¿Cómo condicionas a tu hijo?
Beatriz Cazurro
¿Cómo condicionas a tu hijo?
Beatriz Cazurro
Psicóloga infantil
Creando oportunidades
Los niños que fuimos, los padres que somos
Beatriz Cazurro Psicóloga infantil
Beatriz Cazurro
“Tomar conciencia de nuestra infancia es acercarnos a nuestra historia y empezar a conocernos en un nivel más profundo”, reflexiona la psicóloga Beatriz Cazurro. Para la autora de ‘Los niños que fuimos, los padres que somos’, viajar a nuestra infancia nos permite reconocer miedos y carencias, liberarnos de falsas culpas y conectar mejor con las personas que forman parte de nuestra vida. Por ello, insiste en que entender cómo fuimos educados es clave para reconocer que eso tiene una serie de consecuencias y evitar que condicione nuestra conducta.
La experta sostiene la importancia de comprender que cada cual ha tomado las decisiones lo mejor que ha podido, y de la misma manera, tiene el derecho y la capacidad de tomar nuevas decisiones desde la libertad de su poder personal: "Reconocer nuestros miedos o carencias no es hacer una quema de brujas a nuestros padres ni a las personas que nos han cuidado. Sino, más bien, un reconocimiento” desde el agradecimiento y la toma de responsabilidad. Su terapia se apoya en técnicas de enfoque corporal como el Focusing y en recientes descubrimientos de la neurociencia que integran cabeza, cuerpo y corazón, tratando de aumentar la sensibilidad hacia la infancia y visibilizando la violencia sutil y los estereotipos que nos condicionan.
Beatriz Cazurro es psicóloga especializada en psicoterapia humanista con perspectiva de trauma, lleva más de 15 años trabajando con niños, adolescentes y adultos y ha comprobado que los síntomas que nos hacen sufrir a las personas son un lenguaje que, sabiéndolo traducir y escuchar, puede acercarnos a nosotros mismos y a aquello que necesitamos para mejorar nuestra salud mental.
Transcripción
Ese es el enfoque con el que trabajo ahora mismo. Una experiencia que me marcó mucho, justo después de terminar la carrera, fue que me fui a trabajar a Letonia, un país del que no tenía ni idea del idioma. Y empecé a ver cómo había niños y niñas que no compartían lenguaje conmigo y que resulta que intentaban comunicarse más conmigo que con algunas personas que sí hablaban el idioma. Y a partir de ahí es donde se empezó a sembrar una semilla que he ido estudiando y que he ido desarrollando y que he ido comprobando a lo largo de los años en la que he visto, efectivamente, que las relaciones son muy importantes, que los comportamientos de los niños y de las niñas que a veces queremos cambiar no son más que una manera de explicarnos el contexto en el que están viviendo y algún malestar que a veces ellos están teniendo. Y ahora me enfoco, sobre todo, en trabajar con apego, con trauma, con relaciones y a ayudar a niños y adultos a valorar la forma en que han tenido que adaptarse a sus vidas, a entender los síntomas que tienen, o los comportamientos que a veces queremos cambiar, como una señal de que se han adaptado de manera muy valiosa a un entorno que, quizá, no era el mejor, en el que quizá no había suficiente conexión. Y eso es lo que me gustaría transmitiros hoy aquí, también. Aumentar un poco esa sensibilidad hacia la infancia y poder ayudar, como adultos, de la mejor manera posible, a que ellos estén en equilibrio.
El sistema nervioso autónomo va a tener un funcionamiento automático para poder protegernos y adaptarnos a las situaciones que vivimos y eso, evidentemente, luego lo llevamos en nuestra vida, en nuestras relaciones también cuando somos padres, madres o educadores o educadoras. Entonces, dependiendo de estas relaciones, nuestro cerebro se va a configurar de una manera, vamos a ver el mundo de una manera determinada, nos vamos a relacionar con el mundo de una manera determinada, y eso va a ocurrir, también, con los niños. Por eso digo que no es solo el modelo que tenemos, sino toda una configuración neurofisiológica que se ha ido creando a raíz de las relaciones que tenemos, y que nos va a afectar en nuestra manera de procesar la información, de creer en nosotros, en el mundo, en los demás… Afecta en muchísimos niveles.
Mi trabajo, por ejemplo, cuando estoy con padres o con madres o con maestros, que no saben muy bien qué les pasa con los niños y con las niñas, se trata de ver esto: qué ha codificado tu memoria episódica, qué ha codificado tu memoria sensorial, qué ha codificado tu memoria procedimental en tu manera de funcionar, de relacionarte con los demás, a qué reaccionas, qué es lo que te da miedo… todo ese tipo de cosas, y coger esas piezas y hacer un puzle a medida de la persona que está enfrente, sobre todo para poder integrar la historia que tenemos, poder saber un poco lo que nos ha pasado y poder separarlo de las necesidades de los niños. Si yo tengo una sensación de rechazo muy grande, como el ejemplo que decía antes, cuando un niño está llorando, y yo sé con la cabeza que no tiene nada de malo que esté llorando, si no entiendo muy bien por qué me pasa eso, muchas veces empieza la culpa, empieza la vergüenza, y: «¿Tengo algo malo», y: «¿Por qué reacciono así?». Y cuando entendemos un poco de dónde viene y lo podemos integrar y podemos expresar el impacto que tuvo para nosotros que nos rechazaran, por ejemplo, que nos rechazaran el llanto, podemos separar nuestra historia de la de los niños y los podemos ver por quienes son y les podemos tratar de la manera que necesitan. Entonces, no se trata de no distorsionar los recuerdos, los recuerdos se han codificado como se han podido codificar, sino de coger las diferentes piezas del puzle y hacer el puzle de la vida que verdaderamente hemos vivido y poder encajar y ver las incoherencias, las codificaciones que a veces han sido opuestas y poder cuestionarlas con apertura para poder hacer el puzle y poder expresar las cosas que se han quedado sin expresar, muchas veces.
Aun así, entiendo que hay muchos hombres que también sienten esta presión, o que ahora están mucho más involucrados que hace años. Pero la perfección no existe. Ni siquiera es necesaria. Si supiéramos verdaderamente lo que es una relación segura y pudiéramos haber vivido relaciones seguras en la infancia, creo que tendríamos todos clarísimo que no eran perfectas. Las relaciones seguras no son perfectas. Si tú tienes una pareja que va todos los días a casa y te lleva flores, y te habla siempre con cariño, y siempre hace los planes maravillosos, y un día descubres que lo hace todo porque lo ponía en un libro, no te sientes segura. Dices: «¿Quién es esta persona?». Entonces, las relaciones seguras son con seres humanos reales, con limitaciones reales, con imperfecciones reales y con capacidad de reflexión, de conexión y de reparación, y de pedir perdón. Creo que eso también es importante, hablar de que todos tenemos limitaciones y no pasa nada. Es así, y está bien. Y para los niños no es problema que sus madres o padres no sean perfectos. A veces se habla de ser madre o ser padre como si fuera una actividad aislada del resto de la vida, y los niños llegan dentro de una vida que ya teníamos de pareja, de amigos, laboral… Y, de repente, todo eso se tiene que volver a encajar de alguna manera. Entonces, yo creo que es importante dejar de presionar porque la vida de pareja siga siendo la misma, que nos cuidemos muchísimo, que sigamos haciendo ejercicio, comer sano… Son tantísimas cosas las que se nos piden que es imposible alcanzarlo. Y es una fuente de frustración brutal, porque encajar la maternidad con el cansancio, con las crisis de pareja que supone, con las crisis con la familia de origen que supone, muchas veces, con el mundo y cómo funciona, la falta de conciliación laboral, la falta de apoyos, la falta de sostén para padres y madres… No se trata de demonizar, tampoco, lo que es ser padre o madre.
Pero sí poder nombrar la realidad, la bonita y la no tan bonita. Sobre todo, porque una vez que le damos el espacio que tiene y sabemos qué terreno estamos pisando, también es más fácil ver cuál es el siguiente paso que queremos dar para estar un poco mejor o para vivirlo de la mejor manera que podamos. Si estamos todo el rato aquí, pero queremos llegar a una meta inalcanzable vamos a estar todo el rato frustrados y las partes que sí se pueden disfrutar van a estar teñidas de una exigencia imposible que no nos lo van a permitir.
Pero hay otra culpa, que, para mí, es una culpa sana, que es la que nos… Es como una especie de guía de las relaciones. Si yo trasgredo tus límites, si yo te insulto, si yo te hablo mal, es normal que yo sienta un malestar. Y es normal que si yo reconozco el daño que te he hecho, yo me sienta culpable. No para machacarme, no para estar todo el día diciéndome lo horrible que he sido, sino para poder hacerme cargo. Y si yo no siento esa culpa, no me doy cuenta de que te he hecho daño, no puedo repararlo y no puedo pedirte perdón, o no puedo reflexionar para la próxima vez qué es lo que me ha pasado. Entonces, esta culpa, para mí, es muy valiosa con respecto a los niños y a las niñas, porque los adultos muchas veces les tratamos de forma desajustada, muchas veces no vemos sus necesidades. Muchas veces les tratamos mal porque, efectivamente, no llegamos a todo: queremos llegar a todo y, como no llegamos a todo, acabamos explotando con ellos. Entonces, si no somos conscientes, si no podemos notarla, no nos podemos hacer cargo. Las relaciones seguras pasan por ser relaciones en las que somos conscientes de cuando hemos hecho algo que no tocaba. Y podemos empezar, por lo menos, a tomar el camino para poder repararlo. Entonces, la culpa, creo que la vamos a sentir, otra cosa es qué tipo de culpa, qué información me está dando, y qué tipo de pasos doy yo una vez que la escucho, cómo hago para poder digerirla y seguir adelante.
Y, en este ejemplo concreto, incluso no es no tener miedo, es poder decir a este niño: «Mira, tú quieres trepar y yo tengo miedo. ¿Cómo gestionamos esto? Tú tienes estas necesidades, a mí me está pasando esto, tu madre tiene miedo ahora mismo. No puedo no tenerlo y a lo mejor me pongo aquí, muy cerca, ¿vale?». Y el resto, respiro. Pero para eso, para poder conocer nuestros miedos y para poder sostener nuestros miedos hay un proceso personal, que no es fácil, de poder aprender a regularnos. Y de poder aprender a tener sensaciones grandes sin actuarlas. Eso es lo que llamamos “sostener” muchas veces los adultos: notar que tengo un miedo en el cuerpo y poder respirar, y estar con él y poder gestionarlo de una manera que no sea yendo a controlar a mi hijo para yo quedarme tranquilo. Hay un proceso de conseguir seguridad interna, confianza interna, de aprender a regular nuestro sistema nervioso y eso, cuando no lo hemos tenido de pequeños, muchas veces requiere de otra persona. En mi caso, en mi trabajo, es el psicoterapeuta, pero también hay relaciones de amigos, hay relaciones de pareja, hay relaciones muy bonitas que no tienen por qué ser con un profesional que pueden ayudar a hacer esto. Cuando nosotros podemos aprender a regularnos y empezamos a poner nombre a mi miedo al abandono, mi miedo a la soledad, mi miedo a verle llorar, podemos empezar a sostenerlo y a ver qué es lo que necesita mi hijo, por un lado, que es lo que necesito yo, por otro lado, y cómo, con esto, busco una estrategia que, de alguna manera, nos esté cuidando a los dos. Si os dais cuenta es un poco como adoptar un poco nuestra infancia: voy a cuidar esto que no está cuidado de la manera que yo hubiera necesitado para poder también atender a este niño que está aquí y que tiene necesidad de separarse, de explorar, de hacer su vida y que yo, por miedo, tengo un impulso de pararlo y de controlarlo.
Y esto de volver a la infancia y de reconocer miedos o carencias no se trata de hacer una quema de brujas a nuestros padres ni a las personas que nos han cuidado. Es, más bien, un reconocimiento. Es muy tabú hablar de lo que nos pasó. Parece que es una traición a nuestros padres hablar de las cosas que no nos han sabido o que no han podido, por el motivo que sea, darnos. Y, al final, somos adultos y nos acabamos quedando solos con nuestras heridas sin poder reconocerlas por el miedo a traicionarles, a serles desleal. Entonces partimos de la base de que tanto nosotros con nuestros hijos, como ellos con nosotros han hecho lo que han podido. Esa es la base de la que partimos. Pero podemos nombrar eso y a la vez nombrar lo que nos ha pasado y la experiencia que hemos tenido nosotros, sobre todo para poder hacernos cargo y no seguir perpetuando daños que igual pueden parar. Y que podemos hacernos cargo y podemos dejar de pasar a las siguientes generaciones. Entonces creo que la respuesta, verdaderamente, es conocernos, nombrar los miedos con todas sus palabras: si es un miedo al abandono, es un miedo al abandono; y poder ser muy honestos y reconocer: «Me da tanto miedo que mi hijo crezca que no le quiero dejar crecer». Y esto suena muy feo, pero está pasando. Entonces, poder reconocerlo y poder hablarlo, y que tengamos entornos seguros donde poder decirlo y que no se nos juzgue y nos ayuden a tejer otras maneras de poder gestionar este miedo, otras relaciones que nos sostengan, que no sean las de nuestros niños para que sean ellos los que nos cuiden. Y a partir de ahí, vamos a evitar mecanismos de control, que pueden ser violencia física, puede ser abuso emocional, puede ser luz de gas… Hay muchos tipos de violencia que podemos utilizar para intentar controlar. Y la violencia siempre es dañina. Entonces, si queremos no hacer daño, la mejor forma es empezar por nosotros y hacernos cargo de lo que nos pasa al ritmo que podamos, con los apoyos que podamos ir consiguiendo.
Pero creo que también hay una parte que corresponde a la sociedad y a poder entender las necesidades de estas familias y que temas como la conciliación, o las bajas, o la economía son estreses añadidos que muchas veces no tienen que ver con nuestra historia personal y lo difícil que es estar con los niños y las niñas, sino que hay familias que se separan y no pueden llegar fin de mes. Y así es muy difícil estar tranquilo para poder cuidar a los niños y a las niñas. Entonces, hay una parte estructural, yo creo, que es importante, de que las políticas se empiecen a generar entendiendo la importancia, de verdad, de cuidar a la infancia y todo lo que eso supone, que yo creo que atraviesa todas las capas, que hay que tomar medidas y que atraviesan a capas muy diferentes. Y con respecto a las familias que no se ponen de acuerdo… Hay familias en las que hay dinámicas de violencia y hay maneras diferentes de atajar esto. Porque cuando hay dinámicas de violencia de género, por ejemplo, no se trata de acuerdos, es que hay una dinámica de poder y ahí hay una persona que necesita una protección y que, a lo mejor está intentando llegar a acuerdos, pero es imposible porque la dinámica lo que trata es, justamente, de ejercer violencia contra esa mujer. Pero en las familias en las que eso no está ocurriendo y en las que no se está llegando a acuerdos, muchas veces también se trata de aceptar a la persona con la que estamos haciendo equipo y dejar de exigir mucho más de lo que pueden hacer. Es partir de la realidad en la que estamos. Entender también por qué hemos elegido a esa persona como pareja de padre, o madre, o en parejas homosexuales, da lo mismo, para criar a nuestro hijo y poder apoyar, de manera equitativa, que muchas veces no está de manera equitativa, para poder seguir caminando en un objetivo común. Entonces, yo creo que es importante poner objetivos comunes.
¿Qué queremos, el bienestar de nuestro hijo? ¿Qué queremos, que se sienta seguro? ¿Qué queremos, que aprenda equis, que sea autónomo con esto? Pues ¿qué se te da bien a ti? ¿Qué se me da mal a mí? ¿Qué apoyos necesito? ¿Qué no me sirve cuando estoy intentándolo? Cuando me pones la puntilla a esto que he hecho no perfecto, pero he hecho mejor, me saca de mis casillas y entonces me enfado y ya no lo vuelvo a intentar… Todo eso es como remar a favor y entender que el equipo de padres tampoco tiene que ser perfecto. A veces es mucho más valioso que esté de acuerdo y que lleguen a un acuerdo con un objetivo común que que cada uno vaya por su lado, creyendo lo que está bien, incluso si uno lo hace muy de libro. Porque los niños lo que viven es mucha confusión cuando no está claro el mensaje por un lado y por el otro y eso les obliga a elegir un preferido. Y esa es una experiencia muy difícil.
Entonces, no creo que haya pautas para todo el mundo. Pero como me preguntas, para no dejarlo así en vacío, creo que una buena manera para empezar a acercarnos puede ser empezar a tomar conciencia, por ejemplo, de las etiquetas que nos ponían. Hacer un pequeño recorrido y ver un poco las etiquetas que nos ponían: si éramos malos, buenos, vagos, pesados… las etiquetas más positivas y las más negativas. Porque a veces las positivas se viven como una presión también: ser la buena, la obediente, muchas veces es una presión que deja de lado el poder ser mala y enfadarse y no hacer algo y ser rebelde y decir que no a cosas. Entonces, si empezamos a generar muy despacito, al ritmo que cada uno pueda, una presencia con nosotros mismos en la que empecemos a ver qué etiquetas nos ponían; empezar a escuchar el diálogo que tenemos dentro cuando nos hablamos, cuando tenemos un problema, cuando fallamos, cuando nos equivocamos con nuestros hijos; empezar a ver ante qué cosas reaccionamos, ante qué cosas pierdo los nervios.
Todo eso son maneras de acercarnos a nuestra historia y de empezar a conocernos en un nivel más profundo. Porque generalmente tenemos una narrativa de lo que nos pasa es: «Mira, yo soy pesada y entonces te insisto porque soy pesada», y es: «Mira, a veces insisto porque estoy muy insegura, porque tengo mucho miedo y tú no me lo dejas claro…». Entonces, si podemos empezar a describir, debajo de esas etiquetas, lo que nos pasa, lo que nos pasaba, y empezamos a hacer una narrativa de quiénes somos, con esos matices un poco diferentes, con una intención más benevolente, con una mirada un poco más compasiva, ya estamos haciendo muchísimo trabajo. Pero me gusta recalcar esto: a veces eso no es fácil, a veces ni siquiera tenemos palabras para ser amables con nosotros porque ha habido tanta crítica que no nos sale y todo lo que nos sale es: «Soy una pesada», «soy una ridícula…», todo este tipo de etiquetas. O si podemos hacerlo, la tristeza que nos inunda muchas veces por las etiquetas que nos han puesto, cuando vemos que no eran reales o vemos lo que nos han limitado o el daño que nos han hecho, necesitan del acompañamiento de alguien que sea importante para nosotros y que nos pueda sostener.
Y también esto que te decía: la confianza es algo a veces invisible, es un permiso, es, verdaderamente, poder verlos y creer con todo el cuerpo que son capaces de algo, de dar un paso concreto. Entonces, volvemos un poco a nosotros mismos. Si yo estoy diciendo: «Venga, que tú puedes», pero mi cuerpo está diciendo: «Me muero del miedo», los niños a lo que atienden sin mucha consciencia es a cómo estamos nosotros, a cómo estamos sus figuras de referencia: «Si mi mamá me dice que yo puedo, o mi papá, pero está muerta de miedo, no es verdad, no puedo de verdad». Entonces, volvemos un poco a esto de lo que hablaba de poder ser conscientes de nuestros miedos, poder ser coherentes en la comunicación que estamos dando, poder hacernos cargo y poder experimentar en primera persona cómo es esto de sentir seguridad y cómo es esto de sentir confianza en nosotros mismos. Porque cuando lo hemos podido experimentar tenemos una referencia interna real del ritmo al que se van consiguiendo las cosas, que a veces es muy lento pero muy firme. O podemos confiar en que hay veces que no estamos preparados y no significa que no vayamos a estar preparados nunca y que si nos damos el permiso para decir «ahora no», igual el año que viene sí.
Cuando ese permiso y esa confianza interna están establecidos, se traspasa de manera mucho más fácil a los niños, porque verdaderamente confiamos en que ellos tienen la información y la sabiduría por dentro para poder ir decidiendo muchas de las cosas para las que están preparados y preparadas. Si les ayudamos a poner nombre a las sensaciones que van teniendo, y esas sensaciones están ajustadas, si les vamos ayudando a entender un poco las estrategias que van teniendo. Es: «Mira, te da mucho miedo y entonces te estás acercando». En los bebés se ve más pequeño, es: «Te da miedo y entonces te acercas solo hasta aquí. Y ahora ya no te quieres acercar más y te vas, y luego vuelves a probar». Como les vamos narrando todo esto y se van apropiando de sus procesos y de sus ritmos, ellos ya, con el tiempo, nos van diciendo: «Mira, hasta aquí», «hasta aquí no», «esto creo que sí, pero me da miedo», y empiezan a tener una narrativa para explicarnos cuánto necesitan depender todavía y cuánto necesitan separarse de nosotros. Entonces, creo que hay una parte muy importante que trata de nosotros, de nuestra confianza. Y luego, el poder transmitiros que cuando tenemos nuestra historia más o menos integrada, cuando nos hacemos cargo de nuestra vida, cuando sabemos lo que nos corresponde a nosotros y nos hacemos cargo, se genera una especie de caja de resonancia con nuestros hijos. Y a veces es cuestión de verlos y decir: «Es que yo creo de verdad que es el momento para equis. Y a lo mejor no me lo ha dicho, pero voy a ofrecerle esa oportunidad, porque creo que puede».
También es ensayo y error. A veces nos equivocamos. Pero cuando somos sensibles con nosotros y con nuestro cuerpo, esa sensibilidad sale casi sola con los niños y niñas. Por eso soy tan insistente con el tema de trabajar en nosotros, porque todo lo que nosotros hayamos experimentado en nosotros mismos lo vamos a entender con muchísima más facilidad y vamos a ser mucho más comprensivos y mucho más pacientes con los niños y niñas que tengamos a cargo.
Y todo esto, generalmente, se justifica con un «bueno, es que somos sus padres y lo hacemos por su bien». Si ponemos esto en un contexto de relación de pareja, por ejemplo, y un hombre amenaza, chantajea, pega, invalida, ignora a una mujer cada vez que se siente mal, entendemos que no es por el bien de la mujer, que es una relación de violencia. Y es una relación en la que son dos adultos y en teoría es de igual a igual (aunque, por supuesto, hay dinámicas de poder), pero cuando hablamos de niños, los niños son dependientes de nosotros y no pueden irse de casa, no pueden defenderse. Entonces, la sensación de indefensión que viven muchas veces cuando las figuras de las que dependen están ejerciendo violencia diariamente contra ellos es muy grande. Creo que es muy importante, como adultos, que le pongamos nombre y que, con toda la humildad del mundo, podamos reconocerlo y que podamos decir: «Pues mira, es verdad, te he gritado» o «mira, es verdad, te he amenazado». Y cuando los niños y niñas tienen nombre para estas cosas y tienen el espacio, lo dicen: «Me has hecho un chantaje y no me ha gustado y me he sentido presionado». Ahí es donde puede empezar a haber un diálogo. Por eso digo que no se trata de ser perfectos, sino de reconocer que somos imperfectos, yo creo. Pero sí hay que poder empezar a reconocer que ejercemos mucha violencia como sociedad contra los niños.
Y como he dicho anteriormente también, no solo ponerlo a nivel individual en nosotros como padres, madres, educadores, sino en políticas; en las dinámicas que hay en escuelas; en la exigencia, por ejemplo, de que los niños consigan cosas que no pueden con tres años en algunas escuelas; en informaciones desajustadas que llegan desde consultas de pediatría… Creo que estamos muy lejos de reconocer la cantidad de violencia que se ejerce contra la infancia y que si no le empezamos a poner nombre, al final lo que hacemos es ponerles etiquetas, ponerles diagnósticos, y no entender que esos diagnósticos no son más que una manera de decir: «Aquí hay un entorno que no me ha estado tratando como yo necesitaba».
Que podamos entender que hay personas que cuando escuchan estas frases (no sé si habéis jugado a la jenga alguna vez, este juego de piezas) es como si hubieran construido su identidad y su historia en una torre que está muy inestable y escuchar estas frases es como quitar una pieza y que la torre se caiga y es: «¿Qué hago con todas estas piezas ahora?». Entonces, han construido un muro muy grande para que ninguna pieza se caiga, para mantenerse en el mayor equilibrio posible. Entonces, pelear con personas que se están defendiendo por intentar mantener su torre lo más estable posible yo creo que no tiene sentido. Si esas personas están ejerciendo algún tipo de violencia, tocará asumir las consecuencias que sean, porque, evidentemente, la violencia hacia la infancia es un delito, o los apoyos de servicios sociales que puedan tener, o los apoyos que se hablen desde las escuelas y los colegios… lo que se pueda hacer para poner un límite a ese comportamiento en concreto. Pero convencer a las personas que piensan así con muchísima vehemencia quizá no tenga sentido. Es más para las personas como las que estáis aquí, que estáis estudiando, para personas que están en un momento de una cierta apertura o de cuestionamiento, que lo pueden escuchar, pueden empezar a debatir y pueden empezar a enraizar otras creencias diferentes, como que los niños sí se enteran, que la violencia no es necesaria… todo este tipo de cosas. Hay que poder empezar a hablarlo, reflexionarlo y entenderlo, y también poder ver que cuando empezamos a tratar a los niños en base a otro tipo de premisas, no pasa nada.
Que parece que «si no les pegamos, se van a torcer», este tipo de cosas, y no es así. Cuando se les trata con respeto, al contrario, crecen con la autoestima sin dañar, con capacidad de desenvolverse en diferentes entornos, con resiliencia, confianza, etcétera. Y con riesgo de muchas menos cosas, como había dicho. Entonces, creo que eso es importante. Y también, por último, cabe erradicar todo este tipo de frases de entornos académicos, de entornos profesionales, de manera que las personas que crean en eso con toda su fuerza y no puedan escuchar otra cosa con lo que se encuentran en el mundo sea con un límite en el que en el que eso no se permite. No es tanto tratar de convencerles, sino de: «Mira, es que aquí hay un mundo en el que esto no se permite porque es violento, no aporta». Y que, en la propia experiencia, puedan ver gente a la que quieren que esté pensando de esa manera, que vean el trato directo con niños a los que no les pasa nada cuando no les pegan un cachete. Creo que hay que actuar a diferentes niveles para acabar con todo este tipo de creencias y poner la energía verdaderamente en quien ahora mismo sí lo puede escuchar. Y quien no lo pueda escuchar, ver un poco cómo podemos limitar los comportamientos inadecuados que puedan tener y respetar que se están defendiendo de algo que sienten muy frágil por dentro y que no podemos obligarles a cambiar de forma de pensar.
Que un niño o una niña obedientes era un niño que estaba bien, y no siempre es así. La obediencia ciega lleva debajo mucho miedo muchísimas veces: el miedo a las represalias, la desconexión de uno mismo y lo que queremos de verdad, el no saber cuáles son nuestros intereses, incluso, imaginaos, cuando nos obligaban a comer. Es la desconexión de sensaciones corporales, de no saber dónde está mi límite, el ignorar nuestros límites. Todo eso son secuelas, muchas veces, de la obediencia. Nos encontramos con adultos con muchísima ansiedad, con incapacidad para decir que no, con mucha dificultad a la hora de poner sus límites, de saber lo que quieren, de dejar de trabajar. De no hacer todo lo que los demás quieren, muy complacientes… y eso genera mucho malestar muchas veces. Yo creo que es importante desligar obediencia de bienestar o de salud mental, y rebeldía de falta de salud mental. Hay niños que están diciendo que no con mucha vehemencia y lo están diciendo de forma sanísima en un entorno que, efectivamente, no está funcionando como ellos necesitan. Hay que, desde mi punto de vista complejizar esta visión de la educación, de que «si hacemos lo que nos dicen, estamos bien, hemos salido bien y si no hacemos lo que nos dicen, no hemos salido bien» y empezar a complejizarlo y a darle un poco más de profundidad. Yo entiendo, yendo a los abuelos, por ejemplo, que es perfectamente comprensible con la lógica que una familia que ha vivido falta de alimentos en la posguerra no deje que alguien deje una miga en el plato. Yo entiendo desde dónde se puede hacer eso y a la vez creo que es importante que nombremos eso: la impotencia del niño que tiene que comer una cosa cuando no tiene hambre, la lucha de poder, lo desagradable de las horas de la comida, por ejemplo, cuando eso se convierte en: «Te lo comes y, si no, te quedas aquí hasta la cena», en cosas que han sido muy comunes y que sigan ocurriendo y poder empezar a nombrarlas. Podemos entender desde dónde han hecho nuestros padres lo que han hecho, pero también podemos empezar a ver que eso tiene una serie de secuelas y de consecuencias y valorar si queremos que eso siga siendo así con las generaciones que vienen o no.
Pero es que, además de eso, los niños y niñas lo ven en las relaciones de sus padres o en el rol que tienen sus profesores, en: ¿cómo es un profesor chico? ¿Puede ser cuidador? ¿No puede ser cuidador? ¿Puede ser amable? ¿Puede ser cariñoso? ¿O solo son las mujeres las que me cuidan, pero los chicos me sacan a jugar al fútbol y a hacer cosas de contacto? Eso lo están viendo todo el rato, en cómo nosotros nos presentamos, cómo nosotros aceptamos también de nosotros mismos todo lo que no encaja en ese molde de lo que supuestamente es la feminidad y la masculinidad. Y, además, en las dinámicas de relación, creo que esta parte es importante. No solo en los gustos que esperamos que tengan y el rechazo a los contrarios, sino en cómo ellos ven en casa quién manda. «Si papá está enfadado, ¿entonces mamá se calla o mamá puede responder y decir “esto no me gusta”?». ¿Quién se encarga de según qué cosas? ¿Hay violencia? ¿Qué tipo de violencia y de quién hacia quién? Todo eso son maneras en las que ellos van captando como antenas cuáles son los roles de género, cuáles son los estereotipos de género y los van interiorizando. Entonces, cuanto más conscientes seamos nosotros de cómo nos ha atravesado eso y más podamos… desligarnos de ellos de alguna forma y elegir con mayor consciencia o podamos conocer todas las partes de nosotros y aceptar, aunque no tengan que ver con el estereotipo en el que supuestamente tendríamos que encajar, más permiso les estamos dando a ellos y a ellas para que sean como consideren.
Y, una vez más, no es solo poder decir: «Mira, puedes jugar a princesas si eres niño», sino que juegue a princesas y el papá se pueda sentar a jugar con él sin que se lo lleven los demonios. Porque cuando se han tenido experiencias de: «Dios mío, a mí mi padre me pegaba porque jugaba con muñecas y veo a mi hijo jugar con muñecas», es muy fácil que empiece a surgir una sensación de peligro, de: «¿Y si lo rechazan?», «¿Y si esto está mal?», «Esto no debería…» y volvemos a hacer lo mismo. Entonces, si podemos abrazar un poco las partes de nosotros que nos han dicho que están mal por ser de un sexo o de otro o que no deberíamos tener, el permiso les llega y ellos pueden elegir con más libertad cómo quieren expresarse y cómo quieren ser.
Y la verdad es que yo tengo la suerte de que he encontrado en las redes sociales un refugio bastante bonito, lejos de perfecciones y cuentas en las que todo sea maravilloso, al contrario, hablo de cosas muy duras. Y me encuentro con mucha conexión con gente que no conozco con mucho respeto por el otro lado. Hay muy poca gente, por lo menos, en mis redes sociales que venga con un tono desagradable, al contrario. Creo que también para mí ha sido muy útil ver que las redes sociales pueden utilizarse de una manera diferente para expresarnos, para mostrar cosas que a veces no son idílicas, pero que son reales y que muchos estamos también queriendo otro tipo de contenido que no hable solo de cosas bonitas y de cosas perfectas, sino del día a día, de la vida, incluso del sufrimiento, y que se puede generar, incluso, un espacio seguro virtual, que yo era un poco escéptica, y para mí, desde luego, mis redes sociales y la comunidad que hay lo son. Os quería agradecer todas vuestras preguntas y la escucha y el tiempo que habéis dedicado a escucharme hablar sobre esto, porque de verdad creo que es un tema importantísimo que cualquier reflexión que hagamos en esta dirección nueva o cualquier cambio que hagamos, aunque parezca muy pequeño, es una semilla que puede tener consecuencias beneficiosísimas y muy importantes para los niños, para nosotros y para la sociedad en general. De verdad, muchas gracias. Espero que os haya servido, que os haya resultado interesante y, sobre todo, para todas las personas jóvenes que estáis aquí, que estáis estudiando para poder tratar con niños y niñas, ojalá podáis empezar este camino de una manera diferente y os ayude a tratar a los niños de otra manera y a disfrutar de vuestro trabajo de una manera satisfactoria y vivirlo de una manera satisfactoria.