“Imposible para mí es solo una palabra”
Millán Ludeña
“Imposible para mí es solo una palabra”
Millán Ludeña
Deportista extremo y conferenciante
Creando oportunidades
“En la vida solo perseguimos lo que creemos que merecemos”
Millán Ludeña Deportista extremo y conferenciante
Millán Ludeña
Millán Ludeña nunca fue un atleta de alto rendimiento ni su trayectoria deportiva empezó de la forma tradicional, pero entendió que la verdadera carrera se gana en la mente. Desde Ecuador, decidió desafiar lo que parecía "casi" imposible: conectar el punto más profundo y el más cercano al sol en un reto. Así nació 'From Core to Sun', un documental y desafío sin precedentes que lo llevó desde la mina más profunda del mundo, en Sudáfrica, hasta la cima del Chimborazo, el punto más cercano al sol desde la Tierra. Con temperaturas extremas, falta de oxígeno y un recorrido extenuante, su hazaña le otorgó un Guinness World Record y lo convirtió en una inspiración mundial.
Ha participado en carreras en el desierto del Sahara, la Antártida o la montaña más salvaje de la Patagonia, pero Ludeña no corre solo por alcanzar la meta, sino por demostrar que los límites solo existen en la mente. Hoy comparte su historia como conferenciante, demostrando que los sueños más grandes no son los más fáciles, sino aquellos que nos transforman. "Las personas crecemos solo cuando enfrentamos nuestros miedos. Crecemos en el desafío, en la penumbra, en la incertidumbre, cuando te estás preguntando cómo lo resuelvo. Allí estás en tu máximo esplendor cognitivo, allí es cuando realmente estás pensando, porque el cerebro solo resuelve problemas, no resuelve pretextos", concluye el deportista.
Transcripción
Y mi vida iba enrumbada por allí, a ser un pandillero. Y me acuerdo clarito. Un día estaba reunido en la esquina con mis colegas pandilleros, cuando, de repente, mi mamá se aparece por la esquina, con chancla en mano. Y ustedes sabrán que una mamá hispana, bastante molesta y con chancla en mano, eso es otra historia. Hasta los pandilleros sabían eso. El punto es que todo el mundo se va hacia atrás, llega y me da chancletazos, me lleva para la casa, me sienta en la sala y me dice: «Mira, muchachito de miércoles, yo te parí, sé quién eres y si te me quedas ahí, te me haces líder». Y yo me quedé confundido porque yo estaba esperando una regañada del diablo, yo no estaba esperando una frase motivacional. Y luego me dice: «Y si lo vas a intentar, inténtalo al otro lado». Y yo más confundido: «¿De qué me está hablando? ¿De la otra pandilla, o qué?». La señora estaba hablando de educación. No sé en dónde lo escuchó. Y dijo: «A partir de ahora, tú y tus dos hermanos se cambian de educación fiscal, pública, a educación privada. Es problema mío cómo yo resuelvo esto». Estábamos en escuela. Paso al colegio y estaba en ese camino cuando, de repente, me empiezan a botar por falta de pago. Y es lindo cuando tienes 11 años porque es un día libre. Es maravilloso cuando tienes 12. El problema es cuando tienes 15, te da vergüenza. A mí me dio vergüenza. Y un día voy a hablar con el director y le digo: «¿Qué tengo que hacer para que ya no me bote?». Y el director dice: «Estás en un colegio privado y si no pagas la pensión, no hay educación. Fin de la clase de economía».

Estoy en la puerta y me dice, como el que no dice nada: «Quizás tu única opción es una beca». «¿Una qué?». «Beca». Yo tenía 15 años y fue la primera vez que escuché esa palabra: «beca». «¿Y qué significa eso?». «Que no pagas». «Ya, ya, ya. ¿Que no pagas cuánto?». «No, no pagas nada». «Ay, ¿y qué tengo que hacer?». «90 sobre 100». Y yo por ese momento era de esos alumnos que preguntaba: «¿Y con cuánto se pasa?». ¿Ya se acordaron? Yo también hacía esa pregunta: «¿Y con cuánto se pasa?». Y, efectivamente, me dicen: «Con 6 sobre 10». Yo lo que dije es: «No se diga más, me voy para el 6 en lugar del 10». Y eso fue lo que hice, hasta que me dieron la oportunidad posibilitadora de conseguir un 10 o un 9 para conseguir una beca. Y yo empecé a hacer deberes. Cien días después consigo sacar 9,2. Y con 9,2 le digo al director: «Aquí está mi nota. Y le vengo a decir que no quiero una beca, quiero que deje de mentirle a los jóvenes». Y el señor me dice: «Estás muy equivocado. Tienes beca, y completa». Ese fue el día que yo dije: «Estoy listo para crear mi destino a través de mi sentido de responsabilidad». Porque ¿cuál era mi responsabilidad? Ir a clases y hacer tareas, fin de la historia. Eso es lo que debía hacer y eso fue precisamente lo que hice. Le conté a mis hermanos y los tres, en un año y medio, conseguimos becas completas. Cuando me di cuenta de eso, dije: «¿O sea que yo puedo avanzar en la vida de acuerdo con qué tanto quiero y qué tanto me hago cargo de mí mismo?». Y 20 años más tarde, estoy seguro de que la respuesta es «sí». Hacerse cargo de uno mismo.
Yo estudié algunos años afuera, regresé a Ecuador. Yo corría quizás un kilómetro, kilómetro y medio, hasta ahí. Quizás para impresionar a alguna chica, fin de la historia. Y un día, por andar con la boca abierta en Quito, y un atardecer precioso, le doy la vuelta al parque más grande en la ciudad. Ese parque tiene cuatro kilómetros. Me emociono y digo: «Si ya puedo cuatro, entonces, puedo hacer otras cosas. Me voy a hacer mi primera carrera de montaña». Y en mi primera carrera de montaña había varias opciones: 10, 20, 50 y 80 kilómetros. Como yo corría cuatro, lo que dije es: «¿Sabes qué? Dame una de 10». Y el tipo me dice: «No, 10 y 20 están llenas. Si quieres correr acá, serán 50 u 80». Y yo corría cuatro. Y a mí lo que se me ocurrió decir es: «¿Sabes qué? Entonces dame una de 50, pues». ¿Y por qué? Porque yo estoy convencido de que 50 es menos que 80. Es el único argumento que yo entiendo para haber elegido 50. Empieza la carrera. Todo el mundo equipado y en mi cabeza un único plan: kilómetro 10 y me largo. Ni siquiera llegué al 10, llegué al 9. Llegué al 9, me quedo parado, esperando quizás que alguien me evacúe, algo. Pasa alguien al lado mío y me dice: «No es como correr en la ciudad».
«Ah, ¿por qué?». «Porque en la montaña no te botas cuando te da la gana». «Y entonces, ¿cuándo me boto? Si ya me quiero botar hace rato». «Te botas en los puestos de control». «Genial, ¿dónde está el primero?». «En el kilómetro 15», me dice. Y la única pregunta que yo tenía en mi cabeza era esta: «¿Qué hago? ¿Me regreso nueve a la salida o avanzo seis?». Llego al 15 con el único deseo de ser evacuado. Y estas cosas que tú crees que les pasan a todos menos a ti: estaba el tipo que me vendió la entrada. Y yo, en lugar de correr a sus brazos, empiezo a caminar hacia atrás. Y solo levanto los pulgares y digo… Y me dice: «Se te ve cansado». Y yo le digo: «Claro, es una carrera. Si tienes agua, mejor». Y el tipo se va a ver agua, regresa con agua y me dice, en su primer intento de compasión: «Si quieres bótate, no pasa nada». Y yo: «No, no, no, yo estoy descansando». Y le digo: «Si tienes una fruta, mejor». Se va a ver una fruta, regresa y, en su segundo intento, me dice: «Ya mucha gente se botó. Bótate, es igual. Ya sabíamos que te ibas a botar». ¿A quién le han tocado el ego así? Yo no sé qué hiciste tú. Yo lo que hice fue agarrar mi mochila, agarrar mi ego, me lo puse encima y le dije: «¿Sabes qué? Nos vemos en el 25».
Y llegué al 25, solo que ya llegué sin ego. Y yo no sabía que, cuando tú te quedas sin ego, lo único que te sobra es humildad. Y yo en ese momento era abundante en humildad. Y le digo al señor: «No me boté en el 10 por soberbio, no me boté en el 15 por potente. Ya estoy en el 25, por favor, sácame de aquí». Y me dice: «Esta semana llovió. Los carros, los coches, ya no están llegando, así que tú verás si te regresas 25 a la entrada o la terminas». Y yo terminé esa carrera porque no me dieron chance de botarme. Y ahí me di cuenta de algo impresionante: Todos perseguimos en la vida solo lo que creemos que merecemos. Y yo merecía terminar esa carrera. Muchísimas gracias.
Y yo dije: «No quiero vivir condenado al éxito, quiero dedicar el resto de mi existencia a intentar cosas». ¿Por qué? Porque me di cuenta de que cuando tú pones una lógica no de éxito, sino de intento, me permití intentar cosas más grandes. Unas salen, otras no mucho. El punto es que lo que sale siempre es más desafiante, más retador. Entonces, dije: «Claro, voy a pasar de esta condena de éxito a intentar acá». Y defino una especie de mantra en mi vida, fíjate. Y lo que digo es: «Yo no vuelvo a hacer en mi vida nada con lo que no me asuste». Seis meses más tarde, después de eso, llego a la Patagonia argentina, ¿a correr qué? 160 kilómetros en el lugar más salvaje de América. Estoy pasando de 4 kilómetros a 50 y luego a 160 kilómetros. Yo no sabía ni qué estaba haciendo allí, así que me dediqué a copiar. Algunos lo llamarán «benchmarking», yo estaba copiando. Si un tipo paraba en un riachuelo a tomar agua, yo paraba en un riachuelo a tomar agua. Si un tipo paraba a orinar, yo paraba a orinar. Si no tenía ganas de orinar, me quedaba esperando a que termine de orinar. El punto es que estaba copiando todo. Mi cálculo fue este: «¿Qué son 160 kilómetros?». Yo lo que dije es: «Debe ser como dar unas tres vueltas, más 10 de bono».
Entonces, dije: «Bueno, pues así la voy a resolver». Fíjate en lo que estaba haciendo, estaba literalmente comiéndome un elefante en pedacitos. Me di cuenta de algo importantísimo: que no hay proyecto grande, solo hay muchos pedacitos. Y la idea es, efectivamente, enfocarnos en cada pedacito. Esta carrera tiene una particularidad, al menos ese año, que fue increíble. Arrancó al mediodía, a las 12 del 12 de diciembre del 2012. Yo estaba allí paradito sin tener idea de en qué me estaba metiendo y, la verdad, fue todo un camino de descubrimiento. Solo visualiza esto: Yo iba corriendo en la montaña y los entrenadores habían dicho: «Cuando oscurezca, todo tu cuerpo va a cambiar. Se va a poner en una lógica de descansar. Tú tienes que seguir corriendo y, aunque tengas sueño, no descanses hasta que veas una fogata de algún corredor que va mucho más delante de ti que decidió descansar, tiene experiencia en montaña e hizo una fogata, porque estás en la montaña». Y, de repente, empieza a oscurecer y yo empiezo a cansarme más de lo que ya estaba. Y me daba sueño, y me daba sueño, y solo recordaba: «No pares. No pares, Millán. No pares, Millán. No pares, Millán».
Hasta que veo esa fogata. Siguiente paso. Me había dicho: «Cuando llegues al campamento, al que haya, tu cuerpo llegará a un estado en el que dice: “Se acabó esto” y, por lo tanto, te quedan más o menos cinco minutos en los que realmente vas a perder el sentido y te vas a dormir. Cinco minutos no es tiempo para que empieces a saludar a todo el mundo. En cinco minutos pones la alarma de dos horas, te hidratas lo más que puedes, tomas lo que tienes que tomar, te metes en el “sleeping” y te duermes». Llegué y eso fue lo que hice: me cambié y… dormido. Dos horas más tarde me estoy levantando y, por alguna razón, me sentía bien y decía: «Voy a mi siguiente día». Y, efectivamente, llego al siguiente día. Llega la segunda noche y, de repente, empieza a llover y yo estaba muy cansado. Realmente quise botarme mil veces, solo que no encontraba la forma de salir, y solo avanzaba y avanzaba y avanzaba y avanzaba. Y el único objetivo que yo me planteaba en la vida, al principio, era: «Okay, corre un kilómetro». Luego era: «Okay, corre 500 metros. Okay, da 100 pasos. Okay, solamente llega hasta el 50. Okay, solo da el siguiente paso». Es que no importa, el punto es: «Solo no pares, solo mantente intentándolo, solo no pares». Y eso venía haciendo yo. Segunda noche, me duermo. Ya saqué todo de la maleta y me dormí como bien pude. Y el error fue que, al despertar, todo estaba empapado. Y, si la mochila pesaba 18 kilos o 15 kilos, ahora ya pesaba 20 kilos, era mucho más complicado.
Y más, por frustración mía, dije: «Yo no vuelvo a pasar una noche más en esta montaña». Y eso fue con lo que logro terminar esta carrera, con mi consigna en decir: «Yo no me detengo hasta cruzar esa meta». Cuatro de la mañana, llego al pueblito. Obviamente, no había nadie esperándome. Yo venía medio rebotando. Saco mi banderita. Según yo, estaba mucha gente en la llegada. Saco mi banderita y todo, fíjate. Había unos ecuatorianos que la habían corrido, que ya habían llegado. Estaban en la esquina conversando, tomando algo y, de repente, ven que aparezco por ahí yo, de la nada, 58 horas después, ¿eh? Y empiezan a correr hacia mí, y yo vengo tan cansado que al final barrio es barrio… Y yo dije: «Me robaron». Fue lo primero que se me ocurrió. Yo iba con mi banderita y venían cuatro personas corriendo hacia mí y dije: «Me robaron». Y no, la verdad es que no me robaron, eran amigos míos que me estaban abrazando y levantando y todo. Porque me dio la impresión de que no estaba yo en el radar de que iba a llegar. Entonces, alguien entra en consciencia y dice: «¡Esperen, que no ha cruzado la meta! Déjenlo cruzar». Y, efectivamente, llego y cruzo la meta y la verdad es que fue maravilloso. 160 kilómetros, una completa locura. Les estoy hablando de 100 millas, una persona que hace seis meses corría cuatro kilómetros. Y ahí fue cuando dije: «Espérate un ratito. Al parecer, si te permites intentarlo sin mayores objeciones, de pronto la vida es mucho más posibilitadora de lo que pensamos. De pronto nuestra propia capacidad es mucho más grande que la que hoy estamos utilizando».
Eso lo aprendí en la Patagonia. Y, aunque la Patagonia es un lugar precioso, creo que el principal aprendizaje con el que me quedé fue este: Las personas crecemos solo cuando enfrentamos a nuestros miedos. Crecemos en el desafío, en la penumbra, en la incertidumbre, cuando te estás preguntando cómo lo resuelvo. Allí estás en tu máximo esplendor cognitivo, allí es cuando realmente estás pensando, porque el cerebro solo resuelve problemas, no resuelve pretextos. Y, si no me crees, revisa la última vez que te quejaste, y cuéntame qué pasó. No pasó nada. Cuando lo pones en una lógica de problema, tienes toda la capacidad para resolverlo. Cuando yo estaba en la Patagonia, dije: «¿Cómo le hago para salir de aquí?», que no es lo mismo que «Me duelen las piernas». Son dos cosas diferentes. Ahí lo entendí y dije: «¡Claro!». En la Patagonia argentina me di cuenta de que, efectivamente, las personas solo evolucionamos, solo crecemos, desde nuestra incomodidad. Algunos le llaman «salir de la zona de confort». Yo no lo comparto tanto, yo creo que, en realidad, estamos ampliando la zona de confort. No es que me salgo, no es que me salgo de mi psiquis. Me mantengo en mi psiquis, solo que la condición con la que me siento cómodo ahora es mucho más grande. Por lo tanto, tengo más posibilidades en la vida. Por lo tanto, tengo más opciones para elegir.

Así que podemos ser el arquitecto en el pensamiento y también la fortuna de ser el albañil en la construcción. El desafío del humano es que seamos coherentes. Y no es fácil, precisamente por eso es un desafío. Y, cuando vi esa carrera, dije: «Es el momento de desafiarme a ser coherente». Si yo dije alguna vez que yo no vuelvo a hacer en mi vida algo con lo que no me asuste, aquí lo tengo. Y eso fue lo que hice: inscribirme en la carrera, comprar el ticket y todo. Le cuento a mi entrenador y le digo: «Oye, ¿tú qué piensas de esta carrera?». Y el tipo me dice: «No, uy, eso son ligas mayores». «¿Y tú la vas a hacer algún día?». «Sí, sí, sí, solo que no me siento listo». Para ese momento era uno de los mejores corredores de montaña en mi país, él. Y decía: «Yo creo que en unos 10 años lo podré hacer. ¿Y por qué me preguntas?». «Porque ya tengo el ticket». Teníamos ocho meses, faltaban ocho meses para esta carrera, imagínate. Y dije: «Lo voy a intentar. Voy a terminar la carrera más difícil en el mundo». Y empiezo a entrenar, a practicar como bien pude, la verdad, como bien pude. Y se me ocurrió decir: «A ver, el Sáhara es una situación inhóspita, caliente, fastidiosa, abrumadora. Voy a entrenar en esas condiciones». Se me ocurre: «Ahora voy a entrenar con música que no me guste». Corría en la mañana y corría al mediodía, de hecho. Complicado.
También dije: «Esta arena caliente… Este sol va a calentar esta arena caliente». ¿Quién ha caminado aquí en arena caliente? Sí, ¿todos? ¿Sí? ¿Quién ha caminado siete días en arena caliente? Bueno, entonces esa era la preocupación mía. Dije: «¿Cómo le hago para aguantar siete días en arena caliente?». Y digo: «La única forma es yéndome con dos suelas en los pies». Y estas suelas se forman con callos. Y estos callos se forman con ampollas. Y estas ampollas las voy a formar, en mi caso, sin calcetines y con los zapatos más baratos posibles. Así corría. O sea, literalmente me estaba destruyendo los pies para que vayan más fuerte y puedan aguantar esto. Esa fue mi premisa. Calentaba agua, la ponía en la mochila y hacía rutas para pasar por la mayor cantidad de tiendas y ver las gaseosas, el agua helada y todo, y recordar que tenía agua caliente. O sea, literalmente estaba diciendo: «La única forma de sobrevivir al lugar más complejo en la Tierra es entrenando complejamente». Y eso es lo que hacía. Y de ahí empecé a trabajar y decir: «Tengo mucho miedo. Sé que estoy inscrito, me quedan cada vez menos meses. Y dudo». Cada vez dudaba más de mí. Tenemos un sistema reticular ascendente acá en el cerebro, atrás, que básicamente es el que se encarga de ranquear nuestros pensamientos. Dicen que tenemos 90.000 pensamientos al día. 90.000. Eso debe tener un orden. Quien se encarga de eso es este sistema. Y lo pone primero.
Entonces, tu enfoque está en donde tienes los primeros pensamientos. ¿Cómo haces que un pensamiento se ponga arriba? Canalizando el enfoque. O por repetición. O por visualización. Entonces, yo dije: «Okay. Voy a empezar a poner “Sáhara” en todos lados». La palabra «Sáhara». Mandé a bordar las toallas. Todas mis toallas en el 2014 o 2013 dicen, o decían, «Sáhara». Todas las fundas de almohada decían «Sáhara». ¿Qué estaba haciendo? Canalizando todo mi enfoque. Entonces, estaba constantemente repitiéndome «Sáhara, Sáhara, Sáhara, Sáhara, Sáhara». ¿Qué fue lo que hice? Crear una realidad. Tenemos la capacidad de crear nuestro futuro desde nuestros pensamientos. Hoy tenemos una vida que sí la pensamos. No ha sido coincidencia, sí la pensamos. Y cuando me di cuenta de eso, dije: «Claro. Si le echo cabeza y creo el destino y me meto en el detalle, cada vez va a ser más real para mí y, por lo tanto, va a ser más comprensible que lo esté intentando». El cerebro tiene una particularidad increíble: No diferencia lo real de lo irreal. Tampoco diferencia lo presente del pasado.
Así que como no diferencia eso, lo podemos hackear y lo podemos engañar. Y realmente podemos irnos al futuro y pensar en detalle la vida que queremos. Y, cuanto más lo entendamos, más fácil va a ser para nosotros intentarlo. Entonces, yo, en cada entrenamiento, realmente, iba pensando en cómo voy a llegar a la línea final. Y, si me preguntas qué pasó en la vida real, pasó exactamente eso. 1.200 corredores, 50 países. Yo veo así alrededor y digo: «¿Qué estoy haciendo aquí?». Y yo me sentí el corredor menos experimentado en la sala. Y la verdad es que estaba dispuesto a abandonar la carrera. Y esta carrera tiene como… Ponen como varias banderitas de los países que participan ese año. Y yo, listo para abandonar la carrera, veo la banderita de mi país. Y me digo: «Loco, créetela. Créetela porque si no te la crees tú, no te la cree nadie». Y me declaro seleccionado nacional de atletismo del Ecuador. Y seguramente es ilegal. A mí nadie me nombró eso. Solo que, en mi cabeza, yo estaba representando a mi país. Entonces, yo en ese momento digo: «Voy a correr la carrera más difícil en el mundo. Y la voy a terminar». Y empiezo esta carrera. Salen corriendo y yo también salgo corriendo. Efectivamente, en mi cabeza dije: «Okay, todo este entrenamiento de reventarme los pies…». Esta carrera dura seis etapas más una adicional, que es para UNICEF.
«Si llego al tercer día y las ampollas salen el día tres, yo de aquí salgo porque salgo». Día uno, ya estaba con ampollas. Recién llevaba 50 kilómetros. Faltaban 200 kilómetros. ¡Es una locura! Y, en lugar de enfocarme en todo lo que faltaba, dije: «Me voy a enfocar en lo que ya puedo». Segundo día, salgo a correr, llego al campamento. La diferencia es que llegué con siete ampollas. Ampollas de verdad. Llego al campamento. Y me acuerdo, le dije a un médico joven: «Córtame los pies». Como en las películas, así: «Córtame los pies». Y el tipo me dice: «No te voy a cortar los pies. Lo que sí voy a hacer es cortarte la piel porque no puedes ni caminar». Efectivamente, yo no estaba en un quirófano, estaba en el desierto. Me acosté, hizo lo que tenía que hacer, levantó este pedazo de piel, la sacó, lo empapeló… Mis dedos quedaron empapelados y todo. Y me dice: «Levántate y ándate a la esquina porque viene más gente golpeada». Yo me levanto, intento caminar y me doy cuenta de que no podía caminar. Y sentí, literalmente, como el mundo se me vino encima. Y todas las voces que me dijeron en mi país llegaron a mi cabeza. «Eso es imposible. ¿Quién te has creído tú? Anda bajándote de esa nube. ¿Que no entiendes que es la carrera más difícil en el mundo?». Y un pocotón de cosas feas que me las dijeron a mí, te las han dicho a ti y te las seguirán diciendo cada vez que estés intentando algo que valga la pena.
Y luego la pregunta posibilitadora que me hice es: «¿Y quién me lo va a decir?». Y la respuesta fue: «Alguien que nunca ha ido al Sáhara». Y ahí fue cuando dije: «Espérate un ratito. O sea, que ¿me estoy avergonzando de una futura crítica de alguien que ni siquiera ha pisado el Sáhara ni pretende pisarlo?». Y ahí digo: «Claro, uno fracasa cuando lo está intentando. Uno se cae cuando lo está intentando». Y uno lo intenta cuando es kilómetros más valiente que esta persona que está criticando, opinando todo, desde redes quizás. Al mismo tiempo, opinando sobre todo y haciendo nada. Cuando el mundo debería, y deberíamos, aplaudirnos a quienes estamos intentándolo. Porque realmente intentarlo significa tener la capacidad de irme al futuro y saber que sí lo puedo hacer, que sí lo puedo hacer realidad. Entonces, dije: «No, yo no me boto del desierto». Agarré mi mochila y dije: «Estoy en el desierto. El tercer día no voy a parar hasta llegar a la meta. Y, ya que soy epiléptico, me desmayo en el desierto si me tengo que desmayar». «Para hacerlo épico», dije yo. Y, entonces, empecé a correr brutalmente y logro terminar el tercer día, cuarto día, quinto día… Llego al sexto día, último día de la carrera. Ya se imaginan, golpeadísimo. La organización me detiene y me dice: «Millán, te vamos a hacer dos preguntas». Yo, para ese momento: «Pregúntame lo que quieras».
Y me dice: «¿Cómo te llamas y de qué país eres?». ¿Qué nivel de cansancio debo tener para que me pregunten eso? No sé cuánto me demoré en contestar. «Mi nombre es Millán Ludeña y soy del Ecuador». Y me dice: «Bien, estás consciente. Y, como estás consciente, tienes que entender que has corrido 240 kilómetros en el lugar más caliente del planeta. Te faltan 10 y estos 10 córrelos para agradecerle a quien tengas que agradecerle». Y esos 10 kilómetros fueron los 10 kilómetros más emocionantes de toda mi vida porque me estaba acercando a hacer posible algo que fácilmente yo le llamé durante quizás nueve meses «un imposible». Y ahí entendí que «imposible» es solo una palabra.

Enero del 2016. Estaba quizás en el sitio más inhóspito de la Tierra, la Antártida. Pretendía correr 100 kilómetros a 40 grados bajo cero. Sin gente, todo blanco, el piso, el cielo, los alrededores. No hay señal, no hay GPS, no sabes exactamente en dónde estás ubicado y estás allí solo contra ti pretendiendo correr 100 kilómetros. Muerto de miedo. En mi país habíamos hecho, entre las mil reuniones previas, una discusión sobre qué pasaría si tengo alguna complicación en la pierna. ¿Qué hubiese pasado? Y alguien dice en esa reunión: «Que se inyecte, que se inyecte el analgésico más fuerte que encontremos». Y alguien dice: «Y tiene que ser en una solución aceitosa». No de agua, aceitosa. Porque, si es agua, cuando se la inyecte, de pronto es un tubo de hielo. Entonces, dice: «Tiene que ser aceite». Y todos, o al menos quienes nos hemos inyectado un analgésico en una solución aceitosa, ya sabemos de qué estamos hablando. Duele. Yo levanté la mano y dije: «Oye, oye, yo nunca me he inyectado». Y dice el médico: «Pues será la primera vez, porque si no, te mueres». Es duro. Solo que ahí estaba en Ecuador y dije: «Okay, listo, lo voy a hacer».
Cuando estaba en la Antártida, me pegué la jeringa en el pecho antes de salir a correr. Con una cinta. Pensando en nunca utilizarlo. Llegó el momento. De repente, me costaba mucho respirar. Porque me estaba congelando. Estaba yendo más lento de lo que debería. Y me estaba congelando. Y cada vez era más difícil. Hasta que digo: «Tengo que salir de acá». Saco la jeringa y la inyecto como bien pude. Como bien pude. Seguramente mal. Y gracias a Dios funcionó. La pierna izquierda se calentó. El problema es que el resto del cuerpo estaba congelado. Y yo literalmente era un pedazo de carne congelado. Yo no sabía que respirar duele. Cuando tú respiras, la caja torácica se expande y luego se contrae. Cuando estás congelado, eso duele. Veo al frente y no veo a nadie. Veo atrás tampoco. Y dije: «Hasta aquí llegué». Hasta acá el desafío fue más mental, más psíquico. Estar en un sitio donde tienes un silencio brutalmente grande, donde realmente escuché mucho tiempo mi corazón. Era una pelea conmigo mismo. Yo recuerdo haber regresado del Sáhara y empezar terapia. Porque estuve mucho tiempo corriendo con miedo.
¿Por qué? Porque, cuando corres en la Antártida, en cierto ritmo vas con un cierto nivel de cansancio y, por lo tanto, un cierto nivel de temperatura en tu cuerpo. Si empiezas a bajar el ritmo, empiezas a congelarte. Y entras en un círculo vicioso espantoso, porque, cuanto más congelado, más lento vas. Si vas más lento, más congelado. Entonces, yo sabía que no tenía que bajar el ritmo. Yo sabía que tenía que mantener casi un ritmo perfecto. Y era, en cierta forma, en un estado de conciencia alterado, de ir corriendo más de 15 horas. En mi cabeza: «No pares, Millán. No pares, Millán». Yo sabía que mi cerebro no se podía «apagar». Entonces, iba multiplicando en la Antártida. Imagínate ir corriendo en la Antártida e ir multiplicando. Y me iba haciendo ese tipo de preguntas. ¿Quién recuerda aquí el número de teléfono de su casa cuando éramos pequeños? ¿O quién recuerda a la segunda persona que besó en la vida? Segunda.
Entonces, ese tipo de preguntas para echarle cabeza, y ahí voy, ahí voy, ahí voy. Era complejísimo. En realidad lo que estaba haciendo era mantener mi mente ocupada para que no se apague. El frío es mucho más peligroso que el calor. En el frío tú no te das cuenta de que te vas acercando a la muerte. En el calor sí, estás activo. Acá no. Acá te vas adormeciendo. Y eventualmente te duermes. La diferencia es que ya no te levantas. Entonces, mi consigna de vida era que no apagues el cerebro. Entonces, iba pensando y escuchando una serie de reflexiones. Grabé durante nueve meses todas las preguntas que me haría cuando tenga tiempo. Ahí las contesté algunas. Ahí fui contestando algunas. Es impresionante. Entonces, respondiéndote, sí, con el Sáhara físicamente es lo más extremo. Y con la Antártida mentalmente fue lo más extremo.
Y, no contento con eso, voy a conectarlo con el punto más cercano al sol, que está en el Ecuador, en la cima del monte Chimborazo, del volcán Chimborazo, la montaña más alta de mi país y una de las montañas más altas en el mundo, seis mil y pico de metros. Básicamente, 4.000 para abajo, 6.000 para arriba. Son 10.000 metros. 10.000 metros es de aquí a la atmósfera. Allá hay 10.000 metros. No sabíamos quién lo había hecho. Con el equipo decimos: «¿Quién lo hizo? ¿A quién le preguntamos?». Nos vamos y presentamos el proyecto en los récord Guinness. Y nos contestan: «No hay humano que lo haya intentado». Mi equipo lo va a hacer. Y el señor me dice: «Ajá, y ahora me vas a decir que lo vas a hacer película y que lo vas a llevar a alguna plataforma». Y yo le digo: «Fíjate que no lo había pensado, y me parece una excelente idea». A ver, porque al final del día dije: «Uno es pobre y es antojado». Entonces, nos lanzamos a hacer una película, que se llama «From Core to Sun», ‘del núcleo al sol’. Y es una película documental que relata cómo conecté, por primera vez en la historia, el punto más profundo de la Tierra con el punto más cercano al sol.
Y hoy, que ya está en plataformas digitales, que ya la podemos ver y todo, es una historia que básicamente expresa el concepto del que estamos conversando ahora mismo. Nadie persigue lo que no cree que merece. Y realmente teníamos la capacidad de construir nuestro destino. ¿Que era difícil? Por supuesto. ¿Que era imposible? Casi. Y con el casi les estoy diciendo todo. Porque siempre pudo haber sido más fácil haber elegido la palabra «imposible». Solo que dijimos: «Intentémoslo, ya iremos viendo». Porque en el camino es cuando te das cuenta de qué es lo que te falta. Mi mamá dice: «Tú te subes al caballo y ahí te acomodas». Tú no te acomodas en la silla estando en la tierra y de ahí te suben al caballo. No funciona. Te subes al caballo y ahí te acomodas. Ocurre lo mismo. Estamos pensando constantemente en el momento perfecto en la vida. Entonces, siempre pensamos que no estamos listos, que me falta una maestría más, que falta el momento perfecto, que me voy a meter en este negocio siempre y cuando tenga cero riesgo, y un poquetón de cosas, porque estamos buscando certeza absoluta. El tema es que la certeza la creamos nosotros. Y siempre, si lo decidimos, podemos hacer lo mejor que podemos en la vida. Desde donde estamos y con lo que tenemos. Ese momento perfecto que nos encanta pensar no existe. Lo creamos.
Y, para mí, cuando yo vi ese documental, dije: «Lo voy a intentar». Y lo único que estoy reafirmando ahora que les cuento esto es que muchísimas cosas de las que queremos en la vida puede ser que no las tengamos porque puede ser que no lo hayamos intentado. No es un tema de recursos y no es un tema de capacidad. Es un tema de este pensamiento posibilitador que decidimos tener y pensar que tenemos la fortuna de convertirnos en la persona que siempre hemos querido ser y tener la vida que siempre hemos querido construir.
No que tú estés encima del equipo, sino que cada miembro en el equipo tenga la capacidad, la autonomía y las ganas de poder superarse a sí mismo. Y es increíble eso. Solo que la visión general no es nada más que la suma de las visiones individuales. En la Antártida, por ejemplo, éramos siete personas en el equipo. Y ninguna de estas personas había llevado a alguien a la Antártida y lo había regresado vivo. No es que no regresaron, simplemente no habían mandado a nadie ellos, sea en entrenamiento, en psicología, en alimentación, en lo que sea. Y de lo que me di cuenta fue que cada uno de estos expertos se plantearon un desafío intelectual de cómo le hago para resolverlo. Regreso a lo mismo, es una pregunta posibilitadora. ¿Cómo diseño una dieta específica para la Antártida? ¿Cómo diseño un plan de entrenamiento específico para la Antártida? ¿Cómo manejo una terapia específica para la Antártida? Y, cuando sumas estos desafíos individuales, terminamos haciendo un desafío colectivo.
No es que yo vengo y digo: «Esto es y aquí nos acomodamos», es cómo desde el liderazgo logramos identificar cuáles son esas líneas con las que nos inspiramos muchísimo. Ahora me voy a la aventura de conectar el punto más profundo de la Tierra con el punto más cercano al sol. Tuve la fortuna de tener la preparación con una de las principales montañistas en el mundo. Se llama Carla Pérez y su amigo, su pareja, Topo Mena, fue quien me acompañó en la subida. Y yo venía, acuérdense, de correr en el punto más profundo de la Tierra, luego de treinta y pico de horas, cambiarme de minero a montañista, para buscar el ascenso hacia el punto más cercano al sol. Ya llegué a Ecuador muy cansado. Muy cansado. Y, gracias al acompañamiento de Esteban, como guía en la expedición, pues lo pudimos conseguir. Entonces, respondiéndote, ¿qué papel juega el equipo en la consecución de esto? Y creo que se aplica a la vida misma, la respuesta es todo. Sí.
Y yo tengo como varias definiciones de «epilepsia». La primera, llamémosle la estándar, que tiene que ver con una alteración neuronal que genera convulsiones esporádicamente. La segunda es la que me da mi mamá. Y me la dice justo cuando estábamos regresando hacia la casa en el bus. Yo iba pegado en el asiento a la ventana, viendo pasar con las manitos en el tubo este y solamente escucho que mi madre me dice: «Mijito tienes que aprender a rechazar tu destino». Aprender a rechazar tu destino. Ni siquiera lo entendí. Y en la casa me dice: «Tienes epilepsia. Y eso significa que las células en tu cabeza se mueven más rápido. Y, si se mueven más rápido, se conectan más. Y, si se conectan más, puedes pensar más rápido. Y, si piensas más rápido, eres más inteligente». Y, para ese momento, esta especie de condena médica pasó a ser el primer día en mi vida en el que yo me reconocí inteligente. «¿O sea que soy más inteligente, mamá?». «Muchísimo más. Porque piensas más rápido. Y es igualito», me dice, «a andar en bicicleta. ¿Qué pasa cuando vas muy rápido?». «Me caigo». «¿Y qué pasa cuando te caes?». «Me levanto». «A veces te vas a caer en la vida. Y siempre te vas a levantar».
Yo no me he encontrado una definición más bella de epilepsia que esa. Bellísima. ¿Y por qué te lo digo? Porque mi mamá lo que hizo… Hoy, como estudiante de Psicología, ya lo entiendo mejor, mi mamá lo que hizo fue resignificarlo. Lo pasó de una condena a realmente convertirlo en una fortaleza. Y los humanos hasta los 10 años no tenemos cerrada nuestra corteza cerebral, lo que significa que creemos todo: lo bonito y también lo no tan bonito. Y yo le creía a mi mamá que era inteligente. La tercera definición es la que me da el médico. «Tienes epilepsia». Yo pregunto en esa sala: «¿Y qué significa eso?». «Significa que no puedes hacer nada en la vida». Y yo le pregunto: «¿Por qué?». Si yo me veía y sentía completo. «A ver, puedes hacer todo, solo que, como te vas a desmayar, mejor no hagas nada». La conclusión del médico. Y mi mamá pudo haber elegido dos, o mejor dicho, una de estas dos opciones. La primera, haberle dicho al médico: «Muchas gracias, doctor», y a partir de ahí andar repitiendo por la vida: «Pobrecito mi hijo el que tiene epilepsia…». La segunda, declararse protagonista. Porque, a veces en la vida, lo único que nos queda es ser valientes. Lo único que nos queda es ser valientes. Y mi mamá decidió ser valiente.
Y le dice al médico: «Mire, señor, en esta sala la autoridad es usted. Yo no fui a la universidad y mi hijo es muy pequeño. Y eso no le da el derecho a pretender condenarle la vida a nadie. Peor, va a condenar la vida de mi hijo». Me agarró el brazo y me sacó de la sala. Yo lo siento ahora que se lo estoy contando. Y, en honor a la verdad, yo no estoy seguro de si pagamos o no. El punto es que me sacó de la sala. Y es allí, en ese camión, cuando me dice: «Rechazar el destino significa que te des la oportunidad de crear tu destino propio». Y le pregunté: «¿O sea que yo puedo crear mi destino?». Me dijo: «Cien por ciento segura».

Llamo a mi compadre, a Juan Carlos, en la noche y le digo: «Oye ¿y si me hago “speaker”?». Y el tipo me dice, y estoy seguro de que me lo dijo de la mejor intención posible: «Yo no estoy seguro si, aparte de tu familia y de mí, alguien más va a querer escucharte». Y duele. Y el dolor estaba ahí presente. Y me acuerdo de que rayé en la mesa y dije: «A ver, este soy yo y esta es mi capacidad para hablar o comunicar y esto quiero ser yo». Y en medio había una gran roca, que era mi capacidad de hablar. La pregunta que me hice es «¿cómo le hago para hablar?». Y yo a los 34 años me estaba enterando de que existen fonoaudiólogos, que existen terapeutas del lenguaje, que existe gente especializada en esto, que nunca los busqué porque para mí nunca fue un problema. Fíjate, fue una realidad y, como era verdad, nunca la cuestioné. Solo que ahora ya era un problema. Y, como era un problema, le busqué solución.
Cuatro meses más tarde estoy en una cena conversando con una amiga y termino un párrafo sin trabarme. Y le digo: «¿Me trabé o no me trabé?». «No, no». «¿Segura?». «Sí, segura». Y dije: «Si me salió una vez, esto me tiene que salir». Y me empecé a pulir en esto. Y dije: «Voy a empezar a ser “speaker” desde antes de cero». A mí me tocó empezar a hablar. Y en ese camino defino, fíjate, hoy le llamo «hitos», como varias preguntas. Y la primera: ¿quién es el mejor «speaker» en mi país? La segunda: ¿quién es el mejor «speaker» en Latinoamérica? Y la tercera: ¿quién es el mejor «speaker» en el mundo? Desde mi criterio, en ese rato, hace cinco años, defino: «Okay, Tony Robbins puede ser el mejor “speaker” en el mundo». Y lo que me dije a mí, y no había nadie en esa sala, es: «El día que yo lo conozca a este señor, o lo conozco en primera fila porque puedo pagar el ticket o lo veo en el escenario». En 2022, Tony Robbins hace una presentación por primera vez en México. Me invitan a participar allí, comparto escenario, saco la misma calificación de Robbins, 4,98 sobre 5, termino y mi silla estaba en primera fila.
Y allí dije: «Claro, aunque me haya tocado empezar un poquito más atrás, hoy, a través de las conferencias, comparto mi historia alrededor del mundo. Hoy ya son, fíjate, más de 22 países, más de 170.000 personas impactadas, más de 400 conferencias. ¿Y para qué lo hago? Para tener la oportunidad de poder compartir, de que este chico con una historia quizás absurda, que nada cuadraba, de pronto se atrevió a intentarlo. Porque no tiene mucho sentido que alguien de un barrio marginal termine estudiando en las mejores universidades en el mundo. O que alguien diagnosticado con epilepsia termine desafiando los lugares más extremos en la Tierra. O que alguien que no es deportista termine consiguiendo un récord Guinness deportivo. O alguien que no es actor termine haciendo un documental para una película. O alguien que incluso no es «billionaire» hoy ya se enfila para ir al espacio. Nada de esto cuadra. Todo de esto existe. ¿Por qué existe lo que no cuadra? Creo yo, seriamente, que es porque decidí intentarlo. Y en el camino me fui acomodando.
¿Por qué? Porque va a ser muy difícil que demos al mundo algo que no tenemos. Y la primera forma de tenerlo es reconocerlo. Reconocer desde el amor propio, desde el propio amor, que somos y merecemos la vida que siempre hemos soñado. Y que siempre valdrá la pena ilusionarnos con esa idea de que lo voy a intentar. Porque es muy bonito levantarte día a día sabiendo que eres el dueño de tu propia vida. Porque, cuando un chef sigue recetas, ya no es un chef. Tiene mucho más sentido levantarme y decir: «Voy a dedicar mi existencia a construir algo, a ilusionarme con algo, a comprometerme con algo». Y esto arranca desde uno mismo, desde el propio amor. Esto que le llamamos… Este concepto de felicidad que quizás lo vemos muy lejano, así como el éxito, no es nada más que una balanza. Porque, si queremos pensarlo como «el éxito es conseguir lo que uno quiere», también podríamos pensar que la felicidad es querer lo que uno consigue. Y la clave podría estar en esta balanza, en decir: «Okay, ser exitosamente feliz o felizmente exitoso vendría a dar exactamente lo mismo».
Y, solo para terminar, hay una frase que yo vi de chiquito en mi barrio y no la entendí hasta años más tarde y decía: «Si el reto no te hace temblar las piernas no es lo suficientemente grande para ti». Y hoy ya lo entiendo. Dejemos de llamarle «reto» a cualquier cosa porque, al final, solo tenemos dos opciones: o nos seguimos conformando con esto o nos permitimos pensar si podemos llevar nuestra vida a ese siguiente nivel. Porque es aquí y a partir de ahora que cada uno de nosotros va a tener que definir qué quiere hacer con sus propios límites. Muchísimas gracias. Muchísimas gracias. Gracias. Muchas gracias. Muchas gracias.