“Fangio y lo que aprendí sobre el cerebro”
Álvaro Pascual-Leone
“Fangio y lo que aprendí sobre el cerebro”
Álvaro Pascual-Leone
Neurólogo
Creando oportunidades
¿Para qué necesitamos un cerebro?
Álvaro Pascual-Leone Neurólogo
Álvaro Pascual-Leone
“No necesitas un cerebro para moverte, no necesitas un cerebro para captar el medio ambiente, no necesitas un cerebro para ver o para oír. ¿Para qué tenemos un cerebro entonces? Yo creo que tenemos un cerebro para conectar con los otros”. Con este planteamiento humanista, el neurólogo Álvaro Pascual-Leone da un salto exponencial en el conocimiento del cerebro y defiende la socialización, relaciones personales sanas y un propósito vital como aspectos claves para mantener la salud cerebral. Catedrático de Neurología y decano asociado de Ciencia Clínica y Traslacional de la Facultad de Medicina de la Universidad de Harvard, el doctor Pascual-Leone dirige la División de Neurología del Comportamiento y el Centro Berenson-Allen de Estimulación Cerebral No Invasiva en el Hospital Beth Israel Deaconess en Boston.
Se ha especializado en el desarrollo y aplicación de la estimulación magnética transcraneal (EMT), una técnica no invasiva que permite activar o inhibir regiones del cerebro mediantes pulsos magnéticos, con extraordinarios resultados en pacientes con ictus, Parkinson o depresión resistente. Su trabajo e investigación sobre estimulación cerebral no invasiva, recogidos en las principales revistas científicas y en el libro ‘El cerebro que cura’, se ha visto amplificado a través de programas de formación en Harvard. El doctor Pascual-Leone, doctor Honoris Causa por la Universidad de Madrid, es también miembro de la Real Academia Nacional de Farmacia en España y ha sido reconocido con galardones como el Premio Ramón y Cajal en Neurociencia (España), el premio Norman Geschwind en Neurología del Comportamiento de la Academia Americana de Neurología, el premio Jean–Louis Signoret de la Fundación Ipsen (Francia) y el premio de Investigación de Friedrich Wilhelm Bessel de la Fundación Humboldt (Alemania).
Transcripción
Y salió con solamente la mitad de la cantidad de gasolina que iba a necesitar, para que su coche pesara menos. Y salió a toda velocidad. Salió jugándoselo todo para ganar suficiente ventaja sobre sus perseguidores. Y la estrategia funcionó. Durante la primera mitad de la carrera funcionó. Pero una parte crítica de esa estrategia era que tenía que parar. Tenía que parar a la mitad de la carrera para cambiar las ruedas, para poner más gasolina porque, si no, no acababa. A las 13 vueltas, llevaba 30 segundos de ventaja sobre sus perseguidores los dos Ferraris. Y paró. Y la parada planeada en «boxes», algo impensable en aquel momento, no era la estrategia que se hacía, llegó en el momento adecuado, pero fue un desastre. Se pasó más de un minuto parado. Se cayó hasta una tuerca que se metió debajo del coche y uno de los mecánicos tuvo que arrodillarse para buscarla. Y, cuando volvió a reunirse a la carrera, ya no iba primero, sino que iba tercero, a más de 48 segundos detrás de los dos Ferraris. Muchos hubieran tirado la toalla, pero no Fangio. Fangio aceptó el reto. Con ruedas nuevas de nuevo, con gasolina a mitad de la carga, con el peso mínimo del coche, arriesgó todos sus talentos. Se obligó a forzar el acelerador y a usar una marcha más alta en cada curva que lo que había hecho anteriormente.
Y así, poco a poco, vuelta a vuelta, recuperó la distancia en dos estrategias memorables. Consiguió de nuevo adelantar a los Ferraris en la última vuelta y ganó por menos de tres segundos. Es una de las grandes hazañas de la Fórmula 1. Se reconoce aún ahora. Y para la carrera de la salud cerebral nos enseña cuatro lecciones muy importantes que yo quiero destacar. La primera es que todos tenemos la responsabilidad de ser pilotos de nuestro cerebro. No podemos dejar que el cerebro nos lleve. Tenemos que conocer nuestros talentos y arriesgarlos todos con coraje, con propósito y con una estrategia inicialmente definida. La segunda es que tenemos que aceptar que los imprevistos ocurren. Son parte de la vida. Son una gran oportunidad para el cerebro para adaptarse, para usar su plasticidad, para hacernos mejores. Son retos que debemos bienvenir. La tercera es que tenemos que regular los esfuerzos. Tenemos que acelerar al máximo cuando podemos, tenemos que frenar en el momento adecuado, tenemos que forzar las marchas, tenemos que reducir en el momento requerido. Y la cuarta, y quizá más importante, es que tenemos que hacer las paradas en «boxes» en el momento adecuado. Tenemos que parar antes de que se rompa el cerebro, tenemos que parar antes de que se desarrollen síntomas, tenemos que cuidarnos en salud. Unos de los que estaban viendo lo que hacía Fangio eran los hermanos Wood.
Los hermanos Wood eran unos americanos con un taller de coches y aprendieron esas lecciones. Y las aplicaron a las carreras del coche y desarrollaron las estrategias de la parada en «boxes» optimándolas, haciéndolas más eficaces, coreografiándolas con detalle, usando tecnologías para monitorizar el coche. Y unos años más tarde consiguieron ganar con un piloto muy jovencito, de hecho, un sustituto, porque su piloto principal estaba lesionado, consiguieron ganar el Daytona 500 y cambiaron la historia de la Fórmula 1. Hoy en día la Fórmula 1 se gana no solamente porque el piloto sabe conducir, sino porque las paradas en «boxes» son críticas y cada segundo gana campeonatos del mundo. En esta última temporada de Fórmula 1 la duración media de la parada en «boxes» fueron dos segundos y medio, un minuto y pico le costó al bueno del Fangio. Pero en el cerebro tenemos las tecnologías para medir, igual que miden en los coches, cómo está funcionando nuestro cerebro, cómo se comporta el cerebro en la vida cotidiana. Tenemos las tecnologías para estudiar, caracterizar ese comportamiento, ver cómo está funcionando el motor por dentro y las herramientas para modificarlo. Tenemos la inteligencia artificial para analizar y predecir riesgos antes de que ocurran problemas, para detectar enfermedades antes de que se manifiesten, para plantear tratamientos que realmente eviten la discapacidad.
Eso no es lo que hacemos hoy en día. En el caso de la enfermedad de Alzheimer, por ejemplo, el promedio del diagnóstico viene 15 años después del principio de la enfermedad. 15 años después. La cantidad de neuronas que hemos perdido en ese tiempo es inimaginable. Sin embargo, usando la parada en «boxes» a tiempo y usando la tecnología para monitorizarnos, tenemos la capacidad de empoderarnos, a cada uno de nosotros, para definir qué salud cerebral queremos, qué queremos hacer con esa salud cerebral para poder poner en riesgo, con coraje, todos los talentos que tenemos, para poder definir y perseguir un propósito. Y, gracias a ello, no solamente minimizar el sufrimiento individual, sino que generaremos bienestar y riqueza para la sociedad y salvaremos, literalmente, la humanidad. Soy Álvaro Pascual Leone, soy neurólogo y neurocientífico. Soy valenciano, soy catedrático de neurología en la Facultad de Medicina de Harvard y soy director médico del Centro Wolk de Salud Cerebral, en Boston.

No funcionamos como una célula, funcionamos como equipos de células, de neuronas, trabajando juntas, y es el grado de conexión y el tipo de conexión de esos ensambles los que determinan cada cosa que hacemos. Alteraciones de esos patrones de actividad en esos circuitos es lo que da lugar a los síntomas. La ansiedad, la depresión, son manifestaciones de alteraciones de circuitos específicos. Igual que el poder comunicarse, el poder entender, el sentir amor, el tener deseos, todo eso son manifestaciones concretas de circuitos cerebrales específicos. Cada cosa que sentimos, que pensamos, que imaginamos es una actividad en un circuito y alteraciones de esos circuitos en su patrón temporal o en su distribución espacial, en su mapa, es lo que da lugar a los síntomas. Las herramientas, las tecnologías que tenemos hoy en día, nos permiten medir y caracterizar esos circuitos a nivel personal, a nivel individual, y si podemos identificarlas, podemos modificarlas, y, por lo tanto no es ciencia ficción, tenemos realmente las herramientas para medir la actividad alterada en cada persona que da lugar a los síntomas, a las alteraciones que esa persona vive.
Lo que necesitamos es plantear una medicina distinta, donde el planteamiento no es ponerte una etiqueta que dice «tienes una depresión» o «tienes un trastorno de ansiedad», sino donde lo que está en el centro no es la enfermedad, lo que está en el centro es la persona, el individuo, y ese individuo tiene ciertos síntomas, que los podemos llamar como sean, pero que se manifiestan con una alteración de un cierto circuito, que podemos medir, podemos modificar y podemos entonces preguntarle a la persona si está mejor o no. No es ciencia ficción, es el reto de hacer hábito aquello que en este momento es novedoso y casi inimaginable, como lo que planteó Fangio en el 57. De todas formas, creo que vale la pena pensar qué significa eso de poder identificar a nivel personal un circuito cerebral que da lugar a ansiedad o depresión y qué implicación tiene poder modificarlo, porque lo que ocurre cuando alguien tiene una alteración de un circuito es que el resto del cerebro intenta compensarlo, intenta adaptarse a ello y por lo tanto la persona, el individuo, va cambiando. La persona, en cierto sentido, deja de tener un trastorno de ansiedad o una depresión, se convierte en alguien con depresión o con ansiedad como manifestación de esa alteración. Y eso ni es bueno ni es malo, simplemente es la realidad de nuestro cerebro, tenemos capacidades en nuestro cerebro de intentar compensar.
Cuando ahora tenemos tecnologías que modifican la actividad de esos circuitos y la ansiedad se va porque se altera, se normaliza esa función, ese circuito cerebral, el riesgo es que la persona lo viva como algo que le ha cambiado y que eso mismo crea ansiedad, porque ahora ya no soy yo, porque yo me he acostumbrado a ser quien era con depresión y esto que, de nuevo, suena un poco filosófico casi, es justo lo que nos encontramos cuando empezamos a aplicar estas técnicas al tratamiento de personas con depresión discapacitante. Llevaban muchos años sufriendo y aguantando la depresión. Y una de esas personas, que por los números había respondido maravillosamente que «ya no tenía depresión», llegó, llorando como una Macarena, a decirme lo bien que estaba. Y a mí me causó una cierta sorpresa. Digo: «Pero si está muy bien, ¿por qué está tan angustiada? ¿Por qué está llorando?». Entonces me dijo: «Estoy angustiada porque mis hijos solo me han conocido con depresión. Yo he sufrido con esto, pero he sido su madre con depresión, ahora ya no tengo depresión y no sé si me van a querer. No sé cómo me van a ver, porque soy distinta. Mi marido me conoció sin depresión, él me va a seguir queriendo, pero ellos, no sé».
Creo que uno de los riesgos y los retos de estas tecnologías precisas para modificar el cerebro es que modificamos la esencia de la persona. Quitamos sufrimientos, pero causamos cambios que a su vez tenemos que apoyar porque el cerebro es dinámico, va cambiando de una forma interaccionada, de una forma comprometida de los distintos circuitos cerebrales. Creo que donde estamos es no en pensar que las enfermedades van a desaparecer o que vamos a poder curarlas de forma completa, sino en el estado donde vamos a poder identificar la alteración cerebral que da lugar a los síntomas de esa enfermedad y poder reducir el impacto de esos síntomas. Si uno tiene una alteración cerebral determinada, si yo me muero y le dicen a mi mujer: «Oye, tu marido se murió con una enfermedad de Alzheimer o con un trastorno cerebral que daba lugar a una depresión severa». Pero mi mujer les dice: «Pues yo no noté nada, no funcionaba mal o siempre funcionaba igual de mal, no cambió nada». Si ese es el caso, ¿qué más nos da? Al final, lo que nos importa no es la patología subyacente, lo que nos importa es si está o no está funcionando la persona de la forma en que quiere. La idea de salud cerebral definida de esta manera es que el cerebro funcione de la forma óptima para que yo pueda hacer aquello que quiero y me note, me sienta a gusto en aquello que quiero, que viene definido por aquello que quiero hacer para y por los otros, no para y por mí.
Y, si lo defines de esa manera, entonces, la patología cobra un sentido distinto, de lo que se trata es de evitar, de promocionar la capacidad del cerebro de controlar la manifestación no deseada de la enfermedad que sea. Creo que estamos en un momento en el que tenemos las herramientas y la posibilidad de plantear el abordaje clínico a los enfermos con enfermedades de esa manera, donde podamos empoderar a los enfermos a que nos digan: «¿Qué quieres tú que funcione de una forma distinta?». Y dar las intervenciones, los tratamientos y el conocimiento a la persona para poder maximizar ese resultado y, por lo tanto, reducir la discapacidad, aunque sigas teniendo una patología. Eso no es lo importante, lo importante es que tu cerebro te permita ser quien y como tú seas. Tenemos que poner al ser humano en el centro cuando usamos tecnologías para modificar su cerebro.
Ese trastorno de función emocional, de función empática en trastornos de autismo, nosotros queríamos entender por qué era. Y una de las hipótesis es que pueda ser porque en el cerebro humano, igual que en el cerebro de ciertos animales, hay neuronas que se activan cuando yo veo a alguien hacer algo. Lo describió Giacomo Rizzolatti, se llaman las «neuronas especulares» o «de espejo», y son las neuronas que se activan cuando yo quiero hacer algo, pero también cuando tú haces ese algo que yo quiero hacer. Es lo que me permite entender por qué haces lo que haces y qué intención tienes y me permite a su vez hacerlo. Y la idea que teníamos, la hipótesis que teníamos es que esas neuronas especulares no estaban funcionando adecuadamente en ciertas formas de autismo. De hecho, la hipótesis era que estaban inhibidas, que había un exceso de control de esas neuronas. Muchas veces pensamos que el cerebro, que nos permite hacer cosas, nos lo permite hacer porque se activan partes del cerebro, y no sabemos que la inmensa mayoría de la energía que gasta nuestro cerebro, más del 90 % de ella, está dedicada a inhibir cosas, no a activarlas, sino a controlar lo que se ha inhibido. Para nosotros, la hipótesis es que estaban excesivamente inhibidas y el experimento en el que participó John Robinson buscaba inhibir la inhibición, suprimir ese exceso de freno sobre esas neuronas, liberarlas, por lo tanto.
Podemos medir con precisión dónde está esa alteración cerebral, podemos, una vez medida, caracterizarla. Podemos, una vez caracterizada, de forma precisa y personalizada, modificar su actividad. Y, cuando hicimos eso en John Robison, de repente, de forma dramática, el mundo le cambió. Y lo que describe en su libro es ese cambio del mundo donde de repente me doy cuenta de las emociones que tienen las gentes. Y me doy cuenta, por ejemplo, de que, cuando mis compañeros del trabajo se ríen, no se están riendo porque yo he hecho muy buen chiste, se están riendo de mí. Y me doy cuenta de que cuando alguien me dice «Hola» con un cierto tono, no es un tono de guasa, sino que es un tono agresivo y poco generoso. Y eso da lugar a un sufrimiento, que él describe muy bien en su libro, pero también da lugar a una visión distinta del mundo. La forma en que lo describe es que esa modulación de actividad le permitió a su cerebro ser consciente de los colores de las cosas. Es como si hubiera tenido hasta entonces un mundo en blanco y negro y, de repente, ve que el cielo es azul y que la hierba es verde y que cada uno de vosotros lleva una camisa de un color distinto y sabe de una forma distinta lo que significan esos colores. Y, aunque el efecto de la estimulación no dura para siempre y ese mundo en color desaparece y vuelve a ser blanco y negro por la alteración que tiene su cerebro, sin embargo, ahora su cerebro sabe que lo que está viendo, aunque lo ve en blanco y negro, es realmente azul y que lo que está viendo abajo, la hierba, aunque lo ve en blanco y negro, es verde.
Y puede, por lo tanto, aprender de una forma distinta y modificarse a sí mismo. Y ese es el camino que describe en su libro, que, por cierto, ilustra uno de los retos en la neurociencia. Nosotros hacemos experimentos para intentar entender el cerebro, pero vemos solamente una ventanita de tiempo. Necesitamos que los participantes nos ayuden a entender realmente lo que está pasando y lo que estamos haciendo. Y gente como John Robison, describiendo ese aspecto subjetivo, da lugar a un aprendizaje que se puede luego traducir en beneficio a otros, que es lo que hemos intentado hacer para convertir este tipo de intervenciones en posibles opciones de tratamiento para gente con alteraciones como trastornos del espectro autista.

Yo siempre pienso en ello en el tráfico y en las carreteras de una ciudad. La idea es que puedes, primero, hacer que el tráfico fluya mejor por las carreteras que hay. Pero, segundo, que en la medida en que fluye tráfico, más o menos, las carreteras cambian. Imagínate que tuviéramos un mapa de carreteras que se va adaptando, va añadiendo de forma flexible más o menos carriles, dependiendo de qué tipo de gasto quieres hacer. Por lo tanto, don Santiago Ramón y Cajal concluía que realmente tenemos la oportunidad de ser arquitectos de nuestro cerebro. Yo creo que realmente lo que tenemos es la responsabilidad de ser arquitectos de nuestro cerebro, porque lo que hagamos determina la anchura de las carreteras, determina cuántos carriles hay. Eso es la plasticidad cerebral. La plasticidad cerebral es una especie de invento de la naturaleza para sobrellevar el hecho de que el cambio natural, la evolución del cerebro, es demasiado lento. El mundo cambia y, cuando cambia el mundo, necesitarías cambiar los genes y su expresión para que cambie el cerebro para sobrellevar ese cambio en el mundo. Pero el cambio en el mundo es muchísimo más rápido que el cambio genético. Y, por lo tanto, necesitamos un invento nuevo que permita que el cerebro se adapte a los cambios del mundo externo e interno. La mayoría de nosotros usa un teléfono móvil hoy en día, pero eso era inimaginable hace dos generaciones. Y, sin embargo, en dos generaciones no hay cambio genético posible.
¿Por qué sabemos y cambiamos gracias a los teléfonos móviles? Porque nuestra propia inventiva y creatividad humana da lugar a cambios en el mundo externo y en el interno del organismo que requieren esa capacidad de adaptación del cerebro, esa plasticidad. Y la forma normal de funcionar el cerebro es que cambia. Cambia continuamente, cambia con las conexiones de cada neurona, cambiando cada cuatro segundos. Lo notable es que se mantenga una esencia del ser, porque es tan flexible el cerebro. Esa es la plasticidad cerebral. Ni es buena ni es mala. Es la posibilidad de aprender cosas nuevas, pero es también la posibilidad de desarrollar hábitos negativos, cambios mal adaptativos o síntomas de enfermedad. El dolor neuropático, la espasticidad son síntomas muy discapacitantes debidos a la plasticidad. Hay enfermedades cuya causa es que el cerebro es demasiado plástico. Las enfermedades del espectro autista se caracterizan por ello. Ese cerebro tiene una plasticidad demasiado buena, demasiado eficaz. Otras enfermedades, como las esquizofrenias, tienen demasiada poca plasticidad. Cuesta demasiado cambiarla. Por lo tanto, la plasticidad es una propiedad intrínseca, esencial del cerebro humano. Tenemos que mantener el cerebro con eficacia y plasticidad para que sea un cerebro sano, pero tenemos que darnos cuenta de que no podemos activarla y desactivarla. Lo que podemos hacer es guiarla para el beneficio de cada persona.
Permíteme que te cuente un ejemplo de plasticidad en acción. Imagínate que, como aventuraba don Santiago Ramón y Cajal, quieres aprender a tocar el piano. Quieres aprender a hacer un ejercicio de cinco dedos con el piano. Cuando toque el metrónomo, le das con el pulgar a una tecla y tú te lo montas para los otros dedos hacerlos en la secuencia adecuada, pero cuando vuelva a tocar el metrónomo, tienes que estar dándole al meñique, y luego volver al pulgar y volver al meñique. Si nunca has tocado un instrumento musical, eso cuesta su tiempo. Pero todos somos capaces de aprender cosas nuevas. Es una cuestión de dedicarle esfuerzo y tiempo y prestarle atención. En experimentos, si pagas lo suficiente a la gente, dedican muchas horas, con lo cual pueden aprender al cabo de dos horas al día, durante cinco días, a hacerlo muy bien. La pregunta es qué cambia en el cerebro. Y lo que cambia en el cerebro es que, primero, tal y como predecía Cajal, las conexiones del cerebro al movimiento de cada uno de los dedos se optiman. Mandas los mensajes de forma más eficaz. Pero luego, a medida que sigues mejorando, tu cerebro cambia y entonces genera una nueva forma de funcionar donde yo le doy al pulgar después del meñique y antes del anular. Y le doy al corazón antes de un dedo y después del otro. Y entonces tengo ensambles de neuronas que codifican, al final, todo el movimiento de los cinco dedos. Eso es lo que tienen los pianistas.
Primero, optimas, dedicas más recursos del cerebro al control de los dedos. Luego, le dedicas menos recursos porque generas una forma nueva de funcionar del cerebro. Lo más notable de ese experimento no es que esos cambios tengan lugar y que puedan tener lugar en cualquier momento de la edad. Lo más notable es que si tú te imaginas que estás tocando, si simplemente te imaginas que sabes hacerlo y te imaginas lo que sentirías, ese entrenamiento mental te cambia el cerebro igual que el entrenamiento físico. Y te da una ventaja para aprender a tocar el piano. O sea, el riesgo de la plasticidad es que todo lo que pensamos cambia el cerebro. Mejor ten cuidado con lo que piensas. La gran virtud de la plasticidad es que podemos modificar el cerebro para hacerle capaz de hacer cosas que, en un principio, quizás son casi inimaginables.
Y ese entrenamiento previo, ese precalentamiento del cerebro, de los circuitos del cerebro, aceleran el aprendizaje. Pero además hay otra forma de plantearlo, y es coger y decir: «Bueno, si estamos aprendiendo algo, estamos haciéndolo gracias a un circuito cerebral». Si podemos tener tecnologías que permitan medir ese circuito cerebral y caracterizarlo, identificarlo en la persona, podemos a lo mejor directamente modificarlo. Podemos encenderlo, acelerarlo en su actividad. Podemos usar técnicas de estimulación cerebral para acelerar el aprendizaje, porque lo que estamos haciendo es como si empujáramos a la persona en el balancín para que se columpie más rápido. Estamos induciendo el cambio, facilitando el cambio, y las técnicas de estimulación cerebral, al activar selectivamente ciertos circuitos, permiten que se modifiquen plásticamente de forma más rápida. Y, por lo tanto, tenemos distintas formas, desde comportamentales hasta neurotecnológicas, para acelerar el aprendizaje. Eso es fantástico, porque se puede aplicar a gente con problemas de aprendizaje para hacerlos más capaces. También es un problema ético enorme, porque ¿quién decide a quién aceleras? Si yo tengo unos hijos y quiero que sean muy buenos jugadores de fútbol, ¿puedo acelerarles los circuitos? El riesgo en el cerebro es que acelerar aprendizajes, modificar plasticidad, no ocurre solamente en un punto, sino que altera todo el cerebro. Y, por lo tanto, lo que ganas por un lado quizá lo pierdes por otro.

Hoy por hoy, nuestro teléfono móvil, por ejemplo, sabe más de cómo somos y quiénes somos y cómo hacemos de lo que somos conscientes que sabe. Y esos datos no son propiedad tuya, son propiedad de las empresas que hacen las aplicaciones que usas. Y, por lo tanto, las pueden usar como ellos juzguen adecuado. Necesitamos reestructurar la propiedad, los derechos humanos para incluir apropiadamente este tipo de planteamiento. Y necesitamos también tener el valor de definir y de, por lo menos, discutir qué tipo de experimentos son adecuados hacer y qué tipo de experimentos mejor no los haces. El avance de la tecnología, el desarrollo del conocimiento, no es algo que queramos frenar, pero es algo que queremos ser conscientes de cómo se va a usar y qué límites queremos, como sociedad, poner sobre sus usos.
Yo creo que se convierte en una discusión política casi, ¿no? Pero creo que el planteamiento de política de salud pública, donde el énfasis en salud y en mantener la salud cerebral se establezca como parte de la estrategia médica a seguir, creo que se puede promocionar, por ejemplo, estableciendo medidas de paradas en «boxes», por ejemplo, empoderando a los médicos de primaria para que sepan cómo evaluar si tu cerebro está funcionando bien o no. Es casi impensable hoy en día que no te hagan un chequeo de tu corazón o de tus pulmones o que te miren si tienes cáncer, como prevención, como antelación a posibles riesgos. Y, sin embargo, no hacemos lo mismo con el cerebro. Esperamos a que te quejes. Eso es casi un crimen. Necesitamos una política de salud cerebral donde mantener el cerebro sea un empeño de toda la vida, desde los individuos y desde el establecimiento médico, desde la política pública. Por lo tanto, creo que lo que destacas es muy importante y muy complicado, pero creo que es parte del debate tanto individual como social que hace falta. Cómo hacer que los avances se traduzcan, se trasladen a la gente de forma adecuada y rápida. Al mismo tiempo hay que tener en cuenta que muchas veces se trasladan cosas que son aceite de serpiente, que dicen en Estados Unidos. O sea, es la promesa de algo que realmente no está demostrado que funcione. Y, por lo tanto, también necesitamos tener rigor para que lo que se traslade, lo que te digan, sea realmente cotejado y vaya realmente a funcionar. Y que no te hagan comprar cosas o probar cosas donde no haya suficiente evidencia para que te ayuden.
Y un cerebro sano es un cerebro que es plástico, es un cerebro que tiene resiliencia, capacidad de sobrellevar imprevistos, que funciona de forma óptima, que procesa la información de forma eficaz. Y para eso necesitamos dormir adecuadamente, mantener retos cognitivos, seguir aprendiendo a aprender, no seguir haciendo lo que ya sabemos hacer, sino seguir aprendiendo a aprender, o sea, retos nuevos. Necesitamos ser físicamente activos, mucho más de lo que normalmente somos. Necesitamos descansar en el momento adecuado, meditar, desconectar. Pero necesitamos, sobre todo, mantenernos conectados unos con otros, no sentirnos solos y necesitamos tener un propósito vital bien definido. Porque esa vivencia de conexión y ese propósito vital no sólo en sí mismos son pilares, sino que son los vehículos a través de los cuales todos los otros pilares funcionan, median el efecto de los otros pilares. Uno podría decir: «Si tú no te sientes solo y tienes un propósito vital, puedes permitirte comer menos bien y dormir menos y no hacer tanto ejercicio». No sería buena idea, pero es tan potente el efecto del propósito vital y de la vivencia de soledad. Y, por lo tanto, uno puede definir toda una serie de pilares, como tú preguntabas, pero tenemos que aterrizarlos a las recomendaciones, a las prescripciones específicas para cada individuo. Y creo que una de las grandes oportunidades de la medicina y de la neurología, específicamente, es aterrizar y aceptar como medicinas, como intervenciones terapéuticas, los estilos de vida. Para darte un último punto, en el contexto de demencia, el riesgo de desarrollar demencia se puede reducir en gente que tiene la enfermedad, en gente que tiene una enfermedad que puede causar demencia. El riesgo de desarrollar demencia se puede reducir en aproximadamente un 50 % solamente enfocándonos en los estilos de vida. Lo que pasa es que es difícil, hay muchas cosas a las que atender y necesitamos ayuda, necesitamos guía, necesitamos consejo.

Entonces, anclajes que nos hacen directamente sentir, aspectos de la memoria que nos hacen, a nivel cerebral, activar circuitos particularmente cercanos a la vivencia emocional son particularmente poderosos y esos incluyen aspectos generalmente bastante «primitivos», llamamos, de experiencias. Olores son particularmente potentes. Música, colores, música como patrones de sonido. Activan circuitos cerebrales muy «primitivos», muy bien definidos y muy cercanos al sistema límbico, muy integrados con la emoción. Y, por lo tanto, anclamos la memoria en eso. Y tú entras en la casa donde vivió tu abuela y hueles el olor de tu abuela y la recuerdas y recuerdas cómo te sentiste, etc. La razón por la cual unir vivencias a momentos concretos, pero, sobre todo, a aspectos vivenciales que anclen, te permitan reinventar la historia, haciéndote sentir lo mismo, es muy poderosa por eso. Lo llamamos «darle más saliencia», más énfasis a la emoción dentro de la memoria. Y, por eso, recordamos realmente dónde estuvimos cuando olimos ciertas cosas. Por eso, cuando eres valenciano, el olor a la pólvora te evoca toda tu infancia por las experiencias vividas en Fallas. Por eso cada uno de nosotros tiene un mapa de percepciones que anclan y estructuran las memorias por su contenido emocional.
¿Os habéis preguntado alguna vez por qué tenemos un cerebro? A mí siempre me ha llamado mucho la atención. Tengo tres hijos y mi hija era una forofa de «El Mago de Oz» cuando era pequeñita. Y en la película de «El Mago de Oz» uno de los personajes, el espantapájaros, no tiene cerebro. Y yo siempre me he preguntado: «¿Y para qué tenemos cerebro?». Porque la pregunta no es tan obvia, la respuesta, por lo menos, no es tan obvia como pensarías. Porque dices: «Para movernos». Bueno, pero los pulpos se mueven de forma mucho más sofisticada que nosotros y no tienen cerebro. Tienen un sistema nervioso con un montón de neuronas, tantas como nosotros tenemos, pero distribuidas por todos los tentáculos. O sea, no necesitas un cerebro para moverte, no necesitas un cerebro para captar el mundo ambiente, no necesitas un cerebro para ver o para oír. ¿Para qué tenemos un cerebro entonces? Yo creo que tenemos un cerebro para conectar con los otros. O sea, el sentido del desarrollo del sistema nervioso como cerebro es para estar conectados con aquellos que te rodean, para empatizar, para resonar, para hacer cuerpo lo que vives y ves en los otros. Y, si eso es así, el gran riesgo para la función del cerebro es no sentir esa conexión. Eso es lo que se llama «soledad». Cuando estamos solos, hay dos formas de definirlo.
Una es: «Yo puedo estar sentado solo en esta silla, pero no sentirme solo, me siento acompañado por todos vosotros». Eso no es un problema, eso es simplemente un estar en el mundo en este momento. Pero, si me siento solo, esté rodeado por todos vosotros o no, la vivencia de solitud, eso rompe con la misión de mi cerebro. Y, si uno mira qué impacto tiene la vivencia de sentirse solo sobre la expectativa de vida, es tan malo sentirse solo como fumarse un paquete de cigarrillos al día. La mayoría de nosotros sabe que fumar demasiado no es bueno. Fumar, punto, no es bueno. Sentirse solo es tan nocivo para la salud, para el bienestar y para la supervivencia como ese exceso de fumar. ¿Por qué? Porque altera la función del cerebro mismo, no permite que se conecten adecuadamente las partes del cerebro y, por lo tanto, mina la eficacia de los sistemas de plasticidad, mina la eficacia de la capacidad de resonar, de incorporar en nosotros la influencia de los demás. El reconocimiento de la importancia de luchar contra esa solitud es algo que en muchas sociedades se ha implementado como políticas.
En el Reino Unido hay un ministro de solitud para poder promocionar esa relación social entre la gente. Y la idea de que no podemos hacer nada al respecto, de que simplemente tenemos que aceptar que hay gente o momentos en que nos sentimos solos, no es cierta. Porque tenemos ejemplos, por ejemplo, COVID, donde por una serie de acciones, de actuaciones sociales, por salir a los balcones a cantarle a la gente, a tocar y a aplaudir al personal médico que iba a los hospitales, al unirnos con un enemigo externo nos sentimos unidos, nos sentimos conectados. O sea, el reto es cómo hacer para vivir, para generar esas uniones, esos lazos que nos puedan vincular a los demás, para que no nos sintamos solos, sino que nos sintamos conectados de alguna manera. Y eso se puede buscar y diseñar y darse cuenta de que esos lazos y esas vinculaciones son flexibles, pero que tenemos que buscarlas activamente, porque es lo que nos define. Nos define como seres humanos esa capacidad de conectar con los otros y la necesitamos para mantener un cerebro sano. Gracias.