“El cine es un arte de esperanza”
Víctor Gaviria
“El cine es un arte de esperanza”
Víctor Gaviria
Cineasta
Creando oportunidades
El cineasta que da voz a los excluidos
Víctor Gaviria Cineasta
Víctor Gaviria
El poeta y cineasta Víctor Gaviria ha construido una obra cinematográfica que trasciende la pantalla para convertirse en testimonio social. Su carrera despegó con ‘Rodrigo D: No futuro’ (1990), que retrata la cruda juventud de Medellín durante los años más oscuros de la violencia narcotraficante. Fue la primera producción colombiana seleccionada para competir en el Festival de Cannes, convirtiéndose en un símbolo del nuevo cine latinoamericano, que Gaviria consolidaría años después con su obra maestra, ‘La vendedora de rosas’.
Su compromiso con el cine social y realista, donde trabajan actores naturales que recrean sus propias vivencias y experiencias en los márgenes de la sociedad, han conmovido al mundo por su narrativa sobre la crudeza, la honestidad y resiliencia. “A pesar de la conciencia trágica que tenían aquellos jóvenes de la calle, que decían constantemente que vivían una muerte joven, que no tenían futuro... Nos dejaron la esperanza de que, a pesar de todas esas contrariedades y demás, cada vez que improvisaban, había como una manifestación de una alegría de vivir, de un entusiasmo que se les veía en los ojos”, recuerda el cineasta. Más allá del cine, Gaviria también ha cultivado una faceta literaria con libros de poesía y relatos que exploran la cotidianidad y la violencia urbana. Su obra ha trascendido la ficción para convertirse en un espejo de la realidad social colombiana y una mirada humanista para dar voz a los invisibles.
Transcripción
Entonces, yo ya sé más o menos de qué se trata, ¿cierto?, y les pregunto: «¿Qué tienen para mí, muchachos?». Entonces, con un orgullo enorme, me dicen: «Don Víctor, tengo mi historia, mi vida. Tengo mi historia, cuando quiera se la cuento». Porque, si la gente me dice que tiene algo para mí y que ese regalo que quieren regalarme es su vida misma, la historia de su vida, quiere decir que la gente ha entendido muy bien, que mis películas han recogido, casi sin transformación, la vida de la gente. O sea, que este cine, digamos, lo que estos habitantes de calle reconocen como historias muy elementales, muy humildes, historias que son lo que tiene la gente en su memoria, es realmente fruto de una búsqueda grande, grande, larga, que empieza a buscar el actor natural, no solamente como alguien que representa, sino que empieza a buscar el actor natural como alguien que me cuenta, que me narra unas historias, que improvisa, conectado en su memoria a esos universos de una vida humilde llena de problemas, llena de fracasos, llena de precariedades, pero que me parece a mí que este cine tiene ese propósito de recoger esas verdades.
Cuando yo les pido a los actores de mis películas que improvisen, lo hago porque sé que ellos tienen unas experiencias grandes, unas experiencias vividas del universo al que ellos pertenecen y que es el universo de la película. Entonces, yo sé que cuando improvisan, de alguna manera, están sacando elementos nuevos de esa memoria y que están haciendo visibles elementos de ese universo, que es lo que yo pretendo siempre. Y sé que, cuando estamos en una escena y yo digo «acción» y ellos empiezan a improvisar, no sé por dónde van a empezar, si empiezan por la mitad, por el final, por el comienzo… Y sé que esa experiencia de improvisación es muy semejante a la improvisación que tenemos en la vida, cuando actuamos en la vida, y que tiene ese elemento adicional de emoción. Si ustedes ven «La vendedora de rosas», por ejemplo, todos ellos están emocionados con una emoción que viene de la improvisación. Ellos están un poco con los ojos iluminados, ellos están felices porque están, de alguna manera, improvisando como en la vida misma.
Ese es Víctor Gaviria, el cineasta, un cineasta del diálogo, un cineasta que ha renunciado a ser autor y que ha puesto esa potencia del lenguaje del cine al servicio de unas historias que no están en la academia, que muchas veces no están en los libros y que están allí como si fueran voces, y que yo, en mi trabajo como cineasta, las he convertido en literatura oral. Mucha gente me dice: «Pero Víctor, ¿por qué te has quedado allí? ¿Por qué te has quedado allí? ¿Por qué no has evolucionado a hacer otras películas de tu clase social, de tu familia?». Y, entonces, yo les digo: «Porque es que la verdad de esta ciudad es una verdad que se define, fundamentalmente, en que está dividida en dos: una ciudad de inclusión, una ciudad que ha sido planificada, y la otra ciudad, que ha sido una ciudad de exclusión de una cantidad de personas que han venido del campo de nuestra propia cultura antioqueña. Que han venido y que la ciudad les ha dado la espalda». Y por eso yo estoy allí, porque me parece que el cine y la ciudad de Medellín necesitan un cineasta como yo.

“Los universos de mi cine no están en libros ni en bibliotecas, sino en la memoria colectiva”
Y, realmente, «Rodrigo D.» es la historia de una crónica de una amiga, Ángela Pérez, que cuenta la historia de un muchacho que ha perdido a su mamá y que, de alguna manera, se aburre y se desadapta tanto de la vida, que recorre la ciudad buscando a las amigas de la mamá para que le hablen de ella y que decide, de pronto, subir a un veinteavo piso, en el marco del parque de Berrío, y que, en un momento dado, decide suicidarse. Al final, el suicidio no se consuma, parece que alguien jala al muchacho y, en un momento dado, le pide el teléfono y escribe una crónica extraordinaria que se llama «La muerte me tiene miedo» y que es de donde nace «Rodrigo D. No Futuro». Yo comienzo, en el año 86, todo el trabajo, el solitario de la reescritura del guion. En un momento dado, yo les digo a todos mis amigos, les anuncio que vamos a hacer una película de realidad. Una película en donde vamos a prescindir de ese argumento, sí vamos a tener en cuenta, obviamente, los elementos principales, pero eso va a ser lo único que vamos a conservar en la historia, porque yo quiero que nosotros hagamos una inmersión en el universo de los barrios de Medellín, en esos barrios populares. Vamos a buscar los actores naturales allí e intentemos escribir la historia a partir de lo que esos muchachos nos vayan a contar.
Pero, en la medida en que voy recogiendo todos esos testimonios, voy encontrando unos conceptos y, esos conceptos, son como respuestas a unas preguntas que ni yo mismo me he hecho. En el caso de «Rodrigo D. No Futuro», me voy encontrando la idea de que ellos no tienen lugar en la ciudad y que esa conciencia de no tener un lugar en la ciudad los hace, de pronto, entender que el lugar de ellos está en otra parte. Y voy entendiendo el concepto de que el lugar que ellos están buscando está en la muerte. Y lo hacen, como les digo, con un desprendimiento, una valentía, un estoicismo tremendo, dando a entender, siendo muy conscientes de lo que están haciendo. Entonces, en «La vendedora de rosas», el concepto que yo voy encontrando, conversando con algunas de las niñas, especialmente con una mujer de 16, 17 años que se llama Mónica Rodríguez, que me cuenta todas sus alucinaciones. Me las cuenta con una clarividencia, con una inteligencia y con una descripción tan maravillosa, que yo voy entendiendo que la drogadicción de los niños de la calle no solamente es una forma de esconderse de la soledad y de toda esa sensación de orfandad, sino que es también como una búsqueda que ellos tienen, a través de la alucinación, de encontrar unos caminos imaginativos hacia los momentos en donde ellos medio recuerdan que alguien los amaba, que había un lugar que era como un hogar, como una casa.
Y, entonces, me doy cuenta de que estos niños, no solo no están perdiendo el tiempo, sino que me doy cuenta de que ellos están buscando algo, están buscando lo que yo defino «las fuentes del amor». Entonces, cuando yo encuentro ese concepto, ese concepto como que envuelve toda la película. Y, de pronto, en un momento dado, converso con un niño cualquiera y, haciendo una improvisación, le pregunto al niño, o le pido a una de las actrices, que improvise con este niño, que se llama La Chinga, que tiene diez años, y le preguntan: «Chinga, ¿usted qué hizo con los zapatos que yo le regalé?». Y el niño dice, con esa clarividencia, de alguna manera confirmando mi hipótesis de ese concepto de que los niños están buscando las fuentes del amor, él me dice: «¿Para qué zapatos, si no hay casa?».
Entonces, yo le dije: «Venite, pues». Entonces, yo lo acompañé y se subió por la reja del patio, saltó al muro, luego saltó al techo por las tejas. Y, de un momento a otro, el pelado me miró y me hizo así, yo le hice así también. Y, entonces, mi esposa me dijo: «¿Quién estaba ahí?». Le dije: «No, un pelado». Y me parece a mí que es un momento… O sea, estas películas, en general, aunque yo nunca pronuncié mucho la palabra «ternura», pues obviamente están llenas de una aprobación y de una incondicionalidad con estos muchachos, porque eso es lo que es el cimiento de esas películas. O sea, nunca, en general, yo nunca cuestiono a estos niños por ser drogadictos o por haber tenido tantos problemas, haber sido ladrones, haber estado en la cárcel… Ni nunca los trato de corregir tampoco. Es una cosa extraña, no sé si sabían, pero en el sentido de que no es como las instituciones, cuando llegan los niños de la calle y demás, lo primero que les dicen: «Ustedes han estado equivocados toda la vida. Ustedes tienen que corregirse. Todo lo que han hecho ha sido un desastre. Ustedes no valen nada. A partir de aquí, van a empezar a valer, porque van a seguir estos criterios, estos valores». Yo les digo lo contrario, yo les digo: «Muchachos, cuéntenme la vida de ustedes, que es tan interesante». Y empiezan a contarme una serie de cosas que son súper interesantes, que están llenas de orfandades, de tristezas, de momentos tristes, de momentos de gran soledad, de momentos también de alegría y de amistad y demás. Y a mí me parece que esa vida hay que aceptarla plenamente y creo que eso es ternura, también.
Entonces, yo después converso con ella, tengo la intuición de que, detrás de ella, no solamente hay la casualidad de una mujer de malas que se encontró con un hombre… pues un criminal, ¿cierto? Sino que tengo la intuición de que ese animal es la representación de muchísimos hombres que han hecho padecer a muchísimas mujeres unos destinos infortunados, de desgracia. Y, de pronto, sentí que la esperanza que ella crea es algo que yo aprendo y, en general, se aprende de las personas que son víctimas, de los victimarios, y es persistir en sobrevivir y tratar de crear espacios, en el caso de «La mujer del animal», espacios para los hijos. Ella pudo todo el tiempo, o ella me contaba a mí, que había tratado todo el tiempo, a pesar de recibir ese odio de este animal que la odiaba constantemente sin tregua, ella siempre procuraba que existiera un espacio en la casa, un espacio de convivencia, de respeto, de dignidad de sus hijos y que me parece a mí que es la lección que atraviesa toda la película de comienzo a final. O sea, ella nunca maltrató a los niños. Ella nunca tomó el papel del animal de odiar a los niños por ser los hijos del animal. Ella siempre conservó un espacio de respeto para sus hijos.
Al punto de que, cuando al final termina la película, ella le dice a la gente que, de pronto, yo sin entender muy bien a qué se referían, le gritaban a ella: «¡Vivan los hijos del animal! ¡Viva la mujer del animal!». Y, entonces, le aclaraba a todo el mundo: «Ellos no son los hijos del animal, ellos son mis hijos». Entonces esa capacidad de separar ese odio, casi como quirúrgico, como una enorme cirugía de los sentimientos, para crearles a los hijos unos lugares de respeto y de alivio, es lo que a mí me parece que es la gran enseñanza de la esperanza de ella.

Es increíble, porque lo único que he hecho haciendo mis películas es continuar escuchando a mi papá. Yo era un niño, cuando estaba en La Floresta, que tenía cinco años. Me acuerdo que me impresionaba muchísimo cuando llegaba la gente a vender parva en unas canastas grandes, señoras, que venían de los barrios de arriba, de Laureles, de La Floresta. Me emocionaban mucho los nombres, cuando aprendí a leer los nombres de los buses, que hablaban de San Cristóbal, del Barrio Cristóbal, de Guayaquil, de Cisneros… Siempre, como si tuviera un gran interés por esos lugares lejanos de la ciudad. Esos lugares que no eran la misma casa mía donde yo vivía, con un patiecito, con un jardín al frente de la casa, sino todo lo que me hablaba de la ciudad que estaba fuera de cuadro, que se manifestaba y que, a través de esas cosas, se manifestaban como unos lugares lejanos, interesantes y que, para mí, tenían un interés, que yo no sé muy bien de dónde venía ese interés. Me gustaba mucho mirar por unos huecos que había en el sótano de la casa. Mirábamos unos partidos porque había una cancha, que habían hecho junto a la casa, que era un sótano, y había unos partidos de unas barras que se reunían y que terminaban peleando. Me interesaban mucho esas peleas, me llenaban también de emoción todas esas cosas.
Y, desde entonces, he vivido, como toda la gente de Medellín, siempre presenciando unas personas que llegan a tu casa a pedir, a mendigar. Entonces, yo hace mucho decidí que una parte muy importante mía como persona, y de cualquier persona, es darle la mano a las personas que están en la calle pidiéndote cosas. Siempre he tenido una actitud de nunca dejar a una persona sin mirarla a los ojos y decirle: «¿Qué necesitas? ¿Qué necesitas?». O sea, me parece que eso es una cosa que es una obligación de uno como persona, como ciudadano, como persona humana. Uno siempre tiene que estar pendiente de esa persona que se te aparece y te pide algo y tú tienes que darle, por lo menos, la mano, si me entiendes. Por lo menos decirle: «¿Qué más, hermano? ¿Cómo estás? ¿Qué necesitas? ¿Cómo te llamas vos? ¿Quién sos vos?». Entonces, siempre me parece que esa actitud hay que tenerla, hermano, hay que tenerla siempre, siempre, siempre, siempre y que es una obligación de uno como persona. Tú no puedes vivir… O sea, te obliga la humanidad a todo el tiempo estar dándole la mano a las personas que lo necesitan.
Vivíamos mis hermanos menores, los menores con mi mamá y mis hermanos mayores con mi papá, y, de un momento a otro, hubo como un cisma y como unos años que me dieron como una sensación de una gran soledad y como que todas esas costumbres hermosas de la inclusión, que eran las Navidades, los lugares donde temperábamos, donde nos reuníamos, de pronto, llegaba mi mamá toda patética y toda trágica y ya nada era lo mismo. Y, entonces, creo que eso me dio a mí también la sensación de una exclusión dentro de la inclusión. O sea, tuve muchos años en donde nunca volví a invitar a mis papás a los actos públicos de premiación de final de curso, y, entonces, yo como que prescindí de una cantidad de cosas y viví una exclusión dentro de mi inclusión. Esa exclusión es la que a mí me permitió identificarme con esos muchachos, o sea, que de algo me sirvió también, pues. Para entender que hay momentos en la vida donde se le borran a uno cosas y donde uno ya no tiene, a pesar de que están allí, ya no las tiene, ya son cosas que están como inertes, muertas. Y creo que eso… Porque yo, a veces, me he preguntado por qué yo he tenido esa sensibilidad con esos muchachos que han vivido toda esa carencia de los derechos humanos y de cosas, ¿por qué lo he vivido yo? Por esa exclusión que viví durante tantos años.
La otra cosa que yo querría editar fue, cuando crecieron mis hijos, yo no sé si todos los padres tienen esa sensación de no haber estado todo el tiempo allí y de no haber estado con la cabeza solamente mirando y conversando sobre la manera en la que ellos iban evolucionando como personas, como niños, como adolescentes, tanto en mi hija Mercedes como en mi hijo Matías. Entonces, creo que estuve muchos años un poco con la cabeza afuera, pensando en otras cosas, preocupado por el cine, preocupado por cómo hacer una película, cómo conseguir la plata… pues con los elementos que son los elementos difíciles del cineasta como tal. Entonces, a veces, digo yo: «Pero ¿cómo es posible que yo esos años los dejé pasar?». Que eran los años en donde debía haber estado con ellos aprendiendo. Estuve allí, pero estuve como, de alguna manera, como desconcentrado, ¿sí me entiendes?, estuve como pensando en otras cosas. Entonces, sé que ellos lo sienten y ellos nunca me lo han dicho directamente, pero mi hijo Matías y mi hija Mercedes seguramente saben que yo estuve, durante muchos años, con la cabeza en otra parte y no estuve pendiente todo el día de la manera cómo ellos evolucionaban como muchachos, como adolescentes. Sé que tengo esa falta, ese pecado.
Lo siento muchas veces cuando yo pregunto por ahí a los muchachos que cuidan carros y demás y que yo les digo: «¿Qué hubo muchachos? ¿Cómo va todo?». Qué elegancia, qué elegancia, que siempre te están diciendo que las cosas están muy bien. Entonces, me parece que eso es algo que también ha gustado de estas películas y es el hecho de que quienes hemos hecho estas películas hemos sabido que estos muchachos, muchas veces, han llegado como a unas alteridades que son antisociales, bien sea el robo o la droga y demás, y que, a pesar de todo, la película siempre apuesta por ellos. La película, o sea, nosotros, como realizadores de estas películas, todo el tiempo estamos incondicionalmente apostando por ellos y que somos un lugar de reconocimiento que, cualquiera sea la alteridad y la cristalización de su vida que ha llegado a una conducta, no importa cualquiera sea esa conducta, nosotros la aceptamos como un logro. Entonces, eso es bonito, porque yo creo que ustedes ven que, en general, «La vendedora de rosas» y «Rodrigo D.» y estas películas que hemos hecho, en general, producen en la gente como una admiración, en el público también y en la gente de los barrios, y es porque las películas nunca estigmatizan a nadie, nunca están diciendo: «Esta persona se comporta mal, esta persona es antisocial». Y ¿por qué? Porque estamos permitiendo que se expresen esos momentos plenos de alegría que ellos tienen, a pesar de no tener las causas de esa alegría, es como unas alegrías que vienen y que irrumpen sin causa. Y me parece que, ese elemento de tener alegría sin causa, me parece tan importante.

Yo hago un cine muy sencillo, en cuanto a la planificación y en cuanto al lenguaje, no es un cine que sea experimental ni tenga grandes invenciones ni nada. Entonces, las películas que yo he hecho, que tú me preguntas qué son esos mundos desconocidos, son para mí muy interesantes, porque con ese lenguaje del cine, que son la planimetría, que son los focos, las entradas a cuadro, todos esos elementos, los acompañamientos de la cámara y todo eso que parece que fueran un lenguaje gastado, cuando vas a esos lugares de ciudad, ese lenguaje del cine vuelve y se reinventa y vuelve, de alguna manera, el cine a sus principios. O sea, es muy importante que lo que esté frente a la cámara tenga verdad. Yo creo que esto es el cine que yo he hecho con mis amigos y que aprendí de un crítico que se llamaba Luis Alberto Álvarez, que él nos decía que el cine, y cuando escribía sobre las películas, el cine tiene que ser una experiencia de verdad. Y creo que cuando esta otra ciudad de la exclusión aparece con unos personajes que tienen todos los signos de su condición, de su vida, están llenos de verdad, y esos puntos de vista, entonces, los retratan como una otredad de verdad. O sea, esa mezcla de la otredad de la cámara, más los puntos de vista, más esa verdad de esos personajes que están mostrando, su cuerpo, sus señales de vida, creo que, para mí, es como toda la experiencia de lo que descubro en cada película.
Yo cuando hice mis primeras películas, cuando hice «Buscando tréboles», que es un documental de niños ciegos en una casona grande, donde están ellos cantando o están escuchando sus canciones en una grabadora, y, después, cuando hice «Los habitantes de la noche», cuando está Alonso Arcila allí en su cabina de emisión y está hablando a la gente en su programa «Habitantes de la noche», o cuando encuentro a esos ferrocarrileros en «La vieja guardia», yo lo que estoy, en el fondo, es encontrando como unos momentos en donde se manifiesta esa noción de pueblo. Y esa noción siempre tienes que reivindicarla. Por eso todas mis películas están reivindicadas, todos esos personajes, de alguna manera, están reivindicados. De todas maneras, si hay un elemento oscuro, que viene de otro referente que yo tengo, que es muy importante, que tenemos todos los cineastas latinoamericanos de todas las generaciones, que es «Los olvidados», de Luis Buñuel. «Los olvidados», de Luis Buñuel, él la hace en el año 50 y él la hace también, en cierto sentido, como una irritación y como una «competencia», entre comillas, con el neorrealismo italiano, porque él, de alguna manera, como viene del cine de la crueldad, él sabe unas cosas que los italianos no saben, que es la crueldad.
Entonces, cuando él de todas maneras, muestra que Jaibo, el muchacho este que asesina impulsado por un dinamismo cinematográfico, que tú no comprendes muy bien y que te llena de pavor y de emoción, también, ese Jaibo, que es un asesino, un criminal, de todas maneras, es un elemento que tú también tienes que tener en cuenta. O sea, tú reivindicas a todo, pero sabes que hay lugares de puntos muertos, de inhumanidad, de insensibilidad, que son también la presencia de esos elementos de crueldad. Para mí «Los olvidados» de Buñuel, y creo que para todos los cineastas latinoamericanos, es una película que te marca unos caminos que el neorrealismo italiano no te muestra.
Esa palabra era como si yo la hubiera guardado. Yo no sé si todos guardamos unas palabras y las tenemos de alguna manera guardadas en nuestra intimidad con mucho afecto, pero cuando ellos hablaban de «traído», de otra manera, o sea, el mismo significante con otro significado, yo me alarmé, yo me escandalicé. Y yo dije: «Increíble la historia de esta ciudad, cómo pasa por la transformación del significado de esta palabra». Para ellos, «traído» también era una metáfora que tenía el mismo sentido de «regalo», pero ya un regalo de guerra social, en el sentido de que los enemigos a quienes ellos se encontraban, eran unos regalos que la guerra les daba y que ellos podían dar de baja. O ellos podían ser también los traídos de sus propios enemigos. Y eso me alarmó tanto. Estábamos enfrente de la oficina y, de un momento a otro, uno de ellos se emocionó por ver una moto que estaba fuera de una casa. La casa estaba cerrada, la ventana estaba cerrada, la persiana estaba también cerrando la ventana y ellos inmediatamente se emocionaron y dijeron: «Mira, un botado. Mira, mira un botado». Entonces, yo inmediatamente les pedí que no actuaran en consecuencia, que eso no estaba botado, que donde estábamos en ese territorio o en ese lugar, en ese barrio, las cosas no estaban botadas.
Luego, fuimos a comprar una gaseosa, yo me acuerdo de eso porque eso ocurrió en una tarde, y uno de ellos, Ramón, también se emocionó. Fuimos a comprar una gaseosa en una tienda de un parquecito, ahí en Santa Gema, en donde pasaba la gente, normal, pensando en otras cosas y demás, y ellos, ahí mismo, dijeron: «Mira, un paciente. Mira, un paciente», emocionados, también. Y, entonces, ellos me traducen que «paciente» es alguien al que van a atracar, a colgar, «a coger de quieto», que es otra palabra también que ellos utilizaban en su momento. Entonces yo también los convencí de que este no era un lugar para coger de paciente a nadie. Ese lenguaje yo traté de meterlo en la película, o sea, ese lenguaje, obviamente, no era un léxico muy amplio, aunque hay léxicos lo del parlache, que sí son una cantidad de expresiones y demás, pero a mí me pareció que eso señalaba el concepto de exclusión. Yo, durante mucho tiempo, investigué mucho ese lenguaje y me di cuenta de que era el mismo lenguaje que se da en la cárcel. O sea, en Bellavista, que es nombrado, de alguna manera, como la Real Academia del Parlache, allá es donde se produce el parlache.
Ese parlache que consiste, fundamentalmente, en que están en un lugar de encierro, en donde no están las cosas, entonces, entran a través de las ventanas y de las luces, todas esas rejas de Bellavista, entran unas imágenes que vienen de afuera, como en la caverna de Platón, como la caverna platónica. O sea, entran unas cosas que no están en la cárcel y que ellos, entonces, en la cárcel, nombran los pasadizos y los callejones como si fueran la 45, le ponen nombres de afuera a las cosas que están adentro de la cárcel. Entonces, al hacer ese trabajo lingüístico y platónico de meter cosas que no están, pues se produce como un procedimiento lingüístico, que es la ironía, porque, obviamente, un pasillo en donde están los cambuches no es la 45 para nada, por mucho que la recuerden, es una ironía. Yo recuerdo que esa ironía, por ejemplo, la descubrí mucho cuando pregunté por alguno de ellos que no volví a ver y ellos me dijeron: «No, él está en la finca». Entonces, pues, obviamente, yo sabía que ellos no tenían finca, no tenían a dónde ir cuando los perseguían, no tenían dónde esconderse. Y, entonces, me doy cuenta de que la finca es Bellavista.
Entonces, me doy cuenta de que ese territorio inmenso de docenas, de cientos de barrios, que es esa otra ciudad de la exclusión, parece que tuviera la misma lógica de la cárcel. O sea, ¿cómo será de excluido ese territorio? ¿Cómo estará la ciudad? ¿De espaldas a la ciudad? ¿Cómo estará la ciudad de espaldas a ese territorio? Que en ese territorio se proyectan cosas que vienen de la inclusión de esta otra ciudad, vienen y se proyectan allá y se proyectan como ironías. Yo recuerdo en su momento que la directora de FOCINE, María Emma Mejía, nos aconsejó que limpiáramos de parlache la película, que la película se iba a convertir, no solamente por su tema, sino por su lenguaje, en una película inaccesible comercialmente al público. Y la verdad es que nosotros, pues yo personalmente, me rebelé contra esa orden que ella dio, porque ella fue al rodaje a decirle a los muchachos directamente que, por favor, no utilizaran esa palabra «gonorrea», que no utilizaran todas esas palabras que eran del parlache.
Y yo sí le dije a ella: «Esta es una película de ciudad, esta es una película de realidad, es una película que lo interesante de ella es que está escogiendo un mundo a través del cine, lo tangible y lo local, cercano y que, por lo tanto, era un cine que podía permitirse la búsqueda de algo que casi nunca el cine encuentra y es el habla». El cine casi siempre, como es escrito por guionistas y por libretistas, entonces, denota el lenguaje de un escritor, el lenguaje de un escritor, el lenguaje de un guionista, pero casi nunca permite que entre esa forma, como la lengua se transforma en habla en un territorio concreto. Esa es la ventaja de este cine que me parece a mí que hay que seguir haciendo, que es un cine que no solamente es de la lengua, sino que es del habla, también.

Tanto es así que ustedes ven que en «La vendedora de rosas» se han convertido las frases de todos estos muchachos en frases que la gente cita como memes, pero no porque estén citando a Víctor Gaviria, nadie se está diciendo que esas frases son mías, las frases son de ellos. Es porque la gente ha aceptado que esas películas son de enunciación colectiva, cosa que me parece muy bien a mí también. Porque nuestra vida no se reduce solamente a nuestra vida de hijos de Luis Emilio, de Fabiola, papás… No solamente se reduce ese camino tan personal, que es muy bello también, pero que no se agota la vida de uno en eso. Uno también es un ser un actor social, un ser social. Yo mismo me reclamaba, y muchas personas me reclamaban, incluso alguna vez que me encontraba con Mayolo, con Carlos Mayolo, él siempre me decía que dejara de agarrar pueblo y que hablara de mí. Entonces, yo, de alguna manera, me defendía diciendo que mis películas, o esas películas que yo hacía con mis amigos, porque no es que sean mis películas, esas películas tenían una enunciación que no era mi vida, sino que era una enunciación de esos universos y que, de alguna manera, eran colectivas. Y yo recuerdo que la relación que tuve con estos muchachos pasó por la poesía también. Hubo un momento en donde yo les presté los libros de Helí Ramírez, en donde ellos se inspiraron, algunos escribieron poemas, alguna de las frases de un poema de uno de los actores del Alacrán está en el afiche que dice: «Será muerte vivir tanto».
Eso es sacado de un poema que él escribió. O sea, la poesía para mí ha sido fundamental y todo el trabajo, porque pareciera como que yo, les he dicho que yo he renunciado como director a ser el escritor y a ser el guionista de mis películas, pero no el lector de esos poemas que recibo todo el tiempo. Luego, en «La vendedora de rosas» recibo esos mismos poemas, en «Sumas y restas» recibo también esos mismos poemas, en «La mujer del animal» también. Cuando ella, el animal, la saca de la casa de su mamá y la pone a vivir a 200, 300 metros de la casa de su mamá, y la pone a vivir en un ranchito de perros, un ranchito que ella ni siquiera cabe parada, y ella por la mañana se levanta y se sale al camino a mirar desde el barranco la vida cotidiana de su hermana y de las vecinas, y la vida cotidiana que ella ve desde el barranco, oculta, para no dejarse ver. Ese relato de esta señora era un poema.
Pero yo también hablaba de las películas, pero no como director, sino como una persona que escribe un poema. «En la calle»: «Yo trabajé con los niños de la calle: alguno de ellos aparecía con una bolsa de plástico negro en la cabeza, por máscara; me miraba a través de los dos agujeros y volvía a pedirme plata, una vez más, para engañarme, pero yo lo retiraba de un golpe que lo hacía tambalear, no por mi impulso, sino por su propia borrachera, que lo convertía en payaso de la noche. ¿Para dónde van los niños de la calle, me pregunto, sino es dando eses, dando bailes y danzas como los papeles borrachos que enaltece el viento? Yo trabajé con ellos haciendo una película durante meses, y ellos me recibieron con los brazos abiertos porque el mar de su noche es una larga travesía en la oscuridad, y les presté chaquetas que llevaron con elegancia y carácter hasta que se perdieron, y lucí sus relojes robados que brillaron siniestros, huérfanos en mis manos, hasta que también se perdieron, y cachuchas que cambiaron tan fácil de cabeza que parecían hijas de sus propios días perdidos. Los objetos que uno amaba se perdían tan fácil en aquellas noches, que yo miraba las ramas de los árboles en el parque y no lograba ver el viento del tiempo que todo lo hurta y lo arrastra como una tormenta.
Yo también jugué fútbol en las calles del amanecer, que tienen un aire de escenario como en ningún otro deporte, tal vez por la delgada película del rocío que ilumina el balón y la piel de los brazos, tal vez porque no hay público, excepto los arbustos que parecen personas, así mirados de rapidez, y los ecos de las carreras y llamadas se desdoblan con un eco de pozo. Y estos partidos los ganaban las sombras contrarias, porque los payasos de la noche pierden siempre sus partidos cuando caen de espaldas con las piernas abiertas y el laurel, el jazmín de noche y la solemne ceiba se echan a reír de sus muchachos. Además toman pastillas para olvidarse de sí mismos (para curarse del recuerdo de sí mismos), para andar sonámbulos buscando las puertas de los parques, y los he visto de pie frente a los bancos de cemento, conversando con ellos, tal vez por toda esa gente que pasó por allí durante el día. El viento rellena de aire sus chaquetas y los hace ver altos y gruesos como los globos de diciembre. Vivimos cinco meses en la calle, hasta que me fui, director de noche invitado: y no he vuelto a saber de sus abrazos que me adormecían suavemente, para luego meter sus dedos flacos y largos en lo hondo de mis bolsillos. “¿Qué estarán haciendo?”, me pregunto al cruzarme con ellos una noche cualquiera. “¿Quién se ríe ahora de sus heridas pálidas como el jazmín de noche, de sus heridas oscuras como las rosas de los jardines de San Joaquín, quién sigue paso a paso su película de nunca acabar?”».
Y que, pues, no nos olvidáramos que, en el fondo, el cine tiene que alimentarse de una verdad y que, muchas veces, esa verdad tiene que ser inmediata, local, y que quisiera que nunca se olvidara ese cine que está mostrando lo cercano, lo local, los cuerpos vividos, los cuerpos que están mostrando cómo hablan, cómo viven. Quiero ser recordado como ese cineasta y, sobre todo, también como un cineasta que amó el cine y que lo propagó con su ejemplo, como todos los que hacemos cine, pues, dejamos un ejemplo. Y que ese ejemplo es recogido por toda una cantidad de cineastas que le están mostrando a la sociedad que el cine es un arte de solidaridad y que el cine es un arte de esperanza porque lo es realmente.