“Sal de tu zona de confort, entra en tu zona de aprendizaje”
Karla Wheelock
“Sal de tu zona de confort, entra en tu zona de aprendizaje”
Karla Wheelock
Alpinista
Creando oportunidades
La importancia de la actitud en la vida
Karla Wheelock Alpinista
Trabajo en equipo: las claves de una montañera
Karla Wheelock Alpinista
Karla Wheelock
Karla Wheelock fue la primera mujer latinoamericana que logró alcanzar la cima del Everest por su cara norte. En 2005 se convirtió también en la primera iberoamericana en conquistar la cumbre más alta de cada continente. Esta mujer, que en los años 90 rompió todas las barreras para las mujeres en el alpinismo, desprende positivismo y coraje. Es una de las montañistas más importantes de México, además de emprendedora social, educativa y medioambiental. Licenciada en derecho por la Universidad Autónoma de Coahuila (México), ha trabajado en distintas instituciones de su país, como la Presidencia de la República, la Secretaría de Comercio y Fomento Industrial y el Instituto Nacional de la Mujer.
En los últimos años ha centrado su carrera en proyectos relacionados con la educación, la cooperación y el medio ambiente. Puso en marcha la ‘Fundación Karla Wheelock’, así como el proyecto educativo para jóvenes mexicanos ‘Mi cumbre, mi decisión’ y las expediciones ‘Líderes Mexicanos a la Antártida’ y ‘Jóvenes Líderes Mexicanos a la Antártida'. Es autora de los libros “Las 7 cumbres” (2010) y “El tercer polo: ascensión al Everest” (2011), así como ganadora de múltiples premios y reconocimientos por su carrera deportiva. Wheelock habla de superación, determinación y desarrollo personal. Su lema, tanto en el montañismo como en la vida: “Tu actitud determina tu altitud”.
Transcripción
Y como en mi familia no había ni exploradores ni científicos famosos… Siempre he dicho que, gracias a Dios, tampoco políticos. Pero bueno, el punto es que yo dije: «Soy normal». Y «normal» era como «aburrido». Y me fui a quejar con la autoridad competente, que era mi mamá, y le dije: «¿Por qué me tocó ser normal? ¿Por qué en casa no hay alguien de quien yo pueda aprender cosas increíbles?». Y mi mamá me dijo: «Es que aquí todos somos normales. La única diferencia es que hay personas que se dan la oportunidad de soñar cosas grandes». La verdad, yo era una niña cuando me dijeron eso y dije: «Bueno, ¿qué es lo grande?». Y volteaba a mi alrededor en el poblado, en el norte de México, donde yo crecí, volteaba y yo decía: «¿Qué es lo grande?». Lo grande sucedía en ciudades importantes, como la Ciudad de México, o en otros países, etc. Y lo primero que vi fueron las montañas. Y de pronto dije: «Es que eso es lo más grande que tengo a la vista. Voy a empezar a subir montañas». Cuando subí el primer cerrito, la verdad es que la montaña me enseñó que, desde la cumbre, la perspectiva cambia. Que lo que antes parecía grande, imponente, importante, de pronto se ve muy pequeñito. Y no solo eso: que se amplían tus horizontes y que desde la cima empiezas a ver nuevas montañas que siempre han estado ahí, pero que finalmente tú las ves por primera vez. Y se vuelven retos, se vuelven metas posibles de alcanzar. Empiezo subiendo esos pequeños cerros y busco quien me quiera enseñar a subir montañas.
Y me topo con dificultades, porque me decían que eso no era para mí, que aprendiera a hacer cosas en la vida, etc. Y finalmente llegó la oportunidad. Empecé a subir montañas, y las montañas fueron cada vez más altas. La montaña me ha enseñado, primeramente, a romper paradigmas. Si pudiera decirles algunos de los aprendizajes más clave… Yo trabajo mucho con esta idea de un acróstico de la palabra aventura. Como exploradores de nuestras propias montañas, de nuestros propios retos, estamos voluntariamente poniéndonos en una situación de riesgo para vivir precisamente esa aventura. ¿Y la aventura qué implica? La «a» de aventura seguramente es, para mí, «adaptación». Una de las principales cosas que aprendí, cuando intentaba subir montañas y me decían que no era para mí, etc., es que la fortaleza de un montañista no radica ni en sus músculos, ni en su estatura, ni en su capacidad de cargar. Radica en la capacidad de adaptación. En la medida en la que yo pudiera adaptar mi cuerpo a los cambios de presión atmosférica, a las diferentes altitudes, iba a poder alcanzar las cumbres. Y así fue como empezamos a subir montañas cada vez más altas. Después vino un gran reto. Yo estaba feliz porque comprobé… Cuando tuve mi primer intento a la montaña más alta de América, los casi 7.000 metros de altura que tiene el Aconcagua, en donde para mí era descubrir si podía o no adaptarme a esas altitudes para algún día soñar con los ochomiles, recuerdo que, después de haber alcanzado la cumbre, estaba tan feliz que, la verdad, era una… una emoción que yo no podía dejar de sonreír.
Y hay una frase que me encanta, que dice: «El agua que no corre se estanca, y el agua que se estanca se pudre». Yo dije: «Si me guardo esto, que me hace tan feliz, no va a servir de nada; tengo que compartirlo». Así que me fui, creyendo que iba a enseñar a niños a soñar cosas grandes, y vino una gran lección. Una chiquita en un campamento me empezó a cuestionar y, cuando íbamos subiendo una pequeña montaña, recuerdo que esta pequeña insistía constantemente preguntándome: «¿Cuánto falta? ¿Ya llegamos? ¿Cuánto más? ¿Ya llegamos?». Hasta que me desesperé y le dije: «Ya no me vuelvas a preguntar». En eso ella me dice: «¿Cómo dices que se llama la montaña más alta, la que es la más alta de todo el mundo?». Y le dije: «El Everest». Cuando llegamos a la cima del cerrito, la verdad es que los árboles, el bosque, ya se había quedado abajo. El campamento se veía pequeño y esta chiquita se emocionó muchísimo. Levantó las manos y me dijo: «¡Esto es como el Everest!». Y yo dije: «No, bueno… Esta montaña no aparece ni en los mapas». O sea, ¿cómo le explico que nada que ver, si para ella…? ¡Para ella fue un Everest! Y la verdad es que le dije la verdad. La verdad fue: «No sé, yo subí una montaña dos kilómetros más pequeña que el Everest. Yo nunca he ido al Everest». Y le cambió la cara. Le cambió la cara y se me quedó viendo con una decepción… Como diciendo: «Me mandaron una maestra que no sabe». Y me dijo: «¿Cómo que no has ido? ¿Por qué me dices que sueñe cosas grandes? ¿Por qué me dices que yo puedo lograr lo que me proponga si tú ni lo has subido?».
Claro que, cuando me dijo eso, me vino una razón muy poderosa, que fue: «Pues porque no tengo dinero, y el Everest está lejísimos, y solo el boleto de avión cuesta mucho dinero». No se habló más. Yo dije: «Perfecto». Pero luego vino otra de las grandes lecciones. A los dos o tres días, Sofi, con sus siete añitos, se me acerca y me dice: «Karla, ya sé lo que vamos a hacer. Para que puedas ir al Everest te quiero dar mis ahorros». Cuando me ofreció sus ahorros, me dijo tres cosas bien importantes. Lo primero que me dijo fue: «Sé congruente. No vengas y me digas que yo haga cosas que tú no has hecho. Háblame con tus acciones». Lo segundo que me dijo es que para ella no había diferencia entre un inglés, un alemán, un sherpa, un militar, un hombre fuertísimo y su maestra del campamento de verano. Ella me veía con todas las cualidades para poder subir las montañas más altas. Y lo tercero y más importante que me dijo fue: «Confío en ti». La verdad es que acepté el reto y empecé a prepararme para ir a la montaña. Lo que le dije era verdad: yo no tenía dinero. Así que había que tocar puertas, empezar a mover montañas… montañas no físicas, ¡montañas aquí! De los empresarios que me decían: «Eso no es deporte, eso es… un hobby». Otros me decían: «Bueno, sí, es un deporte importante pero, si vamos a invertir, pues que sea en un hombre que nos garantice que sí sube». Otros me decían: «Pero ¿yo qué gano?». Y yo les comentaba: «No, poner el logotipo…». Y me decían: «Nadie te lo va a ver. A nadie le importa. Eso no nos conviene».
Toqué muchos años, cinco años, toqué puertas, finalmente conseguí los recursos y eso me llevó a estar ya en la montaña. Y estando en la montaña te das cuenta de que muchas de las cosas que nos enseñan hay que desaprenderlas, porque allá empiezas a valorar otras cosas. Lo que aquí nos dicen que es importante, allá no lo es tanto, quizás. Empiezas a elegir entre lo esencial y lo accesorio. Y uno de los principales aprendizajes que la montaña me ha dado, en ese proceso de adaptación que les mencionaba, es que tienes que nutrirte para poderte adaptar. Tienes que aprender a nutrir tu cuerpo, a sobreproducir glóbulos rojos, a que finalmente te puedas oxigenar de mejor manera con lo que tienes, tomando más agua, etc. Y empecé a cambiar mi alimentación. Empecé a elegir entre cosas deliciosas, pero que no me servían, chatarra, y cosas que a lo mejor no me encantaban pero que me nutrían. Y en ese proceso aprendí también que no solo nos nutre lo que comemos. Que también nos nutre lo que pensamos, lo que vemos, lo que escuchamos, lo que sentimos… y que hay mucha chatarra que escuchamos, vemos y sentimos. Y empiezas a elegir qué pensar, qué sentir. Una de las cosas más importantes, que yo creo que es uno de los valores que la montaña me ha dado, es el carácter.
El carácter se forma a través del ejercicio de la voluntad. Como saben, hay cuatro pasos de la voluntad. El primero, el que rompe la inercia para poder vencer todos esos comentarios que te dicen: «¡Estás loca! ¿Para qué haces eso?». En aquel entonces yo ya trabajaba en una buena posición, como abogada. Tenía lo que mucha gente consideraba éxito, y renuncié a todo. Y me decían: «¡Es que estás loca! ¿Por qué renuncias?». Y la verdad es que había que romper ese primer… dar ese primer paso que rompe con muchos paradigmas. Pero después vienen los que siguen: la perseverancia, la constancia, el estarte preparando. El aprender no solamente a hacer un anclaje o a ponerte las botas, o a tener una caída: aprender realmente sobre ti mismo. Y después, finalmente… Bueno, el tercer paso es aceptar que hay caídas, y que va a haber caídas. Cuando yo quise subir al Everest, hablé con mi entrenador y me dijo… Me dio cantidad de estadísticas. Me empezó a decir toda la cantidad de personas que lo habían intentado en aquel entonces, hace 30 años. Y me empezó a decir cuántos tenían amputaciones de dedos de los pies, de las manos, ceguera de nieve, hipoxia cerebral, edema… Todos los riesgos: avalanchas, temperaturas… Y me volvió a preguntar: «¿Quieres ir?». Le dije que sí. «¡Pues tienes que prepararte!». Y empezamos a prepararnos en lo chiquito. Mi madre siempre me decía: «Quien es fiel en lo poco, es fiel en lo mucho. Si cumples aquí y ahora con lo chiquito, algún día podrás cumplir con lo grande, cuando se te presente la oportunidad».
Y cumplir con lo chiquito era hacer lo ordinario extraordinario, que cada pequeña cosa funcionara. Y eso también me lo enseñó la montaña. Cada pequeño paso, bien direccionado, me iba a llevar a la cumbre. Finalmente, el 27 de mayo del 99, alcancé la cumbre del Everest por la vertiente norte. Y cuando bajé, mucha gente me decía: «¿Y qué sigue? ¿Qué más?». Y siguieron otras montañas. Me fui a por la más alta de cada continente. Y la pregunta era la misma: «¿Y qué sigue?». Y después me di cuenta de que no bastaba con que yo subiera, con que pudiera ver el mundo desde la cima más alta. Sentía una necesidad muy grande de compartir. Así que llegué a México y me di cuenta de que había que cambiar esa forma de pensar. Y empecé a trabajar en la Secretaría de Educación, con niños, buscando precisamente que ellos descubrieran cuál era su potencial. Fue cuando inicié con la Fundación, en donde llevamos a jovencitos a que se involucren en proyectos de medioambiente, que generen un cambio, que se conviertan en agentes de cambio y que puedan impactar de manera positiva en todo lo que es la naturaleza. Cada día descubro y redescubro el potencial que existe. Y bueno, además de haber subido esas montañas, también están mis otras montañas. Como les comenté, soy madre y tengo… mi K2, que son mis dos hijas. Y, la verdad, son otros retos.
Y entiendo… Como les dije, no vengo a reclutar alpinistas. Entiendo que tenemos diferentes montañas, pero en todas y cada una, lo que es el valor… de la humildad, el valor de la constancia, el valor de la perseverancia, el valor de la laboriosidad, del trabajo en equipo, nos van a servir en todas y cada una de nuestras montañas. La verdad, gracias otra vez por dejarme compartir el día de hoy. Pero lo más importante es… El aprendizaje principal que la naturaleza, que la montaña me dio, fue justo en una cima en donde, al llegar, me estaban esperando para recibirme con ese abrazo de cumbre. Un abrazo multiplicador. Un abrazo que me hizo darme cuenta de que de nada te sirve llegar muy alto si estás solo, si no tienes con quien compartir, no importa qué tan alto llegues, no importa qué tan alto alcances una meta o un éxito: tienes que compartirlo. El éxito que se comparte se multiplica. Así que, si tienen alguna pregunta, encantada de compartirlo.
Me enseñó a verme como naturaleza, a no pensar que la naturaleza está ahí, a disposición de lo que yo quiera para utilizarla a mi servicio, sino a integrarme con ella y darme cuenta de que puedo contribuir de manera positiva a través de mis acciones, y que mis acciones pueden impactar negativa o positivamente. De verdad, para mí es la gran maestra y siempre he dicho que cualquier pregunta que tengamos, cualquier pregunta, si se la sabemos hacer a la naturaleza, vamos a tener la mejor y más sabia de las respuestas.
Y prometí volver. Dije: «En diez años vuelvo, porque no creo que ni en diez años», ese fue mi pensamiento en la cumbre, «tenga suficientes agradecimientos». Y la verdad es que volví diez años después y me di cuenta de todo lo que se me permitió ver y de todo lo que lo que pude cambiar. En ese inter, subo otra montaña, más en equipo, con compañeros, en donde aprendí de verdad… Estoy pensando en Alaska, en donde el último paso a la cumbre no lo di yo sola, lo dimos… el líder se quedó unos cuantos metros antes de la cima para esperarnos y nos dijo: «La cumbre es de todos». Y dimos ese paso juntos. Y fue una cumbre compartida muy hermosa. Y luego en la Antártica, por ejemplo, yo ya no estaba soltera, ya estaba casada, acababa de nacer mi bebé. Lo que amo de estar en la cima es ver, ver como se ve. Y ese día, visibilidad cero. Yo podía estar en cuarto blanco y era idéntico. A -56 °C, era la única diferencia. Pero no veía nada. Y esa frustración… Y de pronto… Yo ya tenía a mi bebé, que la había dejado. Tenía diez mesecitos cuando me fui a Antártica. Y de pronto digo: «Bueno, pero es que lo que tengo que ver lo traigo conmigo». Y saqué la foto de mi hija y dije: «Esto es lo único que tengo que ver». Entonces la verdad es que el sentimiento puede ser muy variado. Te puedo decir que el común denominador es gratitud, introspección y conexión.
Y también esa conciencia de decir: «Es la mitad del camino». La cumbre es solo la mitad del camino. En aquellos riesgos que me explicaba, mi entrenador me decía: «El 90 % de los accidentes son de bajada». Uno se prepara para tener éxito, uno se prepara para lograr cosas, pero hay que regresar. Allá arriba no te hacen la ola como en el estadio, ni tampoco te aplauden, no te ponen una medalla. Allí arriba llegas y todo el mundo… Nadie te ve. Y ya que llegaste, baja. Más alerta, más atento. Eso también me lo enseñó la montaña. Cuando aparentemente creemos que lo hemos logrado todo… más alerta y más atento, porque desde arriba caes de más alto.
Y la verdad es que el miedo para mí ha sido un gran compañero. Decía Séneca, que esto me encanta, que cuando algo te da miedo es un indicador de que eso es precisamente lo que tienes que hacer. Así que… Abrazar ese miedo y decir: «Claro, tengo miedo de morir». Entonces prepárate. Y no hagas cosas imprudentes y no te dejes vencer o caer en eso que se conoce como la fiebre de cumbre, en donde «no importa qué, pero yo tengo que llegar». Hay gente que me ha dicho a mí, compañeros en la montaña que me han dicho: «Bueno, a mí no me importa si pierdo una mano». Me decían: «Que me amputen la izquierda, que al cabo no la uso tanto». Y yo: «¿Cómo?». «¿Cuánto estás dispuesta a perder?», me decían a mí. «¿Pies? ¿Manos?». Y yo: «No, yo no quiero perder nada. Yo quiero subir y bajar en una sola pieza y por eso lo quiero hacer bien». Y es cuando la ley de Murphy se convierte como en tu aliado. Decía: «A ver, puede pasar todo esto negativo, sí, pero voy a saber cómo resolverlo». Y voy a tener la tranquilidad y la conciencia de que lo principal es el viaje de ida y vuelta. Tengo que regresar. Y si el miedo me ayuda a regresar, es mi mejor compañero. Es humano tener miedo y hay que darnos esa oportunidad y reconocernos vulnerables. Porque, como dicen en el Oriente, en el Tíbet, la verdadera grandeza de un hombre es cuando reconoce su pequeñez. Y las montañas te ubican, porque eres chiquitito, pero aquí, reconocer qué tan chiquitos somos también nos ayuda a no ver al miedo como un monstruo.
Cuando vas caminando en esas temperaturas, con ese frío, con ese viento, empiezas a escucharte. Y escuchas tus miedos, y escuchas tus límites, y escuchas todo lo que tienes, pero también vas descubriendo cosas. Por eso creo más bien que tiene que ver con el autoconocimiento, con la autogestión. Hasta dónde puedo. Hasta dónde no. Me reto un poco más o me contengo, porque quizás hoy no es el día en el que me siento así. Entonces yo creo que ese autoconocimiento… y ya estaba escrito en Delfos, ¿no? «Hombre, conócete a ti mismo y conocerás a los dioses». Creo que es una clave. Saber hasta dónde puedes, hasta dónde no puedes. Qué sí, qué no. Como les decía, la montaña está ahí, y tiene millones de años ahí, no se va a mover. Pero en ese proceso la conquista es de uno mismo. Se habla de conquistar montañas. Yo siempre he dicho que las montañas no se conquistan. Si la subes o no la subes, a la montaña poco le importa. O sea, ella va a seguir ahí tranquila y feliz y nunca le va a importar que tú hayas ascendido. Pero la conquista es hacia ti. Eres tú el que te das cuenta de cuáles sean tus miedos, de cuáles sean tus límites y también de cuál es tu potencial. De otra forma no lo hubieras descubierto. Decía Víctor Hugo: «Hay quienes piensan que a muchos les faltan fuerzas, pero lo que verdaderamente les falta es voluntad». Entonces, no se trata aquí de fortaleza física, no se trata de músculos, se trata de voluntad. Por eso les decía hace un rato de la importancia de ese valor en mi vida, de esa formación del carácter.
Ese motor, eso que te motiva, no puede venir de afuera. Tiene que venir de dentro. Tiene que ser algo que verdaderamente amas. ‘Voluntatis’ viene de querer algo. Y es qué tanto quieres algo. Y aquí es como… Cuando realmente quieres algo… Hay un cuento que yo leí en un ascenso. Les cuento rápidamente la anécdota. Estaba… fue justo en el Aconcagua. Llego a la montaña y de pronto en el campamento base acababan de perder la vida dos coreanos. Estaban sacando los cuerpos. Cuando llegamos nosotros, entusiasmados, apenas íbamos a hacer el ascenso, mi compañero, uno de los más experimentados, me dice: «Bueno, esto está muy difícil, ver los cuerpos, sacarlos, aquí podemos perder la vida…». Y me metí en mi tienda y empecé a leer un libro y venía esta anécdota, que viene a colación con lo que estábamos hablando. Hablaba de un monje que vivía en las faldas de una montaña en los Himalayas. Este monje era muy apreciado por su comunidad. Y, de pronto, enferma. La comunidad envía a un mensajero al poblado más cercano. Y cuando llega el mensajero, buscando al médico para que curara a ese monje, resulta que ese hombre era un anciano. Y el mensajero se quedó impactado y dijo: «Bueno, pues o se muere el monje o se muere el viejecito, porque no va a llegar».
Y para sorpresa de todos, el médico curó al monje y la comunidad le decía: «¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo es posible que a tu edad hayas llegado adonde muchos jóvenes no llegan?». Y el médico dijo: «Porque la vida me ha enseñado que no basta con tener claro lo que quieres aquí. Una vez que lo pongo en mi mente», dijo él, «lo bajo al corazón. Y cuando lo pongo en el corazón, resulta que mis pies simplemente siguen a mi mente y a mi corazón». Cuando yo leí eso, dije: «De eso se trata». Tenerlo claro en tu mente no solamente son estrategias, no solamente son conocimientos: es elegir el tipo de pensamiento que te permite, si realmente quieres, hacer algo. Después decía: «Bájalo al corazón». La traducción, para mí, ponerlo en el corazón no son ni flores, ni chocolatitos, ni canciones románticas. Para mí, ponerlo en el corazón es «levántate a las tres de la madrugada, carga 25 kilos a la espalda, avanza aunque te estés congelando, brinca aunque no sepas si tu pie va a llegar al otro lado…». O sea, haz las cosas. Eso es ponerlo en el corazón. Y como dijo aquel médico, al final descubres que, si lo pones en la mente y en el corazón, tus pies simplemente te llevan a donde querías estar. Y yo creo que de eso se trata. Hay mucha gente que simplemente lo deja en ideas, lo deja en buenas intenciones, pero se le olvida bajarlo al corazón. Y podemos tener grandes intelectuales, grandes pensadores, grandes académicos, tecnología, la más alta desarrollada hoy día… Pero si no lo aterrizamos a anhelarlo realmente, nuestros pies no van a poder llegar adonde queremos.
Cuando llegamos ahí, Peter, que era el líder de la expedición y amigo mío, nos dice: «Vamos a subir encordados». Y yo decía: «¿Cómo nos vamos a encordar, si apenas si conozco al resto del equipo?». O sea, que conocía a Peter y conocía a Jeff, los demás eran amigos de ellos y yo decía: «Si no me amarro ni con el que llevo ocho años de novia, ¿me voy a amarrar con un desconocido?». Y la verdad es que… Peter nos dijo: «O subimos amarrados, encordados, o no subimos». Y el ser humano… somos muy mal pensados, pero siempre del otro. «Es que yo no lo conozco, es que qué tal si no es bueno, es que qué tal si no sabe hacer esto…». Pero ellos piensan idéntico hacia acá, ¿no? Como no nos conocíamos, todos estuvimos de acuerdo en que no nos queríamos encordar. Y Peter dijo: «O subimos encordados o no subimos. Este es un trabajo en equipo y vamos a llegar todos juntos». Y nos encordamos. Y la verdad es que, cuando vas encordado, cuando vas unido por tu arnés a una cuerda con un compañero, no es porque fue un capricho del líder. El que va punteando te va marcando el ritmo y va abriendo la huella. Y tú sabes que exactamente donde él pisó tú puedes pisar con seguridad. El que viene atrás no es el menos importante o el que va más lento, es la persona que se vuelve el anclaje. Es tu seguridad. Cualquier error que cometan los demás, clava el piolet y se convierte en la autodetención de todos. Los de en medio vamos manteniendo el ritmo. Llegó un momento en que aquel grupo de desconocidos se integró… no como un equipo, como una familia.
Ya teníamos perfectamente el ritmo, ya nos leíamos, sabíamos perfecto cómo se sentía uno y otro. Y llegó un momento en el que íbamos hacia la cumbre y estábamos avanzando. El viento empezó a pegar fuertísimo. Yo venía en medio, Peter iba punteando, Jeff venía de retaguardia. Hicimos dos cordadas y, cuando íbamos avanzando, de pronto así la nieve polvo nos golpeaba como si fueran cubetadas de arena en la cara, que eran de nieve polvo. La temperatura empezó a bajar y todos sabemos que vientos fuertes, descenso de temperaturas, descenso de temperaturas, congelaciones, congelaciones, amputaciones. Así que el líder lo único que hizo fue una seña, media vuelta y de regreso. Y ahí sí que no lo cuestionas. Nos dimos la media vuelta. El que venía de retaguardia se convirtió ahora en el líder, el líder se convirtió ahora en retaguardia, y empezamos a avanzar. Íbamos por una arista, el viento estaba golpeando fuertísimo y yo lo único que pensé fue: «Voy a clavar los doce picos de mi crampón». Ahí dije: «Voy a levantarlo y voy a clavarlo porque tengo que dar ese paso firme». Y en eso siento como si me patearan la mochila. El viento me hace perder el balance y me voy de espaldas. Y empiezo a caer y lo único que pensé fue: «Ya me maté». Y como no me quiero morir, inmediatamente autodetención. Ahí sí que me detuve con uñas, dientes, como pude… Empiezo a subir, asustadísima, porque sí, sí estuvo fuerte el impacto, y se me olvidó por completo que venía encordada.
De repente volteo y veo a mis compañeros y yo esperando un poco que me dijeran: «Oye, ¿cómo estás? Vimos que casi te mueres, ¿necesitas algo?». Y no me decían nada. Y yo: «A lo mejor no me vieron, ¿verdad?». Y yo: «¡Es que me caí!». Y en eso uno de ellos me dice: «Muévete». Y yo: «Ah, o sea, sí vieron que me caí… ¡y no les importó!». El líder voltea y me dice: «Ya lo sé». Y sigue caminando. Y me enseña la cuerda. Y en ese momento para mí fue como: «A ver, venimos encordados». En la montaña, si tú cometes un error tan sencillo como levantarte los anteojos o los lentes… en segundos, ceguera de nieve. Se te quema la córnea. No puedes hacer eso. Te quitas el guante un segundo, y adiós dedos. No te hidratas lo suficiente, y olvídate de los dedos de los pies. Un pequeño error te cuesta demasiado caro. Pero si tú lo cometes, tú pagas las consecuencias. Pero cuando vas encordado, cuando vas en equipo, no se vale que tu error impacte en los demás. En ese momento yo dije: «No puedo estar pensando en dónde clavar los doce picos de mi crampón». Tengo que pensar en que, gracias a mi compañero, yo puedo avanzar. Y en que, si yo me detengo, detengo al que viene atrás de mí. Y para mí ese es el trabajo en equipo. Cuando te das cuenta de que si tú avanzas y tú creces, dejas que el otro crezca. En la medida en la que tú cumples tu parte, también permites que los otros cumplan la suya.
Se trata no solo de pensar en ti, sino de agradecer la confianza que los otros están depositando para poder lograr el fin último que todos queremos alcanzar. La verdad, para mí fue una de las mejores experiencias que he tenido, porque aprendí que el trabajo en equipo no son teorías ni definiciones lindas. Son esa voluntad realmente de disfrutar el logro del otro, el avance del otro, el saber que al final todos buscamos lo mismo. Todos buscamos ser felices, todos buscamos tener éxito, todos buscamos estar plenos porque todos queremos una mejor versión de nosotros, y lo único que nos corresponde es colaborar para que eso se logre. Y ese es otro de los grandes aprendizajes que la naturaleza me dio, la colaboración. Ahí el protagonismo no importa. Lo único que importa es que surja el fin último. Para mí eso es trabajo en equipo.
Empiezo a caminar y, en ese momento, mis compañeros ingleses se detienen y me dicen: «Hasta aquí llegamos». Yo dije: «Bueno, a estos hombres les falta oxígeno en el cerebro. ¿Por qué se quieren detener a menos de media hora?». Y les empiezo a explicar: «Piquito. Cumbre. Ahí está. Sí se puede. Vamos». Yo queriendo motivarlos, y llega uno y me dice: «No podemos seguir». Estábamos justo en lo que se conoce como el escalón Hillary. Una pared de aproximadamente 12 metros de alto, dos metros y medio de ancho. Terreno mixto, de hielo y roca. No es caminadito, tiene una demanda técnica. Si das un mal paso a la derecha es China, y a la izquierda es Nepal, y no quieres ir a ningún lado en ese momento. Así que para asegurar no solo tu ascenso, sino tu descenso, recordando que el viaje es de ida y vuelta, hay que colocar una cuerda. Cuando llegamos a ese punto, mis compañeros me empiezan a decir: «No es que no queramos continuar. Es que se nos olvidó la cuerda». A 80 metros. Dos meses en la montaña, cinco años pidiendo patrocinios, ocho años en el proyecto… Media vuelta y de regreso. ¿Podíamos subir sin cuerda? La verdad, sí. Pero bajar sin cuerda, con las condiciones que había en ese momento, le podía haber costado la vida a cualquiera de los miembros del equipo y no estábamos dispuestos a perder a ningún miembro del equipo. Así que media vuelta y de regreso, todos al base. ¡Imagínate el nivel de frustración! O sea, yo no solamente estaba frustrada, estaba furiosa.
Yo decía: «¿A quién se le olvidó la cuerda?». No… Mentalmente yo iba preparada para tormentas, cambios de clima, avalanchas, edema, ceguera de nieve, o sea, todos los riesgos que había en la montaña. Me había preparado en esa ley de Murphy que les contaba, me había preparado, pero no me había preparado para que alguien de mi equipo no hiciera su trabajo. Fue muy frustrante. Obviamente llegamos al campamento base. Fue terrible. Las culpas, quién no había hecho su parte, quién no había hecho lo que le tocaba, etc. Y la verdad es que cuando llegué a México, yo todavía con esta frustración y con este enojo de haber renunciado a tantas cosas… Y no había sido por falta de preparación, no había sido por falta de entrenamiento, no había sido por falta de ganas: había sido porque alguien arruinó, y yo lo decía así, alguien arruinó mi expedición. Y de pronto me doy cuenta, con un pequeño cuento, un trabalenguas que leí, de que al final, en este juego de «todo el mundo quería hacer algo importante, cualquiera hubiera podido hacerlo…». Al final había una frase que decía: «Pero nadie hizo lo que cualquiera hubiera podido hacer». Yo no pregunté: «¿Quién lleva la cuerda? ¿Ayudo? ¿Qué necesitas?». En ese momento, contestando a tu pregunta, aquella frustración tan fuerte, tan dolorosa… Porque a nadie nos gusta el vernos fracasados, el vernos derrotados cuando hemos puesto el alma, el tiempo, dinero, esfuerzo, vida, para lograr algo y que no funcione.
De pronto te das cuenta de que, realmente, si logras comprender lo que faltó hacer, ese hecho, ese fracaso, ese error, se convierte en un maestro. Los orientales dicen que la única forma de transformar el dolor es a través de la comprensión. Cuando algo que nos duele, cuando algo que nos frustra, lo entendemos y nos damos cuenta de que… ¿Qué fue lo que pasó en ese momento? Yo no pregunté: «¿En qué te ayudo? ¿Qué puedo hacer por ti?». Y la montaña me dio una gran lección. Me dijo: «No basta con que te entrenes, te nutras, te prepares, hagas perfecto lo que quieres hacer y tengas tu estrategia y hagas todo superbién. Si no te importa el de al lado y no le preguntas qué necesita, no vas a obtener la información que tú necesitas para seguir recorriendo lo que te falta». En ese momento, aquel fracaso frustrante ya no dolía. En ese momento se convirtió en un aprendizaje que me ha servido en muchas áreas de mi vida, porque son muchas las metas que he querido lograr y en ese momento me pregunto: «¿No se me está olvidando preguntarle a nadie qué necesita, cómo ayudo?». Y cambia completamente. Así que, cuando vemos esos errores o fracasos como una fuente inagotable de enseñanzas, de herramientas, de aprendizaje, deja de pesar, deja de doler y al contrario, te fortalece.
Mucha gente habla de las «piedras en el camino», ¿no? «Bueno, es que el camino estaba lleno de piedras y la dificultad…». Okey, así es como piensa y se vale. Pero cuando yo pienso en piedras digo: «Perfecto, ya tengo apoyo». Es que en una pared, en una montaña, tener una piedra es excelente. O sea, tienes perfectamente en dónde colocarte para poder subir más alto y para poder anclarte desde ese punto. Y a eso me refiero cuando digo «tu actitud determina tu altitud»: cómo ves las piedras del camino, cómo ves los aprendizajes, cómo ves las experiencias. ¿Como fracasos, que vas acumulando y metiendo en tu mochila, y que lo único que hacen es que tu ascenso sea mucho más pesado? ¿O esas experiencias que has enfrentado, esas situaciones que has vivido se convierten en aprendizajes y nuevas herramientas que pones? O sea, al final vas a llevar peso en tu mochila. Tú eliges si lo que estás poniendo son herramientas o son piedras. Y las piedras te sirven para apoyarte, pero no para estarlas cargando. Y cuando hablo de que tu actitud determina tu altitud… a mayor altitud, también se dificulta mucho el avance. La falta de oxígeno, la falta de presión atmosférica hace que cada pequeño paso te cueste mucho más. Y es entonces cuando se demanda más de ti, ese motor que te lleva.
Te puedo compartir que llegó un momento, en ciertas montañas, en donde, de verdad, avanzar era difícil y empecé a dedicar mis pasos. Empecé a ponerles nombre y apellido y dije: «Esto no es por mí. Esto también va por Fulano de Tal, por Zutano, por mi madre, por esto, por lo otro, porque son personas que me ayudan a estar aquí». Entonces, cuando tu actitud es de servicio, de que lo que estás haciendo no es solo para ti, que tú no eres el fin último de lo que estás buscando, sino que lo estás haciendo porque hay alguien que creyó en ti, por aquella niñita del campamento, por la persona que me decía… mis amigos, que me decían: «Oye, ¿cuánto te falta, de dinero, para completar tal expedición?». Y yo le hablaba en miles de dólares y él me decía: «Bueno, entre los amigos te juntamos 20 dólares para unos calcetines o algo». Pero contaba. Y ese pensar en que estás acompañado, en que no estás solo, en que lo que estás haciendo no solamente te beneficia a ti, sino que va a servir para algo más, también es una actitud que te puede llevar cada vez más alto.
Empecé a entrenarme con ellos. No me estaban invitando a la gran expedición que se iba a hacer en ese momento. Y en eso uno de ellos, que yo siempre he dicho que es un hombre muy visionario, habló con los demás y les dijo: «Oigan, está echándole ganas. Vamos a dejarla que venga». Y todos así al unísono dijeron: «¡No! ¿Una mujer en el equipo?». Y la verdad es que sí hubo esas dificultades. Fue muy difícil que me vieran como un miembro más. Me veían como una carga, alguien a quien tenían que cuidar, a quien tenían que resolverle, y ese era el reto para mí. Lo que yo tenía que descubrir era qué podía yo aportar al equipo para enriquecer, de qué manera mis conocimientos, mis habilidades podían hacer no solo que no me cuidaran, sino que dentro de mis posibilidades yo pudiera aportar. Al principio, la verdad es que me enojaba mucho que no me quisieran llevar, que no me quisieran enseñar. Años más tarde escuché esta frase en Oriente que dice: «Cuando el alumno está listo, el maestro aparece». Y yo entendí que quizás no era que no me quisieran enseñar o que no me quisieran llevar: era que quizá yo no estaba lista para aprender. Porque cuando abres tu mente, cuando te das cuenta de que tú puedes aportar desde lo que eres y desde quién eres, en ese momento cambia completamente y entonces vienen los grandes maestros. Y quizás estos obstáculos o estas dificultades no eran limitaciones, eran oportunidades para que yo pudiera ver las cosas de manera diferente, para que yo pudiera desarrollarme más, para que yo pudiera aprender más. Entonces dejé de ver estos obstáculos o estos rechazos como tales, y los empecé a ver como oportunidades para mejorarme, para crecer, para aprender. Y en el momento en que lo logré, de alguna manera, pude ser vista por mis compañeros como un miembro más.
‘Mi cumbre, mi decisión’ es un manual que se trabaja con jovencitos de primaria y secundaria, en donde se les dan estas herramientas que son habilidades para la vida. Empieza con eso. Pero también después empiezo a llevar a los jóvenes a la montaña. Y yo decía: «Bueno, es que la gran maestra es la montaña, yo solo soy el vínculo, el intérprete, pero qué mejor que ellos aprendan directamente». Y fue entonces cuando empiezo a llevar a los jovencitos a expediciones a diferentes lugares de México, a pequeñas montañas, a pequeños cerros, pero también a incentivarlos para que descubrieran al explorador que llevaban dentro. Y lo que hicimos fue una convocatoria a nivel nacional, en donde se invitaba a que los jóvenes que identificaran una problemática en su entorno, en su escuela, cuya solución beneficiara al medioambiente, propusieran un proyecto, lo implementaran, me mandaran testimonios de lo que era antes y después de lo que habían hecho, y los mejores proyectos iban siendo seleccionados. Eran proyectos desde captación de agua pluvial, recuperación de áreas verdes, reforestación, manejo de residuos, ahorro de consumo de agua o de electricidad. Y veías a niños de 12, 13 y 14 años resolviendo problemáticas sociales impresionantes. Te cuento: uno de los niños… El primer equipo era una comunidad, una escuela que estaba en las afueras de la Ciudad de México, en donde la escasez de agua hacía que la escuela oliera muy feo, porque no había agua para los sanitarios, para los baños. Los niños dejaban de ir a la escuela, por el mal olor, y eso hacía, obviamente, que se pudiera incrementar la deserción escolar, drogadicción y todo lo que implica, embarazos tempranos, etc.
Y ellos detectaron que lo que tenían que hacer era poner un sistema de captación de agua. Funcionó, lo hicieron y después se dieron cuenta de que también funcionaría en sus casas, porque tampoco en sus casas había agua. Así que lo hicieron en 60 casas. Y después en la iglesia. Y después en el hospital. Y de pronto tenías a niños de 14 y 15 años resolviendo toda esta situación. Ellos fueron los ganadores de la primera expedición a la Antártica. Me llevé a estos chiquitos a la Antártica por diez días para que de primera mano recibieran información de los científicos de las bases de la isla Rey Jorge en la Antártica. Y no solo era llevarlos a un paseo, era que se descubrieran esos exploradores. Ellos iban a ser ahora los líderes, el ejemplo a seguir dentro de su comunidad. Era una forma también de reconstruir el tejido social, de fortalecer la percepción que tenían de ellos mismos. Y eso es lo que hemos venido haciendo en la fundación. Desafortunadamente ahorita, con lo de la pandemia, etc. no se ha podido regresar a Antártica, pero seguimos haciendo expediciones a áreas naturales protegidas en México, a reservas de la biosfera. Porque al final lo que me interesa es que reconecten y que aprendan de la gran maestra. De eso se trata. Bueno, en alguna ocasión la Madre Teresa dijo: «El que no sirve para servir, no sirve para vivir».
Yo creo, realmente, que el gran aprendizaje que he recibido de la montaña y que he recibido de la naturaleza es que todo lo que hagamos tiene que servir para algo más. Que nosotros no podemos ser el fin último de nuestras metas y de nuestros proyectos. Que realmente todo lo que somos tiene que ser puesto al servicio de los demás. Y bueno, lo he intentado a través de la fundación y a través de otras acciones, pero yo creo que todos y cada uno tenemos nuestras propias montañas. Lo dijimos desde el principio. Tenemos nuestros propios talentos, tenemos ese potencial que nos corresponde desarrollar, que nos corresponde ser la mejor versión de nosotros mismos o simplemente ser. Y ya con eso, con ese ser, nosotros ya vamos a empezar a brillar y a iluminar a nuestro alrededor. Creo que estamos en una situación en donde existen muchas noticias que a lo mejor no nos gustan, mucha contaminación visual, situaciones reales de dificultad que se están viviendo en Europa, en Sudamérica, en África, en todo el planeta. Pero también hay esas pequeñas lucecitas que cada uno de nosotros somos. La invitación es a eso, a dejar brillar su propia luz a través de lo que aman, de lo que están haciendo. Mi invitación sería que escuchen a esa brújula interna que tienen en su corazón. No dejen de soñar con sus propias montañas.
Es el «tu actitud determina tu altitud». No nos conformemos con cerros, porque tenemos el potencial de llegar a las montañas más altas del mundo. Y desde las montañas más altas del mundo, cambiar nuestra perspectiva, cambiar nuestro entorno y reconocer que somos más fuertes de lo que pensamos y más grandes de lo que creemos. Y que en el momento en que nosotros hacemos las cosas que amamos, empezamos a contagiar a los demás. Y creo que de eso se trata. De verdad, gracias por esta oportunidad, y espero y les deseo de todo corazón que, cuando definan esa su gran montaña, cuando alcancen la cumbre de esa su gran montaña, tengan con quien compartirlo. Muchísimas gracias.