El secreto para que tus hijos amen los libros
Miguel Salas
El secreto para que tus hijos amen los libros
Miguel Salas
Doctor en Literatura y profesor
Creando oportunidades
Por qué leer libros nos cambia la vida
Miguel Salas Doctor en Literatura y profesor
Miguel Salas
¿Cómo fomentar el hábito de la lectura en los niños? Miguel Salas, doctor en Literatura y profesor, responde contundente: “Buscamos un ocio muy fácil que nos evada a cambio de muy poco, viendo la tele, consultando el móvil o jugando con él”. Pero añade: “Si estamos dando este ejemplo a nuestros hijos, es muy difícil que ellos cojan un libro”.
En su último libro (‘En plan lector: Sobrevivir a la adolescencia sin dejar de leer’) Salas propone algunos consejos para ayudar a los padres en este sentido: buscar momentos de lectura en familia, escuchar audiolibros en el coche o colocar una estantería en la habitación de nuestros hijos, con el objetivo de que construyan su propia biblioteca desde pequeños. Para él, también existen causas sociales que afectan a la lectura, porque “exige de concentración, de profundización, de serenidad, de silencio… pero la sociedad en la que vivimos fomenta lo contrario: la dispersión, la multitarea y el cambio de foco en nuestra atención, sobre todo a causa de las pantallas”. Sin embargo, añade, “es importante recordar que la lectura mejora nuestra atención”, especialmente en los niños y adolescentes: “Estamos viendo serios problemas en nuestros alumnos para mantener la atención y la concentración, algo muy preocupante”, explica. Miguel Salas defiende que leer fomenta la imaginación, la evasión y la reflexión. Algo que considera indispensable en los tiempos que vivimos: “Cuando una persona está concentrada leyendo, el 99% de su interacción con el entorno se bloquea”. Por esto, “es una de las actividades más relajantes que existen”. Como apasionado de los libros, señala la necesidad de retirarnos de vez en cuando a un mundo de imaginación, aprendizaje y disfrute, para poder cargar pilas y volver con más energía a nuestras tareas diarias. “Algo fundamental que todos necesitamos hoy en día”, concluye.
Transcripción
Entonces, al final, cuando estás rodeado de gente apasionada por la lectura, que busca un ratito todos los días para poderse poner delante de un libro y abrirlo, e irse a otro lado en el fondo, porque eso es la lectura, pues uno se pregunta qué es lo que ven en ello. Por qué de repente mi padre o mi madre están ese ratito leyendo, buscan ese momento. Y cuando los libros te empiezan a llegar, cuando esas historias empiezan a tocarte, es cuando lo entiendes. Porque a través de la imaginación se puede viajar a un montón de sitios, y eso cuando eres pequeño es muy importante. Viajar tanto en el tiempo como en el espacio, es decir, todas esas pasiones que tenía yo de pequeño por otras épocas, porque las leía en los libros y me entusiasmaba de repente, y cómo era la vida en Grecia, o como era la vida en Roma… Pues todo eso es lo que te permite la lectura en el fondo. Es una posibilidad, sin moverte de tu cama o de tu sillón, de viajar a otros lugares y otras épocas.
Si esa lectura es deficiente, si yo no he conseguido un buen nivel de lectura, mi relación con el aprendizaje, con el colegio, con los libros, va a ser difícil. Gregorio Luri, que es un filósofo, un profesor, probablemente la mente más lúcida ahora mismo de la actualidad española en cuanto a estos temas, recuerda un dato que es muy llamativo, que es que a los 20 meses de edad, un niño de un entorno familiar cultural alto, domina unas 200 palabras. Y un niño de nivel sociocultural bajo domina 20. La diferencia es abismal. Un mundo de 20 palabras no es igual que un mundo de 200 palabras. Si tú llegas al colegio con un dominio de un vocabulario amplio y te empiezas a enfrentar al aprendizaje con un vocabulario del que tú te sientes seguro, evidentemente la autoestima, para empezar, el éxito académico y todo eso, va a ser mucho mayor. Entonces, hay niños a los que hay que quitar esos prejuicios. Lee lo que te dé la gana. Si te apetece leerte una cosa que parece para mucho más pequeños, léetela. Si no te gusta, déjala, cógete otra cosa. Y, sinceramente, si me tengo que ir al quiosco y comprar una revista de motos a un niño porque no se siente seguro enfrentándose a un libro, voy y se la compro. Lo importante es que le coja gusto a leer. Entonces, si tú consigues que ese niño, aunque sea en un nivel más bajo al que corresponde a su edad, coja gusto a la lectura, que vaya adquiriendo un hábito… Eso solo puede ir a mejor. Por eso a mí me parece fenomenal que lean tebeos, me parece fenomenal que lean revistas. Lo que sea que les interese, porque lo importante es que da igual el interés que tengas, va a haber un libro, va a haber una revista, va a haber un cómic que hable sobre eso, porque hay un montón de publicaciones.
Hacer que se sientan cómodos en la biblioteca, que lo conviertan en un lugar de paz, de tranquilidad, donde ellos están disfrutando. No en un sitio de examen, no en un sitio en el que se les está juzgando porque ellos no leen tan bien como los demás. Poquito a poco va a ir mejorando y esto es exponencial. La mejoría que se percibe en un alumno que ha cogido gusto a la lectura y que ha empezado a leer por placer es enorme. Y tenemos casos de esos todos los años. Este año me decía una madre: «Mi niño no se había leído un libro en la vida y, gracias al plan lector que habéis aplicado en el colegio, este año se ha leído ya seis». O un niño que no leía nunca y de repente, el plan lector es una vez a la semana, aparece en la biblioteca el jueves, que era el día de lectura, y me dice: «Miguel, tengo que coger otro libro porque me estaba gustando tanto el otro que me lo he comprado y me lo he leído en casa». Esos pequeños éxitos son los que van a permitir a estas personas desarrollar las habilidades que les hagan más fácil la enseñanza. Pero no solo eso, sino que creo que la lectura es capaz de fomentar la empatía bien dirigida. Es capaz de poner a los niños ante un espejo, de entenderse a sí mismos a través de lo que otros han escrito. Al fin y al cabo, y esto se lo digo mucho a mis alumnos, una biblioteca es una selección de las mejores mentes de toda la historia de la humanidad, de todos los países, incluso de países extranjeros de los que tú no conoces la lengua, que han sido traducidos a tu lengua para que los tengas ahí. Y les digo a los niños, a los que son muy futboleros: «¿Os imagináis una selección de fútbol en la que los mejores de toda la historia de la humanidad jugaran en un mismo equipo?». Pues eso es la literatura en una biblioteca.
Tú tienes millones de libros que han hablado de la existencia de lo que es ser una persona, del ser humano a lo largo de tantos siglos. Y, cuando accedes a ellos, eres capaz de emocionarte con ellos, de comprenderte a ti mismo, de ver en ellos, por ejemplo, se me ocurre en «La Ilíada», que es un texto griego antiquísimo. Cuando Héctor se va a enfrentar a Aquiles, que es el guerrero más temible de los griegos. Y sabe que va a morir porque a Aquiles es muy difícil matarlo, no es exactamente inmortal, pero es muy difícil matarlo. Es el guerrero más peligroso de la época, ¿verdad? Y le está llamando y lo va a matar. Y él se despide de su mujer y de su hijo. Él es un hombre joven. Es el mejor guerrero de los troyanos. Es un hombre valiente que tiene toda la vida por delante. Es el hijo del rey. Tiene una mujer maravillosa con la que se lleva estupendamente, un hijo recién nacido y se despide de ellos sabiendo que va a morir, que no va a volver a verlos. Es decir, la capacidad de un texto tan antiguo que te está hablando de una experiencia tan humana, de emocionar a una persona tantos siglos después, una persona que no ha tenido jamás esa experiencia. Te estoy hablando de un adolescente porque yo era adolescente cuando leí «La Ilíada», que no ha tenido hijos, que no se ha casado y sin embargo es capaz de entender la profundidad, la emoción del momento. Eso es algo que nada más que la literatura puede aportar. Entonces, te reconoces, te identificas con lo que lees, aprendes de ti mismo, te pones en el lugar de los demás. Entonces, socialmente, la literatura, tanto individual como socialmente, creo que tiene mucho más valor que el que le damos cuando hablamos de expresión oral, de aumento de vocabulario y de todo ese tipo de cosas.
Pero no solamente eso. Nos permite evadirnos. Y este es otro concepto que yo intento defender en el libro. ¿Por qué? Porque la evasión también tiene muy mala fama, como el ensimismamiento. Cuando uno habla de alguien que se ha evadido, es alguien que escapa de sus responsabilidades y no tiene nada que ver. Yo esto lo descubrí leyendo a Tolkien, el autor de «El señor de los anillos». Tiene un ensayo que se llama «Sobre los cuentos de hadas», en el que defiende el ensimismamiento y la evasión. Por qué no vamos a evadirnos si a veces la vida es difícil, a veces la vida es dura. Todos tenemos esta experiencia y el retirarnos de repente a un mundo de imaginación en el que podemos aislarnos por unos minutos, por unas horas al día, cargar pilas, recoger fuerzas, aprender, además, disfrutar en ese momento y luego volver con más energía a nuestras tareas diarias, a mí me parece que eso es fundamental. De hecho es algo que necesitamos todos y este mundo digital lo que nos ofrece es esa evasión, pero una evasión estéril. Una evasión que muchas veces no proporciona todas las ventajas que proporciona la lectura. Si yo estoy jugando a un jueguecito de estos que lo único que te va a hacer es un movimiento mecánico con el dedo en una pantalla, a mí eso no me da nada. Excepto la descompresión mental, que no es poco. Pero la lectura ofrece esa descompresión mental y da mucho más, muchísimo más de lo que puede dar una manera de evadirse tan rudimentaria como puede ser un jueguecito de esos. Siempre hay maneras, y esto tampoco está mal decirlo, que hay distracciones de mayor calidad, que ofrecen más cosas, el deporte o la lectura, por ejemplo.
Entonces, por un lado, el ensimismamiento es muy positivo porque nos enseña a concentrarnos. Y, ojo, que en este mundo de dispersión en el que vivimos, el reaprender a concentrarnos creo que es algo que debemos hacer todos, porque todos hemos visto estos últimos años de teléfonos móviles y de tabletas, hemos perdido capacidad de concentración. Entonces ese ensimismamiento ya es en sí bueno. Y por otro lado, esa capacidad de evasión que nos permite retirarnos a mundos imaginarios, que nos permite cargar las pilas, que nos permite disfrutar de mundos que han creado para nosotros, jolín, gente con una mente y con una imaginación muy poderosas.
Y yo leo esos poemas y me emociono con ellos y me pongo en el lugar de esa persona y veo que al fin y al cabo, que es lo importante, la experiencia humana es idéntica, ¿no? Es muy parecida. Da igual la raza, da igual el sexo, el género, da igual la época. Somos los mismos que, volviendo a «Troya», las mismas personas que lucharon en las playas de Troya, las mismas personas que pintaron las cuevas de Altamira. Fundamentalmente el material humano es igual y nos siguen pasando las mismas cosas. Cambia el entorno, los matices, las perspectivas, pero la experiencia es igual. Entonces, ¿cómo no va a aumentar la empatía, que nosotros podamos vivir en la piel de un personaje durante una semana, durante un mes, durante el tiempo que nos lleve una lectura? A veces es un poco como en la película «Avatar», que son unas personas que se meten en unos cuerpos sintéticos y son capaces de experimentar. Pues la literatura es un poco eso. Tú te levantas por la mañana, te duchas, desayunas, vas al trabajo y, cuando vuelves a casa, abres un libro y por un ratito puedes ser otra persona. Yo esto lo he visto con alumnos, es decir, alumnos que de repente terminan un libro y me dicen: «Jolín, nunca hubiera pensado que una persona en esta situación…». Por ejemplo, libros que hablan de acoso o que hablan… Hace poco me comentaba un alumno sobre un libro que estaba leyendo sobre «skinheads». «Nunca hubiera pensado que esta situación… que una persona pudiera pensar, tener estos pensamientos, estas ideas ¿no?». Y bueno, en fin, ayuda mucho a matizar la propia experiencia con la experiencia del autor a través de los personajes. Y, por supuesto, la literatura es una de las pocas cosas en la vida que sirve de catalejo, es decir, búsqueda de experiencias que tú no vas a tener, lejanas. Y a la vez de espejo, ¿no? Porque también es verdad que muchas veces abres un libro y lees algo y dices: «Jolín, esto me ha pasado a mí y yo ni siquiera le había puesto palabras». Y eso ayuda a conocerse a uno mismo. Ayuda a profundizar en la propia identidad.
Michèle Petit, que es una autora francesa muy interesante, cuenta una anécdota muy bonita de una niña que era adoptada y a la que le llevaban siempre libros sobre adopción, con una temática evidente, que hablaban de su problema, digamos. No de su problema, pero de su situación y cómo enfrentarlo y demás. Y ella rechazaba mucho esos libros porque quizás los veía demasiado evidentes. Y, sin embargo, se enganchó a «Tarzán». «Tarzán», que es la historia de un niño al que adoptan los monos. Sus padres mueren y lo adoptan unos monos, y ella vibraba con esa historia y pedía que se la contaran una y otra vez. A través de esa ficción, de una experiencia que ella no va a vivir nunca, que es la de que te adopten unos monos en una selva porque tus padres han muerto, ella se sentía identificada y, a través de esa experiencia tan lejana, vivía la suya propia, entendía su propia identidad, qué es lo que le estaba pasando. Es decir, que la ficción, incluso las historias inventadas, incluso las historias un poco extravagantes, como la historia de «Tarzán», que dices: «Bueno, eso es muy raro que pase», pueden aportar, por un lado, la capacidad de experimentar aventuras que tú no vas a vivir, es decir, de ponerte en la piel de otros, y por otro, ese conocimiento de tu propia situación, de tu propia alma, de tu propia mente, de tu propia identidad. Los adolescentes acuden a la literatura muchas veces buscando ese reflejo de su propia situación. «¿Qué me pasa? ¿Por qué estoy así? ¿Por qué de repente me siento extraño en mi propio mundo, en una identidad que hasta ahora me había resultado cómoda y ahora de repente como que me queda esta manga larga y esta otra manga corta y no sé qué hacer exactamente con mi vida?». Eso les viene muy bien porque les da respuestas.
Wittgenstein, el filósofo, decía que los límites de mi lenguaje son los límites de mi realidad. Y eso es así. Es decir, yo las realidades a las que no puedo poner palabras porque no tengo palabras, no las sé identificar bien. Entonces, cuando de repente viene un autor o una autora más capacitados que tú, con una habilidad literaria especial y ponen delante de ti esa situación, dices: «Jo, es que esto me ha pasado. Por fin puedo entender, por fin puedo comprender esta situación en la que he estado tan incómodo, que me ha hecho sentir tan fuera de mí mismo, tan poco comprendido». Y eso, por supuesto, es, aparte de que la literatura debe ser un gozo por sí misma, puede ser una herramienta educativa, que es lo que nos interesa en los colegios y en las casas muchas veces.
Es cierto que la efectividad es inferior. Por cada receptor auditivo que hay en el cerebro hay unos 30 receptores visuales, es decir, es mucho más fácil ampliar vocabulario, memorizar cosas y comprender estructuras gramaticales, leyendo que escuchando. Pero la escucha también está infravalorada. Es decir, se lo hacemos a los niños cuando son muy pequeñitos, les leemos y no hay ningún problema. Pero de repente con los adultos o con los adolescentes nos cortamos. Cuando la lectura en voz alta ha sido un entretenimiento muy habitual hasta que ha llegado la radio. Es decir, las familias se reunían en torno a una persona que leía y uno estaba bordando, el otro estaba tirado en el sofá escuchando, otro estaba… Y había una persona que leía para todos. La gran literatura del siglo XIX, de estas que salían por entregas, el mismo Alejandro Dumas o Arthur Conan Doyle, publicaban de esa manera. Las historias de Sherlock Holmes o de los tres mosqueteros se fundamentaban en eso, en que llegaba el periódico a casa y uno leía en voz alta y el resto de la familia escuchaba. Hay una anécdota muy bonita que a mí me gusta mucho, que es la de los puros Montecristo. Los cigarros puros Montecristo de Cuba, ¿verdad? Se llaman así por un personaje de Alejandro Dumas, que es El Conde de Montecristo, porque durante el siglo XIX, cogieron la costumbre en las fábricas de puros de tener un lector. Entonces, había una persona que les leía en voz alta y no les leía en voz alta articulitos. Les leía en voz alta «El Conde de Montecristo», que es una novela de mil y pico páginas. Entonces, mientras todos hacían cigarros, había una persona leyendo en voz alta. La novela de Dumas les emocionó tanto, y estamos hablando de muchos analfabetos, les emocionó tanto que escribieron al escritor para pedirle permiso para utilizar «Montecristo» como nombre de uno de los puros de la marca.
Entonces, cuando tú estás al borde del recreo, suena el timbre y los niños te dicen que no pares de leer, dices: «Es que esto funciona». El niño está deseando salir al campo a jugar al balón. Funciona. Funciona de verdad. Es decir, a un nivel… Es verdad que hay niños que desconectan, pero funciona. Lo ves en los ojos. Esto se nota mucho. Entonces, es verdad que les leo con mucha frecuencia en clase. He llegado a leer novelas enteras. Lo que más leo son… A veces les leo poemas también, algún artículo, pero lo que más leo son cuentos que entran muy bien porque duran justo una hora de clase o dos horas. Entonces, los puedes manejar. Siempre que vuelvo de vacaciones, por ejemplo, en vez de empezar directamente con la sintaxis o con…
Tenemos que acompañarles en esto, tenemos que leerles nosotros hasta que ellos mismos lleven las riendas del hábito, que esperemos que en este caso sea ya afición o pasión. Propongo que los teléfonos móviles estén muy controlados. De eso hablaremos ahora. Que cuando lleguen a casa, los metan en un cajón y nosotros lo metamos en un cajón, porque los adultos tenemos que dar ejemplo, ¿verdad? También nos viene bien, que la desconexión digital es fundamental y a veces estamos pendientes del trabajo a unas horas que no son razonables, ¿no? Propongo que haya libros en casa. Jim Trelease, que es un experto americano en lectura, que ha hecho libros fantásticos sobre este tema, dice que hay una serie de elementos que tienen que estar en la habitación de nuestros hijos. Uno es una mesilla con una lámpara para que lean y otro es una estantería con libros, con su propia biblioteca. Que la vayan haciendo suya, ¿verdad? También cuestiones muy físicas, que les dejemos leer boca arriba, boca abajo, tirados en un cojín, en el suelo, metidos en la cama, tapados con una linterna. Que les dejemos los libros que son más de su edad a su alcance, en las baldas más bajas, que a veces no ordenamos las estanterías pensando en eso, ¿no? Hay trucos que también son muy útiles. Por ejemplo, ponerles las películas y las series con subtítulos.
Tenemos que entender que la lectura, a pesar de que goza de un gran prestigio y de que hay un montón de campañas que hablan de la lectura y de sus beneficios, va un poco a contrapelo de lo que es la sociedad actual. Es decir, la lectura exige de concentración, de profundización en un tema concreto, de serenidad, de silencio. Y la sociedad en la que vivimos es una sociedad que fomenta justo lo contrario, ¿verdad? La dispersión, la multitarea, la dichosa multitarea que no lleva a ninguna parte, que lleva a hacer muchas cosas, todas mal, ¿verdad? Y luego el constante cambio de foco de nuestra atención, que es permanente y sobre todo a causa de las pantallas, ¿verdad? Entonces, tenemos que entender, yo muchas veces lo pienso, que si yo a la edad de mis alumnos hubiera tenido un móvil cerca, pues a lo mejor no hubiera leído. ¿Por qué? Pues por esa ecuación que decíamos antes. La lectura ofrece unos resultados increíbles. Ofrece un montón de beneficios y da, yo creo, bastante más placer que jugar a un juguetito de estos de dos movimientos. Pero exige un esfuerzo que muchas veces no estamos dispuestos a hacer. Entonces, los adolescentes tiran de pantallas y tenemos que intentar comprender que las pantallas no son un instrumento imparcial, sino que son un invento que está diseñado específicamente para que nuestra atención sea constantemente arrastrada por ellos, ¿no? Entonces, no es un instrumento de trabajo tampoco, ¿verdad? Dicen los niños: «Es que tengo que subir los deberes». Un instrumento de trabajo no te llama constantemente para que varíes de actividad. Una pala, un rastrillo no te llaman todo el rato para que vuelvas a ellos a distraerte. Un teléfono móvil sí lo hace. Y están de media entre las cinco y ocho horas diarias. Niños que tienen horas y horas de colegio que deberían dormir ocho horas, que deberían hacer deporte, que deberían hablar con sus padres. Gregorio Luri habla de un estudio americano en el que se decía que desde el año 79 hasta el año 2012, el tiempo que hablaba un adolescente de catorce años con sus padres había descendido desde los ochenta y nueve minutos al día a los nueve. Ochenta y nueve minutos al día son casi hora y media de conversación. Nueve minutos no es nada. Un adolescente de catorce años necesita mucho más hablar con sus padres que nueve minutos.
Entonces, se lo digo siempre a los niños. Digo: «El móvil ya no es que te trocee la atención, que te vuelva disperso. Es lo que dejas de hacer por estar mirando el móvil tanto rato». ¿Cuál es el problema de esta sociedad? Que se basa en la dispersión, que se basa en la celeridad, que se basa en los estímulos permanentes. Sobre todo audiovisuales porque juegan con esta necesidad humana de estar muy pendiente de lo que ve y de lo que oye, porque de eso depende nuestra supervivencia desde que existe el ser humano. De los estímulos audiovisuales. Entonces, lo que estamos encontrando en los colegios, y creo que más o menos todos los padres estarán de acuerdo, son niños con una capacidad de atención baja, muy baja y con una necesidad de estimulación permanente que es peligrosa porque les frustra si no hay una estimulación permanente. Es decir, ellos necesitan ya ese «input», digamos. Y, cuando no lo tienen, se irritan, se ponen nerviosos. Entonces, la tendencia es profundizar menos en las cosas. Me dicen: «No, Miguel, estoy estudiando historia con TikTok». Y digo: «Hombre, pues en un vídeo de 60 segundos, lo mismo no te cuentan todo lo que hicieron los Reyes Católicos». Entonces, ese tipo de tendencias van en contra de la lectura, porque es mucho más fácil hacer caso a un móvil que a un libro. También hay una buena noticia. Es decir, la mejor manera de reeducar la atención es la lectura, porque de todas las actividades humanas es la que más nos cierra al resto de los estímulos, la que más concentración nos exige y la que más «flow» tenía, como decíamos antes. Entonces, mediante la educación en la lectura, podemos hacer que los alumnos sean otra vez dueños de su capacidad de atención. Sin atención, la inteligencia no vale para nada. Einstein, si no hubiera sido capaz de concentrarse durante una serie de horas, no hubiera hecho la teoría de la relatividad.
Hay estudios que demuestran que cada vez que yo pierdo la atención, tardo 25 minutos en alcanzar otra vez la cuota máxima de atención, que es donde soy más eficaz, digamos, en la tarea que estoy desempeñando. Entonces, los niños están creciendo, desarrollando sus aptitudes ahora mismo sin alcanzar nunca su grado máximo de atención. Y eso puede ser a la larga un problema para ellos. Entonces, creo que hay que ser conscientes de este problema. Creo que los colegios deben de ser un espacio de resistencia a este problema y lo que tenemos que hacer es un espacio donde los niños reflexionen, se serenen, encuentren el silencio. Yo hay una cosa que hago siempre en 4.º de la ESO, el primer día de clase. Y es que llego y no hablo durante una hora. No me presento, solamente me siento y les miro. Y los niños reaccionan de las maneras más disparatadas. Un año, un niño gritó: «¿Qué está pasando?». Intentan hablar. Yo les digo… Les hago un gesto de que se callen. Algunos se tumban, les dejo relajarse. Y cuando acaba la clase les pregunto cuál ha sido la última vez que han estado así en su vida. En silencio, pero además sin escuchar música, sin mirar un móvil… «Sin música» quiero decir «sin oír», no «sin escuchar». Lo que hacemos cada vez más es oír, en vez de escuchar música. Entonces, la respuesta mayoritaria es que nunca han estado así. Nunca. Sin una pantalla, sin un sonido de fondo, sin una conversación. Y eso da un poco de miedo, porque esos momentos son los momentos de la fertilidad de la imaginación. Cuando te aburres pasan cosas.
Y que luego se enseñe literatura con la lectura en voz alta en clase. Es decir, la literatura no se puede perder. Los clásicos, como dice otra vez Gregorio Luri, se han vuelto difíciles, pero no ha sido por culpa suya. Es decir, lo que ha descendido ha sido el nivel social de comprensión. Entonces, ahora es muy difícil decirle a un niño: «Léete ‘El Lazarillo’» y mandárselo y que se lo lea en casa. No tiene ningún sentido porque ni va a aprender, ni lo va a leer, ni va a disfrutar. Entonces, ¿qué tiene que hacer el profesor? Fragmentos, cuentos, poemas, contextualizarlos mucho en clase, ofrecer una explicación de por qué en aquella época se pensaba así. Por qué ese personaje hace lo que hace. Porque «El Lazarillo» está movido por una serie de resortes que evidentemente son psicológicos, pero también sociales, históricos, y conseguir que el alumno relacione eso con su propia existencia. A mí me pasa, por ejemplo, cuando me toca un curso impar, 3.º de la ESO por ejemplo, que se estudia la literatura medieval, dices: «¿Cómo les cuento yo la literatura medieval?». Entonces, te vas a las albas, que son las primeras expresiones líricas que hay en español, que son poemillas. Con una voz femenina adolescente, una chica joven que se queja y que llora porque no está su amado cerca, porque lo echa de menos, porque no sabe cuándo lo volverá a ver. Y dices: «Pero, por el amor de Dios, si es que esto funcionaba igual en aquel siglo que ahora. ¿Cómo no van a poder conectar? Pero si muchas veces se dicen estas cosas por Whatsapp». ¿No? Entonces, hay que hacerles entender que todo eso que es su propia cultura, que es su tradición, que es su herencia, que tienen el derecho a conocerlos, jolín, porque es que ya no es una cuestión de obligación, es el derecho a conocerlo, que lo pueden relacionar siempre con su propia experiencia. Entonces, el trabajo del profesor ahí es agotador.
El viejo se envolvió en unos harapos y Ling se acostó a su lado para calentarlo, pues la primavera acababa apenas de llegar y el suelo de barro estaba todavía helado. Ling sufría al ver la suciedad de la posada, pero al anciano le encantaban las sombras temblorosas que una pobre lámpara proyectaba sobre las paredes y unos extraños dibujos que formaban en el techo las manchas de hollín». Esto es uno de los elementos recurrentes del cuento. Wang-Fô, a pesar de que es miserable, de que es pobre, de que no tiene nada, siempre encuentra la belleza en las cositas más pequeñas. Y su discípulo, que es más joven y que no lo entiende, se irrita. Dice: «Yo querría un sitio más bonito para mi maestro», pero él es feliz con lo que tiene. «Al llegar el alba, unos pesados pasos resonaron por los pasillos, así como gritos de mando proferidos en lengua bárbara. Ling se estremeció, recordando que el día anterior había robado un pastel para la comida del maestro. Como no le cabía duda alguna de que venían para arrestarlo, se preguntó quién ayudaría mañana al viejo a vadear el próximo río. Entraron los soldados con unos faroles. La llama que se filtraba a través del papel de colores ponía en sus rostros reflejos encarnados, amarillos y azules. Rugían como fieras y la cuerda de sus arcos vibraba a cada grito que daban. Uno de ellos puso la mano con brusquedad en la nuca de Wang-Fô, quien no pudo evitar fijarse con admiración en el bordado de sus mantos». Otra vez, ¿no? Le están deteniendo y él está disfrutando de ese manto precioso que tiene el guarda que viene a apresarlo.
«Sostenido por su discípulo, Wang-Fô lo siguió, tropezando por unos caminos desiguales. Los transeúntes agrupados se mofaban de aquellos ladrones, a quienes sin duda iban a ejecutar. A todas las preguntas de Wang, los soldados respondían con una mueca salvaje. Le dolían las manos que llevaba atadas, y Ling, desolado, miraba a su maestro sonriendo, lo que era para él una manera más tierna de llorar. Llegaron a la puerta del palacio imperial, cuyos muros color violeta ponían en pleno día un trozo de crepúsculo. Los soldados obligaron a Wang-Fô a franquear unas salas circulares o cuadradas, cuyas formas simbolizaban las estaciones del año, los puntos cardinales, la luna y el sol, la longevidad y las prerrogativas del poder. Las puertas giraban sobre sí mismas mientras emitían notas de música y su disposición era tal que podían recorrerse toda la gama al atravesar el palacio de Oriente a Poniente. Por fin se hizo tan grande el silencio que apenas se atrevía uno a respirar. Un esclavo levantó una cortina y el grupito entró en la estancia donde se hallaba el Hijo del Cielo sentado en su trono». El Hijo del Cielo es el emperador. «El Maestro Celeste se hallaba sentado en un trozo de jade y sus manos estaban tan arrugadas como las de un viejo, aunque apenas tuviera 20 años. Como sus cortesanos alineados al pie de la columna aguzaban el oído para recoger la más mínima palabra que saliera de sus labios, se había acostumbrado a hablar siempre en voz baja. ‘Dragón Celeste’ dijo Wang-Fô prosternándose. ‘Soy viejo, soy pobre y soy débil. Tú eres como el verano. Yo soy como el invierno. Tú tienes 10.000 vidas y yo solo tengo una que muy pronto acabará. ¿Qué te he hecho yo? Me han atado las manos que jamás te hicieron daño alguno’.
‘¿Y tú me preguntas qué es lo que me has hecho, viejo Wang-Fô?’, dijo el emperador. Su voz era tan dulce que daban ganas de llorar. Levantó la mano derecha que los reflejos del suelo de jade transformaban en verde como una planta submarina y Wang-Fô, maravillado por aquellos dedos tan largos y delgados, trató de recordar si alguna vez había hecho del emperador o de sus ascendientes un retrato mediocre que mereciese la muerte. Mas era poco probable, pues hasta aquel momento, Wang-Fô había frecuentado muy poco la corte de los emperadores, prefiriendo las chozas de los granjeros o, en las ciudades, las tabernas de los muelles donde riñen los estibadores. ‘¿Me preguntas lo que me has hecho, viejo Wang-Fô?’, repitió el emperador, inclinando su delgado cuello hacia el anciano que le escuchaba. ‘Voy a decírtelo’». Y ya no leo más. Porque quien quiera descubrir por qué el emperador quiere matar a Wang-Fô…
Cuando a mí un alumno me pregunta una recomendación, me lo tomo muy en serio. Es decir, le dedico tiempo. No lo digo porque me ha gustado mucho esta novela. Le pregunto que le ha gustado a él, que no le ha gustado, que me diga dos o tres títulos que le hayan apasionado, por lo menos dos que no le hayan gustado nada. Qué series o qué películas le gustan, qué temas le gustan en la vida. Y después de hablar 20 o 25 minutos me atrevo a hacer una recomendación. ¿Por qué? Porque ese libro que nos cambia la vida, que nos hace seguir leyendo, no es el mismo para todos, ¿verdad? Entonces, hay que buscar el que pueda convertir a ese niño en un lector apasionado, no el que te haya gustado a ti. Esto es un defecto que también tenemos muchas veces los mayores. Que como te ha gustado muchísimo un libro, se lo quieres meter por los ojos a tu hijo y tu hijo está en esa edad en la que lo que venga de los padres es lo que menos le apetece y entonces ahí entras en un pulso que no tiene mucho sentido. Entonces, hay que buscar lecturas que les interesen a ellos. Otro libro que funciona fenomenal, por ejemplo, «Matar a un ruiseñor» de Harper Lee, que es una historia preciosa, que encima tiene una película igual de buena que el libro, que eso es raro, ¿verdad? Funcionan también muy bien las colecciones de cuentos, por ejemplo. Si un niño está interesado en la fantasía, en la ciencia ficción, hay muchas colecciones de cuentos. Se me ocurre, por ejemplo, ahora «Crónicas Marcianas», de Ray Bradbury, que es un clasicazo de la colonización de Marte, que ahora está tan de moda. Es un libro fascinante porque, al final, de lo que habla es de la esencia del ser humano, del amor, de la soledad, del miedo. Que parece que te va a hablar de marcianitos y de lo que te está hablando es de lo más profundo de tu personalidad. Y esa también les gusta mucho. En fin, hay una serie de lecturas que no falla. Hay que… Evidentemente un clásico del Siglo de Oro les va a costar leerlo solos, pero un clásico del siglo XX, del siglo XIX, lo pueden leer perfectamente y les encantan. Los cuentos de terror de Dumas, que son una maravilla. «La mujer del collar de terciopelo», «Capitán de lobos», hay auténticas gozadas.
Si les gusta el terror, tienen un montón de autores. Las novelas de Roald Dahl, que no fallan jamás. «Las brujas», «Matilda», que son clásicos ya eternos, ¿verdad? Que parece que todos los que los hemos leído nos hemos enamorado de ellos. Las novelas de Julio Verne con todos esos viajes al centro de la Tierra, a la luna… Ese tipo de cosas siempre les gustan. Un libro que les ha gustado mucho a mis alumnos, por ejemplo también, es «El mundo perdido», de Arthur Conan Doyle, que habla de dinosaurios que encuentran una plataforma, una meseta en medio de Centroamérica en la que todavía hay dinosaurios y es un libro de aventuras clásico y lo pasan fenomenal. Y darle importancia, darle importancia a eso. Cuando un niño se acerca y te pregunta: «Oye, ¿qué puedo leer?», tómatelo en serio porque es que le puede cambiar la vida. Bueno, pues si te parece, para despedirme me gustaría leerte dos textos muy breves que a veces les leo a mis alumnos de 2.º de bachillerato cuando veo que están muy obsesionados con la carrera, la media, la vocación, el sentido de la vida… Son dos textitos muy breves. Uno es un fragmentito de Juan Gil-Albert, que es un poeta fantástico español, también poco leído porque es de la Generación del 27, pero no es de los más importantes. El otro es un poema de Borges que se llama «Los justos», que me gusta mucho. ¿Te parece?
Y el segundo de los textos es un poema de Borges muy famoso que se llama «Los justos», muy breve, que habla también del sentido de la vida y de que muchas veces ese sentido no está relacionado con las grandes acciones, ni con las grandes hazañas, ni con las grandes decisiones, sino con el pequeño discurrir del día a día. Y dice así: «Un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire. El que agradece que en la tierra haya música. El que descubre con placer una etimología. Dos empleados que en un café del sur juegan un silencioso ajedrez. Un ceramista que premedita un color y una forma. El tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada. Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto. El que acaricia un animal dormido. El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho. El que agradece que en la tierra haya Stevenson. El que prefiere que los otros tengan razón. Esas personas que se ignoran, están salvando el mundo».