“Las historias son un espacio de libertad y de rebeldía”
Juan Gabriel Vásquez
“Las historias son un espacio de libertad y de rebeldía”
Juan Gabriel Vásquez
Escritor
Creando oportunidades
“Leemos para entender al otro, para habitar a otros”
Juan Gabriel Vásquez Escritor
Juan Gabriel Vásquez
Decía el escritor Adolfo Bioy Casares que la literatura “añade una habitación a la casa de la vida”. Y es que la necesidad de contar historias ha acompañado a los seres humanos desde el principio de los tiempos. El escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez afirma que las novelas nos dan acceso a los secretos más recónditos de las vidas ajenas: “Leemos para habitar a otro, para entender al otro. Esto significa, también, aprender a respetar vidas distintas a la nuestra”. La literatura se convierte así en un buen antídoto contra la polarización. Para Vásquez, el novelista es “una especie de historiador de las emociones”, que indaga en las pasiones que han configurado la historia de nuestros antepasados: “El escritor rescata las emociones que nos importan y nos definen como seres humanos”. Y añade: “Lo hace para contar el lado invisible de lo visible”.
Juan Gabriel Vásquez reivindica el poder democrático de la ficción asegurando que, con mucha frecuencia, las novelas son lugares donde pensamos lo que no se puede pensar, y decimos lo que está prohibido decir. Son, por tanto, “lugares de libertad y rebeldía”.
Juan Gabriel Vásquez está considerado uno de los novelistas latinoamericanos más importantes de su generación. Su obra se ha traducido a 30 lenguas y se publica en 50 países. Es miembro de la Academia colombiana de la Lengua y ha obtenido numerosos premios, entre ellos el Premio Alfaguara, el Premio Gregor von Rezzori-Città di Firenze, el IMPAC International Dublin Literary Award, el Premio Real Academia Española y el Premio Casa de Amèrica Latina de Lisboa. Ha traducido, entre otras, obras de Joseph Conrad y Victor Hugo. Escribe regularmente artículos de opinión en ‘El Espectador’ de Bogotá y ‘El País’ de Madrid. En 2016 fue nombrado Caballero de la Orden de las Artes y las Letras de la República francesa y, en 2018, fue condecorado con la Orden de Isabel la Católica.
Transcripción
Muchas gracias. Muchas gracias a todos por estar aquí. Para mí es un placer hablar ante ustedes hoy. Mi nombre es Juan Gabriel Vásquez. Soy escritor. Toda la vida he sido escritor, soy escritor desde antes de ser escritor. Uno de mis primeros recuerdos de infancia es completar con mi letra de niño en las guardas de unos libros de mis padres una historia infantil cuyo final no me había gustado. De manera que ese es uno de los primeros recuerdos que tengo y esto quiere decir que llevo toda la vida escribiendo. Toda mi vida consciente la llevo escribiendo. Y les cuento esto porque de toda esa vida no ha pasado un solo día en que no me pregunté para qué. ¿Para qué sirve esto? ¿Para qué sirve esto que hacemos que es leer ficción? ¿Para qué nos sirve dedicarles tanto tiempo a las historias que nunca han sucedido de gente que no ha existido? ¿Por qué lo hacemos los seres humanos? Esto para mí sigue siendo un misterio. Vamos a una librería y compramos una novela de la que seguramente han oído ustedes hablar, «Moby Dick», una novela maravillosa de Herman Melville. Y la compramos sabiendo que la escribió Herman Melville y pasamos la primera página en donde pone «Moby Dick por Herman Melville» y abrimos la primera página de la novela y una voz nos dice: «Llamadme Ismael». Y nos abandonamos a eso, sentimos que estamos hablando con Ismael, le creemos a Ismael lo que está diciendo y nos parece importantísimo lo que le va a pasar y dedicamos nuestras horas a saber qué es eso que le va a pasar. ¿Por qué nos abandonamos a este artificio? Para mí es un misterio. Es un misterio por qué lo hacemos como lectores, pero también es un misterio para mí por qué lo hago yo como escritor. ¿Por qué escribimos ficción?
No sé si ustedes conozcan «El nombre de la rosa», la novela de Umberto Eco, o hayan visto la película. A Umberto Eco una vez le preguntaron por qué había escrito «El nombre de la rosa», y dijo: «Tenía ganas de envenenar a un monje». Bueno, está muy bien como objetivo, pero a mí se me ha ocurrido que lo que nos mueve cuando escribimos ficción, lo que me mueve a mí cuando escribo ficción, es la misma razón por la que la leo, que es la frustración ante el hecho de solo tener una vida. Leemos y escribimos porque nos desespera estar encerrados en una misma vida toda la vida y queremos saber más cosas y queremos tener más vidas y tener más experiencias. Yo quiero ser una mujer negra del siglo XIX. Yo quiero ser un militar colombiano parado frente al pelotón de fusilamiento. Yo quiero ser incluso un hombre que se despierta convertido en un insecto. Quiero saber cómo se siente eso. Para eso leemos ficción, para remediar la camisa de fuerza que es tener solo una vida y estar encerrados en ella durante toda nuestra existencia. Yo creo que es la razón principal por la que leemos de niños, para ser esas otras personas. Yo quise ser el Capitán Nemo encerrado en su submarino en «20 000 leguas de viaje submarino» de Julio Verne y quise ser D’Artagnan cuando leía «Los tres mosqueteros». Esa es una emoción que nunca se va para un lector. Los lectores crecemos, nos transformamos, nos volvemos adultos y volvemos siempre a los libros para buscar cosas cada vez más complejas, cada vez más ricas, pero siempre queda esa razón, las ganas de ser otro, las ganas de tener más experiencia, la sed de experiencia que nos caracteriza como seres humanos.
Un crítico norteamericano, Harold Bloom, decía que, si viviéramos 150 años o 200 años, no tendríamos necesidad de ficciones, pero, como nuestra vida es más corta y no alcanzamos a conocer tanta gente como quisiéramos o a tener tanta experiencia o a saber tanto como quisiéramos saber, leemos ficción. La ficción es ese remedio para la brevedad y las limitaciones de nuestra vida. Si yo tuviera que escoger un momento en el que supe que sería escritor, en el que nace una vocación, que es ese momento misteriosísimo, yo pienso, entre otros, en mi lectura de «Cien años de soledad», de Gabriel García Márquez, a mis 16 años. En ese momento hubo algo de la lectura de este libro, de la manera como un libro puede eliminar todo lo que nos rodea, eliminar la realidad circundante, secuestrar nuestra atención y devorarla, que me hizo pensar a mí por primera vez: «Yo quiero hacer esto, yo quiero aprender a hacer esto, quiero devolver a los lectores lo que he recibido de esta novela maravillosa». Pero, en mi familia, una familia de abogados, mis padres son abogados, mis tíos son abogados, no era muy fácil decir: «Yo quiero ser novelista, yo quiero hacer esto como profesión». Entonces yo empecé a estudiar Derecho. Empecé a estudiar Derecho con la convicción de que la vocación literaria era algo que se practica en los ratos libres, era algo para los fines de semana, para las noches después de haberme ganado la vida con una profesión respetable.
Y me tomó dos años de estudio de Derecho comprender que no era así, que la literatura es una vocación excluyente que nos devora, que nos exige la atención completa, 24 horas al día pensando en novelas, en la lectura de novelas y en el aprendizaje de su escritura. Estudiaba yo en una universidad del centro bogotano, una universidad muy antigua para los parámetros latinoamericanos, fundada en 1653, y esto quiere decir que es un barrio rodeado de historia, es un barrio donde han ocurrido muchas cosas importantes para la historia colombiana, y yo salía, aburrido de mis clases de Derecho, salía a pasear por estas calles y a visitar el lugar donde un gran poeta, José Asunción Silva, había vivido y luego se había suicidado de un tiro en el corazón, y luego pasaba por los lugares donde hechos importantes de la historia colombiana habían ocurrido. El momento en que Simón Bolívar escapó de un atentado contra su vida saltando por una ventana que daba a la calle Diez de Bogotá. El hecho de vivir en un barrio lleno de historia y de venir de una familia en la cual la historia de mi país eran relatos que se contaban constantemente me hizo sentir, convivir con la historia de mi país de una manera directa, sentir que la historia era algo vivo, no era algo que estaba en los libros muerto, en letra muerta, sino que estos fantasmas convivían conmigo, y muy pronto empecé a pensar: «Esto es lo que yo quiero escribir». Las historias que quiero contar son las historias que exploran mi relación con esos momentos difíciles del pasado de mi país.
Era difícil por una razón muy sencilla, creo, y era mi sensación de que no entendía la historia de mi país. Creemos que uno escribe sobre lo que conoce y sobre lo que domina. Yo me di cuenta en algún momento de que la verdad es la contraria, escribimos justamente sobre lo que ignoramos, escribimos sobre lo que no conocemos, y la escritura es un acto de investigación en lo misterioso, en lo secreto, en lo secreto de un pasado difícil, en los secretos de un pasado difícil, pero también en el misterio de las vidas ajenas. Yo escribo porque los seres humanos, todos ustedes, me causan una curiosidad enorme. Me parecen todos misterios, me parece que todos ocultamos una historia fascinante. Todos tenemos una historia fascinante, y escribimos también para revelarla, y leemos también por esa curiosidad de saber cómo viven los demás. Esto es la frase de un escritor que me gusta mucho, Ford Madox Ford: «Cómo viven los demás su vida entera». Ese móvil, la curiosidad infinita por las vidas de los otros y la sed de experiencias, la sed de vivir más vidas de las que tenemos, es lo que motiva mi escritura y es lo que les ofrezco a mis lectores.
Muchas gracias.

Era una mujer que hablaba muchas lenguas en ese sentido, que servía de centro, de lugar de encuentro para muchas personas distintas, y eso lo encontré muy interesante. Aparte de eso, su vida fue una constante lucha por la libertad, la libertad de ser quien ella quería ser, la libertad de ser artista, contra un marido, un primer marido, que no aceptaba esa vocación, la libertad de ser artista mujer, en un medio artístico, el colombiano, de esos años, que era profundamente machista. Y lentamente ella fue inventándose, inventándose como mujer, inventándose como artista, contra fuerzas muy poderosas que trataron siempre de limitar esas libertades. Y lo que yo encontré fue la posibilidad de contar esta vida, que es una maravillosa historia de independencia. Para mí no hay espectáculos tan maravillosos como un ser humano inventándose a sí mismo frente a fuerzas muy potentes que se lo quieren impedir, el ser humano que está descubriendo quién es. Eso es lo que era Feliza Bursztyn, y es un personaje fascinante. Mi novela, en sus 270 y tantas páginas, es un intento por explorar la verdad de lo que decía García Márquez, que murió de tristeza, de saber por qué es verdad eso o por qué puede que no lo sea, y eso es lo que les invito a descubrir. Muchas gracias.
Y, en tercer lugar, viene el novelista. Y la única tarea del novelista, su única misión, en lo que no puede fracasar, es en decir algo que no pueda decir ni el periodista ni el historiador. Yo no escribo novelas para decir lo mismo que ya puede decir un gran historiador o un gran periodista. Escribo novelas para tratar de decir algo que no se pueda decir de otra manera. ¿Dónde ocurre eso que no se puede contar de otra manera? Ocurre en las zonas invisibles de lo que somos, ocurre en nuestra conciencia, en nuestras emociones. Yo he dicho que el novelista es una especie de historiador de las emociones. El novelista es alguien que, igual que un historiador rescata un hecho a través de documentos y de pruebas para que no se muera en nuestra memoria, el novelista rescata una emoción, una emoción que nos importa, que nos cambia como seres humanos, que puede cambiar una vida, una emoción grande o pequeña. La rescata para que, en el flujo de nuestra experiencia, no se pierda. Y hacer eso, contar el lado invisible de lo visible, contar el lado oculto o secreto de las vidas que son públicas o que pueden ser públicas, eso es lo que puede dar una novela y no se puede obtener de otra manera.
La literatura siempre ha sido un lugar de libertad, esto es importante para mí, porque, cuando la consideramos en el marco de una sociedad, de un país, yo tengo la sospecha de que, cuanto más saludable es una democracia, mayor o más sólido es el lugar en ella de la literatura, pero no lo pude probar. Sobre esto no hay pruebas. Lo que sí se puede ver fácilmente, lo que sí podemos probar fácilmente es el fenómeno contrario. Cuando una sociedad está dejando de ser democrática, cuando una sociedad está deteriorándose en su convivencia, en sus reglas de libertad, una de las primeras cosas que pasa es que empezamos a perseguir las historias. Se empieza a prohibir que se cuenten algunas historias, se empieza a encarcelar a los escritores, se empieza a perseguir a los periodistas, a los historiadores, a los novelistas, a quienes cuentan historias, porque las historias son un espacio de libertad y de rebeldía, si quieres. En las historias, en las ficciones que nos contamos los seres humanos, rechazamos las versiones de nuestra vida que se nos quieren imponer. Con mucha frecuencia, los seres humanos usamos esas historias que contamos en la literatura para decir: «No, yo tengo el derecho de contar mi propia historia y lo voy a hacer de esta manera». Es parte de lo que nos ha definido como especie desde siempre, pero no quiere decir que siempre haya sido fácil. Los que contamos historias de imaginación, los que utilizamos la literatura para ponernos en el lugar de otra persona y contar el mundo desde el lugar de otra persona nunca hemos sido del todo bien vistos.
Platón, el filósofo griego, en uno de sus libros decía que los poetas eran gente muy peligrosa que había que expulsar de la ciudad. Decía que eran también muy admirables y decía: «Si un poeta llega a nuestra ciudad, lo vamos a recibir con flores y con ofrendas, pero le vamos a pedir que siga su camino porque no nos interesa que se quede». ¿Por qué no nos interesa? Porque los poetas hablan desde el lugar de otro, y eso a Platón le parecía muy peligroso. Le parecía que cada persona en una sociedad tiene un solo papel y debe cumplir un solo papel y ocupar un solo lugar, y el poeta es esa persona que se llama Homero y que de repente se para frente a un auditorio y dice: «Yo soy Ulises», «yo soy Aquiles». Y nos cuenta la historia desde el punto de vista de ese Aquiles o de ese Ulises. Y a Platón no le gustaba nada esto y lo prohibió en su modelo social. Eso ocurrió hace tantos siglos, pero hoy sigue vivo. Hoy seguimos de alguna manera, y ustedes todos lo saben, condenando a la persona que cuenta una historia desde el punto de vista de alguien que no es como él. Y lo prohibimos y lo miramos con malos ojos y eso es profundamente triste. Esa capacidad o esa curiosidad que tenemos por habitar a otro termina siendo responsable de algunas de nuestras grandes conquistas democráticas también. Nuestro derecho a imaginar la vida de otro, a contar el mundo desde la vida de otro, es lo que acaba convirtiéndose en palabras muy gastadas pero muy importantes para nosotros, como tolerancia, como empatía. Queremos saber cómo vive otro y eso es también aprender a respetar vidas distintas de la nuestra, opciones vitales distintas de la nuestra. Cuando eso se rompe la democracia sufre y la convivencia sufre. Esa es la importancia que tienen las ficciones.
Las novelas también nos ponen constantemente en contacto con esto y nos permiten seguir viviendo pero también querer vivir de manera distinta. Gracias.

Todos los colombianos de mi generación y de otras hemos crecido con las imágenes tristes de esos años, con las imágenes del dolor y de los atentados terroristas y de los aviones que estallan en pleno vuelo y los edificios atacados por Pablo Escobar y el cartel de Medellín, pero a partir de cierto momento yo me pregunté: «¿A dónde vamos si queremos ver el otro lado de estas imágenes? ¿A dónde vamos si queremos no solo ver las imágenes del dolor y oír las estadísticas del dolor, sino saber cómo era ser hijos o padres, cómo era ser amantes, cómo era ser amigos en ese mundo marcado por la violencia de unos pocos y por el miedo y por la angustia y por la ansiedad y por la convivencia con la violencia impredecible que nos ha marcado a todos?». Una novela se escribe para eso. Para eso la escribí yo, para contar todo lo que no podía contar un documental y, sobre todo, para contarlo con el equilibrio correcto, para no convertir en sensacionalismo barato esas historias que tanto dolor nos han causado a los colombianos.
Una de ellas es el respeto por la gente que ha sufrido, pero esto con mucha frecuencia se encuentra con fuerzas muy poderosas que están interesadas en que sí se olvide, en que no se hable de eso que fue incómodo, en que ya dejemos eso atrás. Las novelas son para mí uno de esos lugares donde mantenemos el pasado con vida, donde mantenemos la memoria de nuestros pueblos, la memoria de nuestras sociedades, donde rendimos una especie de homenaje a la gente que ha sufrido en un pasado difícil, doloroso, violento, y eso es una de las tareas yo creo que tienen los novelistas. Las novelas de García Márquez constantemente están recordando el pasado. Carlos Fuentes, el novelista mexicano, decía: «No hay futuro vivo con un pasado muerto». Es decir, las sociedades que dejan que su pasado se muera o que se olvide o que no se cuente o que desaparezca o que se distorsione o que se manipule tienen más dificultad para avanzar hacia un futuro mejor. Yo creo que la novela es cómplice en ese ejercicio de mantener el pasado con vida, de recordar lo que otros quieren que se olvide y de entonces mantener en cierto sentido la salud de una sociedad, que depende de una buena relación con la historia que nos hizo a todos. Gracias.
Por eso se explican las peleas y los desacuerdos y las continuas divisiones y la continua crispación en la que estamos metidos, porque nuestras redes sociales toman nuestro comportamiento en línea, nuestra información, nuestros datos sobre nuestra edad, nuestro sexo, nuestra ubicación y nos dan una versión de la realidad que no es la misma que le dan a quien piensa de manera distinta, a quien visita páginas distintas, a quien es una persona distinta. Jaron Lanier dice: «Eso es como si Wikipedia nos mostrara a cada uno de nosotros un artículo distinto de la misma cosa que buscamos». Buscamos la misma palabra en Wikipedia, «historia de Australia», y, dependiendo de quiénes somos, de nuestra religión, de nuestro historial de consumo, de nuestra edad, nos diera Wikipedia un artículo distinto. Eso es lo que pasa con la realidad. No es para sorprenderse que andemos tan divididos y tan peleados, porque estamos viendo realidades distintas. Yo creo que en cierto sentido la literatura, la novela, la escritura de imaginación puede ser un antídoto contra esto. Creo que, en cierto sentido, cuando entramos a leer una novela, una de las primeras cosas que nos pide una novela es dejar fuera el juicio moral, suspender el juicio moral.
Quien lee «Madame Bovary» o «Ana Karenina» solamente con ganas de juzgar moralmente a la protagonista está perdiéndose de algo muy valioso. Más bien las novelas lo que nos ofrecen es una posibilidad de entender, de entender lo que es distinto, lo que es extraño, lo que nos parece condenable o negativo, pero hay que tener ese valor, ese coraje, el de aparcar nuestros juicios morales para entrar en el proceso de entender al otro. Y en mis días más optimistas, que no son muchos, pienso con frecuencia que la literatura puede ser ese espacio, ese espacio donde se rompen un poco las divisiones que tenemos, estas burbujas en las que nos encierra la vida contemporánea, y entramos en una comunicación con otras conciencias. Y con algo de suerte eso puede terminar de alguna manera debilitando esa polarización tan extrema que tanto daño, creo yo, nos hace en nuestro comportamiento ciudadano.
Pero para escribir la novela fue necesario haber salido de mi zona de confort y haber pasado por eso. También puedo contar algunas de las experiencias que están en la raíz de un libro de cuentos que se llama «Canciones para el incendio». En ese libro hay dos cuentos en particular en los que el narrador se llama Juan Gabriel Vásquez y cuenta una experiencia extraña, insólita, que tiene, y salen de una experiencia real que a mí me pareció lo suficientemente exótica como para indagar en sus significados ocultos y tratar de escribir una ficción que vaya más allá, que cuente algo más. Pero la anécdota en sí misma es divertida. Uno de esos cuentos se llama «El último corrido», y nació de un fracaso, nació de una invitación que me hizo una revista mexicana para que viajara por España con Los Tigres del Norte, un grupo de corridos de la frontera mexicana, que viajara con ellos durante una semana y los acompañara a cinco conciertos y escribiera sobre ellos. Descubrí tantas cosas interesantes, asistiendo a las conversaciones muy íntimas entre ellos, en las que se contaban sus problemas y sus vidas, descubrí tantas cosas interesantes que acabé reproduciéndolas todas en la crónica y luego eso fue un problema, porque no era esa la intención de la publicación que me encargaba la crónica. De manera que mi trabajo se perdió, quedó en nada, pero allí quedó el germen de un cuento de ficción para el cual utilicé esta experiencia de fracaso como periodista. Hubo otro momento extraño en el cual recibí yo, viviendo en París, necesitado de ganarme la vida con cualquier cosa que se me cruzara en el camino…
Tenía 23 años y recibí una llamada de una persona que me dijo: «Ha sido usted escogido como extra». Y entonces yo les aclaré que yo nunca me había propuesto como extra para ninguna película y luego me dijeron: «Bueno, ¿sabe usted que se trata de una película de Polanski?». Entonces ahí yo dije: «Bueno, yo soy extra profesional, he hecho esto toda mi vida y por supuesto que puede usted contar conmigo». Me fui a ser uno de los 100 o 120 extras de una película de Polanski que se llama «La novena puerta», basada en una novela de Arturo Pérez Reverte, y tuve ese privilegio enorme y extrañísimo de ver trabajar a Polanski, ver trabajar a los actores, estaba Johnny Depp, estaba Emmanuelle Seigner, y esforzarme muchísimo por caminar de la manera correcta y por seguir las instrucciones. Y luego, cuando fui a ver la película, emocionadísimo, me di cuenta de que las únicas escenas que habían cortado eran las mías. Y pensé: «Lo único que puedo hacer con esto ahora es escribir un cuento». Y el cuento lo escribí para tratar de utilizar esta anécdota frívola y banal como una manera de explorar otras cosas, explorar emociones más profundas, más ambiguas, más propias de la literatura, pero esa anécdota es una de las cosas divertidas que me han pasado.

Nadie ha leído la historia sin darse cuenta del papel importantísimo que juegan las emociones en la construcción de la historia. Las pasiones mueven el mundo, las pasiones hacen que los reyes invadan países y que, si quieren divorciarse y no les permiten divorciarse, entonces rompen con una Iglesia, un país entero rompe con una Iglesia como sucedió en Inglaterra. Bien. Historia y ficción son complementarias, se necesitan para una comprensión completa del pasado. Los maestros son para mí héroes. Son héroes de nuestra sociedad, son los héroes tal vez menos cantados, menos homenajeados de nuestra sociedad. Su papel como formadores de ciudadanos es un papel que los convierte en garantes de una democracia. Un economista norteamericano, J. K. Galbraith, decía: «Las democracias viven con el miedo a la influencia de la ignorancia». Cuando falta la educación en una sociedad, cuando la educación se debilita, cuando la educación se desatiende, sufre la ciudadanía, sufre la formación de ciudadanos y sufre la democracia. Por eso creo que los maestros son importantísimos e imprescindibles, y para mí deberíamos triplicar sus salarios inmediatamente y convertirlos en protagonistas importantísimos de lo que somos, nuestras democracias.
Sí creo que la manera como nuestros países entienden la educación hoy se aleja lentamente de valores que para mí son importantes. Creo que hemos olvidado el uso de la ficción o de la literatura como manera para interpretar el mundo, para entender el mundo, para construir sociedades, para construir democracias. Conozco sociedades en las que la Historia ha desaparecido del currículum. Esto me parece no solo lamentable sino terriblemente peligroso, terriblemente peligroso. Las sociedades que ignoran su pasado son incapaces de moverse hacia adelante y además son presas del relato interesado que puedan hacer fuerzas muy potentes que siempre quieren controlar lo que somos como sociedad. De manera que yo invito a eso, a una recuperación de viejos valores humanistas que parece que están en desuso en nuestra educación porque no son de utilidad inmediata para un mundo laboral, tal vez, pero sin los cuales nuestras ciudadanías se deterioran y nuestros ciudadanos son más susceptibles de ser engañados o manipulados con consecuencias, creo yo, nefastas para el futuro de lo que somos.
Hay una gran novela que les recomiendo a ustedes para cuando tengan tres o cuatro años libres que es «En busca del tiempo perdido», la novela de Marcel Proust, que tiene siete tomos y 3000 páginas pero es fascinante. Y en una de ellas hay una conversación entre el narrador y la mujer que trabaja en su casa, que le dice que ella no lee novelas porque lo que le gusta son personajes reales, personajes de la realidad, eso es lo que le gusta. Y el narrador dice que el problema es que a los personajes reales los conocemos mediante los sentidos, los vemos, como los estoy viendo a ustedes yo, y, como los conocemos a través de los sentidos, tienen siempre algo invisible, algo opaco, algo oculto, algo que no conseguimos ver. A un personaje de ficción no lo conocemos mediante los sentidos, sino, dice el narrador de esta novela, mediante el alma. A un personaje, a la señora Dalloway, de Virginia Woolf, a Fermina Daza, personaje de García Márquez, los conocemos no mediante los sentidos, porque están hechos de palabras, los conocemos mediante el alma, y por lo tanto sus secretos son visibles, sus misterios son visibles, y eso es un conocimiento de lo que somos invaluable, nos enriquece y nos completa como seres humanos. Eso es lo que creo yo puede hacer la literatura. Gracias.
En la lectura encontramos herramientas para construir lo que somos, y esto ocurre porque la literatura está hecha de palabras y, como está hecha de palabras, la rellenamos cada uno de nosotros con significados distintos que sacamos de nuestra experiencia. Y por eso no es lo mismo leer una novela que ver una película, que también es una experiencia fantástica, y respeto y admiro enormemente el arte del cine, pero lo que distingue a la literatura es esa capacidad que nos da de rellenar las palabras que leemos con nuestra propia experiencia. Yo siempre pongo el ejemplo de una de mis novelas favoritas, que es «Ana Karenina» de Tolstói, escritor ruso, que comienza diciendo: «Todas las familias felices se parecen. Las infelices lo son cada una a su manera. Todas las familias felices se parecen. Las infelices lo son cada una a su manera». Bien, la maravilla de la literatura es que no hay dos personas en esta sala que piensen o sientan lo mismo cuando leen la palabra «familia». No hay dos personas en esta sala que piensen o sientan lo mismo cuando leen la palabra «feliz» o la palabra «infeliz». A la literatura llevamos nuestra experiencia, llevamos nuestra felicidad, nuestra satisfacción, pero también nuestros dolores, nuestras preguntas, nuestras ansiedades, y lo que la literatura nos devuelve es la posibilidad de usar esas palabras para construirnos como individuos y, sobre todo, para defender en nuestra vida con los otros, en nuestra vida social, esa persona que somos que es distinta de las demás y que en la literatura se puede construir como individuo. Esa libertad es absolutamente imprescindible.
Para mí hay una novela en particular que ha sido muy importante, que es «El corazón de las tinieblas», de Joseph Conrad. Es una novela corta que cuenta la aventura de un marinero que viaja río arriba por un río africano, hacia el corazón del África, para rescatar de allí, de ese lugar misterioso que son las tinieblas de las que habla el título, a un hombre que ha enloquecido. A mi esa novela me parece extraordinaria, por lo que cuenta, por cómo está contado, pero también porque se me ha vuelto una metáfora de lo que es la literatura, un viaje a lo desconocido. La literatura es un viaje que hacemos con un mapa en blanco, y hay que tener coraje para leer ciertas novelas por eso, porque nos invitan a hacer un viaje a lugares que no conocemos y de los cuales podemos venir además cambiados. Ese riesgo que tomamos cuando leemos ciertas novelas es el riesgo de que las novelas nos cambien, y a ningún ser humano le gusta fácilmente abandonarse al cambio, pero la literatura es eso. Gracias.
Quien empieza a escribir pensando que esto es un medio para lo que sea, para el éxito, para la fama o para el dinero, se equivoca completamente, y esas equivocaciones los dioses de la literatura las castigan. Un escritor argentino, Adolfo Bioy Casares, fantástico, decía que la oposición entre literatura y vida es falsa. La literatura no es lo contrario de la experiencia vivida, decía, la literatura lo que hace es añadir una habitación a la casa de la vida. La literatura nos hace incluso vivir más intensamente, nos hace vivir con más conciencia de estar vivos, nos hace pasar por la vida fijándonos en las cosas, fijándonos en el mundo, fijándonos en los otros seres humanos, fijándonos en nosotros mismos, y eso es invaluable. Lo que te quiero decir es que no hay una… No se separan, la experiencia vivida y la experiencia leída forman parte de una misma dimensión de lo que somos como seres humanos, y somos más pobres si carecemos de la una o de la otra.

Yo no exagero cuando digo que mi patria es mi lengua española, mi lengua española hablada y escrita por un colombiano. Mi español colombiano es mi lengua, pero esa lengua ampliada es la misma de los escritores españoles que más me interesan, que más respeto, que más admiro, y ser parte de esa gran república que es nuestra lengua maravillosa para mí es un privilegio. La lengua del Quijote, de «Cien años de soledad», es una herramienta extraordinaria, y yo me he pasado la vida tratando de hacerle un homenaje. Gracias.
Dice: «La temporada feroz en que nos conocimos a veces me visita como un dolor nocturno. En esos tiempos, la ciudad moría vestida de estertores cada tarde, destrozando los sueños improbables de un joven transeúnte o el preciso proyecto, dibujado en servilletas, de una mujer embarazada o de un político. En las horas sucias, cuando me agobiaba el querer ser otro en otra parte, yo dejaba las aulas de códigos y trajes y techos altos donde nuestros miedos se alzaban como el helio en fiestas infantiles, y sin ver la sangre allí vertida en otros siglos tan atroces como el nuestro pero nobles, sin recordar a los que allí languidecieron cuando las aulas fueron celdas gruesas de tortura y solo se abrían sus puertas vigiladas para que de ellas salieran los rebeldes, una costurera espía hacia el fusilamiento, un hombre que recogía tizones y pintaba letras griegas. En esas sucias horas, ¿lo recuerdas?, salía del sitio, me perdía entre la gente, me escapaba, y en la mejor esquina del mundo, como supo llamarla un poeta de otras tierras, me agachaba para tocar los viejos rieles de los pálidos tranvías espectrales, igual que se toma el pulso a un moribundo, igual que se consuela al caballo sudoroso que hemos reventado por descuido o por crueldad. Me sentaba así en la acera, dos dedos sobre el riel, mirada al cielo, y gritaban entonces las campanas bestiales de la iglesia vecina con su Cristo arrodillado, y pasaban aullando sin prisas los mendigos cuidadosamente envueltos en trajín. Yo les pedía silencio, no, les imploraba a los mendigos y también a las campanas, porque allí, con el dedo corazón y con el índice sobre la férrea carótida durmiente, estaba, pobre ingenuo, convencido de que la ciudad podría revelarme sus secretos, la recóndita intención de asesinarme, el lugar del hecho, su color, sus coordenadas y el nombre melodioso de mi victimario. Y yo, con tanto ruido, no lograba entender nada. Muchas gracias.