“Amar es cuidar y el resto son palabras”
Álex Rovira
“Amar es cuidar y el resto son palabras”
Álex Rovira
Escritor y divulgador
Creando oportunidades
Cambio, transformación y sentido
Álex Rovira Escritor y divulgador
Álex Rovira
Aprendemos Juntos continúa su gira mundial con grabaciones en directo en ciudades como Madrid, Barcelona, Bogotá, Buenos Aires, Lima y Montevideo. Esta conferencia de Álex Rovira corresponde al evento celebrado en Barcelona el 11 de marzo de 2025.
¿Qué distingue el cambio de la verdadera transformación? ¿Cómo podemos dotar de sentido a las situaciones que nos descolocan o nos desafían? En esta charla, el escritor y divulgador Álex Rovira explora los conceptos de cambio, transformación y sentido desde una perspectiva profundamente humana.
A través de ejemplos cotidianos y reflexiones poderosas, Rovira propone que la transformación no ocurre por azar, sino cuando encontramos un propósito que vale la pena. Subraya que lo que da sentido a la vida —y nos impulsa a evolucionar— es el amor entendido como acción: comprender, cuidar e inspirar a los demás. Solo así —explica— es posible convertir el dolor en aprendizaje y las heridas en oportunidades para crecer y acompañar a otros.
Desde una mirada práctica y al mismo tiempo profundamente emocional, Álex Rovira nos recuerda que no siempre podemos elegir lo que nos pasa, pero sí cómo responder. Y que incluso los desafíos más duros pueden ser el inicio de una transformación luminosa y significativa.
Transcripción
«A priori», la primera diferencia es que el cambio viene hacia nosotros. El cambio puede ser una invitación, puede ser una provocación, puede ser una imposición. Una manera de que te inviten al cambio es que te digan: «Tienes que cuidarte más», «Tienes que mejorar tu dieta» o «Tienes que hacer deporte». Otra manera de que el cambio llegue a tu vida es que no venga a través de un mensajero, es que venga por una circunstancia. Por ejemplo, una pandemia. El cambio es algo que nos obliga a cambiar o que nos invita a cambiar, pero es como que tú estás en una situación en la que sientes un cierto equilibrio y viene una fuerza exterior que te zarandea, que te empuja, que te hace perder temporalmente el equilibrio. Por lo tanto, podríamos decir que en el cambio confluyen dos grandes fuerzas de signo opuesto. El cambio sería igual a una necesidad adaptativa frente a una resistencia a la adaptación. Tienes que hacer algo nuevo, tienes que ponerte al día, tienes que formarte, tienes que desplazarte de país o tu pareja viene y te dice: «Me quiero separar». Por eso, todo cambio, al generar una necesidad adaptativa frente a una resistencia a la adaptación, viene acompañado de una cierta sensación de injusticia. ¿Por qué a mí? ¿Por qué ahora? ¿Por qué esto? Sea una enfermedad, sea un cambio en las relaciones, sea que te despiden… El cambio incomoda. Y, por lo tanto, el movimiento emocional que genera todo proceso de cambio tiene que ver con la sensación de pérdida, de entrada. Con un sentimiento de pereza o de inercia.
Con una expectativa de que las cosas ya no serán como antes. Por eso nos resistimos al cambio. Por eso nos cuesta tanto adaptar al cambio. Y por eso hay tanta inercia en los seres humanos a la hora de enfrentar procesos de verdadera transformación. Porque, si el cambio viene a tu encuentro, tú vas hacia la transformación. ¿Por qué? Porque la transformación es el cambio al cual tú le ves un sentido. Tú le encuentras un propósito. Ves que hay un para qué. Hay algo que, de entrada, no podías ver, pero que se te revela o por convicción o por compulsión. Por eso, la transformación es el cambio que tiene sentido. Cambio: «yin». Transformación: «yang». Sentido: «tao». El sentido es la fuerza que nos permite pasar cualquier proceso de cambio que nos incomoda, que nos da pereza, que nos da miedo, por el que tenemos inercia, frente a una transformación elegida. Porque le vemos un porqué. Y, entonces, la transformación, a diferencia del cambio, es algo que nos motiva, que nos inspira, que nos impulsa. Algo que, en lugar de generar un sentido del deber, provoca un sentido del placer. Y nuestro cerebro, en lugar de estar en la dinámica de la adrenalina, la noradrenalina, el cortisol, etcétera, que genera todo proceso de resistencia que nace del miedo, entra en la dinámica de la dopamina, de las endorfinas, es decir, todas aquellas hormonas que forman parte del proceso de la recompensa y del placer.
Os lo voy a poner en un ejemplo que viví muy de cerca con un buen amigo mío. Este amigo era un fumador empedernido y era una persona que estaba próxima a la edad de la jubilación. En una de las revisiones médicas que le hacían en la empresa en la que trabajaba, el médico, que, además, era amigo de él porque habían trabajado durante muchos años en la misma organización, tras hacer la revisión de ese año, le dice: «Si sigues así, es muy probable que no llegues a la jubilación. Y todavía me pregunto cómo es que no has desarrollado un tumor o cómo es que todavía no has enfermado gravemente, porque tú no puedes seguir fumando dos paquetes al día si quieres seguir viviendo». Es decir, este amigo se ve confrontado abiertamente, deliberadamente y con un diagnóstico claro a un proceso de cambio: «Tienes que dejar de fumar si quieres estar sano y si quieres alargar tu esperanza de vida». Porque, literalmente, le dijo: «Si sigues así, vivirás pocos años y, además, puede ser fulminante». Todavía no se le había manifestado ninguna enfermedad, pero todos los indicadores apuntaban malas maneras. El caso es que este amigo nos lo comenta abiertamente a un grupo de amigos al fin de semana siguiente de esa revisión médica y dice: «Mira, me han dado este diagnóstico, pero la verdad es que…», y nos lo dice con un cigarro prendido, «¿para qué?». «¿Para qué?». Atención al «para qué».
El caso es que quiso la sincronicidad, la casualidad, el destino, la providencia, como le queráis llamar, que, pocos días después, este amigo estaba un viernes en su casa y suena el timbre de la puerta. Abre la puerta y entra su hija, que por aquel entonces tenía unos 28 años. Llevaba en relación cinco años con una pareja, con un chico, con el que estaba francamente bien. Y les dice: «Papá, mamá, por favor, vamos al salón. Sentaos, que os tengo que decir algo». Los padres, de entrada, un poco sorprendidos por esa visita que no esperaban, van, toman asiento y, cuando se sientan, les dice su hija: «Vais a ser abuelos, estoy embarazada». Este amigo se quedó completamente descolocado: esta noticia no formaba parte de su guion, no estaba en la expectativa, no estaba previsto en su guion de vida que surgiera este acontecimiento inesperado. El caso es que el amigo, el fumador, esa noche no pudo dormir. Y eso nos lo contó al fin de semana siguiente, que nos volvemos a encontrar. «No pude dormir, estuve dando vueltas en la cama, a las cuatro de la mañana me levanté y, cuando salió el sol, fui a tomar todos los cigarros, todo el tabaco, todos los puros, toda la mecha que tenía y lo tiré todo a la papelera. Y decidí no volver a fumar nunca más». Pasó de un cambio a una profunda transformación. ¿Cuál era el elemento que catalizó el cambio? «Quiero ver la cara de mi nieta o mi nieto». Y, finalmente, la vio.
Es decir, el principio del placer antes estaba puesto en un elemento químico que le daba sosiego, que le quitaba la ansiedad, que le daba placer, con el que había una rutina, pero, de repente, el principio del placer se mueve de algo material a algo emocional, profundo, incluso espiritual. «Quiero ser abuelo. Me ilusiona poder acompañar a mis hijos en el proceso de ayudarles si les tengo que echar una mano. Me voy a jubilar, quiero estar sano, quiero estar bien». Y, finalmente, nació la niña, una niña preciosa. Por lo tanto, fijémonos en que la transformación fue ese cambio. ¿Pero por qué? Porque él le vio un sentido. Y, entonces, le resultó mucho menos dificultoso, incluso me atrevo a decir que fácil, renunciar a aquello a lo cual tenía definida abiertamente una adicción. Pero si vamos todavía más a fondo, ¿por qué le vemos un sentido a las cosas? Si yo os dijera: «Pensad en un momento en el que realmente hayáis sentido que os habéis transformado, por la razón que sea, que habéis vivido un fuerte proceso de transformación». Nos daremos cuenta de que esa transformación tiene que ver con que encontramos algo que, atención a la frase: «Vale la pena». «Vale la pena». Porque toda transformación pasa por un esfuerzo, pasa por soltar algo, pasa incluso por un duelo o varios duelos. Hay una pena, hay un cansancio, hay un agotamiento, hay un esfuerzo, hay un cambio de hábitos, pero esa pena queda completamente alquimizada por un valor.

Un valor que entra en nuestra vida y que lo podemos incorporar. Y, al hacerlo, nos transformamos en nuestra mirada, en nuestros hábitos, en nuestro diálogo interior, en nuestra narrativa. Cambia nuestro guion de vida. Pero ¿qué es lo que hace que eso valga la pena? ¿Cuál es la fuerza que hay detrás del sentido, que sea tan poderosa que le permita a una persona que dice: «No voy a dejar de fumar nunca, aunque me digan que voy a morir» dejar completamente ese hábito, porque quiere ver la vida de su nieta cómo se despliega y quiere tener un valor en la vida de su hija y de toda la familia? Es el amor. Y el amor, no me refiero al amor romántico, cuando dicen: «El amor es ciego». No, el amor es necesariamente lúcido, el deseo es ciego. El deseo lleva al tabaco. El amor lleva a querer estar, acompañando en el proceso de realización familiar de toda la familia y, especialmente, de ese ser pequeño al cual no conozco, no sé cuál será su género, no le he visto la cara, pero hay algo que se me mueve profundamente. Entonces, el amor es la base del sentido. Es el gran catalizador. Y no me refiero a un amor romántico explosivo, porque el sentido no tiene que ver solo con grandes momentos de nuestra vida, con momentos épicos, no. Tú puedes encontrar el sentido en el consuelo a una amiga o amigo que lo está pasando mal, porque tiene una enfermedad o porque lo han despedido o porque ha tenido una ruptura sentimental o porque tiene que desplazarse fuera de su lugar habitual donde ha residido toda la vida por circunstancias equis.
Ahora, ¿qué es el amor y por qué es el gran catalizador? Mirad, vamos a ser muy prácticos, vamos a aterrizar el concepto de amar en tres grandes fuerzas. Tres grandes fuerzas que incluso podemos ubicar topográficamente en nuestro cuerpo. Amar tiene una dimensión mental. Amar es la voluntad de comprender, la singularidad de ser. Es la voluntad de comprender. No digo que tú comprendas, es que tienes la intención de comprender. Cuando tú realmente le muestras a alguien que tienes la intención de comprender a esa persona y a sus circunstancias, estás conjugando el verbo amar. Por lo tanto, el amor tiene una dimensión mental, cognitiva, de lucidez. Quiero comprenderte, porque al comprenderte puedo acompañarte. Al comprenderte, simplemente escuchándote en un silencio atento, porque, cuidado, que el sentido tiene mucho que ver con ese silencio atento. La voluntad de comprender. Evidentemente, la acción más evidente de la conjugación del verbo amar es cuidar. Amar es cuidar. Quien ame te cuidará, y el resto son palabras. Te van a vender la moto. Quien ama cuida. Punto. ¿Y qué dice este amigo? «Es que yo quiero cuidar a mi nieta. Yo quiero cuidar a mis hijos». Por lo tanto, el lenguaje de la realidad es la acción. Y en la manera en la que se expresa el amor, que sostiene el sentido, que sostiene la transformación, que facilita el cambio, es no solo comprender, sino hacer para que el otro pueda estar mejor. Y para que, a su vez, al estar mejor, su vida valga más la pena y tenga más sentido. Y se cierra el círculo.
Pero es que, además, la tercera dimensión del amor… Amar es comprender, amar es cuidar, es hacer cosas. La tercera es inspirar. Que no solo hace referencia al hecho de ensanchar, de dar amplitud. Amar es inspirar al ser amado. ¿Para qué? Para que pueda tener una mirada apreciativa mejor sobre sí. Para que pueda liberarse de las creencias que le limitan y que le torturan. Para que pueda redefinir su narrativa interior y salir de diálogos interiores destructivos a constructivos. Para que vea posibilidades donde antes veía amenazas. Para que vea que su vida también puede valer la pena. Por lo tanto, la conjugación de estos tres verbos —voluntad de comprender, cuidar e inspirar— sostienen el amor como un hecho real, tangible, transformador. Y eso es válido con una planta, con una persona, con un cachorro, con un proyecto. Por eso Viktor Frankl, el autor del gran libro de referencia del existencialismo del siglo XX, neurólogo, psicólogo, psiquiatra, psicoanalista, que escribió «El hombre en busca de sentido», donde relata su experiencia en Auschwitz, dice precisamente eso: que él constató que las personas que sobrevivían en el campo de exterminio y, luego, una vez se acabó el Holocausto, era porque les sostenía el amor a alguien o a algo.
En su caso, su familia fue exterminada, solo sobrevivió una hermana que emigró a Australia y que le dijo: «Vente conmigo», antes del Holocausto. Y dijo: «No, yo soy médico, yo he hecho un juramento hipocrático, yo estoy para servir, yo estoy para cuidar. Estoy para comprender, cuidar, inspirar, sanar». Y Frankl dice eso. Y, por eso, cuando le iban a ver, una vez él superó la experiencia de Auschwitz, él les hacía una pregunta crucial. Les decía: «Oiga, ¿y usted? Usted viene aquí y me ha dicho que no le queda familia, que le han destruido la casa, el hogar, el negocio; que no le queda más que la ropa puesta». A esto él le llama «la existencia desnuda», ¿no? «En cambio, usted está aquí. ¿Por qué? ¿Por qué está aquí? ¿Por qué no se ha suicidado?». Y era una pregunta que no se hacía desde una invitación destructiva. Era una pregunta que a lo que pretendía ir era a las raíces de lo que sostenía esa persona, a pesar de toda la catástrofe, de toda la tragedia que había vivido. Y las respuestas son maravillosas, porque él, en sus diferentes conferencias y en sus diferentes obras, incluso obras de autores que trabajaron con él, como la doctora Elizabeth Lukas: «Mire, yo no me he suicidado porque quiero aprender a leer y a escribir». «Yo no me he suicidado porque quiero ver el pueblo en el que nacieron mis abuelos». «Yo no me he suicidado porque me encontré un gato o un cachorro, un perro y, si yo no le doy de comer, este animal morirá». «Yo no me he suicidado porque, obviamente, tengo un amigo que está muy mal y lo tengo que cuidar, no tiene a nadie más, yo tampoco, estoy para servirle». «Yo no me he suicidado porque quiero reconstruir esta ciudad». Y Frankl les decía: «Muy bien, eso es lo que dará sentido a su vida. Ponga su energía en eso. Ponga su energía en aprender a leer, en poder visitar el lugar de sus ancestros, en aprender a escribir, en cuidar a ese animal, en contribuir a la comunidad, en cuidar a ese amigo, en cuidar, por supuesto, a la familia, porque ahí sentirá usted que la vida vale la pena, que la vida tiene sentido».
Por eso, cuando hablamos de transformación, hablamos de esa dialéctica entre lo que no nos va a gustar y aquello a lo que nos vamos a tirar de cabeza, incluso cuando «a priori» no nos guste. Pero, para que eso suceda, tendremos que sentir que vale la pena, que tiene sentido, que veo la luz al final del túnel, que ahora todo me encaja. Expresiones cotidianas que nos pasan inadvertidas, pero que nos están apuntando claramente al objeto que no solo va a sostener nuestra vida, sino que, al final, cuando lleguemos a la transición final, miremos atrás y podamos decir eventualmente: «Esto valió la pena». Por lo tanto, si lo tenemos claro, nos daremos cuenta de que nosotros podemos ser sujetos pasivos de cambios provocados por otros y, entonces, viviremos la vida a regañadientes, con amargura, con cinismo, con mal humor, con una pesadez tremenda, y surgirán emociones como la duda, la culpa, la rabia, la apatía, el miedo, que está en el núcleo de lo que nos hunde. Sobre todo, el miedo sin objeto. Pero si somos capaces de cambiar… Y, también, el deseo por lo material o el orgullo, la vanidad. Dicen: «la vanidad ciega». Es verdad. ¿Qué revela? La humildad, que viene de «humus», que nos vincula a la tierra, a lo humano, al humor. Y ahí se produce la verdadera transformación. Por lo tanto, no nos sintamos víctimas de las circunstancias, sino que podemos ser agentes de transformación, pero no solo para nosotros, también para los demás.
Una mirada apreciativa, una palabra amable, un tiempo de silencio. Muchas personas que están en momentos de depresión porque se sienten solos o sienten que la vida no ha tenido sentido, no ha valido la pena, pueden encontrar en una conversación reveladora, en un apoyo sincero, en una mirada verdadera, en una presencia que diga: «Oye, no te quiero molestar, pero solo que sepas que estoy ahí». Y ahí se puede operar una transformación milagrosa. Hola.

Por lo tanto, fíjate que el sentido, a veces, llega cuando la mente se vacía. En una disponibilidad total de presencia, de reconocimiento, de gratitud, de amor, pero también de gratitud. El sentido tiene mucho que ver con la profunda sensación de gratitud que no requiere demasiada elaboración. Dicen que cuando vas a morir lo que recuerdas no son los momentos de pompa y circunstancias, sino, precisamente, esos instantes. Pero, por otro lado, el sentido, a veces, te pide que vayas a buscarlo consciente y deliberadamente y que tengas que hacer un trabajo heroico, como diría Joseph Campbell cuando hablaba del mito del héroe: que emprendas un viaje, que enfrentes, que arrostres tus miedos, que tengas que superar un conjunto de circunstancias que, de entrada, pueden parecer agotadoras. Que tengas que superar heridas. Fijémonos, el sentido puede aparecer regalado, puede necesitar que aprendamos después de un proceso de reflexión. Puede generarse desde una experiencia inesperada. Pero también, muchas veces, el sentido más profundo nace de la herida. El poeta persa Rumi decía que es por la herida por donde entra la luz. Pero es por la herida por donde sale la luz, amigas y amigos. Cuidado.
¿Conocéis el mito de Quirón? Es uno de los mitos más bellos que hay. Y voy a utilizar este mito para intentar trasladar los mensajes fundamentales, porque el mito de Quirón nos habla de un sentido que llega desde el antisentido total, para que veamos que el sentido lo abarca todo. Depende de cómo lo mires, lo vas a descubrir. Quirón es un centauro, mitad animal mitad ser humano. En él conviven dos naturalezas: una naturaleza reflexiva, humana, madura, y una naturaleza instintiva. Pero ¿de dónde nace Quirón? Nace de una violación. Cronos viola a la ninfa Fílira, la ve, la quiere poseer, la ninfa huye, toma forma de yegua, pero él abusa de ella. Y en la gestación nace un ser que es mitad humano mitad animal. Pero resulta que, cuando nace, no lo quieren ni su padre ni su madre, porque es un monstruo. Primera herida: el rechazo de los padres. La engendración por abuso, por violación, la encarnación no deseada. No puede haber herida mayor. Segunda herida: se ve en el espejo y se siente monstruo, no es ni una cosa ni es otra. Resulta que sus compañeros son salvajes, son brutales, tienen la fuerza bruta para ejercer esa fuerza, pero él, al cual hoy llamaríamos «una persona altamente sensible», se refugia en la cueva. La cueva, símbolo de la alquimia interior, de la meditación, de la reflexión, de la introspección, de la gestación.
¿Y por qué se esconde en la cueva? Por vergüenza, por culpa, la culpa que tiene la buena gente, aunque no haya hecho nada para sentir la culpa. Pero esa herida, psíquica, profunda, espiritual, le lleva a ser profundamente compasivo con el dolor de los demás. Es el alma que resuena con el dolor ajeno, desde una empatía profunda. «Yo sé lo que sientes porque yo he pasado por ello». Por lo tanto, te puedo escuchar, pero, sobre todo, te puedo comprender mucho mejor. Y, entonces, sale al mundo y se convierte en un gran maestro empático, compasivo, fuerte, resiliente espiritualmente y físicamente. Tanto que es maestro de los grandes héroes: Apolo, Jasón, Asclepio. Es decir, es el maestro de los maestros que dan lugar a ciencias y artes como la medicina. Pero quiere el destino que una flecha perdida, bañada con la sangre de la hidra, llegue hasta él en una batalla turbulenta, donde Hércules dispara mal y, por fuego amigo, recibe una flecha que le provocará un dolor tremendo, porque esa sangre mataría a cualquier mortal y esa sangre provoca un dolor terrible, pero él no puede morir. ¿Por qué? Porque es un dios. Con lo cual, a la herida psíquica que le ha llevado a ser compasivo, empático y entregado a los demás, se une ahora un dolor físico, constante, que le acompañará durante toda la eternidad.
Pero aquí no acaba la historia, porque Quirón, en su compasión, se da cuenta de que hay otros que sufren tanto o más que él. Como Prometeo, que robó el fuego a los dioses para darlo a los humanos, y fue condenado por Zeus a un castigo eterno terrible. Y, entonces, Quirón, que le es dada la potestad de renunciar a su inmortalidad para salvar a un mortal, renuncia a su inmortalidad para liberar de la tortura a Prometeo, sobre todo, pensando en el dolor de Prometeo más que en su propio dolor. Zeus, que fue quien castigó a Prometeo, se queda tan conmovido por la resiliencia de Quirón, su empatía, su bondad… Ese sanador herido, que es el símbolo de las personas que realmente tienen ese don terapéutico por resonancia emocional, que va más allá de la habilidad funcional, ese médico que es tan bueno que no solo te cura con sus manos, sino que te cura porque sabe perfectamente de lo que le estás hablando, porque él ha pasado por ello. Zeus se queda tan conmovido que le dedica una constelación: la constelación del centauro que rige a Sagitario. Por lo tanto, el sentido, fíjate, él no lo buscó. Vinieron las heridas. Pero una de las mayores fuentes de sentido es la capacidad que tenemos de alquimizar nuestro sufrimiento y de convertirlo creativamente en amor y servicio hacia los demás. Mi amigo Alejandro Lodi escribió un libro fabuloso: «Quirón y el don de la herida: el símbolo de la resiliencia». Os lo recomiendo.
Para novedad, los clásicos. El símbolo de Quirón nos dice muchas cosas. A veces, la mayor fuente de sentido la encontraremos no solo en eso que os decía antes de la resistencia. ¿Por qué, por ejemplo, a esa persona le cuesta dejar el tabaco? ¿Qué hay ahí? ¿Qué hay en esa voz que me cuesta dejar, que me aporta sentido? Sino también en las heridas profundas que, bien elaboradas, ya que «el dolor es inevitable», decía Buda, «y el sufrimiento es opcional», pero, sea como sea, podemos encontrar en el dolor y en el sentido, en un trabajo de introspección, de elaboración, una trascendencia, si somos capaces de, desde esa herida, ayudar a otros que han pasado por ahí. Y, ahí, el sentido te habrá venido a buscar como dolor, pero tú lo habrás convertido en una fuente de transformación total que nunca hubieras esperado, porque, cuando viene una herida, se vive con una sensación profunda de injusticia. ¿Por qué a mí? Pero, a veces, ahí está la puerta a una transformación vital completamente radical de tus valores, principios, mirada. ¿Por qué? Porque sales del rol de la víctima y te conviertes en creadora o creador. Muchas gracias.

Si hay un manzano que da unas manzanas fabulosas, el espantapájaros se coloca ahí. Y, si hay una tomatera sensacional y querida por quien la cultiva, se colocará el espantapájaros ahí mismo. Porque lo que el payés quiere es, con un símbolo que genera miedo a los pájaros, evitar que los pájaros se coman la cosecha. Pero aquí está la paradoja. Si el pájaro fuera mínimamente astuto, ¿de qué se percataría? De que, precisamente, lo que está puesto allí para asustarlo le está señalando exactamente el punto donde se haya la mejor fruta. Y esta es la paradoja del espantapájaros. Lo ponemos en el lugar donde nos provoca más miedo. Por lo tanto, jugando con el lenguaje, el miedo es el camino. O el miedo es el medio. ¿Qué quiero decir con esto? Que las experiencias de nuestra vida que a veces nos dan miedo, mucho miedo, pero que, en el fondo, sabemos que hay algo ahí que deseamos, nos están marcando el camino hacia una profunda transformación, en un gran sentido. Porque, precisamente, lo que nos hace crecer y lo que nos ayuda a encontrarle un sentido profundo a la vida, desde un refuerzo de nuestro amor propio, es la capacidad que tenemos de superar nuestros miedos. Por eso, ¿cuándo se supera de verdad una transformación en la vida de una persona, de un colectivo? Cuando surge la valentía. Porque la valentía no es que no tenga miedo, es que soy consciente de que me tengo que arriesgar porque por lo que lucharé vale la pena. Si el pájaro fuera inteligente, diría: «Yo me la juego y me acerco al espantapájaros y picotearé la fruta roja que veo allí: las fresas, las cerezas, las manzanas, porque sé que, en realidad, me están diciendo: «Eh, que aquí disfrutarás mucho».
Pero debo tener la valentía de acercarme y procurar que no me disparen. Por lo tanto, las emociones tienen un papel fundamental, porque nos están informando tanto de: «Ve hacia allí, porque eso te ayudará» como, sobre todo, si tenemos miedo: «Analicémoslo bien, observemos bien si detrás de ese miedo no hay un gran deseo de realización, un gran anhelo personal que, en el fondo, no nos atrevemos a afrontar porque aún no lo hemos mirado con la suficiente profundidad como para ver que es la puerta hacia una transformación clara y radical». Muchas gracias, Daniel.
Y esto nos llevaría a una lectura muy interesante. La envidia, en realidad, es admiración vestida de frustración. Cuando alguien te envidia por algo, de entrada, hay admiración. Pero, como ella tiene lo que yo no tengo, entonces, surge la capa de la rabia. Y la rabia, combinada con la admiración, genera frustración, que da lugar al nacimiento de la envidia. Por tanto, desde una posición adulta y madura, está muy bien escuchar a los demás, pero no renunciar a tu autenticidad. Porque si tu anhelo es una manera de alcanzar una realización, puedes combinar la responsabilidad de hacer las cosas bien respetando a los demás, pero sin renunciar a ti. Y esto, trasladándolo a la vida, nos lleva a una serie de ideas fundamentales. La primera es que los procesos de transformación reales rara vez son repentinos. Son progresivos, en realidad. Qué mensaje más bonito dan los padres a los hijos cuando les demuestran, como padres, que no renuncian a sus sueños, cuando son honestos con sus ambiciones, cuando respetan sus anhelos, sin renunciar, a su vez, a sus responsabilidades. Porque, entonces, les están dando una doble lectura a los hijos: «Hijo, lucha por tus sueños, pero sigue con los pies en la tierra».
Entonces, lo primero que hay que tener en cuenta es que cualquier proceso de transformación individual y colectiva requiere tiempo. Requiere tiempo. No podemos hacer crecer un rosal o un roble estirando de sus hojas. Es imposible. Lo mataremos. Es más, la realización y la felicidad suelen ser inversamente proporcionales a la aceleración. ¿Por qué? Porque, a medida que te das tiempo para crecer, vas echando raíces, vas valorando las pequeñas conquistas que logras. Puedes celebrar las pequeñas victorias. Vas creciendo progresivamente como persona. Vas dándole grosor a tu experiencia, a tu «yo experiencia». Vas haciendo pequeño tu «yo idea», el personaje que ha de hacer ver que está pero que no está, y va creciendo tu «yo experiencia». ¿Por qué? Porque tienes valentía, porque te la juegas, porque sigues cuidando lo que es importante, pero, al mismo tiempo, no renuncias a tus sueños. Y, por otra parte, eso te permite ir consolidando un aprendizaje, que, pase lo que pase en el camino de tus objetivos… Imagínate que te quieres montar una empresa o que te quieres ir a vivir al extranjero y quieres comenzar una nueva vida. Aquí tenemos un concepto muy importante y difícil de traducir: la sensatez. La sensatez. Hay que ser sensatos. ¿Y qué significa ser sensatos? Que tienes que tener una inteligencia práctica. La verdadera transformación nace de la combinación de varias inteligencias. Actitud, querer: inteligencia emocional. Conocimiento, saber: inteligencia lógica racional. Habilidad, práctica: inteligencia operativa. Y compromiso: inteligencia espiritual.
Si tú combinas estas cuatro con una aproximación ética e íntegra —que quieres hacer bien las cosas, que no quieres hacer daño a nadie—, y combinas un corazón despierto con una cabeza despierta, con una acción práctica y con un compromiso, independientemente de que logres los objetivos que propusiste, los que seguramente lograrás si son razonables, generarás un cambio en tu madurez, en tu longanimidad. ¿Sabéis lo que es la longanimidad? Es una palabra que hemos olvidado. Estaba en el diccionario, está en el diccionario: «Grandeza y constante ánimo frente a la adversidad». Segunda acepción: «Benignidad, clemencia y generosidad». Es decir, las personas longánimes son sinónimas de magnánimes. Tienen una «longa anima», un alma que se extiende en grandeza a lo largo del tiempo. Es una virtud. Por lo tanto, las personas que realmente son responsables y, a su vez, escuchan a su corazón, respetan las opiniones de los demás, pero construyen un criterio propio y perseveran para lograr las cosas, obtienen una gran cosecha. Y la cosecha, como os decía antes, no tiene tanto que ver con lo que has conseguido y que deseabas, sino con el grosor que le has dado a tu experiencia, a tu alma, a tu ser. En realidad, todos querríamos estar con personas que sean un ejemplo de virtudes en acción. Muchas gracias por tu pregunta.
Por lo tanto, ritualizar en pequeños movimientos la transformación, ese es el secreto de los microhábitos. Primero: los microhábitos. El segundo es el cambio de narrativa. Es decir, en lugar de decir: «Quiero perder diez kilos», decir: «Quiero ser una persona sana». Porque no se trata de diez kilos. A lo mejor se trata de ocho o de catorce, no importa, pero en un conjunto de hábitos que giren alrededor de ello. En lugar de decir: «Quiero aprender a tocar la flauta», decir: «Quiero ser buen músico». Por lo tanto, cambiar la narrativa y no centrarte en lo pequeño, sino, como decía Ortega y Gasset, pensar en grande, mirar lejos: «Solo cabe progresar cuando se piensa en grande, solo es posible avanzar cuando se mira lejos». Cambiar la mirada hacia una mirada mucho más poderosa, dándote cuenta de que lo pequeño te lleva a lo grande. Y eso también pasa, entonces, por generar un cambio en el diálogo interior; darte cuenta, pillarte cuando te estés saboteando. «No soy capaz, no lo lograré, no vale la pena». ¿Quién está diciendo eso? ¿Es la voz introyectada de papá o mamá cuando éramos pequeños o de algún tía o tío o algún maestro que, cuando no teníamos la madurez suficiente como para cribar lo que nos decían, nos lo tragamos y lo incorporamos como un sistema operativo que no estamos cuestionando y que, en realidad, ya no se sostiene?
Por lo tanto, ¿de dónde nace esa voz? ¿Qué me estoy diciendo? Y apuntarlo. ¿Qué me estoy diciendo? ¿Qué me estoy contando? ¿Que me estoy haciendo daño? ¿Que no me atrevo a dar el paso? Por lo tanto, fíjate, la ritualización, los pequeños hábitos, el darte cuenta del cambio de narrativa y, luego, sobre todo, nunca olvidarte del beneficio esperado. Y ahí es muy importante la visualización. Una visualización bien integrada, bien asimilada, en la que tú visualices y sientas con todos tus sentidos que aquello que estás anhelando se manifiesta y cómo transforma tu vida, es un elemento de motivación interna que, además, se ha demostrado con múltiples estudios, en el ámbito del deporte, por ejemplo, que funciona muy bien. Y la quinta que se me ocurre tiene que ver con el valor de la comunidad. Si te cuesta, busca tres amigas con las que salir a caminar juntos o, si no, bájate la aplicación y haz el juego de la competencia de quién camina más. Apúntate a un club de lectura porque te verás en la necesidad de ir a la reunión y, ya que lo quieres aprovechar, valdrá la pena que te hayas leído ese pequeño libro para poder generar el debate. Es decir, aquello a lo que tú no llegues por ti, juégalo con tu pareja, juégalo con unos amigos, porque el factor comunidad ayuda mucho a aterrizar y a motivarte cuando la motivación no sale de la voz interior. Yo te diría estas cinco ideas.
Muchísimas gracias. «El azar reparte las cartas, pero nosotros las jugamos», decía Shakespeare. Hemos hecho un viaje hablando de cómo el cambio nos cuesta porque nos implica enfrentar resistencias y la necesidad de adaptarnos. Hemos visto que la transformación es el cambio al cual le vemos sentido. Hemos visto que el sentido se sustenta en el amor. Y hemos visto que el amor es algo muy práctico que pasa por querer comprender al otro y a nosotros, por querer cuidar al otro y a nosotros y por poder inspirar a los demás y a nosotros. Hemos visto que la fuerza de la transformación puede ser total, pero que se ancla en cuestiones fundamentalmente básicas, profundamente humanas, y que esa transformación puede venir inspirada por un acontecimiento inesperado pequeño, como puede ser que alguien que te quiere te tome la mano o una llamada de un amigo que te diga: «¿Cómo estás? ¿Estás bien? ¿Necesitas algo? Oye, sé que vas a salir a hacer una exposición. ¿Cómo te sientes?». Y que te escuche activamente. Ahí, la transformación vendrá regalada por la belleza de la vida, por el amor de otros, por circunstancias que nos abrazan, pero también la transformación vendrá, a veces, disfrazada de enormes desafíos. Desafíos como enfermedades, desafíos como rupturas, desafíos como desengaños, como estafas; desafíos como incumplimiento de lo pactado donde zarandeará tu confianza, no solo en la especie humana, sino incluso en la vida.
Y, quizás, lo más desafiante es eso, darnos cuenta de que es precisamente en esos momentos donde la herida se abre que tendremos que asumir que la cicatriz quedará para siempre, pero quizás esa herida es el pasillo, es el camino, es el puente hacia una dimensión de nosotros mucho más empática, mucho más compasiva, mucho más amable, mucho más tierna, mucho más grata, mucho más humilde, mucho más humana; que supondrá un cambio de piel, una renovación radical de nuestro ser emocional, no solo físico, también espiritual, pero que, en esa alquimia, en esa crisis, crisálida, crisol, emergerá una posibilidad de una conciencia crística, compasiva, cercana, humana, que es la que realmente nos permite facilitar una transformación, no solo a la vida propia, sino también a la vida ajena. Así que os deseo lo mejor, que encontréis sentido profundo en vuestra vida. Que sepáis que podemos ser la causa de grandes transformaciones. No estoy diciendo que podamos lograr todo lo que deseamos, esa es una gran mentira. Por desgracia o por suerte, porque, si no, seríamos todos, seguramente, unos narcisistas insoportables. No podemos lograr todo lo que deseamos, pero sí mucho más de lo que imaginamos. Y para hacerlo, ¿qué necesitamos? Imaginarlo y ponernos manos a la obra hacia ello, con los pies en el suelo y con la cabeza en las estrellas: «yin, yang, tao». Un fuerte abrazo y muchísimas gracias.