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“Agradar a todo el mundo te aleja de ti mismo”

Xavier Guix

“Agradar a todo el mundo te aleja de ti mismo”

Xavier Guix

Psicólogo y escritor


Creando oportunidades

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Xavier Guix

Xavier Guix es uno de los referentes más influyentes en el ámbito del crecimiento personal y la psicología del comportamiento en el mundo hispanohablante. Autor de libros clave como Ni me explico, ni me entiendes y El problema de ser demasiado bueno, Guix nos desvela con claridad los mecanismos ocultos detrás del "buenismo", el miedo al conflicto o la represión de la autenticidad, animándonos siempre a reconectar con lo esencial: aquello que somos más allá de los personajes que interpretamos en la vida. Con un discurso que mezcla espiritualidad y neurociencia, Guix recupera valores como la libertad interior, la responsabilidad y la compasión como pilares para una vida plena.

Xavier Guix ha sido docente en másters universitarios, colaborador habitual en medios de comunicación y formador de equipos en organizaciones. Su trabajo no ofrece fórmulas mágicas, sino preguntas potentes y caminos de conciencia. Porque, como él mismo afirma: "Lo que buscas, ya lo eres. Solo tienes que ir a su encuentro".


Transcripción

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Xavier Guix. ¡Qué bien! Muchas gracias. Yo me llamo Xavier Guix. Soy psicólogo, escritor, he escrito unos cuantos libros. Solo voy a citar dos, el primero y el último. El primero que, por cierto, acaba de ser reactualizado, se titula «Ni me explico, ni me entiendes». Es un tratado sobre la comunicación humana. Y el último libro se titula «El problema de ser demasiado bueno». Cuando yo empecé en este mundillo, no el de la psicología, sino el otro mundillo. Yo fui actor. Me dediqué al mundo del espectáculo. Fui artista, y, además, presentador de radio, televisión… O sea que mi vida iba dirigida hacia el campo de la comunicación y del espectáculo. Una vida bohemia, decían en mi casa. Aquello sucedió en los años… tendría que tener 18 años, hasta bien los 28, treinta y pico, cuando hubo los Juegos Olímpicos de Barcelona. Y después de los Juegos Olímpicos, en el año 93, se produjo una recesión económica, tal vez los mayores lo puedan recordar, y esa recesión económica a mí me pilló de lleno. Me ocurrió aquello que le pasa a tantas personas cuando pasan una crisis, que se quedan con una mano delante y otra detrás, y tuve que hacer eso que habrán leído, habrán escuchado muchas veces, de reinventar tu vida. Entonces, la tuve que reinventar.

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Lo que yo aprendí en ese momento fue que creí que tenía la vida resuelta. ¿Cuántas veces no pensamos que nuestra vida ya está resuelta? De algún modo, el hecho de tener un trabajo más o menos fijo, el hecho de tener una vida más o menos estable, el hecho de tener una vida con una cierta comodidad, el hecho más o menos de que cada día haces las mismas cosas, el hecho de que cada día estás con las mismas personas, te da a creer que tu vida está ya resuelta. Felizmente resuelta, y, en cambio, tu vida cambia en un instante. Por tanto, lo primero que aprendí fue eso. No te agarres tanto ni conduzcas tu vida pensando que las cosas ya están hechas, que ya las tienes resueltas, porque, como cantaba Mercedes Sosa, la vida cambia, todo cambia. Y cambia en un instante. La segunda cosa que aprendí, curiosamente, algo inesperado. Yo creía que, un poco para prever qué podría hacer en mi vida, porque es lo primero que te preguntas: «Y ¿ahora qué? ¿Qué voy a hacer?». Pues, se me ocurrió, en lugar de mirar al futuro, me volví a mi pasado. Hice como un acto de nostalgia, pero no nostalgia dolorosa, no nostalgia de esa de: «¡Ay, cómo he hecho falta aquellos momentos!», sino: «¿Qué es lo que yo, ya de pequeño, de joven, me había dado cuenta de que tenía habilidad, que servía para eso, que me gustaba mucho?». Entonces, yo muchas veces le digo a las personas, cuando vienen a la consulta y andan perdidas, les hago esta pregunta: «¿A ti qué te gustaba hacer cuando eras joven? ¿En qué eras bueno o buena? ¿Qué te daba felicidad?». Entonces, yo buceé en ese pasado y encontré que, efectivamente, sobre los 18 años, 17, 18, yo ya tenía una enorme inclinación por la psicología. Entonces, era aquella persona a la que los amigos van y le cuentan las cosas que le pasan.

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Y yo recuerdo que hacía gala, en ese momento ya, de una enorme habilidad en ver los mecanismos que funcionaban en esa persona para que se diera cuenta de lo que le estaba sucediendo. Ahí aprendí otra lección. Por mucho que le digas a alguien lo que tiene que hacer, no lo va a hacer. Primero, porque se lo dices. Y, segunda, porque tampoco entiendes los mecanismos que mueven a esa persona a hacer lo que hace. Pero es igual, no importaba. Tienen que sufrir lo que tengan que sufrir. Tienen que pasar por su camino. Y nosotros no podemos entrometernos en su camino. Luego, a veces, te pierdes, porque quieres seguir lo mismo que hacen tus compañeros, lo mismo que hacen los demás. Haces caso, a veces, a la familia, que te dice: «No, tú déjate de tonterías. ¿Qué eso es el espectáculo? No vas a ganarte nunca la vida. Tú tienes que ser funcionario, que eso es lo que tienes que ser». En mi juventud, las dos cosas a las que estábamos llamados todos los jóvenes era o a trabajar en una entidad, un banco, o una caja de ahorros, o de funcionario. Ese era nuestro destino. Y pronto, comprarte un pisito, tener una novia, casarte, tener un pisito, empezar a tener hijos… Ese era el destino que estaba deparado para nosotros.

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Y, en cambio… Veo que hacen caras así… Los más mayores creo que me entienden, que han tenido que pasar un poco por ahí. Bueno, pues entonces… No, no. Tenemos que volver y devolver a la vida aquello que la vida nos ha dado como un don. Como si fuera algo que es para nosotros, para que lo desarrollemos y para que lo entreguemos luego a la vida de la mejor forma que sepamos. Y, la última, no se pongan limitaciones, mucho menos por la edad. La edad no está en el cuerpo. Sí, el cuerpo tiene sus razones, por supuesto, pero uno vive según esto y según esto. Por lo tanto, no hay edad. No se limiten, por favor, no piensen que ya tienen la vida acabada, no piensen que ya qué van a hacer con su vida, no piensen que ya son mayores. Por favor, dense a lo que creen que la vida cree les pide, les llama, y pruébenlo aunque ya tengan una edad que les parece que ya son muy mayores. Repito, eso solo está en el carnet de identidad, no está en su vida. Su vida, repito, está aquí, sobre todo, y aquí. Estoy a su disposición.

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Reyes. : Hola, Xavier, encantada. Soy Reyes. Decías que uno de tus libros es «El problema de ser demasiado bueno». Yo tengo dos hijos adolescentes, que creo que lo son. ¿Cuándo ser bueno se convierte en un problema?

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Xavier Guix. Bueno, Reyes, fíjate tú que en la consulta yo empecé a explorar este tema cuando me di cuenta de que personas diferentes me decían: «¿Sabes qué pasa, Xavi? Que mi problema es que soy demasiado bueno». Y eso me lo decía esta persona, luego me lo decía otra. «Es que los compañeros dicen que soy demasiado buena persona. Es que en el que trabajo me dicen que soy demasiado bueno». ¿Se lo han dicho alguno de ustedes? Veo que sí, que van diciendo que sí. Entonces, empecé a explorar. ¿Qué significa ser demasiado bueno? Ahí es donde la experiencia me llevó a observar una serie de patrones de conducta que son comunes en todas esas personas. El primero es el sentido del deber. Yo no sé si a ti te han educado, o tuviste unos padres, padre o madre, que eran muy estrictos. ¿Qué nos han inculcado? El sentido del deber. ¿Y qué es lo que uno tiene que está en su deber? Obedecer. Por tanto, el principio fundamental de este sentido del deber es obedecer. Recuerdo en la consulta, no hace mucho, cuando empecé a escribir el libro, una chica joven me dejó helado al decirme: «Yo no hago nada si no es por obligación».

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«¿Cómo dices?». Dice: «Yo funciono por el sentido del deber. Solo hago lo que debo». «Pero, entonces, ¿no haces lo que quieres?». «Nunca». «Pero ¿no tienes deseos?». «Pocos. Me han enseñado desde pequeñita a cumplir con mi deber. Y yo me he acostumbrado tanto, que todo lo hago desde el deber». Guau, me quedé muy sorprendido porque, claro, es impactante ver hasta qué punto puede llegar este primer mandato que recibimos las personas buenas del «cumple con tu deber». Cumple. ¿Y cuál es tu primer cumplimiento? Obedece. ¿Y a quién tienes que obedecer? A tus padres primero. Luego, obedece a los profesores, obedece a la gente, obedece a aquel que manda, obedece a la autoridad. Por lo tanto, hemos crecido con una orden de hacerlo todo bien, porque es nuestro deber. Por lo tanto, el primer mandamiento, el primer mandato, de eso que llamaríamos ser demasiado bueno, es ser demasiado obediente. Porque, sabéis que ser demasiado obediente significa que, entonces, no sé decir que no. Que hago todo lo que se espera, que respondo a todo lo que la gente quiere de mí, que no tengo límites, y mucho menos para los demás. Todo es para los demás, todo es lo que me piden. Por lo tanto, ese primer mandato ya es muy duro.

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Pero, cuidado, también hay excepciones. También puede ocurrir que en casa, y esto también lo he visto, casos de personas que en su casa era un caos. Reinaba el desorden, reinaba la anarquía, reinaba el que aquí todo el mundo hace lo que quiere, mis padres no están por mí ni por nada, hacen lo que quieren, entran, salen, no dan órdenes. Entonces, algunos niños y niñas esto lo han sufrido. Lo han pasado tan mal, han visto tanto caos, que se han empezado a organizar ya desde pequeñitas para ser buenas, para hacerlo todo de forma ordenada. Entonces, crecen de forma ordenada, incluso obsesivamente ordenada, con tal de no volver a vivir aquello que les hizo sufrir tanto en casa, que era aquel desorden, aquel caos en el que no pudieron vivir. Primera condición: ser excesivamente obediente. La segunda condición, Reyes, consiste en el mandato «pórtate bien». ¿A ustedes no les han dicho «pórtate bien»? Y aún de mayores, cuando se encuentran con sus mamás y sus papás, cuando se van de casa, aún teniendo 50 años, ¿no les dicen «pórtate bien»? Entonces, ese mandato, «pórtate bien» es un mandato que indica, precisamente, no solo que obedece, sino cómo tienes que obedecer. Entonces, en el «pórtate bien» van incluidos los guiones de vida. Y los guiones de vida incluyen: «Sé complaciente, hazlo todo bien, hazlo todo perfecto, no llores, ve deprisa, complace, no digas que no».

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Por tanto, hay toda una serie de mandatos que el niño recibe y que va haciéndose mayor, arrastrando precisamente, esos guiones de vida. Son complacientes. Todo lo hacen para que su hijo, para que sus hijos, para que su pareja, para que su familia esté bien. Pero fíjense que una persona que se pasa la vida complaciendo al otro, llega un momento que se descuida de sus propios deseos. Recuerdo un señor que vino a la presentación y decía: «Es que a mí me gusta ser complaciente. Por favor, no me lo quite». «Está bien, si usted es feliz complaciendo, está bien. Pero ¿usted también pide que le complazcan?». «Ah, no, eso no». Entonces, tenemos un problema. Usted da, da, da, pero no recibe, y eso ya es muy peligroso. ¿Qué significa? De tanto complacer, llega un momento que me convierto en los ojos de los demás, los ojos de mi familia. Creo que algunas personas se van a sentir reflejadas. Llegas a casa: «Oye, estos pelos, voy a llamar a la peluquería a que te los arreglen, porque no los llevas muy bien. Oye, hijo, estos zapatos… Hay que comprar otros zapatos. Mañana vamos a comprar unos zapatos nuevos». Son tus ojos. Lo ven todo. Ven siempre todo lo que falta. Ven todo lo que se necesita. Ven todo lo que es necesario y te lo compran y te lo hacen. Y llega un momento que tú les tienes que decir: «Por favor, gracias, pero quiero hacer las cosas según yo».

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«Pero, por el amor de Dios, ¿cómo me dices eso? Si yo todo lo hago por ti». «Ya, lo haces todo por mí, pero según tú, no según yo». «Pero si nadie mejor que yo sé lo que te conviene y sé lo que es mejor para ti». Porque al final te acaban diciendo eso. Entonces, fijaos cómo esa persona se ha ido desconectando de sí misma y acaba viviendo la vida del otro. Y acaba viviendo y haciendo que el otro viva según lo que ella considera que es lo mejor para el otro. Y no se lo puedes reprochar, porque si lo haces, entonces se enfada, porque lo está haciendo todo por ti. ¿Se dan cuenta el extremo al que se puede llegar cuando una persona no solo es complaciente, sino que se convierte en necesaria para el resto del mundo? Por lo tanto, ese mandato de «pórtate bien», puede llegar muy lejos. Tercer mandato: la imposibilidad de dejar de ser bueno. No sabéis la cantidad de veces que yo en la consulta le he dicho a alguien: «Pero, por favor, dile a tu jefe que no vas a hacer ese trabajo, que el fin de semana es tuyo, que el resto de compañeros se han ido todos de rositas y tú te has quedado con todo el trabajo, solo porque no sabes decir que no. Ya basta, por favor, no va a pasar nada. Dile a tu jefe: ‘Esta vez no lo voy a hacer’.» Respuesta: «Imposible. Solo de pensarlo ya me viene angustia». Solo de pensarlo. Y eso es la imposibilidad de dejar de ser bueno. Es decir, no puedo dejar de obedecer, tengo que hacer lo que se espera de mí, tengo que hacer las cosas bien, tengo que ser puntualísimo, tengo que hacerlo como esperan que se haga, y si no es así, yo ya estoy sufriendo.

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Eso nos adentra en el terreno de los límites, y el terreno de los límites es un terreno muy bueno para explorar. Hay que aprender a poner límites, porque si no ponemos límites, entonces son los demás los que nos van a crear la vida que ellos quieren para nosotros. Poner límites, al final, para mí, no consiste en que pongas obstáculos, que le digas «no» a la gente. Poner límites para mí significa que te definas claramente en lo que tú quieres. Pero mucha gente se indefine, y ¿sabéis cómo lo hacen? «Es que me sabe mal». ¿No lo habéis dicho nunca esto? «Es que me sabe mal. Claro, es que por un lado… pero por el otro lado… Por un lado no quiero, pero por el otro lado sí no lo hago…» Entonces, estoy siempre en el «por un lado, por otro lado, por un lado, por otro lado, me sabe mal, es que temo decepcionar». Y con todo ese cuento no me defino, y como no me defino, me definen los demás, y los demás hacen lo que quieren con nosotros. Entonces, ahí, pues vamos tragando, vamos aguantando, vamos aguantando. Y de tanto aguantar, entonces viene el cuarto y último punto, Reyes. Llegamos, por fin al cuarto punto. La ira reprimida. ¿Qué ocurre? De tanto aguantar, callar, callar, aguantar, aguantar, aguantar, llega un día que no puedo más. ¿Por qué? Porque he ido reprimiendo los malestares, he ido reprimiendo las injusticias, he ido reprimiendo las ganas que tenía yo de… Pero no, no, pórtate bien, pórtate bien, pórtate bien. No, es mi deber, es mi deber.

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Pero hay un día que no puedes más. Y ¿no os ha pasado nunca que hay un día que no podéis más y petáis? ¿No os ha pasado que llega un día que montáis un numerito? Y cuando habéis montado el numerito, ¿no os ocurre que vuestros amigos, la gente cercana, os mira y os dice: «Pero ¿qué te ha pasado? Pero si no es para tanto. Pero si es una tontería»? Pero ¿qué ocurre? Una vez te has desahogado y todo el mundo te ha mirado con cara de «pobrecita, pobrecito», entonces te entra la culpa. Entonces te das cuenta de que te has pasado. Entonces, ¿qué haces? Otra vez para adentro. Sabes que «pórtate bien, haz lo que esperan que hagas, porque si no, no gustas». Imaginaos tener delante una chica joven, de 30 años, de una belleza extraordinaria, que aparte de decirme que ya se consideraba vieja, al margen de eso, decirte que: «Yo, cuando soy yo, no gusto. En cambio, cuando soy lo que esperan, entonces gusto». Por lo tanto, ¿cómo es mi vida? Hacer siempre lo que le gusta a los demás. ¡Guau! Espero que os haya dado pistas claves y que, a partir de ahí, podáis repensar un poco eso que llamamos mala bondad.