, ¿por qué no hablas con tu mamá? Y su respuesta era: “No, no, no. Con mi mamá no se puede hablar. Mi mamá no escucha, mi mamá es de esta manera, mi mamá es de la otra y ella me ha dejado hablar.” Un día, yo creo que ya en desesperación me escribe y me dice: “Mario, ¿qué crees que hice?”
(Mario) “¿Qué?” (Paciente) “Hablé con mi mamá.” Y le dije: “¿Y qué pasó?” (paciente) “Esto es magia, porque las cosas se empezaron a resolver entre nosotras. Primero me escuchó y, también, me di cuenta de que yo tampoco la escuchaba a ella.”
Entonces, hacer algo tan contraintuitivo como en lugar de decir nada, cuando sí tienes algo, porque sabes que tienes algo… es decir: estoy enojado, estoy molesto, estoy triste, me siento frustrado. Y ese es el primer paso para reconocer y para cambiar estos patrones. Si no vamos a estar condenados a la repetición porque vamos a ceder sobre estos viejos caminos que son los caminos conocidos.
Ahora, tampoco es que seamos tontos. Estamos activando mecanismos de defensa que fueron muy útiles en el pasado, pero la cuestión es que seguimos cargando balsas cuando vamos trepando montañas y vamos cargando piolets y arneses cuando vamos cruzando el río. Cada herramienta sirve para algo, cada herramienta nos proporciona algo, pero hay que saberla usar. Hay que saberla aplicar en el contexto adecuado.
Entonces, si siempre llevamos un martillo en la mano, puede ser muy útil ¿no? Cuando ves un clavo suelto ya está. Pero, de pronto, tienes un martillo en la mano y ves un bebé. De pronto tienes un martillo en la mano y ves un postre muy sabroso. De pronto tienes un martillo en la mano y estás junto a la persona que te gusta tanto. Pero tú no sueltas el martillo: te voy a hacer un cariño, pues no, voy a comer mi postre, pues no, voy a partir un huevo, pues no. Y no quiere decir que los martillos no sean útiles, es dónde y cómo lo estoy utilizando.
Esos son los estilos de apego: cómo voy a utilizar esto que sé que es natural en el ser humano, esta forma de vincularme. Pero ustedes me dirán: “Oye, Mario. Pero ¿y si me acerco a alguien y me hace el feo? ¿Si me acerco a alguien y me traiciona?”
¿Qué creen que sabe hacer la persona de apego seguro? Poner límites. Si me acerco y me traicionas, si me acerco me mientes, si me acerco y me lastimas, te diré: “Oye. Así no. Así no porque eso me duele.” “Ay, pero ¿cómo te va a doler si vienes de una mamá cactus?” “Sí, de allá vengo. Pero no estoy condenado a vivir en un territorio de pura suculenta, donde esté yo espinado todo el tiempo. No, no. Justo porque de allá vengo, es lo que ya no quiero.”
“Así no”, “no”, “basta” y “hasta aquí” son palabras que usa una persona de apego seguro. No las usan las de apego ansioso porque dicen: “No, si le digo que no ya no me va a querer, mejor aguanto. Mejor aguanto porque, al fin, ni me duele tanto.”
Tenía una paciente que me contaba cómo su novio la insultaba, la minimizaba. Y cada vez que me contaba un episodio de estos, siempre cerraba diciendo: “Pero, Mario no pasa nada. Mario no pasa nada.” Y un día le dije, terminando una sesión: “¿Sabes lo que me gustaría? Que en tu vida pasara algo, porque nunca pasa nada. ¿Sabes que me gustaría que pasara? Que un día dijeras: basta, no, hasta aquí. Ya no puedo seguir permitiendo este trato, porque me quiero, porque sé que soy una persona valiosa. Y, ¿por qué sabes que eres una persona valiosa? Porque soy yo. Vean un cunero: seleccione medio de un cunero cuál es el bebé valioso y el bebé que no vale, ¿me explico?
Entonces, no tendríamos por qué cuestionar nuestro valor. Somos personas, somos seres sintientes, somos seres vivos, todos merecemos ser amados, todos merecemos ser queridos… Y aquel que se acerca a nosotros para lastimarnos: no, así no, así no, muchas gracias. Esto no es para mí. Ese es el apego seguro en acción. Gracias por preguntar.
Son estas personas que sienten mucha culpa cuando están en un día de asueto. Cuando piensan que tendrían que estar adelantando el trabajo porque qué va a decir el jefe, cómo me van a ver los compañeros.
Recordemos, por ejemplo, con el estilo de apego ansioso se da mucho esta búsqueda de validación externa. Y, entonces, se puede proyectar en un jefe, en un superior o en la figura de un padre o una madre, a la cual siento que tengo que darle gusto. O, a veces, peor. A veces, me vuelvo conflictivo en el trabajo. Son estas personas que, de pronto, ya no sabes cómo acercarte a ellas, porque, de pronto están muy cooperadoras, de pronto no te hablan, de pronto reaccionan con cierta agresividad y violencia… Y ya saben lo que dicen por ahí: “A veces nos contratan por lo que sabemos y nos despiden por quienes somos o la manera en cómo somos.”
Entonces, un estilo de apego puede determinar la forma de relacionarnos. Por ejemplo, una persona de apego evitativo le cuesta mucho trabajo hacer equipo y trabajar en equipo. Y esto lo vemos desde la escuela, personas que dicen: “Ay, no trabajo en equipo. No, qué infierno, mejor hago todo yo. Es que los demás no trabajan, yo hago mejor todo solo.”
Cuando la mamá te dice: “Oye, ¿no era trabajo en equipo?” Sí, sí, sí, pero yo lo hago solo porque yo lo hago mejor. Yo quiero sacar buena calificación. Entonces tú haces todo y los demás: “Bueno, pues el otro va a hacer todo…” ¿Por qué? Porque no sabes trabajar en equipo, porque ya no puedes confiar en los demás, porque piensas que los demás, necesariamente, lo van a hacer mal, porque piensas que tú lo tienes que hacer todo, que más vale solo que mal acompañado y ese tipo de cosas.
Cuesta mucho trabajo hacer amigos en el trabajo o te haces amigos prácticamente de cualquiera y confías demasiado pronto o no confías. Entonces, imaginarnos cómo influyen estos vínculos en nuestro desempeño laboral, en nuestras relaciones… Por ejemplo, yo creo que la frase: “Yo no vine al trabajo a hacer amigos” la inventó uno de apego evitativo. Porque también el trabajo se hace en amigos. “Yo no vine aquí a caerles bien a todos.” Somos seres sociales, o sea, sí importa. El de apego evitativo diría: “A mí no me importa si les caigo bien o les caigo mal.” Por ejemplo: un mal líder, llamando un mal líder a una persona que no gestiona bien sus emociones, curiosamente, es el que podría decir: “A mí no me importa si soy popular, aquí se tiene que hacer lo que yo digo.” Ay, por cierto, eso decía un padre a una madre: “A mí no me importa que me quieras, con que me tengas miedo es suficiente.” Entonces: criar, formar, liderar o trabajar bajo estos esquemas, se vuelve algo que no, solamente, perpetúa estos estados, sino que puede, a través de la corregulación emocional, contagiar a otras personas de esto y también puede, de alguna manera, afectar a nuestro desempeño laboral.
Porque, finalmente, vamos a pensar que hago todo bien como se espera: mi satisfacción no está plena, siempre voy a pensar que algo quedé a deber, siempre voy a pensar que lo pude haber hecho mejor, siempre voy a pensar que un día van a descubrir que soy un fraude, que no soy tan como creen. Este famoso ‘síndrome del impostor’ y todas las cosas que se derivan. Pero, la raíz de todo esto, incluso de nuestra autoestima, tiene que ver con nuestros estilos de apego. Porque si les suenan esos ejemplos, de pronto: oye este parece una persona de baja autoestima, una persona que quiere ser complaciente todo el tiempo. ¿Les suena eso? Es así. Porque, finalmente, ahí está la base.
Pensemos que estos estilos de apego son como el guion y nuestra vida es como un teatro, y este es el escenario donde nos desempeñamos. Si siempre vamos a estar desempeñando nuestros roles en estos guiones, habría que preguntarnos: ¿qué personaje soy? ¿Qué personaje me asignaron? ¿Soy el eterno complaciente, soy el solitario que todo lo resuelve por sí mismo, soy el inestable, podría ser el personaje de loco, que nunca sabe cómo va a reaccionar? O soy la persona que puede decir: “A ver, hay papeles que yo no quiero representar.”
Me acuerdo de que me decía una paciente que tenía una jefa, una líder de su equipo, que era una persona, según me contaba ella, muy explosiva e irascible. Pero, mi paciente era muy vulnerable. Yo creo que ahí se juntaba un estilo de apego desorganizado con un estilo de apego ansioso. Y ella siempre la quería complacer, pero no podía complacerla y como no podía complacerla, aquella jefa siempre le gritaba y le regañaba.
Llegó un día que esta señora, esta líder le dijo: “Es que no es posible que no me entregue las cosas como son, yo te lo he dicho muchas veces…” Y mi paciente se pone a llorar. Y ella le dice: “Ay, ¿ya te vas a poner emotiva?” Y me lo cuenta en sesión, me dice: “Mario, me dijo eso.” Le digo: “Siempre se le puede responder, y tú también: yo me pongo emotiva hacia la angustia, y tú te pones emotiva hacia el enojo” Porque el enojo también es una emoción. Las dos estaban emotivas, pero qué curioso que reconocemos a una persona emotiva nada más cuando llora. Ahí está bien emotivo. Una persona enojada es una persona emotiva, una persona feliz es una persona emotiva, una persona curiosa es una persona emotiva… Las emociones nos mueven y tenemos que reconocer toda emoción, también, como una parte de nuestra experiencia humana. Ya sé que nos han dicho que hay emociones positivas y negativas. Y es cierto, pero las negativas no son malas, como las positivas no son buenas. Igual que la balsa, igual que el martillo, todo es útil en algún contexto, y donde aplica que haya tristeza, la tristeza es bienvenida, donde aplica que haya alegría, a la alegría se le abren los brazos, y donde aplica que haya enojo para poner límites, se dice: “No, no me gusta que me hables de esta manera, no me gusta que me grites.” Pero cuando tienes mucho miedo de que si pierdes este trabajo, nunca vas a volver a conseguir otro. Como tienes mucho miedo de que todos te critiquen y te vean como una persona conflictiva… mejor, como dicen, “calladita me veo más bonita.” Porque así no hago olas, pero me voy tragando, me voy aguantando las espinas de este cactus y lo voy padeciendo.
Entonces nos quedamos en trabajos poco menos que convenientes para nosotros. A veces nos quedamos en lugares que no corresponden con lo que queremos, que no nos transportan a nuestro futuro mejor, a nuestros sueños, lo voy a decir así. Eso nos puede pasar con un estilo de apego que no es un estilo de apego adecuado, vamos tolerando o vamos saltando de trabajo en trabajo, no encontramos satisfacción. Cambias seis veces al año de trabajo y uno dirá: “Estás explorando.” Sí, pero ya tienes 57 años, como que la exploración duró un poco más allá de lo que debería, porque no ha logrado estabilidad.
Y si luego vamos a las relaciones de pareja, también, donde también te pasa lo mismo. Es que es un espejo, el escenario es el mismo donde nada más cambia la escenografía. Puedes poner una escenografía de una oficina, la escenografía de una familia, la escenografía que quieras… Al final el problema son los guiones que hemos aprendido a leer y que vamos siguiendo, por eso estamos repitiendo patrones. No importa que nos pongan aquí al Dalai Lama y aquí a Gandhi, no importa. Les vamos a causar conflicto si no tenemos un estilo de apego saludable.
Gracias por la pregunta. Es complicado. Porque querer que otra persona cambie implica que la otra persona primero quiera cambiar. Pero para querer cambiar tienes que darte cuenta de que algo tiene que ser cambiado. ¿Por qué te digo todo esto? Porque para mí la palabra, el concepto es ‘humildad’. La humildad que combate la arrogancia, que combate la soberbia y combate esta idea de que como soy tu padre o soy tu madre yo lo sé todo y tú no me puedes cuestionar absolutamente nada. Así seas un niño pequeño o seas una persona de 50 años: yo soy tu padre, soy tu madre y soy incuestionable.
Es que parece ser que en el momento en que tenemos un hijo… que tener un hijo es diferente a ser padres, porque ser padres es más activo y tener un hijo es un hecho biológico. Ser padres es todo un proceso. Pero pasa que, de pronto, parece que nos volvemos seres omniscientes al nacimiento de un hijo: yo soy Mario Guerra aquí sin un hijo, nace mi primer hijo y al segundo siguiente ya me convertí en alguien incuestionable y en una especie de dios.
No, la humildad. La humildad de decir: Es cierto yo también aprendí cosas. Yo aprendí muchísimas cosas de mi padre. Muchísimas cosas de mi padre y muchísimas cosas de mi madre que me han servido mucho a lo largo de la vida. Pero, también, tengo que reconocer que aprendí muchas cosas de ellos que son huellas que yo no quiero seguir. Que no quiero seguir porque no me vienen bien, porque eran de otro tiempo, de otra época, de otra realidad diferente o porque eran de otro camino diferente al mío.
Y yo agradezco todo lo que me enseñaron, pero digo: esto sí me lo quedo y esto no me lo quedo. Pero nunca voy a poder ver eso si no tengo esta humildad de preguntarme qué estoy haciendo. Deberíamos acercarnos a los hijos y preguntarles. Pero, no como dije hace un momento cuando le hacemos este inventario: “A ver, ¿qué te faltó? Casa, comida, juguetes, escuela, deportes… tuviste todo.” No, es preguntarle: “¿qué sientes?, ¿qué te faltó?, ¿qué te gustaría que yo hubiera hecho diferente?, ¿qué te gustaría que hiciera diferente ahora?” (hijo): “Mamá, papá: me gustaría que no criticaras mis decisiones. Mamá, papá: me gustaría que supieras, sentir que tengo un poco de apoyo.” Pero claro, si la respuesta es: “Bueno, pero ¿cómo te voy a dar mi apoyo si es pura tontería?” No, pues ya vamos para atrás otra vez.
¿Cómo necesitas mi apoyo?, ¿cómo lo necesitas?, ¿qué necesitas de mí? A veces pensamos que tenemos que dar la gran lección, la gran perorata a los hijos: chicos o grandes. Me ha pasado que, a veces, con un abrazo las cosas se resuelven mucho mejor. Pero, no es porque sea la abrazoterapia tan sonada por ahí, sino porque un abrazo transmite esto, esta aceptación, este, ¿cómo no te voy a querer?, ¿cómo no te voy a querer a pesar de tus enojos?, ¿a pesar de que vayas y vengas? ¿Cómo no te voy a querer? Hay cosas que haces que no me gustan, claramente, hay cosas que me gustaría que hicieras de una manera diferente, pero sé que yo no puedo tomar ese camino, porque ese es tu camino y sé que muchas cosas te vas a llevar.
Ya salió mi nuevo libro que se llama: ‘Ya déjame en paz, mamá (y tú también, papá)’. Uno dice: “Claro yo lo voy a comprar para poner a mi madre los límites. Y ahorita me va a escuchar.” ‘Ya déjame en paz mamá’ no es: cállate la boca y no hables. Ya déjame en paz, no es ella, no es él. Son esas voces internas que tenemos y que nos siguen horadando la cabeza cuando uno está diciendo: “Ahorita voy a hacer eso, estoy haciendo mal.” “Claro, ¿qué me diría mi mamá en este caso?” Piensen ustedes en muchas cosas que hacen: que me diría mi mamá si supiera lo que estoy haciendo. Me diría que eso no se hace, me diría que así no, me diría que mejor de esta manera, me daría su forma de ver el mundo. Entonces yo creo que siempre hay que buscar la aproximación más amorosa y decirle: “Papá, mamá. Me gustaría que me conocieras hoy, porque conociste al que fui. Claro que sí, hasta tienes fotos ahí: tienes fotos en la feria, tienes fotos en mi cumpleaños… Pero sabes qué: ya tengo la edad que tengo y creo que he cambiado, y creo que también tú has cambiado. Me gustaría que nos conociéramos, que nos reconociéramos, que nos volviéramos a dar la oportunidad de conocernos quiénes somos hoy.”
Pero eso, solamente, pasa por las conversaciones. Por esta aproximación, por esta aproximación no violenta, no amenazante: como ya fui a terapia, me dijo el terapeuta que tú eres la causante de todas mis desgracias y ahora me tienes que escuchar. ¡Pues quién quiere escuchar eso! Yo francamente no.
Una vez con mi propia madre… Mi mamá vive todavía. Ya no se acuerda de nosotros, porque nos ve y nos pregunta cómo nos llamamos. Tiene 95 años. Ahí está. Pero, un día, ya siendo un adulto, la visitamos los fines de semana, íbamos a la casa de los padres… Y un día, estando en la mesa, mi mamá, como cualquier día, nos estaba regañando a todos: “Es que tú esto, tú aquello, tú lo otro…” Y yo me acerqué y le dije: “Mamá, no me gusta que me regañes. A mí me gusta mucho venir a verte y me gusta mucho estar contigo, pero tú me regañas mucho de cosas que yo no entiendo por qué. Si hay algo que te gustaría que cambiara, dímelo, pero te voy a pedir que no me regañes. Porque si tú me regañas tanto, yo voy a seguir viniendo, pero no me voy a sentir bien y no me quiero no sentir bien cuando estoy contigo. Te voy a pedir que, por favor, no lo hagas.”
Se hizo un silencio en la mesa. Todos mis hermanos así, volteando a ver a mi mamá, volteando a ver a mí. Dijeron: “Aquí se va a armar un zafarrancho…” Mi mamá me miró y me dijo: “Sí, está bien.” Y a partir de ese día a mí nunca me volvió a regañar… a mis hermanos sí.
Eso, la humildad, los límites amorosos. Y le tengo que reconocer a mi madre esa humildad que tuvo en ese momento, como a mi padre también le tengo que reconocer esa humildad, como yo también tengo que revisar mi propia humildad. Porque yo no puedo ser el padre omnisciente que todo lo sabe, que nunca se equivoca, aunque es divertido a veces ponerse en este papel. Pero, no. Es también aprender y estar dispuestos. Cuando no se está dispuesto cuesta mucho más trabajo y es cuando uno tiene que tomar distancia para no seguir lastimando y no seguirnos lastimando. Gracias por preguntar.
El primero, es tener conciencia de que algo no está como yo quiero que esté conmigo. Algo pasa, y eso pasa por encontrar patrones. A ver: ¿por qué siempre me topo con personas que me traicionan? ¿Por qué siempre me topo con personas frías y distantes? ¿Por qué siempre me topo con personas que abusan de mí? Y uno empieza a pensar: ¿será mala suerte? ¿Quién es el común denominador en todas esas relaciones? ¿Seré yo? Y es el primer paso. Primero, reconocer qué será lo que debería mejorar para que esto empiece a cambiar. Luego viene, obviamente, la voluntad y el compromiso: ¿qué tengo que hacer?
A veces, la ayuda y el acompañamiento de un terapeuta puede ser la mejor idea pero, a veces, incluso modelar, observar a otros. De pronto tú dices: “A ver, ¿por qué será que mis parejas siempre dicen que soy muy manipulador y controlador? A ver, me voy a observar. Claro, porque a los cinco minutos que no me contesta: ¿dónde estás?, ¿qué estás haciendo?, mándame una foto, prueba de vida.”
Y, entonces me doy cuenta de que las personas que están junto a mí, mis amigos, me dicen: “Oye, ¿y tu novia?” Y yo: “pues, está en su casa.” ¿Pero no la vas a escribir? “No, ya le escribí, hace rato.” Pero, “¿y si salió?” Pues, salió. “¿Pero a dónde fue?” Pues, no sé. Entonces, ¿qué persona tan rara, no? Pero empiezas a voltear a ver a otros que, de pronto, hacen lo mismo y tú dices: “¡Caray! ¿Será que hay otra manera de relacionarse que no sea siempre estar pidiendo pruebas, pidiendo refuerzo y pidiendo validación constante?
Las personas de las que nos rodeamos se vuelven bien importantes. Y es algo de lo que, casi no se habla. Porque siempre buscamos este proceso. Vete a terapia. Es que somos rebuenos para mandar a la gente a terapia: vete a terapia, estás bien mal, ¿no? Diciéndoselo al espejo. Esto sería bien interesante. Pero, además tenemos que entender que, en un contexto social, en un contexto cultural, también las otras personas influyen.
Claro, si te vas a rodear de personas que, de pronto, son tan manipuladoras, controladoras o medio paranoicas como uno, ¿no? Si te topas con alguien de: oye, ¿qué estás haciendo? Pues escribiéndole a mi novia a ver dónde está. Sí, yo también a la mía. Sí, a ver, ¿qué le estás diciendo? Pues que me mande una foto. Tienes razón, mándame foto… Pues eso no ayuda, ¿no? Porque son personas que están alimentando…
Y aquí pasa algo, yo uso la palabra ‘macabro’, con el asunto. Una persona de apego seguro, no va a tender a relacionarse con una persona de apego ansioso, evitativo, ni desorganizado. Una persona de apego seguro se siente más confiada con una persona de apego seguro, y entonces, ¿qué quiere decir eso? Pues que, entonces, las personas de apego ansioso, evitativo y desorganizado se van a relacionar entre ellas, y se van a realimentar entre ellas. Porque la persona de apego seguro dice: Yo no entiendo esto, yo no sé por qué me pregunta esto, por qué me hace el otro, yo mejor me voy. Sabe poner límites. Entonces tendríamos que buscarnos, procurarnos, no solamente la reflexión necesaria, esto que estamos haciendo, este autoconocimiento de poder identificarnos con algo de lo que aquí estamos conversando, sino también estar dispuestos a buscar cambiar algo en nosotros, ya sea pidiendo ayuda.
La persona de apego seguro también puede pedir ayuda sin ningún problema. Yo he tenido pacientes que, de pronto, les suena el teléfono en terapia: “Mario, voy a contestar.” Y yo: “Contesta, ¿está bien?” Contestan: “Sí, bueno, estoy en una junta”, “sí, luego te marco.” “Ay, perdón Mario, es que no quiero que sepan que vengo con el loquero.” Gracias. Y personas que dicen: “Sí, estoy en mi terapia. Ahorita, te marco en un momento.” Y cuelgan la llamada. Ya desde allí, donde no tengo que estar ocultando como si fuera un defecto.
Tenemos que entender algo: la forma que ustedes tienen de relacionarse, su patrón de relación no es un defecto de la personalidad, es un estilo que ustedes tuvieron que desarrollar para sobrevivir en el entorno que sobrevivieron afectivamente, y que ahora ya no es de utilidad en muchos contextos. Tenemos que crecer. Yo ya no me sigo poniendo el traje de marinerito que me ponía cuando tenía tres años, porque ya no me queda. No sigo cargando la balsa cuando voy a la montaña, porque ya no me es de ayuda. Tengo que vestirme de una manera distinta, tengo que llevar herramientas distintas que me pueden facilitar la vida y estar dispuesto a eso. Pero también, bien importante: las personas de las que nos rodeamos, las personas que frecuentamos.
Yo digo: hay amigos que los podemos querer muchísimo, pero no deberíamos seguir su ejemplo. Y los podemos querer mucho y tampoco los podemos hacer cambiar. Pero cuando uno se da cuenta que puede ser un motor de cambio, no solamente para uno, sino uno sin quererlo, en estas habilidades de corregulación, puede decirle a una persona angustiada: “Tranquilo, seguramente ahorita te conteste el mensaje. Le acabas de mandar un mensaje hace un minuto, tú no sabes qué está haciendo.” Yo, a veces, les digo a las personas, cuando me tocan personas ansiosas del otro lado del mensaje: “Mario te mandé mensaje”, les digo: “Es que tú no sabes lo que estoy haciendo de este lado. No sabes si me estoy bañando, si estoy comiendo, si estoy con un hijo, si estoy… No sabes qué estoy haciendo de este lado.” Tú piensas que uno estaría del otro lado, como asalto de mata, a ver a qué hora se entra un mensaje. No es así. Al menos tengo que sacar el teléfono para contestarlo.
Entonces, empezar a hacer este modelaje de regulación en la sociedad también ayuda. Miren, a raíz de la pandemia, la ansiedad a nivel mundial subió un 20%, no ha vuelto a niveles prepandemia y no sabemos si va a volver. Pero la ansiedad no viene del aire. Somos nosotros los que con conductas ansiosas podemos ir contagiando, de pronto, a los demás en esto. Entonces esta regulación nos permite autorregularnos y corregularnos y esa es una de las grandes cosas que podemos hacer, además de buscar ayuda cuando se necesita. Eso siempre es importante, porque hay personas que dicen: “Yo no, qué vergüenza, yo ya debería…” Porque es otra forma del apego desorganizado: tú deberías resolver tus problemas por ti mismo. Tú no tendrías que pedirle ayuda a nadie, qué va a saber el terapeuta… Seguramente, ellos tienen peores problemas que tú. Y, seguramente, también los tenemos. En promedio el 70% de las personas abandonan la terapia en la tercera sesión y la abandonan porque sienten que no están cambiando. Y yo les digo: “¿Cómo vas a sentir que estás cambiando con tres sesiones? Esto es un proceso, va a haber recaídas, por supuesto, que va a haber recaídas.”
Sería ideal que pudiéramos decir: “A ver, ya identifiqué que tengo un estilo de apego ansioso, ya identifiqué que tengo un estilo de apego evitativo. Muy bien, el mundo, párese por favor que voy a arreglar mi estilo de apego. Que nadie se mueva, todo quédese como está, yo voy a arreglar mi estilo de apego y cuando lo arregle, les quito la pausa y volvemos a la vida.” No se puede, y no es necesario.
Por ahí, he escuchado a personas que dicen: “No deberíamos relacionarnos con nadie, ni tener hijos, hasta que no tengamos un estilo de apego saludable.” No, pues ya nos hubiéramos extinguido. Hay cosas que tenemos que hacer en el camino y vamos a recaer. Pero, no es lo mismo volver otra vez a azotar la puerta cuando estoy enojado y crearme un conflicto con la persona que viva en mi casa, que volver a azotar la puerta y regresar y decir: perdón, otra vez volví a azotar la puerta porque estoy enojado. Ya habíamos hablado de que esto es algo que no quiero hacer, pero también hemos hablado de que me está costando. Te quiero pedir perdón, nuevamente, por haber hecho esto. Esto me ayuda a recordar que no es algo que yo quiero hacer.
Esa es la gran diferencia: esta toma de conciencia y este reconocimiento. Si se van a volver a caer, porque, claramente se van a volver a caer…
¿Cómo aprendimos lo fundamental de la vida?, ¿cómo aprendieron ustedes a caminar?, ¿o a poco se levantaron caminando?, ¿Cómo aprendimos a hablar? No aprendimos a hablar un día de la nada y decimos: madre te quiero recitar una poesía que acabo de asimilar. ¿Cómo aprendimos a comer? Ensuciándonos. Con ensayo error. Todo es ensayo error.
Aprender un estilo de apego distinto es tan importante y complejo como aprender a comer por uno mismo, como aprender a caminar, como aprender algo fundamental para la vida.
Claramente vamos a caer en viejos patrones, pero esos viejos patrones no son una mala noticia. Son el recordatorio de que estamos avanzando, son el recordatorio de que estamos por buen camino. Mario, pero ¿cómo va a ser el recordatorio de eso? Claro, porque antes te pasaba que azotabas la puerta y no te dabas cuenta y ni siquiera te disculpabas. Ya te das cuenta, eso te hace sentir mal, regresas a disculparte y eso te hace reforzar el deseo. Necesito modificar esto, necesito confiar más, necesito tomar pausas, necesito tomar un espacio… Pero que vamos a recaer, vamos a recaer. Porque recuerden esto: es como un surco. Vamos a tener que salir del surco pero nos vamos a caer otra vez.
Y aquí hay una palabra, como dije, que se necesita como padres: humildad, para reconocer que hay cosas que hemos enseñado que no son las más afortunadas. Y en este caso la palabra es: perseverancia. La perseverancia es distinta a la terquedad, por la que la terquedad es querer hacer lo mismo y lo mismo y lo mismo queriendo tener resultados diferentes. La perseverancia es hacer una cosa y si esa no funciona hacer otra y si esa no funciona hacer otra hasta que obtenga el resultado que estoy queriendo.
Tenía yo un maestro norteamericano que me contaba… Una vez fui a aprender a esquiar, me fui a Aspen, y yo quería esquiar. Llegué y estaba muy emocionado. El primer día que llegué no sabía esquiar. Vi como niños, personas mayores, hombres, mujeres se lanzaban de la loma con sus esquíes, y yo dije: “No, ya está.” Y me contraté el mejor maestro de esquí.
Llegué a esa clase y me dijo: “Muy bien ponte los esquís.” me puse los esquís. “A ver, abróchatelos. Muy bien, ahora desabróchate los esquís.” Okey, me desabroché los esquís. “Vuélvetelos a abrochar. Abróchate los esquís, vuélvetelos a desabrochar.” Y esa fue toda la lección del día. Y le dije: “Oiga, pero yo quiero esquiar.” Me dijo: “Por eso, esta es la primera lección”. Y el maestro me dijo: “seguramente mañana ya va a aprender a esquiar.” Llegué: “Ok, abróchate los esquís. Muy bien. Ahora toma los bastones, ajústate los bastones. Muy bien, quítate los bastones, quítate los esquís, vuélvete a poner los esquís, vuélvete a poner los bastones.” Ya me contó mi maestro. Este tipo me está estafando. Yo veo a todo mundo que se lanzan por la montaña esquiando. Y yo la primera clase con los esquís y los bastones. Tercera clase algo parecido. Cuarta clase: “Ponte los esquís, ponte los bastones, ajústate, ahora tírate al suelo” ¿Cómo? “Sí, tírate al suelo, así de lado. Ahora levántate, ahora quítate los esquís, ahora quítate los bastones…” Y él le dijo: “¿sabe qué? Usted me está estafando, porque yo quiero aprender a esquiar.” Exacto, por eso estás aquí, mañana te vas a poder lanzar, por fin, por la loma.
Llegué al siguiente día me dijo y entendí. Entendí lo que estaba pasando, porque cuando me lancé me di cuenta de que todos los que se habían lanzado en la primera sesión sin aprender nada más, estaban tirados con un esquí por allá, el bastón por allá, patas para arriba… Todo era un caos y yo pude bajar. Y sí, me caí, pero no se me zafaron los esquís, porque me los había apretado bien y se me soltó un bastón, pero pude otra vez ponérmelo yo solo y pude llegar al final, lo que casi nadie pudo hacer.
A veces, queremos el resultado sin pasar por el proceso. Pero caernos implica lo más importante: cómo saber levantarnos. Y, culturalmente se nos enseña que no deberíamos caernos, que no deberíamos ir para atrás ni para tomar impulso, como se dice. Pero, entonces, yo digo: ¿cómo aprendemos?
Dile eso a un niño, ¿no? Existe esta frase que dice: “Si no vas a hacer las cosas bien, mejor no las hagas” Yo digo: ¿quién inventó eso? Dile eso a un niño que está aprendiendo a caminar: “¡Ah, no! Si no vas a aprender a caminar bien mejor no camines nunca”, dile eso a un niño que está aprendiendo a hablar: “¡Ah, no! Si no vas a aprender a hablar bien mejor nunca hables. Mejor nunca comas por ti mismo.” Nos volveríamos seres parasitarios. No hacemos eso, ¿por qué lo hacemos con nosotros? ¿por qué esperamos de nosotros el resultado inmediato?
Pues por nuestro estilo de apego. Claro ya me estoy sintiendo tonto. Siento que yo no progreso, siento que los demás lo hacen mejor, siento que a todo el mundo le está yendo bien y a mí no. Porque, claro, tenía razón mi madre: soy un terco, soy un tonto, tengo cabeza de piedra, soy un asno… Y empiezan esas voces otra vez. Y ahí recordamos: ‘Ya déjame en paz mamá (y tú también papá)’, son esas voces internas que se nos van quedando.
Entonces, sí sepan que todo lo importante en esta vida se aprende a través de un proceso de ensayo, error y así es como se logra la perfección. Así es como salimos del otro lado, cuando no es que evitemos caernos, sino cuando aprendemos a levantarnos. Ese es el camino. Gracias por preguntar.
En este, de pronto, observar y descontextualizar una publicación. ¿Por qué le pusiste ‘like’ a esa persona?, ¿dónde estabas?, ¿por qué estabas más feliz en esta foto? Yo he tenido personas que, de pronto, en su muro de sus redes sociales tienen fotos en las que están, por ahí, en un cumpleaños con una pareja anterior, por ejemplo. Y, entonces, de pronto: “No, es que ¿por qué estabas más feliz con él, ahí?, ¿por qué no estás tan feliz conmigo? Porque ahí se ve que lo estabas disfrutando. Conmigo lo estás sufriendo, ¿verdad?”
Claro, entonces se han vuelto un vehículo como para dar rienda suelta a nuestras ansiedades, a nuestras formas desorganizadas. Pero es la manera en que las usamos. Es cierto, dijiste, pusiste el dedo en la llaga en algo bien importante, ¿cómo es posible que en la pandemia hayamos estado en el confinamiento muriéndonos de ganas por salir a abrazar, a celebrar, a estar con los nuestros y de pronto parece que se nos olvidó aquello?
Nos damos cuenta, por ejemplo, que hoy a muchas personas les cuesta mucho expresar emociones no verbales con el rostro, por ejemplo. Porque son niños que han sido criados en generaciones donde ya no hubo mucho esto. No lo hubo porque ahora, la vista y el rostro están en el teléfono celular, ya no están acá.
Entonces ahora es: “Mira mamá este dinosaurio.” “¡Ay!, qué bonito te quedó”, “mira papá lo que estoy haciendo.” “¡Ay! qué divertido.” Entonces ya no hay esta parte de: “¡Oh, dibujaste un dinosaurio azul! Que padre te quedó.” Y esta cara del niño de: sí es cierto, yo lo hice. Esta gesticulación.
Hemos estado perdiendo mucho esto en estas generaciones. Precisamente, porque estamos muy inmersos… Como nos han dicho que somos multitarea. Y la realidad es que sí podemos hacer dos cosas a la vez, pero la calidad de esas interacciones disminuye muchísimo cuando se trata de estar con alguien. Particularmente, con cualquier persona, pero con cualquier niño pequeño, no deberíamos en su presencia, salvo que fuera verdaderamente imperioso, estar atendiendo el teléfono celular de manera constante.
Yo sé que los ‘reels’ son divertidos, ¿pero no debería ser más divertido lo que tu niño está haciendo?, ¿no debería ser más divertido? Es que el sonido de los carritos no es tan divertido. Como esto, mira: “Nada más el gato con un sombrero, ¡qué cosa más maravillosa! Tú tienes un sombrero y es un gato. No. Entonces vete.” Entonces, parece que el gato con el sombrero es más divertido, y sí puede ser que lo sea, pero tenemos una responsabilidad.
Qué estoy transmitiendo, qué mensaje estoy mandando. Entonces no son esas redes. Y uno debería poder autorregularse también. Cuántas veces no has querido hablar con alguien, le dices algo: “Oye te quiero contar algo.” Y la persona está en el teléfono móvil, y llegado el momento: “¿Sabes qué? Ya mejor olvídalo. Ya no tengo ganas de contarte.” Pero, ¿por qué? Si te estoy haciendo caso. Sí, hay que hacer caso, pero tiene que parecer que haces caso, también. No solamente hacerlo, que el otro se dé cuenta.
Por eso dije antes: Tan importante es amar como saber amar, y saber amar es saber transmitir el amor que sientes de manera que el otro lo reciba como amor. Así es como se fundamenta un estilo de apego saludable: saber que para el otro soy importante, saber que en este momento que estamos en interacción no hay nada más importante que nosotros. Yo entiendo que después yo voy al colegio, tú vas a trabajar y otras cosas se vuelven importantes. Pero, al momento de nuestra interacción, lo que deberíamos privilegiar es precisamente eso, esta interacción entre nosotros. Después me voy al baño y ahí, antes se llevaba el periódico y uno, ahora, se lleva el celular… Ahí puedo enterarme de muchas cosas. Pero no cuando estamos con otra persona, no cuando estamos interactuando con amigos, no cuando estamos interactuando con los niños. Porque no son venenosas las redes, es la dosis, eso es lo que hace una diferencia fundamental. Y eso es lo que puede ser la diferencia entre un estilo de apego seguro, de un niño que llega a pensar o una niña que llega a pensar: yo soy importante, soy más importante que el gato con el sombrero. Eso es lo que quiero transmitir a los pequeños, que no hay nada más importante en este momento que tú y yo, estando juntos. Gracias por preguntar.
Recuerden que todo lo aprendemos de tres fuentes fundamentales: familia, sociedad y cultura. Entonces, en el marco cultural donde estamos, hay culturas donde los hijos a los 16 años se van de la casa a la universidad a estudiar, Estados Unidos es un ejemplo de ellos, y se separan muy pronto del nicho familiar. En esa cultura eso es lo que se ve y eso es lo que se promueve. Eso es lo que sucede de manera normal.
En nuestro entorno cultural, es verdad que estamos más apegados a la familia: los domingos en casa de la abuelita. Cuando, a veces, uno dice: “Ya no quiero ir a la casa de la abuelita”, pero, cuando te dicen: “Es que cuántos años va a vivir tu abuelita, deberías ir, porque entonces, el día que vayas va a estar…” Ahí viene nuestro chantaje emocional. Y uno: “No sé si tengo que ver a mi abuelita.” Y entonces ahí vamos a la abuelita cada fin de semana, a estar cerca, a estar en familia.
Y uno se la pasa bien, pero uno dice: “Bueno, cómo sé que estas dinámicas de ser tan apegados a la familia no son dinámicas producto de un estilo de apego ansioso, que me lleva a estar aquí nada más con miedo.”
Es muy fácil, estas dinámicas que son producto de nuestra cultura, uno las disfruta. Uno las disfruta y uno está bien allí. Y uno puede decir un día: “Miren, hoy no vengo a casa de la abuela porque tengo una reunión con mis amigos.” Y no pasa a mayores más que decir: “Hombre, te vamos a extrañar.” Y tú: “Sí, ya sé. Pero la próxima semana, sí voy.” Perfecto, no hay problema.
El problema es: “¿Cómo que no vas a venir? Ojalá que la próxima vez que vengas, todavía me encuentres, porque no me he sentido bien.” Entonces, cuando empieza el chantaje, cuando empieza la crítica: “Cómo puede ser que seas así, mal hijo. Te quieres ir a una fiesta, cuando tu pobre madre está aquí subyugada en la cocina, cocinando para ti.”
Y tú le quieres dejar eso ahí: “Cómo es posible que no te comas su chile en nogada, que con tanto amor te preparó.” Y tú: “Pero es que a mí no me gustan los chiles en nogada.” “Pues te lo tienes que comer, para darle gusto a tu madre, que te lo preparó con tanto amor.” “Mamá, ya te he dicho que no hagas chiles en nogada.” “Pues te lo hice con mucho amor y te lo vas a comer, malagradecido.”
Entonces, uno que comienza el chile en nogada que ni le gusta, medio arqueando el asunto… No porque esté malo, debe estar muy bueno, pero a mí no me gustan los chiles en nogada. Pero si me obligan a comerlos, bueno, pues entonces ahí hay un problema, porque entonces me están condicionando.
Entonces, viene este estilo de apego desorganizado, donde malo si sí, malo si no. Si me lo como me vomito, y si no me lo como ya soy un mal hijo. Entonces tengo que elegir entre mi indigestión y mi mala condición como hijo para poder estar feliz en esta familia.
Ahí nos damos cuenta, más allá de lo cultural que sí, somos familiares, somos cercanos, en general los latinos somos así. Cuando vienen estos condicionamientos, estas amenazas veladas y no tan veladas, de: tienes que estar aquí, porque no puedes faltar.
Me acaba de pasar, recientemente, con una paciente que, de pronto, muere la madre de un amigo, y era familiar muy cercano de esa familia de mi paciente. Entonces, un miembro de la familia de mi paciente no puede ir a la misa porque está de viaje. Entonces le dicen: “¿Cómo que no vas a ir a la misa de Juanita?” “Pues es que estoy en otra parte” “Que inconsciente, tú sabías que la misa era hoy”, “¿Pero tenía que trabajar?” “Se ve que no había cariño”. Que bien se conoce a los amigos y se les conoce en el hospital, nos han dicho eso muchas veces. Y yo digo: “no, pues yo a los amigos los he conocido en fiestas.”
Francamente, he tenido amigos, muy buenos amigos, a los que no les gusta ir al hospital, por alguna razón personal, y siguen siendo mis amigos. Y tengo personas que todos los días veo y no son tan mis amigos, y personas que casi no veo y son mis mejores amigos. Mi mejor amigo, Iván vive en las Islas Canarias. Él es de las Islas Canarias y lo conocí estudiando cuando fui a Canarias a hacer un máster en Tanatología. Y se hizo mi mejor amigo, y vive del otro lado del mundo. No nos vemos tan seguido, pero somos mejores amigos a pesar de eso. Porque esos son los vínculos. Porque el vínculo, como dije, es como un lazo afectivo que se forma entre dos personas, y ese lazo se puede estirar hasta el otro lado del mundo o podría no formarse, aun estando con la persona que está junto de ti, aun viéndola todos los días. Si es una persona, por ejemplo, que evita, si es una persona que rechaza, si es una persona que le da mucho miedo formar vínculos: no es la distancia, no es la frecuencia, es la calidad del vínculo lo que va a determinar la calidad de nuestras relaciones. Si somos familiares y somos apegados, eso no tiene nada de malo. Siempre que sea apego no se convierte en miedo, en condicionamiento, o en amenazas de abandono, o no pertenencia.
La autosuficiencia implica poder estar rodeado de personas, pero no depender enteramente de ninguna de ellas. Disfrutar su presencia, sabiendo que esa presencia puede ser transitoria en nuestras vidas: como los abuelos, los padres, a veces los amigos, inclusive también.
Pero, también, saber que estamos nosotros en un momento dado, podemos buscar ayuda, el apoyo de otros. Y también buscar el autoconsuelo, en los momentos más oscuros, en los momentos más difíciles. Siempre podemos, incluso, recurrir a nuestros ancestros simbólicamente: invocarlos. Como me decía un paciente: “Yo quisiera que un poder superior viniera a cuidarme” Y le dije: “Mira, yo no sé si existe un poder superior, pero parece que el poder superior necesita que tú aprendas a cuidar a ti, para que él pueda cuidarte.”
Necesitas ser tú el instrumento para ello. Entonces yo creo que nosotros podríamos ser autosuficientes compartiendo. Ser autosuficientes y felices, sabiendo que estamos el tiempo que estamos, que nos disfrutamos, que también tenemos diferencias, pero las arreglamos que tenemos problemas, pero los aclaramos, que hablamos, que conversamos, que nos damos, y que aceptamos también las disculpas del otro.
Yo conocí una persona que decía: “Mario, es muy fácil que uno te pida perdón y ya” Y yo: “Pues que otra cosa puede hacer si te pisó, no te puede despisar.” Entonces, pues sí. Obviamente, te pide perdón y cambia la conducta. Tiene más cuidado la próxima vez.
Pero tendríamos que estar receptivos a eso también. Hacernos cuenta de que hay personas que nos quieren mucho y que también nos pueden lastimar. Y que, también, el hecho de ser interdependientes no nos hace más vulnerables, al contrario, nos hace más fuertes. Nos hace más fuertes tener más personas en las que apoyarnos, y eso no nos quita autosuficiencia, no nos quita independencia.
Entonces, tenemos que entender esto, lo dije al principio y lo digo ahora: no tenemos que apostar por el desapego, eso no es posible ni es saludable. El vínculo del apego es algo natural que se da desde el nacimiento. La búsqueda de amor y protección y cuidados, y lo vamos a seguir necesitando toda la vida. Pero, eventualmente, cuando nos volvemos adulto, nuestra fuente primaria es autovinculante.
Nosotros vamos a ser nuestra fuente primaria de amor, cuidado, cercanía y apego. Pero, lo haremos a través de otros, porque sanamos a través de nuestros vínculos, sanamos a través de nuestras relaciones. No le pido a alguien que me sane, sino que yo voy sanando. Pero no es el sanar de una enfermedad o el sanar del desamor. Es poder procurarnos ambientes amorosos, ambientes cálidos, ambientes cercanos, donde yo me sienta bienvenido y también le dé la bienvenida a los demás.
No importa que ustedes, hoy, se identifiquen con el peor, el más terrible de los estilos de apego que puedan haber existido sobre la faz de la tierra, eso no es una condena. Si ustedes deciden, primero, reconocer que necesitan cambiar, después buscan la ayuda necesaria para hacerlo, se comprometen con la perseverancia del cambio y se rodean de personas que sean más parecidas a los actores y personajes que quieren tener en el escenario de su vida, solamente así vamos a reescribir guiones nuevos. Agradecemos lo que nos enseñaron, tomamos lo que es bueno y nos hace bien y dejamos ir a aquello que no nos permite crecer. Esta es una gran oportunidad para todos de identificar, como aquello que nos enseñaron, era una visión del mundo. Pero hoy nosotros podemos desarrollar una visión diferente: una visión de más esperanza, una visión de más amor. Una visión donde no solamente yo sino todos los que me rodean sean bienvenidos a mi alrededor.
Gracias por escucharme. Gracias a todos por estar aquí.