“El miedo es contagioso y se hereda de padres a hijos”
Cristina Gutiérrez Lestón
“El miedo es contagioso y se hereda de padres a hijos”
Cristina Gutiérrez Lestón
Educadora emocional
Creando oportunidades
“¿Quién educa a tu hijo, tu miedo o tú?”
Cristina Gutiérrez Lestón Educadora emocional
El síndrome de la familia perfecta
Cristina Gutiérrez Lestón Educadora emocional
Cristina Gutiérrez Lestón
Julia, de seis años, acudía a clases extraescolares para ser una crack de las matemáticas, de inglés para conseguir trabajo en el futuro, según decían sus padres, y danza para tener un cuerpo esbelto. “Mis padres siempre me dicen lo que necesitaré cuando sea mayor, pero nunca me preguntan qué necesito ahora”. “¿Y qué necesitas?”. “Llegar a casa y jugar los tres”.
La educadora emocional Cristina Gutiérrez Lestón, directora del centro formativo La Granja, afirma que en los últimos años han aumentado las carencias emocionales de los niños. Tienen menos autoestima, menos seguridad y más miedo. También son más egoístas e impacientes, hasta el punto de formar parte de la generación “Yo, yo”, “Ya, ya”, hijos del siguiente paso después de los “padres helicóptero”: los “padres dron”.
¿Tiene solución? La educadora propone en su libro, ‘Crecer con valentía’, herramientas para fomentar la confianza y resiliencia frente a la vida. “Cuando nace un bebé nos invaden todos los miedos y es normal. Pero tenemos que tomar una difícil decisión: ¿Quién quieres que eduque a tu hijo, tu miedo o tú? Los miedos también se heredan. Así encontramos dos tipos de padres: los que allanan el camino para que su hijo no sufra ni tropiece con las piedras, y los que superan su propio miedo y preparan a su hijo para el camino”.
Transcripción
Un ejemplo de cosas que están pasando es Isaac, un niño de doce años que nos vino con una excursión que se llama “Somos una clase, somos un equipo”, en la que, después de tres actividades, el liderazgo con el caballo, el puente de la comunicación positiva, el circuito de la confianza, nos sentamos en un prado y les preguntamos: “¿Qué te llevas de hoy?”. Cuando llegó el turno de Isaac nos dijo: “De hoy me llevo saber que le importo a alguien”. Eso está pasando, está pasando mucho en los institutos, hay muchos Isaacs. Yo sé que Isaac es importante para su padre, pero aquí lo que yo pienso no importa, aquí lo único que importa es lo que piense un chaval de doce años. Y creer eso o pensar eso a esa edad, es francamente peligroso. Así que, no sé, invito a que todos, cuando lleguemos a casa, pues digamos a nuestros hijos, sobre todos los adolescentes que a lo mejor están enfadados con el mundo, digámosles, aunque sea solo en treinta segundos: “Oye, es que eres importante para mí”. Necesitamos sentirnos importantes, que importamos a alguien y podemos desde la educación, como padres, como madres, como tíos o como abuelos, decirle a ese niño: “Oye, eres importante para mí”.
Ese “cuando me sobre” a mí me impactó, porque tenía los niños más pequeños en aquella época y yo me sentía como que siempre yo iba dando, iba vaciando mi botella de autoestima para llenar la de los demás y que muchas veces llegas a casa y la tienes vacía. Entonces, cuando la tienes vacía es cuando la autoestima ya no está, y ahí es cuando te desesperas o ya no puedes más. O cuando, por ejemplo, empiezas a gritar. Esta, para mí, es una de las causas, esa sobreprotección que hace que a los niños les baje la autoestima y no se sientan capaces de quererse a sí mismos, de tener una buena opinión de sí mismos. La segunda de las causas, para mí, es esa aceleración en la que hacemos vivir al mundo. Hay otra anécdota, me acuerdo, bueno, es una anécdota que pasa muchas veces, subiendo a caballo un niño me dijo: “¿Qué haremos después?”. Y yo pensaba: “Ostras, estás encima del caballo”. Y recuerdo que cogí, le tapé los ojos con una venda y el niño de repente dice: “Huele”. Claro, notó que el caballo tenía olor. Entonces me dice: “Está muy suave”. Claro, cuando dejo de pensar con ansiedad en el futuro y me pongo aquí en el momento presente, puedo vivir esa sensación, ese instante. Y además estaba montado a pelo y me dijo, tocándolo, acariciándolo: “Le late el corazón”. Sí, el corazón de un animal late, igual que el tuyo, igual que el mío. Nos falta esa empatía. La aceleración del mundo nos aleja de la empatía, de verte, de mirarte y también de mí.
Pero claro, es lógico que eso pase, porque cuando llegamos a casa, ¿qué hacemos? El niño está merendando, le decimos: “Va, venga, que ya tendrías que estar haciendo los deberes”. Está haciendo los deberes y le decimos: “Va, venga, que ya tendrías que estar cenando”. Está cenando y le dices: “Va, venga, que ya tendrías que estar en la ducha”. Está en la ducha y le dices: “Va, venga, que ya tendríamos que estar en la cama, porque mañana…”. Porque mañana, ¿qué? ¿Empieza la competición? ¿Empieza esa carrera? La pregunta que tendremos que hacernos a lo mejor es quién ha decidido vivir con prisas, tú o él.
Y entonces le hice una pregunta: “Entonces ¿quién ha sido el único valiente de la clase?”. Me miró y me dijo: “Yo”. Y digo: “Claro”. Entonces, fue uno de esos momentos mágicos en que abre los ojos, en que le brilla la mirada y de repente la autoestima, vi cómo subía. Si hay una mirada que refleja la autoestima, sin duda era la de Sergio de ese día.
Me acerqué al caballo, como era pequeña la pude coger en brazos, me acerqué al caballo hacia atrás, desde donde está el culo y el lomo, la niña lo tocó y dijo: “Ay, qué calentito”. También me dijo: “La piel brilla”, porque ese día hacía sol. Cuando me acerqué a la crin vi que ya se me quedaba más tensa. Entonces ya dije: “Vale, hasta aquí”. Concretemos los miedos, hagámoslos pequeños y afrontemos los miedos poco a poco y al ritmo de la niña. Mañana ya podremos continuar.
Pero no pudimos hacer la actividad, la tuvimos que anular porque los padres habían exigido a través del grupo de WhatsApp que para que fuera una noche, las profesoras tenían que lavar el cabello a los niños con jabón y suavizante. Como te puedes imaginar, ochenta niños. Claro, nos pusimos todos a ayudar a lavar la cabeza, el cabello a los niños y luego, como no teníamos ochenta secadores, porque claro, no tenemos ochenta secadores, pues íbamos secando el pelo. Pues claro, con el pelo mojado y por la noche, no tuvimos tiempo para hacer la actividad. Entonces, pues bueno, se quedaron sin actividad en nombre de ese mando a distancia y estábamos a cuarenta kilómetros de los papás y de las mamás. Pero ese padre dron es capaz de, con ese mando a distancia, que todo el mundo juegue su juego. Y eso es peligroso, porque gracias a Dios tenemos ese lugar que es la escuela que es el único que por ahora queda que está luchando contra la sobreprotección, contra ese río que nos lleva. Esos maestros, esas maestras, aquí mi tributo, mi homenaje, porque realmente son verdaderos héroes que salvan de la sobreprotección a muchos niños y gracias a ellos hay muchos niños que pueden tirar para adelante. Hay padres que me dicen: “No, es que el mundo es tan duro que quiero que mientras sea pequeño sea feliz”. Y digo: “Ya, y cuando salga de casa y se encuentre el mundo y vea que le has engañado, ¿qué crees que va a hacer? Primera piedra y pam, al suelo, se va a caer y luego como no sabrá levantarse, porque claro, no lo hemos entrenado, tendrá que ir a una farmacia a comprar una de esas pastillas que venden para levantarse”.
De hecho, el 35% de los universitarios de nuestro país toman antidepresivos y ansiolíticos en primero de carrera por la tolerancia cero a la frustración. Eso está pasando. En nuestras manos está cambiar lo que está sucediendo. Creo que tenemos, de hecho, reivindico entrenar a nuestros hijos en la valentía, en superar sus miedos, en educar en una sana autoestima, porque si no, nos vamos a cargar la sociedad. Nosotros como sociedad, por muy modernos que seamos, necesitamos lo mismo que siempre hemos necesitado para sobrevivir: jóvenes, adolescentes, fuertes, autónomos, valientes y seguros para algún día tirar del carro de la tribu. Yo me acuerdo que siempre les dije a mis hijos: “Vosotros a los dieciocho años os iréis fuera de casa”, en el sentido de no echarlo, pero de vivir o salir fuera, bueno. A los dieciocho años a mi hija Alexandra la envié un año fuera, a Canadá, a Alemania, un poco… Que viviera mundo. Me acuerdo que cuando se fue, creo que lo explico en el libro, y mira que no me gusta explicar cosas personales. Pero aunque yo lo tenía clarísimo, claro, es mi hija, es mi primera niña. Se iba fuera. Recuerdo que los primeros días, mientras estaba en Canadá, yo pensé: “Ostras, ¿por qué la habré enviado tan lejos? Es que si pasa algo no puedo coger un avión”, porque vale mucho dinero y ya nos habíamos gastado muchísimo. Y me acuerdo de que iba a su pupitre, que aún estaba desgastado de los años de estudio, me sentaba y lloraba a escondidas para que no se enteraran ni mi marido ni mi hijo, para que no me dijeran que era tonta. Y bueno, cuando acababa salía, muy digna, y tiraba.
Pero me acuerdo que entonces le escribí, al cabo de dos semanas le escribí un mail y le dije: “Ostras, es que ahora veo que el inglés está bien, que es importante, pero lo que ahora me preocupa no es tu nivel de inglés. Ahora me preocupa que no seas capaz de levantarte si pasa algo, que alguien se meta contigo, que no seas capaz de defenderte, de saber qué quieres. Me aterra todo eso”, y le dije: “Creo que no te lo he enseñado todo”. Y entonces me envió un mail, me contestó: “Mamá, es que no me lo has de enseñar todo”. Y pensé: “Ostras, es verdad”. Nos creemos que lo hemos de hacer todo, para todo y ostras, luego tus hijos te dan… perdón, estas lecciones de vida.
Algo que creo que es muy importante es que nos conozcamos. Yo invito, como consejo o como ayuda para cambiar las cosas y para preparar los niños un poco más para la vida, hay que conocernos unos a otros, porque esta noche, cuando vayamos a cenar le puedes explicar… Le puedes preguntar: “¿Cuál es tu sueño, hijo?”. Y tú explicarle cuál era tu sueño, tus años de juventud, si ahora ya te has olvidado, recupéralo, recupera ese sueño y explícaselo. ¿Por qué no preguntarles esta noche cenando: “Oye, ¿cómo nos ves como familia?”? O, por ejemplo: “¿Qué crees que es lo mejor que tenemos como familia?”. O: “¿Qué crees que podríamos mejorar?”. O sea, es brutal lo que los niños son capaces de decir con seis años. Recuerdo a Nil, que le dijo a su mamá, bueno, que me dijo a mí que le iba a decir a su mamá y lo dijo, porque al día siguiente su mamá me llamó, y le dijo con cuatro años: “Mi mamá necesita semillas de alegría, le daré las mías”. Tú preguntas qué necesitas en casa y te dice eso, que: “Mi mamá necesita semillas de alegría”.