Las misteriosas historias del Titanic
Carmen Posadas
Las misteriosas historias del Titanic
Carmen Posadas
Escritora
Creando oportunidades
“Los escritores somos náufragos que lanzan mensajes”
Carmen Posadas Escritora
Carmen Posadas
Escribir le salvó la vida cuando era una niña tímida y retraída pero, también, cuando perdió a su marido y a su padre. La escritora Carmen Posadas explica que el secreto de la vida está en “no perder nunca la curiosidad ni el entusiasmo”. Para ella, también es importante “tener la sensación de que lo que haces le importa a alguien”. Asegura que la escritura es un acto muy solitario y que los novelistas son como náufragos que viven en una isla desierta, lanzando mensajes al mar en una botella: “Nunca sabes a qué otro náufrago le va a llegar”. A Carmen Posadas le apasiona lo que los franceses llaman la ‘petite histoire’, o aquellas anécdotas de la historia que sirven para reflejar una época o un personaje. Sus obras se caracterizan por el humor sutil, un agudo sentido de la observación y una mirada crítica hacia las dinámicas del poder. Posadas afirma que los “personajes malos" son mucho más interesantes “porque tienen más aristas”. Y concluye: “Muchos de los grandes personajes de la literatura son seres infames”.
Carmen Posadas ha destacado tanto en el mundo de la literatura como en el del periodismo. Es columnista habitual en la revista XL Semanal y ha colaborado en otros medios de comunicación reconocidos, como los periódicos ‘El País' y ‘ABC’. A lo largo de su carrera, ha abordado diversos géneros, entre ellos la novela, el ensayo y la literatura infantil. Su primera novela, "Cinco moscas azules", fue un éxito inmediato y la consolidó como una autora prometedora. Pero fue su novela "Pequeñas infamias" la que la catapultó a la fama internacional. Por ella obtuvo el Premio Planeta en 1998, consolidándola como una de las escritoras más importantes de la literatura hispana contemporánea. Otros galardones que ha recibido son el premio Apeles Mestres de Literatura Infantil, el Premio de Cultura de la Comunidad de Madrid y el Premio de las Letras del Ateneo, entre muchos otros. Sus obras han sido traducidas a más de treinta idiomas. En 2024 publicó su última novela: ‘El misterioso caso del impostor del Titanic’ (Espasa).
Transcripción
Entonces, tengo que explicar un poquito por qué hacían esta cosa tan rara, porque, en aquella época, si no aparecía un cuerpo, no podían dar por muerta a esa persona hasta pasados veinte años. Bloqueaban todas las cuentas bancarias, la familia no podía heredar, la viuda no se podía volver a casar… Y, entonces, estos dos hombres, uno era madrileño y el otro era asturiano y vivía en Cuba, las familias compraron sendos cadáveres y los enterraron como si fueran su pariente. Y ahí es donde empieza la novela: al cabo de diez años en la familia de este señor asturiano que vivía en La Habana aparece alguien y dice: «Soy Fulano de Tal y he sobrevivido». Entonces, su mujer, que estaba enamoradísima de él, está convencida de que, en efecto, es quien dice ser, pero su hermana, que vive en Asturias, piensa que no, que tiene que haber gato encerrado, con lo cual contrata a un detective para que averigüe. Entonces, yo necesitaba un detective que investigara todo este caso y recurrí a Emilia Pardo Bazán. Y la razón por la que elegía a Emilia Pardo Bazán es porque a las dos nos gustan mucho las novelas policiacas. A ella le gustaban tanto que incluso iba a los juicios. Se interesó muchísimo… ¿Alguno os acordáis del crimen de la calle Fuencarral? Que fue un caso así como muy notable y, bueno, había muchas hipótesis de quién podía ser el asesino, no sé qué… Al final condenaron a la cocinera y le dieron garrote vil.
Bueno, ella, Emilia Pardo Bazán se interesó mucho por este caso, abogó por que no le dieran garrote vil a esta pobre mujer, etcétera. Y, entonces, como le gustaba tanto la crónica negra, un día decidió que iba a enmendarle la plana a Conan Doyle, que es el autor de Sherlock Holmes, porque decía que Sherlock Holmes era un personaje muy plano, sin ninguna profundidad psicológica, y que ella iba a inventarse un personaje mucho mejor. Entonces, tenía pensado escribir esta novela, que se llama «La gota de sangre», necesitaba un detective, miró a su alrededor y tenía un amigo que era mucho más joven que ella. A ella le gustaban mucho los señores y a los señores les gustaba mucho Emilia Pardo Bazán, lo cual es bastante asombroso, porque no era la Venus de Milo, ¿verdad? Pero tenía mucho éxito. Y entonces se fijó en este señor que se llama Ignacio Selva, que era amigo suyo. Era un «playboy», un cara dura, un tarambana, pero tenía su corazoncito y quería ser escritor, y se citaban periódicamente en el Lhardy para charlar de esto. Y, entonces, lo convirtió en el detective de «La gota de sangre», y «La gota de sangre» tuvo tanto éxito que Selva recibía cartas en su casa proponiéndole casos. Y entonces ahí es donde yo tomo la idea de que investigue «El misterioso caso del impostor del Titanic».

Seguro que os ha pasado alguna vez de ver una novela que te da la sensación de que el escritor te dice: «Ahora te vas a enterar de lo mucho que sé», y pone una cantidad de cosas que a ti no te importan nada, porque lo que quieres es que te cuente una historia interesante, curiosa, etcétera. Así que, para escribir novelas históricas, tienes que fijarte mucho más en lo que llaman los franceses la «petite histoire», que en lo que nosotros llamamos «historia». Y contaba un famoso escritor inglés, que también se dedicaba a este tipo de novelas: «Por ejemplo, si queremos hablar de Julio César, es muy importante decir que era calvo. Por eso le gustaba tanto la corona de laureles y conquistó el mundo». Así que tú, desde lo anecdótico, desde detalles que parecen insignificantes, puedes retratar un personaje o una época.
Dije: «Mira, esto sí, esto me viene bien, esto me viene bien». Porque yo tenía una casa, una casita con un jardín. Y entonces encargué aquel kit, que me costó carísimo, lleno de palitas y semillas, con tan mala suerte que planté los champiñones y murieron todos, así que tuve que volver a replantearme mi vocación. Y fue cuando encontré un anuncio en el periódico de un escritor argentino que daba clases de literatura creativa. Y me apunté ahí hasta ahora. Cuando ya empecé a publicar mi primer libro, se lo mandé a papá. Yo vivía aquí, él vivía en Uruguay. Ni una palabra. Escribí otro libro, se lo mandé a papá. Ni una palabra. Y así uno y otro, hasta que escribí mi primera novela, que tardé mucho, precisamente por eso que te contaba de que no me atrevía a dar ese paso. Entonces, dije: «Bueno, ya esta es la última vez que le mando a papá ningún libro. Si no me contesta esta vez, se acabó». Era en la época en que existían los faxes. ¿Os acordáis de los faxes? Ahora parece del jurásico. Bueno, yo estaba tranquilamente en casa y, de repente, empieza a salir un fax muy largo muy largo muy largo muy largo… y era una carta de papá, en la que me decía cuánto le había gustado la novela, hacía como una crítica literaria de cada uno de los personajes y de la situación, no sé qué… Yo, más tarde en la vida, he tenido críticas del «The New York Times», del «The Washington Post», de «Le Monde», de lo que te diera la gana, pero nada ha significado tanto para mí como ese fax.
Así que yo me reinventaba. Fui completamente distinta en Uruguay de lo que fui en España. Después, de ahí nos llevaron a Rusia… Bueno, la verdad es que yo en Rusia no viví mucho, solo me casé. A mi padre lo destinaron a Moscú en el año 1972, o sea, en la época soviética dura. Entonces, yo tenía un novio español con el que me quería casar, y mi madre dijo: «Bueno, ¿te vas a casar y te vas a quedar en Madrid, ya te casas en Madrid o te gustaría casarte en Moscú?». Yo le dije: «Yo me quiero casar en Moscú, claro, me parece mucho más exótico». Pero no había relaciones diplomáticas entre España y la Unión Soviética. Pero a mi madre no se le ponía nada por delante, no había obstáculo que mi madre no salvara. Era ese tipo de persona que vende helados a los pingüinos, y ahora les voy a explicar por qué. Bueno, llegamos a Moscú. Llegamos en el mes de agosto y yo me casaba en el mes de octubre, así que había que ponerse en marcha rápidamente, porque organizar una boda en dos meses es muy difícil y, sobre todo, en un país que no conoces. Bueno, lo primero que hizo mi madre fue ir a ver las iglesias y dijo que la única iglesia católica que había en Moscú no le gustaba nada y que su hija no se iba a casar ahí de ninguna manera. Y mi padre, que era muy pragmático, muy tranquilo, dijo: «Bimba, ¿dónde se va a casar la niña si no hay más iglesias católicas?». «Se va a casar en una iglesia ortodoxa», dijo mi madre. Y se fue a ver al patriarca de la iglesia ortodoxa, que se llamaba el patriarca Pimen. Yo no sé qué le dijo al patriarca, pero lo convenció de que a la iglesia rusa le iba a venir muy bien esta boda ecuménica, porque aquí donde me tienen yo soy la primera persona que se ha casado en una boda ecuménica. O sea, nadie antes había casado en la iglesia que no correspondía con su religión.
Bueno, entonces, lo convenció de que iba a ser la primera boda ecuménica y que iba a salir en los periódicos del mundo entero. Y, en efecto, así fue. O sea, la primera vez que yo salí en los periódicos fue por esta boda tan exótica, que se celebró en las colinas de Lenin, y que además fue con un rito mixto. Me casó el nuncio católico, pero el rito era ese de las coronas, que lo habéis visto alguna vez. Pero, bueno, mi madre era así, no se le ponía nada por delante. También para arreglar la casa tuvo una cantidad de problemas, porque, cuando llegamos, en la casa había que pintar, había que acuchillar, estaba todo horrible… Y como cualquier cosa en la Unión Soviética está centralizada, había que llamar a un organismo que se llama el UPDK. Si tú querías un carpintero, un fontanero, lo que sea, había que llamar al UPDK. Mamá llamaba al UPDK y no venía nadie, y no venía nadie, y no venía nadie. Y pasaba el tiempo y la secretaria le dijo: «Mire, señora, esto solo se puede arreglar hablando en el comedor». Y mi madre dijo: «Pero, bueno, ¿qué vamos a arreglar en el comedor?». «No, no, usted siéntese y cuente lo que le pasa».
Entonces, mamá se sentó en el comedor y dijo: «No, yo que admiro tanto la Unión Soviética, este gran país, que ha puesto al hombre en el espacio… Pero mi hija se casa dentro de dos meses y no consigo que venga ni un carpintero, ni un fontanero, ni un pintor…», al día siguiente estaban todos allí, porque los micrófonos del comedor eran los más sensibles. Esa era la parte buena de tener micrófonos por todos lados, pero tenía también sus complicaciones. De vez en cuando, los micrófonos se invertían y oíamos nosotros a los espías. Entonces, tú estabas durmiendo tranquilamente a las cuatro de la mañana y se oía una música frenética o una discusión acalorada, porque los rusos son muy pasionales, y tenías que golpear la pared y decir: «Por favor, por favor, cállense, que queremos dormir». Y todas estas anécdotas están en un libro que, a lo mejor, alguno de vosotros habéis leído, que se llama «Hoy caviar, mañana sardinas», que es, bueno… La historia está escrita a medias con mi hermano Gervasio y es nuestra vida como hijos de diplomáticos a los que sus padres arrastran por el mundo cambiando de país y cambiando de colegio y cambiando de amigos.
Porque, claro, yo, cuando empecé a escribir, creía que Anastasia había sobrevivido. Les cuento la historia de Anna Anderson, es que es increíble. Bueno, a lo mejor, habéis oído hablar de esta señora que se llama Anna Andersen, que murió haciendo creer a todo el mundo que en efecto ella era la gran duquesa Anastasia. Su historia es la siguiente: es una señora que aparece medio ahogada en un canal en Holanda y entonces la llevan a un manicomio. Y esta mujer estaba en «shock» y no podía hablar. Y, de repente, alguien que estaba… una enfermera o no me acuerdo bien quién, alguien de ahí, de esta institución, dice… Esta persona, que había trabajado con la familia imperial en Rusia, dice: «Pero ¡si es Anastasia! Si es Anastasia. Es ella, es ella». Se empieza a correr la voz, todo el mundo impresionado… Viene a verla el tutor de las niñas y, al principio, le preguntaban: «Bueno, Anna», porque se hacía llamar Anna, «¿tú te acuerdas de cómo se llamaba el perrito que teníais?». Y ella: «No, no, tengo amnesia, no me acuerdo de nada». Pero ahí le iban preguntando y entonces le decían: «No, acuérdate, se llamaba Joy», con lo cual, la próxima persona que la venía a visitar, ella ya sabía que el perrito se llamaba Joy.

O sea, que fue reuniendo toda la información que pudo… y no sé verdaderamente cómo les hizo creer, porque ella no hablaba… hablaba ruso muy mal, porque era polaca y no hablaba una palabra de francés. Hay que decir que la familia imperial entre ellos hablaban en francés. En Rusia, todas las familias elegantes hablaban en francés. Muy bien. Bueno, entonces, se muere Anna Andersen y todo el mundo está convencidísimo de que esa señora era la gran duquesa Anastasia, ¿vale? Muy bien. Se muere. Al cabo de unos años, descubren los cadáveres de la familia imperial en una mina en Ekaterimburgo. Entonces, exhuman los cadáveres y tienen que hacer una prueba de ADN para comprobar si, en efecto, son ellos o no. Para hacer las pruebas de ADN, tienes que cotejar el material biológico con alguien que sea pariente por vía materna. Esto es muy importante, porque por vía paterna puede fallar, la señora puede haber tenido un hijo con otra persona, pero por línea materna no falla, así que el pariente más cercano por línea materna que había para hacer estas pruebas era el duque de Edimburgo. Bueno, entonces, hacen las pruebas de ADN cotejando el ADN del duque de Edimburgo y da 99,9999 % que, en efecto, son los restos de la familia imperial. Bueno, ¿qué pasa ahora? Que el viudo de Anna Andersen, que es esta señora que se hizo pasar por la duquesa y que todo el mundo pensaba que era ella, dijo: «Ahora mi mujer va a quedar reivindicada para siempre. Yo voy a pedir que cotejen los restos de mi mujer con los restos de la familia imperial». Pleiteó, pleiteó, pleiteó, consiguió, en efecto, que se cotejaran los restos y el resultado fue que era 99,9999 % que no tenía nada que ver con la señora. O sea, que si su marido nos hubiera puesto tan pesado, todavía pensaríamos que era ella. Gracias.
Le tengo mucho cariño, aparte de por sus méritos, porque esa novela está escrita en un momento complicado de mi vida. Yo perdí a mi marido y a mi padre con dos meses de diferencia. Y, entonces, aquello era tan brutal que yo no me podía parar y llorar porque si no hubiera llorado para siempre. Tenía que distraerme con algo y me dediqué a seguir los pasos de la Bella Otero, por donde ella había pasado. Me fui a Valga. Incluso conocí a una sobrina suya que se parecía muchísimo a ella, fue muy interesante. Después estuve en París, donde había tenido tanto éxito, en Niza, que fue donde se retiró, porque ella se arruinó. De ser de las mujeres más ricas del mundo, lo perdió todo porque era ludópata. Se dedicaba a timbearse todo el dinero en el casino. Bueno, esa es una de las que le tengo mucho cariño. De las históricas, también le tengo mucho cariño a Teresa Cabarrús, que es la protagonista de «La cinta roja», una vez más por razones, porque admiro… Bueno, también es una mujer que no es muy conocida. Es mucho más conocida en Francia. La llaman «Madame Thermidor» porque fue la que acabó con el régimen del terror. Acabó con Robespierre, ni más ni menos. Pero aquí en España no es tan conocida y también es una historia muy fascinante, pero ese libro también está escrito en un momento complicado de mi vida.
Yo he abandonado dos novelas. Después de «El testigo invisible» se me ocurrió escribir una novela sobre una señora que se llama María Bonaparte, que es descendiente de Napoleón, pero sobre todo es famosa porque fue la que salvó a Freud de los nazis. Ella era una devota de Freud, era una discípula de Freud, escritora intelectual, etcétera, y salvó a Freud de los nazis. Yo estaba escribiendo esta novela, y aquí va otro consejo para alguno de vosotros que quiere escribir novelas. Yo notaba que tenía como un nudo aquí y hay algo en esta novela que no funciona. No sé qué le pasa. Intentaba y escribía, y todo lo que escribía no me gustaba. Y, cuando escribís y el estómago dice que no, es que no. O sea, yo soy muy partidaria del estómago. Creo mucho en las tripas porque es ahí donde está la intuición. La cabeza se equivoca bastante, el corazón se equivoca sin parar, pero el que no se equivoca nunca es el estómago. Si hay algo aquí que te dice «esto no marcha», es que no marcha. Bueno, entonces, traté de averiguar qué le pasaba a esa novela, por qué yo no podía escribir, hasta que me di cuenta de cuál era el problema.
El problema era que ella adoraba a Freud, era discípula de Freud, y yo, después de leer mucho sobre Freud… Me había leído varias biografías de él, una así de grande de un señor que se llama Peter Gray, que es magnífica. Hay un momento dado que dice: «Freud ya ha averiguado de dónde viene la frigidez de la mujer». Y la explicación que da Freud es que esto desciende de la época de la glaciación. Digo: «Mira, hasta aquí hemos llegado, Sigmund. Hasta aquí hemos llegado porque yo no me creo nada de esto que estás contando». Así que tuve que abandonar la novela y, entonces, una vez más me quedé en shock. No sabía qué escribir, hasta que una amiga me dijo: «¿Has pensado alguna vez escribir algo sobre la hija negra de la duquesa de Alba?». Y digo: «Perdona. ¿Cómo? ¿Qué has dicho?». Entonces, me contó que a la duquesa de Alba, la musa de Goya, la maja desnuda, etcétera, etcétera, pues le regalaron una niñita negra, que era algo muy común en aquella época. Estamos hablando del siglo XVIII. La duquesa de Alba no tenía hijos y se encariñó tanto con esta niña que la prohijó y cuando murió le dejó una herencia muy considerable. No la pudo hacer duquesa porque en aquella época no era posible. Imagínense el escándalo de una duquesa de Alba negra, pero sí le dejó una fortuna muy considerable. Bueno, entonces, cuando me contaba esta historia, dije: «Bueno, ya hemos aparcado a Sigmund y, al cabo, me olvido de María Bonaparte». Y, entonces, me interné en la novela esta de «La hija de Cayetana». Y es otro libro, otro personaje, al que también le tengo mucho cariño.
No sé si os habéis fijado que ahora todos los personajes de Walt Disney, hasta los peores, resulta que son buenísimos y, entonces, ahora acaban de salvar a la bruja de «El mago de Oz», antes de eso habían salvado a la mala de «Blancanieves», también a la de «La bella durmiente». Y todos tienen una historia: pues resulta que su mamá no la quería y su papá la maltrataba y por eso se hicieron malas. Cuando todos sabemos que eso no es así, porque hay mucha gente que tiene una vida horrible y que no se convierten en seres infames. Pero ahora estamos un poco en ese buenismo, así que a mí me gustan mucho los malos.
Entonces, el panadero se dio cuenta de que se iba a ahogar. Así que decidió tumbarse dos botellas de whisky y, con dos botellas de whisky, se tiró al mar y sobrevivió. Esto es un caso que imagino que luego más adelante se ha estudiado, porque primero el alcohol te relaja, con lo cual no estás tan tenso y no sé qué. Luego hay la diferencia térmica, el agua está a una temperatura terrible, muy baja. Así que ya saben si alguna vez se descubren en esta situación. Esa es una de las anécdotas. Y otra curiosísima que también me descubrió Jaime es la siguiente. Esta es la historia de la mayor gafe que yo conozco, porque es que, verdaderamente, esta bate todos los récords. Se llamaba Violet y era angloargentina y trabajaba en el Titanic. Ella era parte de la tripulación. Entonces, Violet era enfermera y se había embarcado en otro barco de la línea que había naufragado y se habían muerto no sé cuántas personas, pero ella se salvó. Se sube en el Titanic, mueren no sé cuántas personas y Violet como si nada. ¿Y qué hace Violet después? Que se sube en un tercer barco que también se hunde. O sea, desde luego… Porque, además, ya sabéis que a los gafes no les pasa nada a ellos. Causan catástrofes alrededor, pero ellos tan tranquilos. Así que Violet murió tranquilamente en su cama a los 83 años.

Ese tipo de personas a mí me encanta rescatarlas del anonimato. Y también, por ejemplo, escribí hace poco un libro sobre espías femeninas que también me gustó porque muchas de las hazañas de mujeres que han rendido servicios muy importantes a sus países han quedado completamente olvidadas o ni siquiera han trascendido, precisamente porque eran muy buenas espías. Porque lo más importante de una espía es que no se sepa que lo eres. Y, entonces, ahí en ese libro vienen muchos casos de mujeres que nunca se ha sabido hasta ahora cuál era el papel que habían jugado. Esa es la razón.
Bueno, pues cuando cumples 60 o un poquito más, se acabó el «tengo que» y dices: «Ahora me toca a mí». Y ahora voy a hacer todo lo que no podía hacer hasta el momento. En mi caso, por ejemplo, yo me puse a bailar tango. Así que el tener algo que te haga ilusión, y ayudar a los demás es muy importante, pero, para que os hagáis una idea, que eso está estudiadísimo. Cuando te hacen académico, de cualquiera de estas academias, te regalan diez años de vida. O sea, ese señor que era un abogado o era un escritor o era un lingüista o era un físico, no sé qué, que ya estaba jubilado, que se veía jugando a la petanca, aburrido como un hongo, de repente, lo hacen académico y vive 100 años. Todos los académicos tienen 100 años. ¿Por qué? Bueno, porque tienen ilusión, porque tienen curiosidad y porque piensan que están haciendo algo que es útil.
Bueno, de las cosas más gratificantes en mi vida es encontrarme con gente que me dice: «Tal libro, una frase que tú escribiste, me ayudó en determinada situación». Me ocurre mucho con los artículos. O sea, no sé, cosas rarísimas que me pasan con los artículos. De repente, un señor importantísimo, que no puedo decir el nombre, lamentablemente, pero, bueno, de repente, me lo encuentro y saca del bolsillo un artículo todo doblado. Y era un artículo que yo había escrito que se llama «Líbreme Dios de los malos tontos que de los malos listos ya me libro yo». Y, entonces, es verdad, porque los tontos no tienen freno. O sea, son capaces de las cosas más atroces. Los listos por lo menos miden un poco, ¿no? Pero los tontos son capaces de llevarse el mundo por delante. Bueno, pues este señor importantísimo llevaba en su cartera el artículo ese de los tontos y los listos. Después me ocurrió también, cuando murió mi padre y mi marido, que entonces escribí un artículo sobre la pérdida y cómo se asume la muerte y ese tipo de cosas, y me ha ocurrido con dos o tres personas que también tenían el artículo. Y después me pasa mucho de gente que me dice… Es que me lo habéis dicho alguien por aquí, ¿no? Que en el chat, sí, ¿verdad? Sí, sí, sí.
